BARTOLOME ESTEBAN MURILLO..EL PINTOR SEGUNDA PARTE DE SU - TopicsExpress



          

BARTOLOME ESTEBAN MURILLO..EL PINTOR SEGUNDA PARTE DE SU BIOGRAFIA Los grandes encargos La serie de pinturas para Santa María la Blanca[editar] Poco antes de morir el papa Urbano VIII, en 1644, una decretal de la Congregación romana del Santo Oficio, en manos de los dominicos, prohibió atribuir el término inmaculada a la concepción de María en lugar de predicarlo directamente de la Virgen, del modo como sus partidarios habían pasado de concepción de la Virgen Inmaculada a Inmaculada Concepción de la Virgen. La decretal no se hizo pública y solo comenzó a ser conocida cuando el Santo Oficio censuró algunos libros por aquel motivo. Al llegar la noticia a Sevilla, el cabildo respondió colgando un cuadro de la Inmaculada Concepción de Murillo con la inscripción «Concebida sin pecado» y la propia ciudad se dirigió a las Cortes de Castilla en 1649 reclamando la intervención del rey. Nada cambió durante el pontificado de Inocencio X, pero al ser elevado al solio pontificio Alejandro VII en 1655 Felipe IV redobló los esfuerzos para obtener la anulación de la decretal y una aprobación de la fiesta de la Inmaculada Concepción como se había venido celebrando en España. Tras las numerosas gestiones de los emisarios españoles, el 8 de diciembre de 1661 el papa Alejandro VII promulgó la bula Sollicitudo omnium ecclesiarum, que si bien no era todavía la definición dogmática que algunos esperaban, proclamaba la antigüedad de la pía creencia, admitía su fiesta, y afirmaba que ya pocos católicos la rechazaban. La bula fue acogida en España con entusiasmo y por todas partes se celebraron grandes fiestas, de las que han quedado numerosos testimonios artísticos.43 Pinturas para la iglesia de Santa María la Blanca El sueño del patricio. El patricio Juan y su esposa ante el papa Liberio. Pintados entre 1662 y 1665, los dos medios puntos de más de 5 metros de ancho que decoraban la nave central, actualmente en el Museo del Prado, narran la fundación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma, o Santa María de las Nieves, advocación del templo sevillano. En conmemoración de la bula, el párroco de la iglesia de Santa María la Blanca, Domingo Velázquez Soriano, acordó proceder a una remodelación del templo, antigua sinagoga, cuyos trabajos fueron costeados en parte por el canónigo Justino de Neve, probable autor del encargo a Murillo de cuatro cuadros para decorar sus muros. Las obras, que transformaron el viejo edificio medieval en un espectacular templo barroco, se iniciaron en 1662 y estaban concluidas en 1665, inaugurándose con solemnes fiestas descritas minuciosamente por Fernando de la Torre Farfán en Fiestas que celebró la iglesia parroquial de S. maria la Blanca, Capilla de la Santa Iglesia Metropolitana, y patriarchal de Sevilla: en obseqvio del nvevo breve concedido por N. Smo. Padre Alexandro VII en favor del pvrissimo mysterio de la Concepción sin culpa Original de María Santiisima. Nuestra Senóra, en el Primero Instante physico de su ser, editada al año siguiente en Sevilla. Farfán describe la iglesia, de cuyos muros colgaban ya las pinturas de Murillo, y los decorados efímeros instalados en la plaza situada ante el templo, donde en un tablado provisional se dispuso un retablo con al menos otras tres pinturas de Murillo propiedad de Neve: una Inmaculada grande en el nicho central y a sus lados el Buen Pastor y San Juan Bautista Niño. Los cuadros de Murillo, en forma de medio punto, representaban historias de la fundación de la Basílica de Santa María la Mayor de Roma los dos más grandes, situados en la nave central e iluminados por las claraboyas de la cúpula, y la Inmaculada Concepción y el Triunfo de la Eucaristía en los dos menores, dispuestos en las cabeceras de las naves laterales. Los cuatro salieron de España durante la Guerra de la Independencia y solo los dos primeros, destinados al Museo Napoleón, fueron devueltos en 1816, incorporándose más tarde al Museo del Prado, en tanto los dos restantes, tras sucesivas ventas, pertenecen al Museo del Louvre, el que representa a la Inmaculada, y a una colección particular inglesa el Triunfo de la Eucaristía. Especialmente las dos primeras son obras magistrales. En el Sueño del patricio Juan y su esposa Murillo representa el momento en que, en sueños, se les aparece la Virgen en el mes de agosto para pedirles la dedicación de un templo en el lugar que verán trazado con nieve en el monte Esquilino. En lugar de mostrarles dormidos en el lecho, Murillo los imagina vencidos por el sueño, él recostado sobre la mesa cubierta por un tapete rojo, sobre la que reposa cerrado el grueso libro en que ha estado leyendo, y ella sobre un cojín, según la costumbre de la época, con la cabeza caída sobre las labores interrumpidas. Incluso un perrillo blanco duerme arremolinado sobre sí mismo. La composición decreciente amplifica la sensación de relajamiento. La penumbra que invade la escena, rota por el halo que envuelve a María con el Niño, aparece matizada por las luces que destacan sutilmente cada detalle de la composición y crean, con el tratamiento fluido y borroso de los contornos, el espacio donde se sitúan las figuras plácidamente.44 La historia continúa con la presentación del Patricio Juan y su esposa ante el papa Liberio. Murillo divide la escena, disponiendo a la izquierda al patricio y a su esposa ante el papa, que ha tenido el mismo sueño, y a la derecha