Despues del festejo del dia del niño, con nietas, nietos, hijas, - TopicsExpress



          

Despues del festejo del dia del niño, con nietas, nietos, hijas, yernos y marido, quedan los ecos de la algarabía. A todos los amig@s, a su niñ@ amig@ mi@, les regalo este relato de infancia. ¡Que lo disfruten! Un campo sembrado de gladiolos Graciela Romero Nuestros amigos se habían mudado de Garín a Zelaya, tengo un vago recuerdo del lugar donde vivían antes y un firme recuerdo de ese fin de semana que visitamos Zelaya por primera vez. Aún resuena el alboroto de madrugar un sábado para ir de Mataderos a Retiro. Ya hacía calor pese a lo temprano del día. Papá prendió la luz para no levantar las persianas y nos despertó. Nos agolpamos en el baño para entrar, usarlo y salir rápidamente, a mi hermano le ató los cordones de los zapatos y a mí me alisó el cabello, después me apretó los cachetes y nos miró sonriendo, como diciendo ya están listos. Mamá terminaba de meter ropa en el bolso e iba y venía de la cocina a las piezas. Hacían todo con alegría y dedicación. Mi mamá preparó una canasta de mimbre donde llevaba los sandwichitos de pan de Viena con dulce de batata y queso, un termo, el mate, mantelito y servilletas a cuadros, papá agarró los bolsos y salimos, la claridad era tenue. En la esquina de casa tomamos el 56 que nos dejaría en la puerta de la estación Retiro. Salimos con bastante anticipación de casa, había que sacar los boletos en la estación, esperar para ver como el tren hacia su entrada triunfal y que apareciera el guarda por el andén para dar la orden de subida. Cuando trepamos al vagón vimos que los asientos miraban todos hacia el mismo lado, dándonos la espalda, mi papá busco cuatro del centro y desplazó un respaldo para que los asientos quedaran enfrentados, así nos sentamos con mi hermano mirando hacia adelante, para ver mejor, según papá. El tren arranco lentamente y al salir de la ciudad fue tomando mayor velocidad, al principio veíamos las casas de las afueras, media hora después cuando mi mamá se puso a cebar mate, vi aparecer los campos, nosotros comíamos con hambre los sandwichitos y conversábamos. Que dejáramos un lugarcito para la factura, comentó mamá, que seguramente estaban preparando nuestros amigos, yo imaginaba medialunas, vigilantes, churros, mientras miraba el paisaje cambiante, rápido, incomprensible. Pegué los ojos al vidrio pero el panorama se escapaba, no dejaba distinguir arboles, campos, casas, todo pasaba tan rápido que la observación atenta no alcanzaba, los verdes, azules, marrones pasaban como un dibujo de descoloridos trazos borrosos. Luego se serenaba, aquietaba y recuperaba la vista de los campos cultivados, una que otra casa entre tanto campo, para terminar acomodando lentamente casa tras casa, caminos, autos y la llegada a otra estación. La idea de pasar un fin de semana en Zelaya se estaba concretando, ¿habría chicos de nuestra edad para jugar? Miré la bolsa de los juguetes, reconstruí su contenido: mi muñeca, la caja de pinturitas, la soga de saltar. El paisaje que mostraba la ventanilla ya no me entretenía y preguntaba a cada rato cuanto faltaba para llegar. Después durante el trayecto nos fuimos intercambiando los lugares. El tiempo del viaje al final se fue rápido y cuando quisimos acordar ya estábamos en Zelaya. Bajamos del tren en una estación muy antigua comparada con Retiro, de otro estilo, pero lucía como nueva, limpia, y de tonos ocres. Papá fue a dar una vuelta buscando alguna cara conocida, nosotros nos quedamos esperando en el andén, similar a un gran patio con galería, sendas puertas altas vidriadas enmarcadas en madera, mi hermano se sentó en un banco apoyado contra la pared de la estación y con mi mamá entramos, para ir al baño, a una amplia y fresca estancia, comparada con el calor del sol que afuera ya había calentado mi cuerpo en esa mañana veraniega. Al regresar, mi papá vino acompañado con un muchacho con alpargatas y bombachas de campo, lo presentó como el hijo de su amigo. Miré