Capítulo 14 Pensando en mi nuevo trabajo, esa noche apenas - TopicsExpress



          

Capítulo 14 Pensando en mi nuevo trabajo, esa noche apenas pegué los ojos. Estaba seguro de que mi suerte iba a cambiar, volvería a una vida respetable. Vivir a expensas de Helga me estaba haciendo daño. Keller parecía tener las ideas muy claras. Sin embargo, había algo en él que me inquietaba. Me levanté en cuanto amaneció, me vestí tan elegantemente como pude y salí hacia el trabajo. Conduje por las calles vacías de un domingo de madrugada hasta Surquillo, un distrito con una amplia zona industrial. El edificio de Keller era fácil de encontrar, destacaba entre las demás construcciones por su extrema sobriedad y por su inmaculada fachada gris de tres pisos. Estaba en el límite con la zona residencial. Aparqué el auto junto a un Mercedes gris oscuro, cerca de la entrada principal. Subí los cinco escalones que me separaban de las enormes puertas de grueso vidrio y presioné el timbre. Al cabo de unos segundos escuché el zumbido de la cerradura automática y la puerta se entreabrió invitándome a entrar. Unos pasos resonaron en la soledad del establecimiento, al tiempo que escuché la grave voz de Keller. –Buenos días, Waldek, adelante –se acercó y me estrechó la mano jovialmente–. Quise que vinieras hoy para que conozcas el lugar donde vas a trabajar. Mañana será un día demasiado laborioso. Ven, empezaremos por los talleres. Con un gesto me indicó el camino. Llegando al taller, llamó mi atención un letrero de hierro situado sobre la puerta, con el texto: El trabajo dignifica. Me recordó aquellos otros que había visto años atrás. Cuando, siguiendo a Keller, pasé bajo él, se apoderó de mí un desasosiego indescriptible. El rótulo despertó antiguos fantasmas perdidos en los recovecos de mi memoria a lo largo de los años, pero que aún estaban vivos. Oí, lejana, la enérgica voz de Keller que me hablaba en alemán y por un momento mis pensamientos me desconectaron de la realidad y perdí la noción de dónde estaba. Mi estupor debió hacer creer a Keller que yo estaba impresionado por la gran cantidad de equipo y herramientas de que disponía el taller, porque de repente me cogió del brazo y me preguntó: –¿Has visto alguna vez un taller tan completo como éste, Waldek? El contacto de su mano me sobresaltó y di un respingo, que él no pareció notar. Lo miré y volví a la realidad. –Ni siquiera en Alemania, señor Keller –me oí decir. El hombre siguió hablándome de todo aquello, señalando prensas y equipos de soldadura, y yo me concentré en sus palabras para apartar de mi mente el cartel. Conseguí reponerme a tiempo, para hacer un par de comentarios sobre la maquinaria y no parecer distraído. De allí pasamos a los vestuarios, donde había duchas, algunos retretes y una fila de armarios metálicos para guardar la ropa, porque en la empresa nadie trabajaba vestido de calle. Usaban monos de trabajo de color gris con una franja azul brillante en la espalda, donde se leían las siglas MFK. Un confortable olor a limpio lo inundaba todo. –Tú no llevarás mono gris –dijo Keller–. Nosotros llevamos bata blanca. Estás en otra categoría, nosotros somos diferentes. –Comprendo –dije, creyendo saber a qué se refería. Me pareció que su forma de pensar era similar a la de Helga. –Mañana conocerás a Colucci, mi ayudante. Es argentino. A veces habla más de la cuenta pero es muy bueno en refrigeración y aire acondicionado. –Keller permaneció unos segundos pensativo, como si ordenase sus ideas, y continuó–. Me gustaría que te encargases de adiestrar y supervisar al personal. –Justamente eso hacía cuando trabajé en Morrison & Knudsen. –¡Trabajaste con americanos! Lo celebro, ellos también son eficientes. Del vestuario salimos al patio lateral, donde estaban estacionados dos camiones de tamaño mediano y tres camionetas, todos con las siglas MFK. –Tenemos un plan de mantenimiento para cada empresa, pero en muchas ocasiones se hacen simultáneamente trabajos para dos o tres fábricas. Por eso necesitamos varias camionetas, cada una lleva el personal necesario a cada lugar. Los camiones son para la maquinaria. En el segundo piso estaba el taller de Colucci, una amplia sala con una mesa enorme sobre la que había aparatos de aire acondicionado desmontados. Vi evaporadores, compresores, condensadores y filtros de todo