"Cuando venga el comunismo, me voy a la estancia". De París a la - TopicsExpress



          

"Cuando venga el comunismo, me voy a la estancia". De París a la estancia En Argentina. Los años dorados (1889-1939), que publica El Ateneo, Alberto Dodero y Philippe Cros recrean aquel período de opulencia a través de más de mil seiscientas fotografías, cartas, retratos y caricaturas que, en buena parte, yacían desconocidos en archivos privados. Los acompañan textos de Féliz Luna, Ernesto Schoo y María Sáenz Quesada, entre otros Carmen Christophersen de Dodero, en agosto de 1925, vestida por Mme Vionnet para una recepción durante la visita del príncipe de Gales a la Argentina. Cuando los franceses, a principios del siglo XX, querían hablar de la fabulosa riqueza de un personaje decían " Il est riche comme un argentin " ("Es rico como un argentino"). Ese prestigio económico era el resultado de un manejo de los intereses del "país de las estancias", que derivaba, curiosamente, de la composición familiar de la clase dirigente. Los presidentes, sus ministros, los hombres de negocios y la alta burguesía estaban estrechamente emparentados entre ellos. Victoria Ocampo (nacida en 1890) cuenta en sus memorias que en su casa se discutían los asuntos de Estado como si fueran los de la familia y lo mismo ocurría en muchos, si no en todos, los hogares de la clase patricia hacia finales del siglo XIX y principios del XX. Los apellidos eran la clave de la pequeña y la gran historia. Los vendedores de las joyerías de Place Vendôme y de las casas de alta costura en París conocían de memoria los nombres de los clientes llegados de Buenos Aires y se referían al trío más selecto de ellos como "las tres A" o "la triple A" (por supuesto, nada tenían que ver con el grupo parapolicial creado por López Rega varias décadas después). Los miembros de "las tres A" eran quienes se llamaban Alvear, Álzaga y Anchorena. La Argentina estaba gobernada, más allá de las diferencias de ideas y de intereses, por un grupo social vinculado por lazos de sangre, que administró la República y tomó como modelo la cultura europea, particularmente la francesa y la inglesa. Alberto Dodero, descendiente de quienes formaban parte de ese estrato social, escuchó en su niñez, al igual que Victoria Ocampo sesenta años antes, las evocaciones, hechas por sus abuelos y tíos, de aquel período en el que los temas privados se superponían con los públicos. En busca del pasado de esa clase, que, para él, es la de los suyos, hace cinco años emprendió una investigación iconográfica, en la que recibió la ayuda del historiador del arte Philippe Cros. (Ambos son también autores de Los pintores franceses en el Río de la Plata .) Mientras en Buenos Aires Dodero rastreaba viejas imágenes e información en el Archivo de la Nación, en las revistas y diarios porteños, en la correspondencia y en los álbumes de los protagonistas de aquella época, Philippe Cros desarrollaba una tarea similar en Francia, en especial en París y en Biarritz. Reunieron más de cuatro mil fotografías. El resultado de ese trabajo empecinado es Argentina. Los años dorados (1889-1939) , publicado por El Ateneo, un libro excepcional, que recrea el período a través de más de mil seiscientas fotografías, documentos, cartas, retratos y caricaturas. Una buena parte de ese material yacía, casi desconocido, en archivos privados. Dodero recogió con inteligencia la tradición de sus ancestros. Siguió el rastro de la vida privada porque pertenecía al dominio oficial: al reconstruir la trayectoria y las costumbres de sus parientes y amistades, reconstruyó aspectos destacados de la historia del país. Los capítulos de la obra se ocupan de la existencia cotidiana de la clase que construyó y dirigió la Nación durante cincuenta años. Como si se tratara de secuencias de una película, uno sigue a los miembros del elenco a sus lugares de encuentro, conoce sus proveedores, sus amantes, cónyuges e hijos, se admira ante los interiores de sus mansiones en la ciudad o en la playa, adivina las extensiones interminables de las estancias en cuyo corazón se alzaban, imprevistos en medio de la pampa, castillos renacentistas y medievales, ve cómo los señores porteños practicaban el golf y jugaban al tenis en la cubierta de los trasatlánticos que los conducían a la tierra del ensueño, Europa. Los epígrafes consignan la información necesaria para entender los rituales de esa sociedad y la red de parentescos. La iconografía, dividida en capítulos, está acompañada por textos de firmas reconocidas. María Sáenz Quesada comenta "Los estadistas" y "Las estancias"; Félix Luna, "El Centenario"; Ernesto Schoo, "Las residencias de Buenos Aires", "El viaje en barco" y "La era de Alvear"; la princesa Napoleon Murat (Inés de Luynes), "París en la Belle ...poque", "La Gran Guerra", "En Buenos Aires como en París", "París después de la guerra" y "Los casamientos"; el arquitecto José María Peña, "La década del 30"; Francis Korn, "Mar del Plata" y "Los visitantes ilustres"; el arquitecto José María Peña, "La década del 