como mi hermano se acercó y le dio la mano, tuve la sensación de que él ya tenía un compañero para pasar el tiempo, me desilusione un poco pensando en partidos de futbol o en la fabricación casera de ametralladoras que hacía mi hermano para jugar a la guerra. Como mis padres estaban en contra de la guerra, por más que los amigos de mi hermano tenían y él las pedía, no le compraban armas como juguetes, por eso conseguía maderas viejas y palos de escoba para armar las detestables replicas de ametralladoras, como las que veía en Combate y otras series de guerra que pasaban en la tele. Con semejante campo iban a armar flor de batalla y para variar yo tendría que adaptarme a la diversión de ellos, como lo hacía en el pasillo de casa cuando me tenía que esconder detrás de las macetas jugando a evitar los disparos y luego hacerme la muerta para que ellos, cuando jugaba con sus amigos, salieran victoriosos. Me alegre pensando que había traído a mi muñeca Emilia al menos tendría quien me hiciera compañía a la hora de jugar. Caminamos, el sulky estaba esperando del otro lado de la estación, el muchacho nos ayudó a subir y nos ubicamos, un poco apretados, en el asiento, mi hermano entre las piernas de papá y yo en la falda de mamá, el muchacho en el medio, llevando las riendas. Iban hablando del pueblo, el muchacho nos contaba que eran un puñado de habitantes, que los campos eran más grandes que los de Garín y la tierra más rica para la plantación de gladiolos. Ese día los rayos brillantes del sol se dibujaban con esmero sobre el campo, el caballo caminaba a trote lento, verdes y rosados jugaban a cambiar de tonalidad a medida que el sulky avanzaba por el terroso camino grande, mis ganas de llegar a la casa crecían, iban a galope desbocado. De vez en cuando se divisaba alguna diminuta figura humana que aparecía de golpe entre las flores, levantaba la mano saludándonos y volvía a desaparecer, a hundirse en el colchón de gladiolos rosados. El espectáculo de flores nos fue acercando a la casa. Era grande, aunque vista de afuera parecía pequeña, rodeada del verde deslumbrante del jardín que salía a recibirnos, una vereda de ladrillos húmedos, recién baldeados marcaban el sendero por el cual se llegaba a la puerta de la casa. Bajamos del sulky, el muchacho nos invito a entrar a la casa, ni bien abrió la puerta salió un hombre, era el padre, el amigo de mi papá que venía a saludar. Se abrazaron y se miraron a los ojos con mucho cariño, saludó a mi mamá con un apretón de manos afectuoso y respetuosamente la invito a entrar. Nosotros entramos detrás, nos llevaba a cada lado tomándonos de los hombros. Entramos a la cocina donde una mesa con platos apilados nos estaba esperando. Saludamos a la mujer de rostro sereno que acomodaba las bandejas de una gran picada. Mamá y ella se dieron un abrazo tan lindo que pensé que debían ser grandes amigas, a veces cuando me pongo a pensar en ella en relación a las pocas amistades que cultivo en la vida, me vuelve esta imagen, esta muestra de mutuo afecto. Después de los saludos nos invitaron a pasar a los dormitorios para dejar nuestro equipaje, entramos a una habitación limpia, fresca. Un escalofrío me corrió por la espalda ni bien entré, quizás por la emoción de conocer tantas cosas nuevas. “Es por la humedad del campo” me dijo mami, frotándome la espalda, No tenía, ni cuadros, ni arreglos, estaba pintada de colores claros, techos altos con una ventana pequeña que daba al inmenso campo soleado. Eche a andar por el jardín, debían ser como las 11 de la mañana, ya el sol se presentaba con fuerza, había que entornar los ojos para mirar a lo lejos, el olor que venía de la cocina mezcla de grasas, tocino, aromas desconocidos más los perfumes de las flores y albahacas del jardín me invadían y lo gozaba con suavidad, iba oliendo y mirando lentamente, sin la fuerza del galope de la llegada, disfrutando cada aroma, jugando con lo que el sol me permitía descubrir. Un canturreo de niña asomo a mis oídos, me di vuelta y vi a una nena con