tipo y tamaño. Por todas partes reinaba el mismo orden y limpieza. Al final de un largo pasillo estaba situado el comedor para los trabajadores. –Esta es mi oficina –dijo, después de subir al tercer piso–, la tuya queda a la derecha, la de Colucci a la izquierda. Por el momento compartirás secretaria con Colucci hasta que consigamos una para ti. El hombre que ocupaba tu oficina tuvo que partir de improviso a Uruguay, todo está como lo dejó –explicó. La oficina de Keller era un poco más grande que las otras. Destacaba un escritorio de grandes dimensiones sobre el que se veían algunos papeles escrupulosamente ordenados a uno y otro lado y un enorme ventanal con persianas. También había algunos sillones; se respiraba un ambiente austero por todas partes. Terminado el recorrido, Keller me acompañó a mi oficina y dio las últimas instrucciones para el día siguiente: –Empezamos a las ocho, pero es mejor llegar un poco antes para organizar el trabajo. Mañana conocerás a tu gente, son treinta operarios y cinco choferes. Sobre tu escritorio tendrás la lista de clientes y las órdenes de trabajo. En la bandeja de tu izquierda verás los servicios que ahora están en curso. Estoy seguro de que te adaptarás fácilmente a nuestro sistema, pero si encuentras algún problema que no sepas cómo resolver o tienes alguna duda, pregúntame. –Entendido –contesté. Mi predecesor debió ser eficiente, el trabajo aparentaba estar bien organizado y pensé que sería fácil de realizar. –Waldek, espero que te sientas cómodo. Te dejo para que prepares el trabajo de mañana– dijo y salió de la oficina, dejándome solo. Sentí que empezaba a vivir. Casi a mediodía, terminé de revisar toda la información que estaba sobre mi escritorio. Supuse que era todo cuanto Keller esperaba que yo hiciera aquel domingo, así que dejé la mesa tan ordenada como la encontré y salí con intención de ir a comer a casa. En la oficina de Keller no había nadie, quizás se hubiese ido ya o estuviese en otra zona. Fui a la planta baja y estaba a punto de franquear la puerta de salida cuando pensé de nuevo en el cartel de los talleres. Volví sobre mis pasos y siguiendo el camino que Keller me había mostrado llegué ante la puerta y el letrero. Me sorprendió no percibir nada de lo que había sentido antes. Simplemente vi un cartel de letras metálicas como otros cientos que debía haber en otros sitios. Pasé bajo él para entrar de nuevo en los talleres, esperaba encontrar a Keller pero allí no había nadie. Al salir volví a mirar el rótulo. Definitivamente no me gustaba. No era amenazador, ni representaba nada concreto para mí, pero no pude evitar ver en él algo siniestro. En pocos días tomé completamente las riendas del trabajo. Trataba de solucionar por mí mismo los problemas que se presentaban, sabía que era lo que Keller esperaba de mí. Haber sido propietario de una hacienda me había habituado a tomar decisiones y a ver todo desde la perspectiva del dueño. Pienso que él estaba más que satisfecho con mi labor. Cuando había que hacer trabajos pesados y no se disponía de suficiente personal, los hacía yo mismo. Nunca me ha asustado el esfuerzo físico y los empleados ponían más interés cuando me veían sudar como uno de ellos. Todo cambió desde que conocí a Helga. Volví a ser el hombre afable que siempre fui, sentirme útil daba una dirección a mi vida. –Waldek, estuve conversando con Franz, está bastante complacido con tu trabajo–, dijo Helga una noche, después de la cena. –¿Sólo bastante complacido? –pregunté, bromeando. –Viniendo de él es todo un elogio. Lo conozco desde hace tiempo. Fue de gran ayuda después de mi divorcio. Es hombre de pocas palabras. –¿Conociste a Keller aquí, en el Perú? –Nos conocimos en Alemania, al final de la guerra. Éramos muchos buscando una forma de salir de allí cuanto antes. Yo me casé con un diplomático peruano y Keller, no sé cómo, también logró venir aquí. Sé que para ti ha ser difícil aceptar que fuimos nazis, pero era una guerra. Se debía hacer lo que ordenaban; el precio de la desobediencia era la muerte y la desgracia de la familia. No todos los que formamos parte del Tercer Reich lo hicimos por convicción, la mayoría lo hizo para salvar sus vidas. –No estoy juzgando a nadie, Helga, comprendo que fue una guerra. Sabes que estuve en campos de concentración y lo entiendo, yo era culpable