representa dibujada en la lejanía la procesión que se dirige al monte para verificar el contenido de los sueños, en la que el papa Liberio reaparece bajo el palio. La escena principal se dispone en un amplio escenario de arquitectura clásica iluminado desde la izquierda. La luz incide principalmente sobre la mujer y el religioso que la acompaña, creando un contraluz con el que destaca sobre la desnuda arquitectura la figura del papa, retratado posiblemente con los rasgos de Alejandro VII. El mismo gusto por los contraluces se encuentra en la procesión, pintada con pincelada ligera y casi abocetada, donde las figuras de los espectadores del primer plano aparecen como bultos sumidos en la sombra, destacando de este modo la luminosidad de la procesión misma.45 Pinturas para la iglesia de los capuchinos de Sevilla Santo Tomás de Villanueva, hacia 1668, óleo sobre lienzo, 2383 x 188 cm, Sevilla, Museo de Bellas Artes. Pintado para una de las capillas laterales de la iglesia de los capuchinos, Murillo llamaba a este cuadro su Lienzo, según cuenta Antonio Palomino, quien destacaba la figura del mendigo de espaldas, «que parece verdad». Tras algunas pinturas hechas hacia 1664 para el convento de San Agustín, de las que cabe destacar la que representa a San Agustín contemplando a la Virgen y a Cristo crucificado (Museo del Prado), entre 1665 y 1669 pintó en dos etapas 16 lienzos para la iglesia del convento de capuchinos de Sevilla, destinados a su retablo mayor, los retablos de las capillas laterales y el coro para el que pintó una Inmaculada. Tras la desamortización de Mendizábal de 1836 los cuadros pasaron al Museo de Bellas Artes de Sevilla, salvo el Jubileo de la Porciúncula que ocupaba el centro del retablo mayor, conservado en el Museo Wallraf-Richartz de Colonia. El repertorio de santos que forma este conjunto incluye, según Pérez Sánchez, algunas de las «obras capitales de su mejor momento».46 Las figuras emparejadas de San Leandro y San Buenaventura y de Santas Justa y Rufina, que ocupaban los lados del primer cuerpo del retablo, tienen ese carácter tan propio del pintor de vivos retratos y de profunda humanidad en sus expresiones serenas y melancólicas. Las santas sevillanas, acompañadas por algunos cacharros de cerámica de bella factura en alusión a su profesión de alfareras y a su martirio, sostienen una reproducción de la Giralda en recuerdo del terremoto de 1504, en el que según la tradición impidieron su caída abrazándose a ella, pero su presencia en el retablo se debe a que la iglesia se había construido en el lugar que ocupaba el antiguo anfiteatro donde habían recibido el martirio. También san Leandro aludía a la historia del templo, pues la tradición afirmaba que en aquel lugar había construido un convento antes de la conquista musulmana de la península ibérica, que ahora traspasaba alegóricamente a san Buenaventura, a quien, contrariamente a su habitual iconografía, Murillo representó barbado, por ser convento de capuchinos, y con la maqueta de una iglesia gótica, probablemente copiada de un grabado, para significar su antigüedad.47 En los cuadros dedicados a santos franciscanos —San Antonio de Padua, San Félix Cantalicio— pero especialmente en el San Francisco abrazando a Cristo en la Cruz que figura entre los cuadros más populares del pintor, la suavidad de luces y colores, armonizando sin violencia el pardo del hábito franciscano con los fondos verdosos o con el cuerpo desnudo de Cristo, intensifican el carácter íntimo de sus visiones místicas, despojadas de todo dramatismo. En la Adoración de los pastores pintada para altar de una capilla lateral, comparada con otras versiones anteriores del mismo tema, como la conservada en el Museo del Prado de hacia 1650 y estricta observancia naturalista, puede verse la evolución del pintor y la novedad que suponen estas pinturas en cuanto a la factura pictórica de su pincelada ligera y la utilización de la luz para crear con ella el espacio, con el recurso frecuente a los contraluces, frente al claroscuro y el modelado prieto de sus primera obras.48 Santo Tomás de Villanueva, el cuadro al que el pintor llamaba «su Lienzo», originalmente situado en la primera capilla de la derecha, ejemplifica bien el grado de magisterio alcanzado por el pintor en esta serie. Tomás de Villanueva, aunque agustino y no franciscano, había sido recientemente canonizado por Alejandro VII y como arzobispo de Valencia había destacado por su espíritu limosnero, lo que resalta Murillo disponiéndole rodeado de mendigos a los que socorre junto a una mesa con un libro abierto, cuya lectura ha abandonado, para significar que la ciencia teológica sin la caridad no es nada. La escena discurre en un interior de sobria arquitectura clásica y notable profundidad señalada por la alternancia de espacios iluminados y en sombras. Una monumental columna en el plano medio a contraluz permite crear un halo luminoso en torno a la cabeza del santo, cuya estatura acrecienta el mendigo tullido arrodillado ante él, con un estudiado escorzo de su espalda desnuda. Igual de estudiadas parecen las contrastadas psicologías de los mendigos socorridos, desde el anciano encorvado que acerca la mano a los ojos, con gesto de asombro o de incredulidad, la anciana que mira con semblante huraño y el muchacho tiñoso que aguarda suplicante, al niño que en el ángulo inferior izquierdo del lienzo y destacado a contraluz, muestra a su madre con radiante alegría las monedas que ha recibido.49 