30"; Philippe Cros, "Biarritz" y Alberto Dodero, el prefacio y "La emperatriz Eugenia". El período de esplendor del que se ocupa este libro fue posible por la acción de los gobiernos locales, pero también por circunstancias internacionales que favorecieron al país. La Argentina, "granero del mundo", se convirtió en proveedora mundial de carne de primera calidad como consecuencia del alambrado y de un adelanto técnico, los barcos frigoríficos. La inmigración masiva hizo crecer la producción y diversificó las actividades, en tanto que la posición neutral de la República durante la Primera Guerra Mundial enriqueció las arcas del Estado y a los estancieros bonaerenses. El interés de las monarquías europeas por entablar negocios con la Argentina hizo que príncipes británicos, españoles e italianos llegaran a estas costas en visitas oficiales y privadas, y que los mandatarios argentinos fueran recibidos en las cortes europeas. Roque Sáenz Peña, por ejemplo, fue el primer presidente que estrechó la mano de un rey español, Alfonso XIII. Durante los cincuenta años que ilustran el libro, los gobernantes llevaron adelante una política que aún hoy es objeto de una ardiente polémica. Mientras unos ensalzan ese período dorado y promueven un retorno aggiornato a aquel pasado, otros critican con dureza a los dirigentes de la época por haber sido responsables, a la vez, del apogeo y de la decadencia del país. De allí, la importancia del libro de Dodero-Cros, testimonio gráfico de un estilo de vida. Los señores de estas tierras, codiciadas por los extranjeros, fueron educados por institutrices inglesas, francesas y alemanas, que les enseñaron a hablar los idiomas extranjeros sin acento. Así formados, adoptaron el protocolo, las reglas de cortesía y los gustos europeos, hasta el punto de que no era fácil distinguirlos de los aristócratas de la otra orilla del Atlántico con los que, bien pronto, terminaron por emparentarse. Querían ser refinados y progresistas a la vez. Cuando les llegó la hora de construir los cascos de las estancias y sus casas porteñas, buscaron inspiración en el estilo de moda que, paradójicamente, era muy conservador: el eclecticismo de la ...cole des Beaux Arts. Chapadmalal, de los Martínez de Hoz, por ejemplo, es un perfecto castillo inglés. Allí se alojó precisamente el príncipe de Gales, futuro y romántico duque de Windsor. En La Armonía, de los Unzué, un lago donde se podía remar y navegar imitaba los estanques de Versalles. Pero al lado de esa serena superficie acuática, había llamas que daban color local (¿?) al conjunto. Concepción Unzué, otra integrante de ese clan fabulosamente rico, se hizo levantar en Huetel, su campo de 60.000 hectáreas, un castillo a la manera de la época de Luis XIII. Nada era imposible. Cualquier espejismo podía convertirse en realidad porque había dinero y voluntad para ello. En las estancias y en las quintas se celebraban cacerías del zorro, como si se estuviera en Inglaterra. Las mujeres vestían de amazonas y los servidores lucían libreas. Hay imágenes que muestran zorros muertos sobre el capot de un automóvil. Se tiene la impresión de contemplar avant la lettre imágenes de Godsford Park , de Robert Altman. Los viajes a Europa se hicieron necesarios para continuar con los negocios internacionales, alternar con la mejor sociedad e importar lo mejor de la cultura europea, desde la ropa hasta muebles, cuadros, movimientos literarios y pictóricos, además de novios con títulos nobiliarios. Había llegado el momento de empezar a gastar lo que se había acumulado y era preferible hacerlo con buen gusto. Hoy, una parte considerable del acervo artístico de los museos argentinos proviene de las colecciones privadas. Las mujeres argentinas de la alta sociedad se vestían en las casas de alta costura. Chanel y Madame Vionnet estaban entre las preferidas. Coco, amante de un sobrino del zar y del duque de Westminster, el hombre más rico del mundo, había sido también la amante del hermoso Julián Martínez, el hombre que Victoria Ocampo más amó. Una caricatura de época muestra a la couturière abrazada a una especie de fauno-jugador de polo, naturalmente, argentino. Por si fuera poco, el tango le dio una identidad musical a esa invasión de ejemplares humanos llegados de las pampas, con sus toros campeones y caballos de haras veloces como flechas. Hombres y mujeres que procedían del Río de la Plata encargaban sus relojes, pulseras, collares y tiaras en Cartier y en Van Cleef (donde Gardel se hizo diseñar un pendentif de ónix y brillantes). Las travesías a Europa se hacían en transatlánticos de lujo como el Cap Arcona. Los pasajeros de primera clase viajaban con sus servidores que, la mañana de la partida, llegaban al puerto para cambiar la ropa de cama de la compañía de navegación por la de los señores, con las iniciales bordadas en sábanas, almohadas y toallas. Las bañeras, para evitar cualquier posible contagio, eran flambeadas por los criados, como si se tratara de crêpes . En la cubierta de primera se podía jugar al tenis, hacer natación y correr, además de