porque formé parte de un grupo disidente que luchaba contra el ejército alemán. Pero en los campos... Interrumpí mi frase y mis pensamientos. No quería rememorar nada de aquello y menos estando con Helga. Sólo le había explicado por encima mi paso por los campos alemanes, sin entrar en detalles, pero ella sabía lo que eso significaba y me miraba con ternura, como lamentando todo el daño que sufrí. Después de una pausa, agregué: –Sabes que no guardo rencor hacia los alemanes, pero hubo abuso, una cruel matanza sin justificación, alguien debía pagar por ello y eso fue lo que hicieron en Nüremberg. Por mí está bien, aunque la cabeza principal hubiese escapado –concluí. –¿A quién te refieres? –preguntó Helga, saltando como un resorte. –A Hitler, por supuesto –contesté. –¿De dónde sacaste esa idea? Él murió, se suicidó, todo el mundo lo sabe –enfatizó ella. –Pero nunca encontraron su cuerpo, sólo dos cadáveres calcinados, carbonizados e irreconocibles. –No digas tonterías, Waldek –Helga parecía molesta–. Será mejor que no sigas inventando historias que sólo pueden traer problemas. Ni se te ocurra decir nada de esto a Keller. –Helga, después de tantos años y en este rincón del mundo, a nadie le importa saber si realmente Hitler murió, o salió nadando o navegando por un río, pero no son tonterías ni invento nada. Cuando los americanos achicaban el búnker no había modo de drenarlo, el agua volvía a inundarlo una y otra vez. La gente... –¿Qué dices? –exclamó, interrumpiéndome. Era la primera vez que la veía tan alterada. –Nada. Olvídalo –zanjé, dando por terminada la conversación. –No, quiero que me digas qué sabes de todo eso –de pronto, la habitual mirada dulce de Helga se había endurecido. Ahora era vacía, en un rostro inmutable. Como la de los oficiales de la Gestapo cuando me interrogaban. –No sé nada –dije, sintiéndome incómodo. Estaba arrepentido de haber sacado un tema que parecía afectarla demasiado. Sentí una angustia irracional, los viejos fantasmas de nuevo se abrían camino hacia mi mente. Allí estaba yo, sentado frente a una ex nazi que me interrogaba. Ella suavizó su actitud. Su voz volvió a ser pausada y con la misma peculiar entonación que tanto me atrajo desde el principio, preguntó: –¿De qué agua estás hablando? –¿Agua? ¡Ah, sí!... –exclamé, como recordando algo sin importancia– cuando salí del hospital, porque estuve varios meses en cama por un injerto en la pierna izquierda; un obús casi me deja sin pierna, un médico prisionero de guerra alemán me... –Waldek, ¿podrías contestar mi pregunta? –interrumpió Helga. Su voz me sonaba demasiado suave–. Me estabas hablando del agua que inundaba el búnker. –Cuando acabó la guerra estuve durante un tiempo con el ejército americano, en una patrulla por las calles de Berlín. Nuestra zona abarcaba la cancillería, donde estaba el búnker. En aquellos días un grupo de hombres intentaba achicar el agua que inundaba el búnker, pero por más agua que sacaban siempre recuperaba el mismo nivel –relaté el incidente, deseando terminar con aquello cuanto antes. –¿Y qué tiene eso de especial, Waldek? Recuerdo que había inundaciones por todas partes. Todo estaba destruido –preguntó Helga con fingida ingenuidad. –Allí entraba agua por algún sitio, Helga, mucha agua y muy rápidamente. Sospechaban una comunicación oculta con el sistema de canales. Cada día pasábamos por allí y siempre veíamos el mismo problema. Los alemanes que merodeaban por la zona se burlaban, diciendo que Hitler había escapado navegando por un canal hasta el río cercano. Eso no lo inventé yo, todo el mundo repetía lo mismo. No sé por qué le das tanta importancia. –Me tomaste por sorpresa. Es una historia absurda pero, ¿imaginas que fuera verdad que ese hombre estuviese vivo en alguna parte? –preguntó, observándome con disimulo. –No veo que tenga importancia. Eso no cambiaría el presente en nada. Lo que pasó, pasó –dije en el mismo tono que hubiera utilizado el árabe Miguel para explicar lo inexplicable. –Tienes razón, querido –dijo ella. Volvió a ser la mujer dulce de siempre. –¿Crees que Keller está de verdad satisfecho conmigo? –pregunté, dando un giro a la conversación. –Completamente. Parece que te está tomando cariño –comentó Helga, riendo como si fuese algo gracioso. Parecía que había olvidado por completo la tensa conversación de momentos