trenzas que se acercaba sonriendo no sin timidez, le sonreí con tanta alegría que se noto en su rostro. Enseguida nos hicimos amigas, me dijo que entrara a comer la picada. Cuando llegamos me puse a picar salame, salamín, queso, bondiola, todos comíamos con alborozo, mis padres comentaban lo rica que estaba la factura, los dueños de casa le dijeron que era todo casero y le mostraron la despensa, un cuarto pequeño que comunicaba con la cocina. Colgaban allí salamines, bondiolas, salames, chorizos, jamones, etc. Descubrí de donde venían los olores que presentí en el jardín. Me extrañaba mucho que hablaran de la factura casera, fabricada por ellos mismos, no entendía nada. Pregunte en el acto “¿de qué hablan cuando nombran las facturas caseras?, ¿dónde están las medialunas y los vigilantes? Yo les deje un lugarcito”. Todos se echaron a reír y papá me explico que en el campo se le llama facturas a los productos caseros que se elaboran con el chancho. Yo también reí mucho, me sentía feliz. Tenía sed, me serví con confianza un vaso lleno de naranjada. El sol había dado la vuelta para empezar a bajar, con mi amiga salimos al jardín a saltar en la soga, papá y el dueño de casa sentados debajo de la higuera fumaban y charlaban creo que de política, seguro que planeando mejorar este mundo, la voz de las madres lavando los platos debajo de la bomba, afloraban cada tanto. Sin poder contar el orden, se sucedieron juego tras juego, el muchacho trajo cuatro caballos, nos ayudó a subir y nos fuimos a dar una vuelta, el caballo sabía sin que lo guiara adonde ir. Salimos de la casa por el fondo, el caballo tomó un fresco camino de arboles, se sentían los trinos de su parte menos calma, los pájaros y la cigarras, descubrí la suerte del árbol, que puede escuchar los temblores de la tierra y lanzarse por su sabia para subir hasta llegar a tocar las nubes, sentir como el viento mece o sacude sus ramas, según la ocasión y desde lo más bajo a lo más alto percibir la llegada del tren, mirar desde arriba las visitas que hay en la casa. Al final del camino de arboles aparecieron los cultivos. Pudimos ver a mujeres y hombres levantando la cosecha de gladiolos, acomodando las flores en canastos de mimbre, que luego guardaban en un galpón enorme. Todo ese recorrido conocía el caballo, desandamos el camino del sulky, el muchacho me ayudo a bajar del caballo, ya me había acostumbrado a su rostro, pude verle algún gesto varonil, cuando me ayudo a apearme, el brillo de los ojos, la mandíbula firme. Mi hermano me miro serio como enojado, pero él miraba a la hermana del muchacho de la misma manera. Después con los años y a medida que fuimos creciendo nos fuimos habituando a esas miradas furtivas. ¿Qué habrá sido de la vida de nuestros amigos? ¿Les habrá pasado lo mismo? Con mi amiga caminamos por el terroso camino grande, ya no parecía tan enorme, se veía de cerca, nos pusimos a juntar las flores silvestres que habitaban a la vera del camino, eran flores diminutas, amarillas y lilas, las amarillas tenían hormigas coloradas y las lilas venían acompañadas de una hoja de tres pétalos, “son tréboles” me dijo mi amiga. La tierra se movió por debajo. El ruido se calló un momento y después se volvió constante, eran los muchachos que se alejaban galopando, atravesaron el campo hasta una arboleda y volvieron con la cara y la camisa transpiradas, el calor de la tarde era bochornoso. Subimos a los caballos y sin órdenes nos llevaron hasta la estación, la vi distinta desde arriba del animal, debe ser que por primera vez repare en las vías, porque hasta hoy me acuerdo de ese tendido de acero que se alargaba y se perdía, comprendí el tiempo del viaje y la distancia, después los caballos giraron y de allí nos llevaron de regreso a la casa pero a campo travieso. El sol estaba bajando, la tarde de sábado se acabo. Ese inmenso campo soleado que apareció a la mañana por la pequeña ventana de la habitación, ya no estaba, ahora las estrellas brillaban contándome la entrada de la noche. Por el calor