Pinturas para la iglesia del Hospital de la Caridad Murillo pintó entre 1666 y 1670 «seis jeroglíficos que explican seis de las obras de Misericordia» para la nueva iglesia que, impulsada por Miguel de Mañara, construía la Hermandad de la Caridad, a la que el pintor había ingresado en 1665. En 1672 entregó otros dos cuadros de altar, los únicos que junto con dos de los jeroglíficos de las obras de misericordia se conservan en su lugar. La Hermandad de la Caridad, fundada según la leyenda a mediados del siglo XV por Pedro Martínez, prebendado de la catedral, para dar sepultura a los ajusticiados, inició su andadura poco antes de 1578, cuando los hermanos alquilaron a la Corona la capilla de San Jorge situada en las Reales Atarazanas y se fecha su primera Regla, en la que se fijaba como objetivo propio de la hermandad enterrar a los muertos. Durante años llevó una vida lánguida, al punto que en 1640 la capilla se encontraba en ruinas y los hermanos decidieron su demolición, iniciando la construcción de una nueva, cuya conclusión se iba a demorar más de 25 años. La peste de 1649 permitió su revitalización, con la incorporación de nuevos hermanos, pero fue el ingreso de Miguel Mañara, heredero de una acaudalada familia de comerciantes de origen corso, y su elección como hermano mayor en diciembre de 1663, lo que impulsó la conclusión de las obras de la iglesia, a las que se añadió la conversión de un almacén de las Atarazanas en hospicio y la reforma de la propia hermandad, que ahora tendría también como objetivos acoger a los vagabundos y darles de comer en su hospicio, convertido en dispensario de incurables, y recoger a los enfermos abandonados para trasladarlos, a hombros de los hermanos si era necesario, hasta los hospitales donde los atendieran.50 Fue Mañara con toda probabilidad el autor del programa decorativo, ajustado a un discurso narrativo coherente, y el responsable de elegir a sus artífices: Murillo y Valdés Leal, encargados de las labores pictóricas, Bernardo Simón de Pineda para la arquitectura de los retablos y Pedro Roldán a cargo de la escultura. El acta de la reunión de la hermandad del 13 de julio de 1670, recogida en el Libro de Cabildos, da información de lo que hasta ese momento se llevaba hecho y aclara su significado: Así mismo propuso Nro. hermano mayor Don Miguel de Mañara como acavada la obra de nra. iglesia y puéstose en ella con la grandeza y hermosura que se ve seis jeroglíficos que explican seis de las obras de Misericordia, haviéndose dejado la de enterrar los muertos que es la principal de nro. Instituto para la Capilla mayor.51 Los «jeroglíficos» allí mencionados, ilustración de las obras de misericordia, pueden identificarse con los seis cuadros de Murillo que, según las descripciones de Antonio Ponz y Juan Agustín Ceán Bermúdez, colgaban de los muros de la nave de la iglesia por debajo de la cornisa, formando otra de las series capitales de la etapa madura del pintor. Cuatro de ellos fueron robados por el mariscal Soult durante la guerra de Independencia y se encuentran actualmente dispersos en diferentes museos, conservándose en su lugar únicamente los dos mayores, de formato apaisado, que se situaban en el crucero. Sus asuntos, relacionado cada uno de ellos con una obra de misericordia, son: La curación del paralítico (Londres, National Gallery), visitar a los enfermos; San Pedro liberado por el ángel (San Petersburgo, Museo del Hermitage), redimir a los cautivos; Multiplicación de los panes y los peces, in situ, dar de comer al hambriento; El regreso del hijo pródigo (Washington, National Gallery of Art), vestir al desnudo; Abraham y los tres ángeles (Ottawa, National Gallery), dar posada al peregrino; y Moisés haciendo brotar el agua de la roca de Horeb, in situ, dar de beber al sediento. A propósito de ellos comentaba Ceán Bermúdez: Los que no conceden a Murillo más que la hermosura del color, podrán observar en la espalda del paralítico de la piscina como entendía la anatomía del cuerpo humano: en los tres ángeles que se aparecen a Abrahán, las proporciones del hombre: en las cabezas de Cristo, Moysés, el padre de familia y de otros personages, la nobleza de los caracteres: la expresión del ánimo en las figuras del hijo Pródigo (...) y en fin verán en estos excelentes cuadros practicadas las reglas de la composición, de la perspectiva y de la óptica, como también la filosofía con que demostraba las virtudes y las pasiones del corazón humano.52 Diego Angulo destacó, junto con la capacidad del pintor para no repetirse y su dominio de la gesticulación en los personajes secundarios, que con la diversidad de sus reacciones profundizan los contenidos narrativos, la amplitud del espacio arquitectónico representado en los pórticos de la piscina probática, donde por medio de la luz y el gradual desdibujamiento de las formas se alcanzan notables efectos de perspectiva aérea.53 En los dos lienzos mayores, los más complejos por composición y número de personajes, sin embargo, también recurrió a la inspiración ajena, habiéndose señalado deudas para el Moisés de un lienzo de igual asunto del genovés Gioacchino Assereto, que era bien conocido en Sevilla y actualmente se localiza en el Museo del Prado, y de Herrera el Viejo para la Multiplicación de los panes y los peces, reinterpretados ambos con su particular sensibilidad.54 San Juan de Dios (detalle), 1672, Sevilla, iglesia del Hospital de la Caridad. El ciclo de las obras de misericordia encargado a Murillo