antes. –Diría que él prefiere guardar su espacio –discrepé. Lo último que me parecía Keller era cariñoso. –Es un solitario, pero en el fondo es buena persona. Vive aislado, no tiene hijos ni esposa, los perdió en la guerra. Tuvo que dejarlos allí, cuando quiso traerlos se enteró de que habían muerto en uno de los últimos bombardeos sobre Berlín. Se siente culpable, tal vez por eso no se ha vuelto a casar. Posee una hermosa mansión en Monterrico y una gran fortuna, pero está tan solo, que a veces me da lástima. Desde aquella conversación, evité mencionar temas relacionados con la guerra, parecían afectar demasiado a Helga. Con el altercado del búnker no reparé en un detalle sobre lo que dijo Helga, pero después volví a pensar en ello. Si ella y Keller se conocieron en Alemania, indudablemente habrían trabajado juntos. Sabía que ella estuvo en la Gestapo, de él no tenía información pero seguramente no debió andar muy lejos. Tal vez ambos hubiesen sido miembros de las SS. Si ella era agente de la Interpol y decía que Keller la había ayudado cuando se divorció, ¿sería así como él la ayudó, facilitando su ingreso? Eso suponiendo que de veras fuese agente de la Interpol. Yo ya no estaba seguro de nada, pero tampoco quería hacer más preguntas. Preferí dejar las cosas como estaban, al fin y al cabo el pasado había quedado atrás. Pero empecé a sospechar que ellos compartían un secreto, oculto bajo la aparente normalidad de su vida social. Había transcurrido la primera quincena cuando Keller me llamó a su oficina. –Waldek, hoy es tu día de pago –dijo, alargándome un sobre. –Gracias, señor Keller –tomé el sobre y lo guardé en uno de los bolsillos de mi mono. No esperaba recibir mi paga directamente de él. –¿No tienes curiosidad por saber cuánto ganas? –preguntó. Parecía divertirle mi actitud. –Después lo sabré –respondí con una sonrisa, dominando la curiosidad que me mataba. –Hombre... abre el sobre y entérate de una vez –bromeó Keller. Saqué despacio el sobre del bolsillo y conté los billetes. Allí había diez veces más de lo que yo esperaba, era una fortuna, no lo podía creer. Levanté la vista y vi que Keller me observaba. Estudiaba mi reacción, así que comedí mi euforia. –Gracias, señor Keller. –Eres bueno trabajando. Y espero que lo sigas siendo. Durante todos estos días no tuviste necesidad de preguntarme nada, superaste mis expectativas. Eso –dijo señalando el dinero con la vista– es por una quincena. Tu sueldo mensual es el doble, para empezar. –No sé qué decir, yo... hice lo que sé hacer. Pensamientos y emociones ambivalentes se agolpaban en mi cerebro. Más que pagado, me invadía la inexplicable sensación de sentirme comprado. Pero al mismo tiempo estaba contento. Fue un momento muy confuso. –Waldek –cortó Keller cambiando de tema–, voy a ampliar la empresa. Hace tiempo que quiero hacerlo pero no tenía a la persona adecuada. Prestaremos un nuevo servicio de limpieza para bancos y laboratorios. Necesitaremos más personal, más máquinas, más vehículos... Hará falta un proyecto detallado, ¿podrás hacerlo? –Si me da los datos, claro que sí –afirmé sin dudarlo. –Hay ocho compañías interesadas, en algunas de ellas los trabajos de limpieza sólo se pueden hacer por la noche. Mi secretaria está terminando el informe, te lo daré más tarde. –¿Cuándo tiene previsto empezar? –Tienes un mes para hacerlo. Conseguiré un asistente para que te ayude, no podrás tú solo con todo. –Empezaré en cuanto reciba la información –añadí con decisión. –Bueno... esto merece un brindis –dijo inesperadamente Keller. Abrió una gaveta del escritorio, sacó una botella de Chivas y dos vasos de cristal exquisitamente tallados, que parecían fuera de lugar en aquel ambiente espartano. –Por una larga relación de trabajo, ¡salud! –dijo él, chocando los vasos. Me largué el whisky de un trago; me hacía falta. A partir de aquel día mi suerte tomó un rumbo definitivo y también la de Keller. En una ocasión Helga me contó que él era aficionado a la astrología y conocía a alguien que de vez en cuando le leía el oráculo y le hacía su horóscopo. Yo no lo sabía entonces pero, cuando Keller me conoció, su empresa y él mismo pasaban momentos de apuro. El astrólogo le había predicho que alguien con mis características aparecería en su vida y sería su salvación. Yo no daba mucho crédito a este tipo de profecías