húmedo, pesado de la habitación, apoye las manos contra el vidrio buscando el alivio fresco, mire el cielo y me sorprendí al ver una oscuridad desbordada de lucecitas que se prendían y apagaban, en el mismo lugar donde a la mañana había visto las plantaciones de gladiolos. Son los bichitos de luz me dijeron cuando los señale desde el jardín, se veían tan a lo lejos que imagine que eran estrellas que bajaban a la tierra quien sabe para qué, quizás a conocernos, o a contarnos historias del hombre vistas desde arriba. El domingo fue intenso desde temprano, despertar de a poco con los primeros ruidos campestres, un gallo amanecido, un carro que pasa, canto de pájaros, es cualquier despertar de un día de campo, pero ese era mi primer despertar consiente en el campo, después lo escuche muchas otras veces y fue así, como la primera vez. Jugamos todo el día los cuatro, recuerdo… nos internamos por los caminos de gladiolos, al principio corrimos hasta ellos para escondernos, nos agachábamos entre las varas, y corríamos en cuclillas por los surcos para que no nos viera el que le tocaba contar contra un árbol con la cara tapada, gateábamos sin hacer ruidos, el solo quebrar de un tallo nos delataba, teníamos que correr rápido en el regreso, llegar primero al árbol para gritar “piedra libre para todos los compañeros”. Después mi hermano pregunto dónde podía conseguir maderas, palos, el muchacho ayudo a encontrarlas, enseguida se puso a armar una de sus famosas ametralladoras, “la de pajaritos que vamos a cazar” le dijo al muchacho, se fueron por ahí. No sé que hicieron pero nosotras caminamos por los senderos de la plantación, mi amiga quería ver si encontrábamos algún bichito de luz escondido entre los gladiolos, íbamos avanzando con los brazos desplegados como si fueran alas, “ellos viven flotando, me decía” movíamos con suavidad los dedos de nuestras manos, dejando pasar la brisa de la tarde, tanteando, girando sobre nuestro propio cuerpo y caminando en cámara lenta, con la cara a pleno sol. Al rato aparecieron los varones con más maderas, clavos y un martillo. El muchacho nos dijo que no, que armas no, que combate no, que mejor era construir zancos. Le pregunte que eran y no me contestó, pero siguió cortando y martillando y no se detuvo hasta que tuvo los cuatro pares de zancos armados, nos enseño a pararnos, nada sencillo hacer equilibrio sobre ellos y después lo más difícil, caminar. ¡Qué mundo se veía desde allí arriba! Las puntas rosadas, rojas, blancas de los gladiolos formaban franjas de colores, como si fueran banderas, extendidas sobre el verde, caminar con patas largas era difícil pero posible, internarse por los caminos de gladiolos, pisar inseguro la tierra que ayudaba cediendo espacio, paso tras paso, una sensación extraña, feliz, mejor que la ametralladora, que el combate, que la guerra, reímos, reímos tentados, con un acontecimiento extra, los pájaros se acercaban y volaban cerca nuestro no entendiendo nuestra desmesurada altura, reíamos a carcajadas, hasta que fuimos a parar al suelo, nos estrellamos contra la tierra y quebramos algunos gladiolos, raspamos rodillas y codos, de la casa se escuchaban nuestras carcajadas, entre mate y mate. El sol caía en Zelaya, cuando el sulky tomo el camino del regreso, ya era de noche cuando subimos en el tren, íbamos cansados y nos quedamos dormidos enseguida. A medida que voy recordando aquel fin de semana sobre estas hojas que hace un rato estaban en blanco, me doy cuenta que pasaron más de cincuenta años que compartí ese fin de semana en Zelaya con esa hermosa familia amiga, y vuelvo a ver el mismo camino, la misma casa, los mismos arboles, los mismos rostros amigos, el mismo sol, la misma noche, con sus estrellas y bichos de luz… yo estuve ahí. Y estoy ahí de nuevo ahora, disfrutando de ese campo sembrado de gladiolos, solo que ahora todos esos recuerdos, brillan diferentes. Graciela Romero 06/08/2012
Posted on: Mon, 19 Aug 2013 15:28:08 +0000

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