se completaba con el grupo escultórico del Entierro de Cristo ejecutado por Pedro Roldán, que por representar la obra caritativa más importante en el origen de la institución, enterrar a los muertos, ocupaba el retablo mayor. Aparte de esta serie, la hermandad pagó en 1672 otras cuatro pinturas entregadas por Murillo y Valdes Leal en ese año, cuyos asuntos completaban el mensaje de la anterior conforme a las inquietudes y meditaciones de Mañara, expresadas en su Discurso de la verdad. Esos cuatro lienzos, rematados en medio punto, eran por una parte los célebres «jeroglíficos de las postrimerías» de Valdés Leal, situados a los pies de la nave, próximos a la entrada del templo, recordando al que entraba la caducidad de los bienes terrenos y la proximidad del juicio divino, en el que la balanza podía inclinarse del lado de la salvación mediante el ejercicio de las obras de misericordia mostradas en la serie anterior; pero como todos los motivos de esa serie habían sido tomados de la Biblia, los dos nuevos cuadros de Murillo, situados en los altares de la nave, venían a proponer a los hermanos modelos de caridad con los que pudieran identificarse más fácilmente, por la mayor cercanía de sus protagonistas: San Juan de Dios y Santa Isabel de Hungría curando a los tiñosos, conservados ambos en su lugar. Ambos servían como ejemplo hasta un grado heroico de las nuevas prácticas caritativas que Mañara había encomendado a la hermandad, implicándose personal y directamente en el ejercicio de la caridad, como él esperaba que hicieran los hermanos, cargando sobre sus hombros si era necesario a los mendigos enfermos en cualquier lado que los encontrasen, tal como había hecho el granadino Juan de Dios, o limpiando sus heridas sin volver el rostro «por muy llagado y asqueroso que esté»,55 de lo que era ejemplo la santa reina húngara. Y es de este modo como Murillo mostraba a sus mendigos enfermos, incluso incidiendo en la interpretación realista y desagradable de las llagas, lo que no dejó de suscitar algunas críticas cuando el cuadro de Santa Isabel de Hungría llegó a París, llevado por las tropas francesas. Tantas críticas como elogios iba a recibir poco después por la capacidad de los españoles de conjugar lo sublime y lo vulgar.56 Otras iconografías religiosas[editar] La Inmaculada Concepción[editar] Se conocen cerca de veinte cuadros de Murillo con el tema de la Inmaculada, cifra solo superada por José Antolínez y que ha hecho que se le tenga por el pintor de las Inmaculadas, una iconografía de la que no es el inventor pero que renovó en Sevilla, donde la devoción se hallaba profundamente arraigada. Inmaculada Concepción de El Escorial, hacia 1660-1665, óleo sobre lienzo, 206 x 144 cm, Madrid, Museo del Prado. La más primitiva de las conocidas es probablemente la llamada Concepción Grande (Sevilla, Museo de Bellas Artes), pintada para la iglesia de los franciscanos de Sevilla, donde se situaba sobre el arco de la capilla mayor, a gran altura, lo que permite explicar la corpulencia de su figura. Por su técnica puede llevarse a una fecha cercana a 1650, cuando se reconstruyó el crucero de la iglesia tras sufrir un hundimiento. Ya en esta primera aproximación al tema Murillo rompió decididamente con el estatismo de las Inmaculadas sevillanas, atentas siempre a los modelos de Pacheco y de Zurbarán, dotándola de gran dinamismo y sentido ascensional mediante el movimiento de la capa, influido posiblemente por la Inmaculada de Ribera para las agustinas descalzas de Salamanca, que pudo conocer por algún grabado. La Virgen viste túnica blanca y manto azul, conforme a la visión de la portuguesa Beatriz de Silva recordada por Pacheco en sus instrucciones iconográficas, pero Murillo prescindió por entero de los restantes atributos marianos que con carácter didáctico abundaban en las representaciones anteriores, y de la tradicional iconografía de la mujer apocalíptica dejó sólo la luna bajo sus pies y el «vestido de sol», entendido como el fondo atmosférico de color ambarino sobre el que se recorta la silueta de la Virgen. Sobre una peana de nubes sostenida por cuatro angelotes niños y reducido el paisaje a una breve franja brumosa, la sola imagen de María bastaba a Murillo para explicar su concepción inmaculada.43 57 La segunda aproximación de Murillo al tema inmaculista está relacionada también con los franciscanos, los grandes defensores del misterio, y es en rigor un retrato, el de fray Juan de Quirós, que en 1651 publicó en dos tomos Glorias de María. El cuadro, de grandes dimensiones y actualmente en el Palacio Arzobispal de Sevilla, fue encargado en 1652 a Murillo por la Hermandad de la Vera Cruz que tenía su sede en el convento de San Francisco. El fraile aparece retratado ante una imagen de la Inmaculada, acompañada por ángeles portadores de los símbolos de las letanías, interrumpiendo la escritura para mirar al espectador y sentado frente a una mesa en la que reposan los dos gruesos volúmenes que escribió en honor de María. El respaldo del sillón frailuno, superpuesto al borde dorado que enmarca la imagen, permite apreciar sutilmente que el retratado se encuentra ante un cuadro y no en presencia real de la Inmaculada, cuadro dentro del cuadro enmarcado por columnas y festones con guirnaldas. El modelo de la Virgen, con las manos cruzadas sobre el pecho y la vista elevada, es ya el que el pintor va a recrear, sin repetirse nunca, en sus muy numerosas versiones posteriores.58 Inmaculada Concepción