pero entendía el poder que tienen para quien cree en ellas, yo también soy supersticioso y conozco la fuerza de la convicción, incluso cuando parece contraria a la lógica. En poco tiempo Franz Keller depositó en mí toda su confianza. La empresa crecía constantemente y yo me hice cargo de todo lo relacionado con el mantenimiento y reparaciones, además del nuevo servicio de limpieza industrial. Me convertí en su mano derecha. Al principio temí que Colucci se mostrase receloso al sentirse desplazado, pero enseguida pude ver que el argentino no competía conmigo. Fui invitado a dar charlas sobre mantenimiento preventivo, en las que mi profundo conocimiento del tema compensaba mis escasas dotes de oratoria. Keller dejaba todo ello en mis manos, especialmente las presentaciones en público en las que nunca participaba. Me convertí en la cabeza visible de MFK. Los temores que habían rondado mi mente se fueron diluyendo. Mi relación con Helga era apacible, al contrario de lo que había sido mi vida hasta ese momento; ella consiguió devolver la paz a mi alma. Me había convertido en un hombre tranquilo, hogareño y el principal interés en mi vida, como siempre, era el trabajo. Así pasaron cinco años. Keller había abierto una sucursal en Venezuela. Colucci se internó en ese mercado, lo suyo seguía siendo el aire acondicionado. Era un país ideal para instalar una base de operaciones y él estaba encantado de vivir allá. Ya no había batas blancas ni trabajos de taller para nosotros, nuestra actividad se desarrollaba entonces sólo en los despachos. Tanto Helga como yo viajábamos con frecuencia. Ella por su misterioso trabajo en Interpol, yo por cuenta de MFK. Solían ser viajes de pocos días. Pero en una de aquellas ocasiones pasaron dos semanas y Helga no volvía, nunca había tardado tanto. Yo no tenía forma de contactar con ella y estaba preocupado. Me encontraba pensativo en mi oficina, cuando irrumpió Keller. Había tristeza en su rostro, de ordinario inmutable. –Waldek, amigo... no tengo muy buenas noticias para ti –dijo en tono inseguro, como quien no sabe por dónde empezar, algo raro en él. –¿Se trata de Helga? –pregunté. –Así es. No volverá al Perú –dijo Keller, sentándose con aspecto abatido en uno de los sillones frente a mi escritorio. –¿Que no volverá más? No puede ser, ¿cómo lo sabe? –pregunté, tan disgustado como incrédulo. –No puedo explicarte los motivos. Es mejor que no sepas más de lo que necesitas saber. –Parece no entenderlo, Keller. Helga es mi mujer, no alguien con quien salga a cenar de vez en cuando. ¿Cómo quiere que acepte así, sin más, que desapareció? –Me sentía muy molesto, estaba harto de secretos y el momento era inadmisible para ambigüedades. –Waldek, aunque ella aparentase llevar una vida corriente, su trabajo era muy peligroso. Una espada de Damocles. Sabía que en cualquier momento podía suceder algo. Sólo quiero protegerte... –¿Helga está muerta? –pregunté directamente. –Es mejor que así lo creas. Ella no puede regresar al Perú, es muy peligroso –recalcó Keller– me dio una carta para ti hace tiempo por si llegaba este momento. Pero antes, me has de prometer que cuando la hayas leído, la quemarás. No la arrugarás, ni la tirarás y mucho menos la guardarás. –De acuerdo –dije angustiado–. Pero... hay algo que siempre me intrigó, ¿qué tiene usted que ver con todo esto? Si sabe que Helga no volverá, debe saber el motivo. ¿Ella trabaja para la Interpol... o para usted? –Waldek, confía en mí. Ya es hora de que sepas algunas cosas pero no te las puedo decir aquí, no me fío ni de las paredes –dijo Keller bajando la voz–, esta noche te espero en mi casa. Se puso de pie y salió con paso cansado. Parecía que lo de Helga le había afectado más de lo que yo imaginaba. A solas con la carta que me había dado Keller, rompí el lacre inmediatamente. Extraje del sobre una cuartilla de papel escrita a mano, era la letra de Helga. Querido Waldek: Me resulta muy difícil despedirme de ti, pero hice juramentos que no puedo romper. No sé si puse en peligro tu vida al vivir juntos, pero me tranquiliza saber que eres completamente ajeno a lo que hago. Las personas que desde hace mucho tiempo me buscan, me han localizado. Debo desaparecer. Todo obedece a compromisos adquiridos en tiempos pasados, pero que aún ahora debo cumplir. Nuestro buen amigo Franz tal vez