pasear para ver y ser visto. Hay fotos en las que aparece María Luisa Bemberg, cuando todavía era una esposa "a la moda" y frustrada (según sus propias palabras) del mismo tipo que retrató en su película Crónica de una señora . Rápidamente se tejieron relaciones de amistad y parentesco entre la alta burguesía argentina y la aristocracia europea. La historia de la familia de Alberto Dodero es un ejemplo emblemático en ese sentido. Su tatarabuelo, Diego de Alvear, que había sido designado en 1875 ministro plenipotenciario en Inglaterra y en Italia, conoció en Londres a la emperatriz Eugenia (la célebre Eugenia de Montijo) en el exilio. Los Alvear y la ex soberana entablaron una amistad muy cálida que se prolongaría hasta la muerte de Eugenia, en 1920. Carmen de Alvear, hija de Diego, se casó (después de rechazar grandes candidatos) con un joven noruego, Pedro Christophersen, dotado de un espíritu emprendedor que dio frutos de inmediato. Pedro montó una importante agencia marítima y representó como diplomático en la Argentina a los reinos escandinavos y a Rusia. Además de sus dotes personales, tenía mucha suerte: ganó un millón de pesos (una fortuna inmensa) en la lotería. El señor Christophersen, con ese dinero, financió la expedición de Roald Engebrecht Amundsen al Polo Sur, por lo cual, este, en agradecimiento, bautizó una parte de las tierras descubiertas como Carmenland. Carmen de Alvear y Pedro Christophersen tuvieron una hija, "Carmenza", por la que la emperatriz Eugenia sintió un profundo cariño. La ex soberana tenía vocación casamentera y trató de que la joven contrajera matrimonio primero con un sobrino nieto, el duque de Alba; después con otro sobrino nieto, el duque de Feria; y por último, con príncipes italianos, un Orsini y un Colonna. "Carmenza" terminó casándose con un argentino, Alberto Augusto Dodero. La boda tuvo la aprobación de Eugenia, que le regaló a la muchacha una esmeralda, con la que esta aparece fotografiada antes de una recepción. La pareja tuvo como hijo a Alberto Eugenio Dodero (padre del autor del libro comentado) cuya madrina de bautismo fue la emperatriz Eugenia. Quizás el matrimonio transoceánico que provocó mayor revuelo fue el de Juanita Díaz de Unzué (una humilde huérfana, hija adoptiva de Saturnino Unzué) con el duque de Luynes. El cortejo estuvo integrado por la reina Amelia de Portugal. La princesa Napoleon Murat (Inés de Luynes), que ha escrito varios de los capítulos del libro, es hija de ese matrimonio. Los títulos de princesa, duquesa, condesa y baronesa se multiplicaron en Buenos Aires. Había personajes con mucha gracia, a veces involuntaria, en ese grupo de argentinos afortunados. Las tres hermanas Unzué, tan ricas como ingenuas, integraban ese ramillete simpático. A una de ellas, se le atribuye la frase inmortal "Cuando venga el comunismo, me voy a la estancia". En tiempos del casamiento de Juanita Díaz con el duque de Luynes, María Unzué de Alvear y "Cochonga" Unzué de Casares mantuvieron un diálogo notable. Una empezó: "Che... y estos Luynes... ¿qué tal serán?". Y la otra respondió: "Me parece que son allá lo mismo que nosotros acá...." Entre las residencias de argentinos en Francia, el Manoir du Coeur Volant, de Marcelo Torcuato de Alvear, cerca de París, era una de las más hermosas y frecuentadas por la alta sociedad internacional. Cuando Alvear fue elegido presidente se encontraba en Europa y, antes de regresar a Buenos Aires, emprendió una gira triunfal por el Viejo Continente. Los gobernantes se lo disputaban como huésped porque todo el mundo quería estar en buenas relaciones con la Argentina y porque ese argentino había sabido entablar vínculos que iban más allá de la política y de los deberes oficiales. Quizá la época de la presidencia de Alvear fue el período de mayor esplendor de aquella Argentina. Las condiciones económicas todavía eran favorables para el país y los miembros de la clase patricia habían adquirido un gusto por las artes y las letras que había convertido a Buenos Aires en un polo de atracción internacional: compañías teatrales (Sarah Bernhard le escribió a un admirador local pidiéndole que le enviara un puma) cantantes, intelectuales, figuras de sociedad llegaban a la ciudad porque aquí encontraban un círculo de alto poder de consumo y de un refinamiento (los argentinos habían contraído horror a la imagen del nuevo rico y del rastacuero) que sorprendía a los extranjeros. Quien recorra las páginas de Dodero y de Cros tiene numerosos elementos, por medio de la iconografía, para formarse su propia opinión acerca del período. Es un formidable documento sobre una época, pero más allá del indudable interés histórico, está teñido de una nostalgia admirativa por todo lo que fue. El contraste entre aquel pasado y el presente es desolador. Pero un libro tan proustiano como este deja una puerta abierta a la esperanza. Cuando se emprende la búsqueda del tiempo perdido, se termina por recuperarlo. . Por Hugo Beccacece
Posted on: Sun, 14 Jul 2013 02:01:16 +0000

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