de los Venerables o Inmaculada Soult, hacia 1678, óleo sobre lienzo, 274 x 190 cm, Madrid, Museo del Prado. En la Inmaculada pintada para la iglesia de Santa María la Blanca, a la que ya se ha hecho mención, también incluyó retratos de devotos del misterio. Torre Farfán identificó entre ellos al párroco, Domingo Velázquez, quien pudo sugerirle al pintor el complejo contenido teológico del lienzo y de su pareja, el Triunfo de la Eucaristía, enlazados por los textos inscritos en las filacterias dibujadas en ellos: «IN PRINCIPIO DILEXIT EAM» (En el principio [Dios] la amó), con la imagen de la Inmaculada, texto formando con las primeras palabras del Génesis y un versículo del Libro de la Sabiduría (VIII, 3), e «IN FINEM DILEXIT EOS, Joan Cap. XIII», con la alegoría de la Eucaristía, palabras tomadas del relato de la Última Cena en el Evangelio de Juan: «sabiendo Jesús que le había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin». La Inmaculada, cuya definición dogmática reclamaban sus defensores, aparecía de este modo asociada con la Eucaristía, elemento central de la doctrina católica: la misma manifestación de amor a los hombres que había movido a Jesús al final de sus días en la tierra a encarnarse en el pan, había preservado a María del pecado antes de todos los tiempos. Aunque es probable que a Murillo se le diesen tanto los asuntos como los textos inscritos, cabe recordar que los pintores sevillanos al ingresar en la academia de dibujo debían prestar juramento de fidelidad al Santo Sacramento y a la doctrina de la Inmaculada.43 La Inmaculada de Santa María la Blanca responde por lo demás al prototipo creado por el pintor hacia 1660 o poco más tarde, años a los que pertenece la llamada Inmaculada de El Escorial (Museo del Prado), una de las más bellas y conocidas del pintor, quien se sirvió aquí de una modelo adolescente, de mayor juventud que en sus restantes versiones. El perfil ondulante, con la capa apenas despegada del cuerpo en dirección diagonal, y la armonía de los colores azul y blanco del vestido con el gris plateado de las nubes por debajo del resplandor levemente dorado que envuelve la figura de la Virgen, son rasgos que se encuentran en todas sus versiones posteriores hasta la que probablemente sea la última: la Inmaculada Concepción de los Venerables, también llamada Inmaculada Soult, que podría haber sido encargada en 1678 por Justino de Neve para uno de los altares del Hospital de los Venerables de Sevilla y actualmente se conserva en el Museo del Prado. A pesar de su considerable tamaño, la Virgen aparece aquí de dimensiones más reducidas al aumentar considerablemente el número de angelitos que revolotean alegres a su alrededor, anticipando el gusto delicado del rococó. Sacada de España por el mariscal Soult, cuando se tenía, según Ceán Bermúdez, por «superior a todas las de su mano», fue adquirida por el Museo del Louvre en 1852 por 586.000 francos de oro, la cifra más alta pagada hasta ese momento por un cuadro. Su posterior ingreso en el Museo del Prado se produjo como consecuencia de un acuerdo firmado entre el gobierno español y el francés de Philippe Pétain en 1940, cuando la estimación del pintor había disminuido, siendo canjeada junto con la Dama de Elche y otras obras de arte por una copia del retrato de Mariana de Austria de Velázquez, entonces propiedad del Museo del Prado, que en aquel momento se consideraba la versión original del retrato.59 Jesús niño y san Juanito[editar] El Buen Pastor, hacia 1660, óleo sobre lienzo, 123 x 101 cm, Madrid, Museo del Prado. La Virgen con el Niño en figura aislada y de cuerpo entero es otro tema abordado con frecuencia por Murillo. Se trata generalmente de obras de reducido tamaño, destinadas probablemente a oratorios privados y pintadas en su mayor parte entre 1650 y 1660 con técnica aún claroscurista e, independientemente de su carácter devoto, con un acusado sentido naturalista de la belleza femenina y de la gracia infantil. A la influencia de Rafael, conocido a través de grabados, se debe sin duda la elegancia de los esbeltos modelos juveniles de sus Vírgenes así como la delicada expresión de los sentimientos maternales que hacen innecesario el acompañamiento de otros símbolos, más propios de la religiosidad medieval pero que podían encontrarse, todavía, en las composiciones de Francisco de Zurbarán dedicadas al mismo asunto. Paralelamente se advierte la influencia de la pintura flamenca, bien representada en Sevilla, en el rico tratamiento de los ropajes, así en algunas de las versiones de las que existe un mayor número de copias antiguas, como son la Virgen del Rosario con el Niño del Museo del Prado o la Virgen con el Niño del Palacio Pitti, en la que a la tierna expresión de la Virgen y la juguetona actitud del Niño se une la elección de una rica gama de tonalidades pastel rosas y azules, anticipo del gusto rococó.60 Con idéntico aliento naturalista trató otros motivos del ciclo de la infancia de Cristo, como la Huída a Egipto (Detroit Institute of Arts) o la Sagrada Familia (Prado, Derbyshire, Chatsworth House). El interés del pintor por los temas de la infancia y la propia evolución de la sentimentalidad barroca se pondrán de manifiesto también en las figuras aisladas del Niño Jesús dormido sobre la cruz o bendiciendo y del Bautista niño, o San Juanito, de entre las que cabría recordar la versión conservada en el Museo del Prado, obra tardía, fechable hacia 1675, y una de las más divulgadas del pintor, en