Autor: Eduardo LLibre Playa Sosúa. Fue al inicio del año 1973 - TopicsExpress



          

Autor: Eduardo LLibre Playa Sosúa. Fue al inicio del año 1973 cuando hube de abandonar la región de fincas y palmares que por aquel entonces conformaban a Las Espinas, el paraje más al este de la entonces muy extensa provincia de Puerto Plata. Al llegar a Sosúa, la playa y el cine me cautivaron. Por las tardes acudía a la playa en compañía de los primeros amigos que hice, tanto a nadar como a jugar pelota con bolas de goma. Placenteras y reveladoras fueron las zambullidas en las cristalinas aguas de la pequeña bahía armado de careta con vidrio de aumento. Aquellas apacibles tardes veraniegas olían a yodo y a sal y a las sustancias bronceadoras con las que las primeras gringas que nos visitaban embadurnaban sus cuerpos. Playa Sosúa era entonces en espacio pequeño pero desahogado, con unos cuantos quioscos de cana bajo los cuales se protegían del sol los escasos visitantes. Sobra decir que tanto las casetas construidas a partir de pedazos de madera y de plywood como la marabunta de sillas de playa no habían irrumpido en el entorno de la playita en forma de media luna. El judío Félix Koch, el mismo dueño del cine, fue el pionero en la recepción de turistas, norteamericanos fundamentalmente. A un costado de las entonces oficinas de los Productos Sosúa, justamente donde hoy se levantan las instalaciones del Banco Popular Dominicano, se encontraba Koch’s Guest House. En el perímetro comprendido entre unas ondulaciones cubiertas de césped con vista al mar, el judío-alemán había construido unas cabañitas o bungalows “with air conditioning and kichenettes”, suficientes para albergar a los turistas que nos visitaban. Muchas de las reservaciones se hacían por intermedio de telegramas, como podría comprobar un par de años más tarde cuando entré a trabajar como auxiliar mensajero en la estación de telecomunicaciones local. Lacónico, austero, Bill, telegrafiaba con varios días de anticipación desde Palm Springs, CA: “Koch’s Guest House, Sosua, Dom. Republic. Arriving Aug. 10th. Bill.” Los operadores de las “fonías” teníamos que valernos de nuestro sistema de clave para poder recibir los telegramas escritos en inglés. Entonces, uno sentado frente a la Olivetti dentro de la caseta de transmisión, seguía las instrucciones que daba el operador desde el Centro Principal ubicado en la misma Dirección General de Telecomunicaciones de la Isabel la Católica, allá en Santo Domingo: “coge clave: kilo-ojo-cama-hombre-santo. Otra: gato-uva-Ernesto-santo-tabla. Otra: hombre-ojo-uva-santo-Ernesto. Otra: Sosúa. Otra: Dominican Republi (así mismo disparaba el operador). Otra: agua-doble río-indio-vaca-indio-niño-gato. Otra: agua-uva-gato. Otra. Diez, seguido, tabla—hombre. Lo firma: burro-indio-lluvia. Coge otro”. A través de aquella mezcolanza de nombres propios, de animales, objetos y demás, uno recibía los telegramas, sin que importara que vinieran en alemán, francés o inglés. A bordo de la bicicleta 28 se trasladaba uno desde Los Charamicos hasta El Batey a llevarle el mensaje a Félix Koch. Excluyendo a los visitantes que nos llegaban por intermedio de la “Koch’s Guest House” el turismo de Sosúa se nutría de los santiagueros, que habiendo visto las bellezas del pueblecito, se habían adueñado del promontorio conocido como “Los Cerros, ubicado al sur, del otro lado de la carretera Sosúa-Puerto Plata, donde se dedicaron a construir casas de veraneo. Es natural que el levantamiento de aquellas casas de cemento causara sorpresa y diera mucho de que hablar en un pueblo en el cual había numerosas casitas de yaguas y de cana. “Los Cerros” se llenó de pronto de suntuosas casas que causaban el asombro general. Proverbial resultó ser aquella mansión que se alcanzaba a ver desde la carretera, la cual fue bautizada por la imaginería popular como “La Casa del Coño”. Los lugareños afirmaban, llenos de un inocultable orgullo, que todo el que veía aquel portento no podía contenerse y exclamaba: “coño, qué casa!” Durante los fines de semana, los oligarcas santiagueros se volcaban hacia Sosúa, en procura de reposo los mayores y de playa y sol los jóvenes. Los hermanos Bermúdez, Poppy y Carlucho, construyeron sendas casas al lado mismo de la playa, desprovistas