también tenga que dejar el Perú. Confía en él. Espero que entiendas que nunca traté de engañarte. Te amo y lo sabes, pero deseo que sigas tu vida. No me esperes. Tuya, Helga Releí la carta analizando cada palabra, tratando de encontrar algún significado oculto. Pero era bastante clara por sí misma. No tenía fecha, probablemente esa carta llevaba mucho tiempo esperando la ocasión de serme entregada. Aquello parecía un oscuro complot, una situación de intriga en cuyo entramado Helga y Keller formaban parte importante. No me costó creerlo, porque en el fondo era lo que yo siempre había intuido. Quemé la carta sobre el cenicero como había prometido a Keller y Helga se esfumó de mi vida como el humo en el aire. Me sentí vacío, me había acostumbrado a su presencia, a su voz melodiosa y su risa espontánea. La carta decía que quizás Keller pudiera desaparecer también. ¿Sería de eso de lo que quería hablarme en nuestra cita? Algo estaba cambiando en torno a mí. Presentí que iba a afectar mi vida como un terremoto. Keller me recibió en su casa aquella noche. Nos sentamos en el porche, frente a la piscina, cada uno con un vaso de whisky en la mano. La luz tenue de un farol antiguo iluminaba apenas nuestros rostros. Tras un largo silencio, él abrió la conversación. –¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos? –preguntó, como si no lo recordara. –Cinco años. Tal vez más. –Cinco años y seis meses –puntualizó–. Desde que llegué al Perú fuiste la única persona que realmente me inspiró confianza, aparte de Helga, claro está. Trajiste suerte a mis negocios, trabajaste bien, confío en ti y te aprecio. Keller dejó el vaso sobre una pequeña mesa y se adelantó en su asiento hacia mí, mirándome a los ojos. –Waldek –continuó–, tengo mucho dinero, tanto que no necesito estas empresas para vivir. Pero hay gente que husmea en las propiedades de los que tienen dinero, especialmente cuando se trata de inmigrantes alemanes como yo. Quieren saber de dónde sale ese dinero. Por otro lado, la riqueza se esfuma si no se hace algo para sostenerla. La empresa me ha permitido ambas cosas, tener buenas ganancias y justificarla. Cuando empezaste a trabajar para mí, eras la persona idónea para expandir mis negocios. Hace muchos años hice un juramento y necesitaba esos ingresos para la causa con la que me comprometí. Me removí en el asiento. ¿Sería el mismo tipo de juramento al que se refirió Helga? Me parecía obvio. Iba a preguntarle, pero me contuve. Dejé que siguiera hablando. –Sé que estuviste en los campos de concentración. Antes de conocernos, Helga me había hablado de ti. Me extrañó que no sintieras odio por los alemanes teniendo tantos motivos; sé mejor que nadie por lo que pasaste –Keller respiró profundamente como relajándose, cruzó las piernas y giró el rostro hacia la piscina. En la penumbra del porche destacó su perfil iluminado. Sentí que retrocedía en el tiempo. En sus rasgos reconocí a uno de los oficiales de las SS de Auschwitz-Birkenau, un hombre de extrema frialdad, encargado de escoger los que salían para no regresar más. Los gritos, los golpes, el olor del campo, me vino todo como una ráfaga. Sentí que se me aceleraba el pulso, un ansia irracional se apoderó de mí y después se fue convirtiendo en rabia. Keller seguía hablando, ajeno a mis sentimientos: –Yo estuve en los campos de concentración, era uno de los oficiales que estaba al mando. Cumplíamos órdenes, era una guerra. Le debíamos todo al Führer, él había sacado a Alemania de su profunda crisis económica, nos había hecho sentir parte importante de Europa, nos había librado de los comunistas, ¿Cómo hubiésemos podido negarnos a cumplir nuestra parte del plan? En Alemania había trabajo, orden, eficacia, era un buen sistema. Muchos de nosotros también vivíamos en los campos de concentración, ¿nunca pensaste en eso? –Pero, ¿era necesaria aquella matanza? –interrumpí con furia. –Si te refieres a los judíos, es un tema que dividió a los alemanes. No todos estábamos de acuerdo, pero algo había que hacer. Al principio, Hitler les pidió que ayudaran a la reconstrucción de Alemania, el capital judío era vital para la nación. Pero ellos se comportaron egoístamente como extranjeros que eran, y sólo miraron por su propio interés. Empezaron a salir del país grandes capitales y dejaron Alemania en bancarrota. Los