la que el niño con gesto místico y el cordero que lo acompaña se dibujan con pincelada fluida sobre un paisaje plateado de perfiles deshechos. Del viejo tema del Buen Pastor, interpretado por Murillo en versión infantil, se conocen tres versiones: la que probablemente sea la más antigua de ellas, la del Museo del Prado, pintada hacia 1660, presenta al Niño reposando una mano en la oveja extraviada, erguido, mirando al espectador con cierto aire melancólico y sentado en un bucólico paisaje de ruinas clásicas, lo que hace de ella una eficaz imagen devocional. Una versión posterior, en Londres, Colección Lane, con Jesús en pie conduciendo el rebaño, deja más espacio al paisaje pastoril y el rostro del Niño, dirigido ahora al cielo, gana en expresividad. Su pareja en el pasado, el San Juanito y el cordero de Londres, National Gallery, en el que el pequeño Bautista aparece con el rostro risueño mientras abraza al cordero con infantil frescura, llamó la atención de Gainsborough que pudo poseer una copia e inspirarse en él para su Niño con perro de la colección Alfred Beit. La última versión de este tema (Fráncfort, Städelsches Kunstinstitut), trabajada con notable soltura de pincel y colores suaves, pertenece ya a los años postreros del pintor, con un sentido de la belleza más acentuadamente suave y delicado. Los Niños de la concha del Museo del Prado, donde el Niño Jesús y san Juanito aparecen juntos en actitud de jugar es, como las anteriores, una imagen devocional dirigida a una piedad sencilla pero servida con una depurada técnica pictórica, enormemente popular.61 62 Los géneros profanos[editar] La pintura de género[editar] Niños jugando a los dados, hacia 1665-1675, óleo sobre lienzo, 140 x 108 cm, Múnich, Alte Pinakothek. En la amplia producción de Murillo se recogen también alrededor de 25 cuadros de género, con motivos principalmente, aunque no exclusivamente, infantiles. Las primeras noticias que se tienen de casi todos ellos proceden de fuera de España, lo que induce a pensar que fueron pintados por encargo de algunos de los comerciantes flamencos asentados en Sevilla, clientes también de pinturas religiosas como pudiera ser Nicolás de Omazur, importante coleccionista de las obras del pintor, y con destino al mercado nórdico, como contrapunto laico quizá de las escenas dedicadas a la infancia de Jesús.63 Algunos de ellos, como los Niños jugando a los dados de la Alte Pinakothek de Múnich, aparecieron mencionados ya a nombre de Murillo en un inventario efectuado en Amberes en 1698 y a comienzos del siglo XVIII fueron adquiridos por Maximiliano de Baviera para la colección real bávara. Las influencias que pudiera haber recibido del pintor danés Eberhard Keil, llegado a Roma en 1656, y de los bamboccianti holandeses, no bastan por otra parte para explicar el enfoque murillesco del género, que en la escala de sus figuras, integradas en fondos paisajísticos reducidos —pero en todo caso mayores que en la pintura de Keil, quien llena el espacio con sus figuras— y en la elección de sus asuntos, puramente anecdóticos y reflejados con espontánea alegría, crea una pintura de género sin precedentes, nacida del espíritu naturalista de su tiempo y de la atracción que en el pintor ejerce la psicología infantil, puesta de manifiesto también, como ya se ha constatado, en su pintura religiosa.64 65 Aunque sus protagonistas son habitualmente niños mendigos o de familias humildes, pobremente vestidos e incluso harapientos, sus figuras transmiten siempre optimismo pues el pintor busca el momento feliz del juego o de la merienda a la que se entregan divertidos. La soledad y el aire de conmiseración con que retrató al Niño espulgándose del Museo del Louvre, que por su técnica y el tratamiento de la luz puede fecharse hacia 1650 o algo antes, desaparecerá en las obras posteriores, con fechas que van de 1665 a 1675. La comparación, propuesta ya por Diego Angulo, entre el Niño espulgándose del Louvre y otro cuadro de asunto semejante pero de fecha posterior, el que representa a una Abuela despiojando a su nieto, conservado en la Pinacoteca de Múnich, ilustra el cambio de actitud: las notas de tristeza y soledad han desaparecido por completo y lo que atrae al pintor es el espíritu infantil siempre dispuesto al juego, retratando al niño entretenido con un mendrugo de pan y distraído con el perrillo que juega entre sus piernas mientras la abuela se encarga de su higiene, trasladando quizá a la pintura el viejo refrán, «niño con piojos saludable y hermoso».66 Esa alegría infantil es la protagonista absoluta de otro lienzo de pequeño formato tratado con pincelada vivaz y abocetada conservado en la National Gallery de Londres, el llamado Niño riendo asomado a la ventana, sin otra anécdota que la simple sonrisa abierta del muchacho asomado a la ventana desde la que ve algo que a él le hace reír pero que a los espectadores del cuadro se les oculta.67 Niño espulgándose, hacia 1650, París, Museo del Louvre. Tres muchachos (Dos golfillos y un negrito), hacia 1670, Londres, Dulwich Picture Gallery. Niño riendo asomado a la ventana, hacia 1675, Londres, National Gallery. Cuadros como Dos niños comiendo de una tartera y Niños jugando a los dados —juego desaprobado por los moralistas—, conservados ambos en la pinacoteca de Múnich, aunque pudieran estar inspirados también en refranes o relatos de corte picaresco, que no han podido ser identificados, no parecen responder a otra intención que la de retratar con tono