de las florituras que identificaban a las erigidas en Los Cerros. Eran construcciones con clase, pero algo sobrias, funcionales. Uno podía ver a un Poppy Bermúdez de nariz prominente, apacible y sonriente, por las tardecitas, metido en el mar con el agua hasta el cuello. Algunas veces se le veía solo y otras, acompañado de amigos. Le llegué a ver en varias ocasiones disfrutando de la tibieza del mar al atardecer, conversando animadamente con el maestro Carlos Piantini. Los Bermúdez eran propietarios de botes con motores fuera de borda, los que eran empleados para realizar deportes acuáticos en las quietas aguas de Playa Sosúa. Allí se las lucía Niní Milanés, guitarrista y dueño de una excelente voz, montado sobre los esquíes acuáticos, haciendo maromas y piruetas. Con gracia, el ganador del Primer Festival de la Voz de Puerto Plata del año 1972, se deslizaba a ras del mar, a veces sobre un solo esquí. Otras veces, uno veía a Niní, luciendo su corte afro tan de moda por aquellos años, caminar por la playa, guitarra en mano, buscando muchachas a las cuales encantar con su bien modulada voz. Artista al fin, a Niní le salían sus ocurrencias, como por ejemplo incrustarse toda una caja de palillos dentales en el afro, dando la impresión de un erizo de mar bípedo. Ya por aquel tiempo el “imperio” comenzaba a penetrarnos. Yo daba mis primeros pasos en la lengua de Shakespeare, valiéndome del “Inglés Básico” y de los cursos por correspondencia de las “National Schools” o del “Pogress Institute”. Qué mejor lugar que la playa para uno practicar el inglés! Uno abordaba a cuanto gringo se nos cruzaba por delante. En el mágico ambiente de Playa Sosúa uno se topaba con veteranos, actores, espías de la CIA o del FBI, músicos, trotamundos, chicas desenfadas y modernas que sin el menor remilgo tostaban sus pechos al sol… Por aquellos tiempos nadie había visto jamás a un alemán; los teutones eran únicamente cosa de películas sobre la Segunda Gran Guerra. Un turista era un señor en pantalones cortos y con tennis, tocado con un sombrero de cana y provisto de su reglamentaria cámara fotográfica o bien una gringa de piel pecosa, casi en cueros, pero ambos tenían que hablar inglés. En la misma mitad de la playa, el sendero que conducía hacia El Batey se bifurcaba. Por el lado derecho, el sendero bordeado de cayenas se dividía a su vez en dos paseos de piedras encachadas, a ambos lados de una isleta de césped intensamente verde. Por allí recalaban los enamorados en procura de caricias y de besos furtivos, al amparo de los troncos nudosos de los almendros de hojas coloradas. En esta medianía de la playa estaban los únicos asientos de que disponía el visitante: unos bancos de listones de madera soportados sobre bases de cemento. Un personaje se destacaba en aquel espacio: El Moreno, vendedor de frío-frío. Este hombre, oriundo de las vueltas de Jamao al Norte y hermano del famoso rezador Luis el Paisano, se había asentado en Sosúa y se ganaba la vida empujando su carrito, vendiendo “yunyunes”. Hombre simpático y bonachón, de manos a boca le saltaba a cualquier visitante de la playa: “amigo, venga, págueme!” Ante el estupor del abordado El Moreno le replicaba: “es que usted me va a comprar un yun-yun”. Sudoroso y provisto de su mugriento delantal, cepillo en mano e inclinado sobre el gran bloque de hielo, “El Moreno” formó parte consustancial de la Playa Sosúa de aquellos años. Los sosuenses tenían su sitio predilecto donde sentarse: una copiosa mata de uva caleta ubicada en el mismo centro de la playa. Bajo sus nudosas ramas se reunía la muchachada local, el tigueraje, digamos. Debió ser próximo a “la mata de uva de los sosueros” donde una tarde Maritza se sacó de entre sus golosos labios un bolón de chocolate a medio consumir y me lo dio. Jamás he podido olvidar el exquisito sabor nicotinado de aquel bolón de color marrón. Cierro los ojos, dejo volar la imaginación y creo sentir de nuevo en mi boca aquella golosina llena de pecado. De haber tenido la experiencia que tengo hoy día, habría guardado aquel dulce en un escapulario o estuche de plata, tal como hacen los amantes transidos de amor con los mechones de sus amadas.
Posted on: Fri, 06 Sep 2013 01:59:53 +0000

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