comunistas aprovecharon la situación para atraerse al pueblo, prometiendo lo imposible como es su costumbre. Hitler debía luchar contra esos dos flagelos. Creó una matriz de opinión: la raza superior. El pueblo alemán estaba en muy buena disposición de aceptarlo, ¿a quién no le gusta que le digan que es superior...? Lo dejé hablar, me estaba enterando de una parte de la historia que no conocía. Por lo menos, de la forma como la veían muchos alemanes. –Así fue como empezó todo –prosiguió–, si los judíos hubieran pensado más en Alemania y ayudado al país que les dio cobijo y nacionalidad, nada de eso hubiera sucedido. Por otro lado, los países europeos no deseaban recibir inmigrantes judíos por nada del mundo, ¿qué podíamos hacer con ellos? –Ése no es motivo para exterminarlos. Hubiesen podido detener, juzgar, expropiar, poner en prisión a los culpables. Pero familias enteras fueron aniquiladas, condenadas al horror sin causa alguna. Además, en los campos no sólo murieron judíos. Murieron millones de personas de todas las religiones, de muchos países incluyendo los propios alemanes, yo... lo viví –apenas podía contener mi indignación. –Ya te he dicho que ese asunto dividió a los alemanes, la mayoría no éramos partidarios de esa solución, pero una vez que el Führer tomó la decisión ya nadie pudo hacer nada. Keller hizo una pausa antes de continuar –Pero no es de eso de lo que quería hablarte. Te estaba comentando que me sorprendió tu buena disposición hacia nosotros, incluso después de saber que habíamos formado parte del nacionalsocialismo, teniendo en cuenta tus antecedentes durante la guerra. Helga me dijo que eras alguien muy especial. Pocos días antes yo había encargado un estudio astrológico. Decía que pronto conocería a una persona en quien podría confiar plenamente. No dudé un instante que esa persona eras tú. Todo encajaba, las señales estaban claras. Por eso, aun sabiendo que habías sido prisionero de los nazis y que podrías tener todos los motivos para odiarnos, confié en ti y te di el empleo. No me equivoqué. Y ahora estás aquí, como confidente de unos sentimientos que jamás compartí con nadie. –Mi vida ha sido dura, me tuve que librar del odio o hubiese terminado odiando a todo el mundo; Era demasiado para mí. Además, ya han pasado más de veinticinco años –expliqué a Keller –Hay gente con muy buena memoria. ¿Has oído hablar del Mossad? –No –repliqué. Era la primera vez que escuchaba ese nombre. –El Mossad es el servicio secreto de Israel. Se ha dedicado a atrapar a todos los nazis que participaron en lo que ellos llaman el holocausto. No distinguen entre quien dio las órdenes y quien las recibió. Ellos siguen las pistas y nosotros intentamos enredarlas. Pero a veces se acercan demasiado y entonces lo más seguro es levantar el vuelo. –¿Es lo que ha sucedido con Helga? –pregunté, aun sabiendo que no iba a recibir respuesta. –¿Ves esta casa? –señaló con la mirada el entorno– tiene tres mil metros cuadrados de terreno, quinientos diez construidos y está valorada en muchos millones. Su contenido vale otro tanto. Ven conmigo –nos pusimos en pie y lo seguí al interior. Keller iba encendiendo luces por donde pasaba, yo iba tras él admirando la elegante decoración que ya conocía por visitas anteriores. El estilo era sobrio pero magnífico, los suelos de mármol, cubiertos por alfombras antiguas elaboradas a mano. Yo estaba seguro de que cada pieza era una obra de arte original, muchas de ellas antigüedades únicas, sin embargo el ambiente no era recargado. La casa era realmente hermosa, por fuera y por dentro. Subimos una escalera de nogal finamente tallada, atravesamos una pequeña sala que dividía en dos la parte alta y llegamos a un estudio. Sus paredes estaban casi totalmente cubiertas por estanterías de madera, llenas de libros. Detrás del escritorio, adosado a la pared, un enorme cuadro renacentista se abrió como una puerta cuando Keller lo presionó, dejando ver una gran caja fuerte de color bronce. –Aquí guardo joyas muy valiosas. Algunas pertenecieron a la Rusia de los zares. Y los documentos más valiosos. Yo había optado por guardar silencio. Además, ¿qué podía decir ante semejante ostentación de riqueza? Él parecía muy interesado en mostrármelo todo. Presionó levemente el cuadro ocultando la caja fuerte y rodeó el escritorio. Se sentó en un