amable a grupos de niños que manifiestan su alegría en el juego o comiendo golosos, y que son capaces de sobrevivir con sus limitados recursos gracias a la vitalidad que les otorga su propia juventud. De tono similar, pero quizá con mayor contenido argumental, son los dos conservados en la Dulwich Picture Gallery: Invitación al juego de pelota a pala, que refleja las dudas del niño enviado a hacer algún recado cuando otro, de aspecto pícaro, le invita a participar en el juego, y el llamado Tres muchachos o Dos golfillos y un negrito, cuya leve anécdota permite al pintor confrontar diversas reacciones psicológicas ante un hecho inesperado: un niño negro con un cántaro al hombro, en el que Murillo podría haber retratado a Juan, su esclavo, nacido en 1657, llega hasta donde se encuentran otros dos muchachos dispuestos a merendar y con gesto amable les pide un pedazo de la tarta que van a comer, a lo que uno de ellos reacciona divertido en tanto el que tiene la tarta intenta ocultarla entre sus manos con gesto temeroso.68 Con el mismo tono amable y anecdótico, atraído por los desheredados y la gente sencilla, con sus reacciones espontáneas, en Dos mujeres en la ventana (Washington, National Gallery of Art) retrató probablemente una escena de burdel, como se viene señalando desde el siglo XIX.69 La llamada Muchacha con flores de la Dulwich Picture Gallery, tenida alguna vez por pintura de género y confundida con una vendedora de flores, responde en cambio mejor al género alegórico y puede interpretarse como una representación de la Primavera, cuya pareja podría ser la personificación del Verano en forma de joven cubierto con turbante y espigas, recientemente ingresada en la National Gallery of Scotland.70 Podría tratarse de los dos cuadros representando dichas estaciones del año que Nicolás de Omazur adquirió en la testamentaría de Justino de Neve, y no serían además las únicas alegorías pintadas por Murillo, pues Omazur era también propietario de un cuadro, actualmente en paradero desconocido, dedicado a La Música, Baco y el Amor.71 Retratos[editar] Nicolás de Omazur, 1672, óleo sobre lienzo, 83 x 73 cm, Madrid, Museo del Prado. Aunque su número es relativamente reducido, los retratos pintados por Murillo se encuentran repartidos a lo largo de toda su carrera y presentan una notable variedad formal, a lo que no sería ajeno el gusto de los clientes. El del canónigo Justino de Neve (Londres, National Gallery), sentado en su escritorio con un perrillo faldero a sus pies y ante un elegante fondo arquitectónico abierto a un jardín, responde perfectamente a modelos propios del retrato español, con el acento puesto en la dignidad del personaje retratado. Retratos de cuerpo entero como el de Don Andrés de Andrade del Metropolitan de Nueva York o el Caballero con golilla del Museo del Prado, acusan la doble influencia de Velázquez y Anton van Dyck que volverá a exhibir con notable maestría, pincelada fluida y sobriedad de color en el retrato de Don Juan Antonio de Miranda y Ramírez de Vergara (Madrid, colección duques de Alba), una de las últimas obras del pintor, fechada con precisión en 1680 cuando el modelo, canónigo de la catedral, contaba 25 años. Los retratos de Nicolás de Omazur (Museo del Prado), como el de su esposa Isabel de Malcampo, —conocido solo por una copia—, de medio cuerpo e inscritos en un marco ilusionista, responden por el contrario al gusto más específicamente flamenco y holandés, tanto por el formato como por su contenido alegórico, al retratarlos llevando en las manos unas flores ella y él una calavera, símbolos propios de la pintura de vanitas, de rica tradición nórdica. Es este el formato elegido también para sus dos autorretratos, uno más juvenil, que se finge pintado sobre una piedra de mármol al modo de un relieve clásico, y el de la National Gallery de Londres, pintado para sus hijos, inscrito en un marco oval tratado a la manera de un trampantojo y acompañado por las herramientas propias de su oficio. Muy singular y ajeno a todos estos modelos es el Retrato de Don Antonio Hurtado de Salcedo, también llamado El cazador (hacia 1664, colección particular), retrato de gran formato por ir destinado a ocupar un lugar de privilegio en la casa de su cliente, luego marqués de Legarda, al que retrata en plena montería, de frente y erguido, con la escopeta apoyada en tierra y en compañía de un sirviente y tres perros. Nada en él recuerda a los retratos pintados por Velázquez de miembros de la familia real en traje de caza; y al contrario, parece más cercano a ciertas obras de Carreño con posible influencia vandyckiana.72 73 Últimos trabajos y muerte[editar] Las bodas de Caná, hacia 1670-1675, óleo sobre lienzo, 179 x 235 cm, Birmingham, The Barber Institute. El banquete de bodas permite a Murillo representar una escena de vivo colorido y diversidad de vestuario, con toques orientalizantes también en el mantel, además de un variado repertorio de objetos de bodegón, con el gran cántaro de cerámica como eje de la composición. Tras la serie del Hospital de la Caridad, espléndidamente pagada, Murillo no recibió nuevos encargos de esa envergadura. Un nuevo ciclo de malas cosechas llevó a la hambruna de 1678 y dos años después un terremoto causó serios daños. Los recursos de la iglesia se dedicaron a la caridad, aplazando el embellecimiento de los templos. Con todo a Murillo no le faltó el trabajo gracias a la protección dispensada por sus viejos amigos, como el canónigo Justino de Neve y los comerciantes extranjeros establecidos en Sevilla, que le encargaron tanto obras de devoción para sus oratorios privados como escenas de género. Nicolás de Omazur, llegado a Sevilla hacia 1669, llegó a reunir hasta 31 obras de Murillo, alguna tan significativa como Las bodas de Caná de Birmingham, Barber Institute. Otro de esos comerciantes aficionado al pintor fue el genovés Giovanni Bielato, establecido en Cádiz hacia 1662. Bielato falleció en 1681 dejando al convento de capuchinos de su ciudad natal los siete cuadros de Murillo de diferentes épocas que poseía, dispersos en la actualidad en diversos museos. Entre ellos figuraba una nueva versión en formato apaisado del tema de Santo Tomás de Villanueva dando limosna (Londres, The Wallace Collection, hacia 1670), con un nuevo y admirable repertorio de mendigos. Además legó a los capuchinos de Cádiz cierta cantidad de dinero que emplearon en el retablo de su iglesia, encargado a Murillo.74 La leyenda de su muerte, tal como la refiere Antonio Palomino, se relaciona con este encargo, pues se habría producido como consecuencia de una caída del andamio cuando pintaba en el propio convento gaditano el cuadro grande de los Desposorios de Santa Catalina. La caída, sostenía Palomino, le produjo una hernia que «por su mucha honestidad» no se dejó reconocer, muriendo a causa de ella poco después.75 Lo cierto es que el pintor comenzó a trabajar en esta obra sin salir de Sevilla a finales de 1681 o comienzos de 1682, sobreviniéndole la muerte el 3 de abril de este año. Solo unos días antes, el 28 de marzo, había participado aún en uno de los repartos de pan organizados por la Hermandad de la Caridad, y su testamento, en el que nombraba albaceas a su hijo Gaspar Esteban Murillo, clérigo, a Justino de Neve y a Pedro Núñez de Villavicencio, va fechado en Sevilla el mismo día de su muerte.76 77 En él declaraba que dejaba sin acabar, entre otras obras, cuatro lienzos pequeños que le había encargado Nicolás de Omazur y el gran lienzo de los Desposorios místicos de santa Catalina para el altar mayor de los capuchinos de Cádiz, del que pudo completar sólo el dibujo sobre el lienzo e iniciar la aplicación del color en las tres figuras principales, siendo completado por su discípulo Francisco Meneses Osorio, a quien corresponden íntegros los restantes lienzos del retablo conservados todos ellos en el Museo de Cádiz.78 Discípulos y seguidores[editar] En las últimas décadas del siglo XVII la pintura amable y sosegada de Murillo, con sus modelos de Vírgenes y santos impregnados de una sentimentalidad dulce y delicada, se impuso en Sevilla a la más decididamente barroca y de tintes dramáticos de Valdés Leal, llenando con su influjo buena parte de la pintura sevillana de la centuria siguiente. Se trata, sin embargo, de una influencia superficial, centrada en la imitación de modelos y composiciones, sin alcanzar ninguno de sus seguidores el dominio del dibujo ligero y suelto ni la luminosidad y transparencia del color propia del maestro. De los discípulos directos el mejor conocido y más cercano es Francisco Meneses Osorio, que completó el trabajo iniciado por Murillo en el retablo de los capuchinos de Cádiz. Pintor independiente desde 1663, en sus obras más personales se advierte junto con la influencia murillesca la más retardataria de Zurbarán. Otro tanto ocurre con Cornelio Schut, quien llegó a Sevilla probablemente ya formado como pintor, de quien se conocen algunos dibujos muy próximos a los de Murillo. Sus obras al óleo sin embargo nunca pasan de discretas y acusan diversidad de influencias. Personalidad singular es la de Pedro Núñez de Villavicencio, amigo más que discípulo y caballero de la Orden de Malta, lo que le permitió entrar en contacto con la pintura de Mattia Preti. Sus cuadros con asuntos infantiles (Niños jugando a los dados, Museo del Prado), sin embargo, apenas recuerdan los del maestro si no es en el tema, apartándose de él tanto en la composición, más abigarrada, como en la técnica, en la que emplea pinceladas cargadas de pasta.79 80 Vinculados a la pintura de Murillo, sin que quepa precisar el grado de relación personal, estuvieron Juan Simón Gutiérrez y Esteban Márquez de Velasco, de quienes han llegado algunas obras de cierta calidad muy influidas por el maestro, y Sebastián Gómez, sobre quien se tejió una leyenda que lo hacía el «esclavo pintor» de Murillo probablemente por trazar un paralelismo con Velázquez y Juan de Pareja. Con Alonso Miguel de Tovar y Bernardo Lorente Germán, el pintor de las Divinas Pastoras, la influencia de Murillo se adentra en la primera mitad del siglo XVIII.81 Ambos, junto con Domingo Martínez, murillesco en el gusto por lo delicado y lo tierno, sirvieron a la corte durante su estancia en Sevilla de 1729 a 1733, un momento de gloria para la pintura de Murillo dada la afición que le demostró la reina Isabel de Farnesio, que compró cuantas obras pudo y entre ellas gran parte de las actualmente conservadas de su mano en el Museo del Prado. Por esas fechas no quedaba ya en Sevilla ninguna de sus pinturas de género y Palomino escribía, con cierto distanciamiento pues lo que se valoraba era la dulzura del color antes que el dibujo, que «así hoy día, fuera de España, se estima un cuadro de Murillo, más que uno de Ticiano, ni de Van-Dick. ¡Tanto puede la lisonja del colorido, para granjear el aura popular!».82
Posted on: Wed, 26 Jun 2013 07:33:40 +0000

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