mullido sillón y me invitó a hacer lo mismo en otro idéntico. Me ofreció un cigarrillo y después de encenderlo se produjo un largo silencio. Como si estuviese buscando las palabras adecuadas. Por fin se decidió a hablar. –Waldek, dentro de poco tiempo me veré obligado a dejar esta casa y salir del Perú. El Mossad me busca, y a pesar de que puse todo el cuidado en borrar mi rastro, esos sabuesos dieron con Helga y pronto lo harán conmigo. Si me quedo, me encontrarán. Lo de Helga desató la madeja, a veces con el tiempo uno se vuelve descuidado y se dejan cabos sueltos que otros van atando. –¿Y qué va a hacer? –pregunté, a pesar de presentir la respuesta. –Es algo que no te conviene saber. Tengo que desaparecer completamente, no puedo conservar nada de lo que tengo aquí. Ni el negocio, ni la casa, nada a lo que se pueda seguir una pista. Por eso deseaba hablar contigo –Keller utilizaba cuidadosamente las palabras–; quiero proponerte algo. He de vender esta casa con todo lo que contiene, así como todos mis negocios. Pensé en ti. Eres el único que puede dirigir la empresa y que por tus antecedentes jamás despertaría sospechas de haberme ayudado. Si no aceptas no tendré otra opción que cerrar y muchas personas quedarán sin empleo. Tú mismo perderías tu trabajo. –¿Se ha vuelto loco, señor Keller? –Su propuesta era tan descabellada que me hizo reír, a pesar de la seriedad del asunto–. Me paga usted muy bien, es cierto, pero no tengo dinero suficiente para comprar ni uno de estos sillones. La mirada de Keller cortó mi risa al instante, sus ojos grises parecían cuchillos afilados. –Eso no es problema, Waldek, cuento con ello, no soy estúpido. No me tienes que pagar nada ahora. El precio de todo lo que te ofrezco será que deposites una cantidad cada año en una cuenta cifrada de un banco suizo. Algo que podrás hacer sin ningún problema, sólo será una pequeña parte de los beneficios del negocio. Sólo eso. ¿Recuerdas que te aconsejé que abrieras una cuenta en los Estados Unidos? Harás la transferencia desde allí. Escuché la propuesta de Keller como quien oye un cuento de hadas. No podía creer que estuviese hablando en serio, pero resultaba evidente que era así. Él permaneció en silencio mientras yo trataba de asimilar sus palabras. –Todo esto me parece muy extraño, señor Keller. La verdad, no estoy seguro de querer tanto dinero, el precio puede ser muy alto –me animé a decir. Temí meterme en problemas, ya había tenido demasiados. –No me voy aún, tengo tiempo para dejar arreglados mis asuntos, pero necesito tu colaboración. Piénsalo, Waldek, lo único que tienes que hacer es quedarte como dueño de todo y eso no te traerá problemas porque todos los documentos serán legales y estarán a tu nombre. Prácticamente somos socios, ¿no? Conoces mejor que yo el manejo de las empresas, si te conviertes en dueño de ellas será algo natural. Figurará que me las compraste al contado, legalmente no me deberás nada. Puedo arreglar los documentos para que aparezca así. No debemos nada al fisco ni poseo acuerdos con el gobierno, no te oculto nada. Por un momento consideré la propuesta en serio. Tal vez no fuese tan peligroso, mi vida siempre había sido como una montaña rusa, unas veces arriba y otras demasiado abajo. Ahora estaba arriba y no quería bajar. Recordé a mi amigo Miguel, el árabe. Pensé: ¿qué hubiera hecho él? –¿Y qué sucedería si después no efectuase esos ingresos? –pregunté a Keller, tanteando. –Te conozco Waldek, sé que no harías eso –sonrió por primera vez en toda la noche– pero no sería buena idea. –Necesito reflexionar, no quiero tomar una decisión apresurada de la que después me arrepienta. Mañana le comunicaré mi decisión, ¿de acuerdo? –No esperaba otra cosa de ti –respondió él, satisfecho–, otra respuesta me hubiera defraudado. Está de más decirte que es necesaria una total reserva de todo lo que aquí se ha hablado. Yo me iré dentro de poco pero tú te quedarás. Nunca, jamás, ni con el mejor amigo que puedas tener en el futuro, hables con nadie de esto. Asentí con la cabeza y Keller me acompañó hasta la puerta principal. –Piénsalo. Mañana hablaremos Una cosa más, señor Keller –dije antes de salir– ¿Helga ha muerto? Quiero saberlo –añadí con decisión. –No –fue su respuesta.
Posted on: Fri, 16 Aug 2013 15:46:28 +0000

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