EN EL NOMBRE DEL PADRE / Ariel Palacios SANGRE, SOLEDADES Y FUEGO - TopicsExpress



          

EN EL NOMBRE DEL PADRE / Ariel Palacios SANGRE, SOLEDADES Y FUEGO EN LA ARGENTINA RURAL FUENTE BLOQUE PRENSA REGIONAL La historia de las luchas políticas en las zonas rurales y pueblos de la pampa húmeda, tanto como los modos y sentidos de la organización de obreros y chacareros en esta región de Argentina, son un capítulo todavía inconcluso de nuestro pasado. La siguiente crónica intenta desandar parte de esa ausencia. Un relato acerca de utopías, violencias y búsquedas. ANUNCIACIONES Algo que se agita y que reclama ser contado. En rancheríos, en boliches, entre ruinas, en cualquier lugar donde las voces hablen del olvido. Decir que alguien fue devorado por los cardales y que sus huesos suelen alzarse con la noche. Que los devotos se extravían y los verdugos mueren allí brutales muertes. Que es una ráfaga. Una mala señal. Un alarido. Que no hay sacerdote que llegue hasta el lugar para una misa porque los caminos desaparecieron bajo la maleza y tampoco hay animal que no se abalance y enloquezca pero que sí, que todos piden eso, una misa para que las almas turbadas puedan descansar en paz y los viajeros ya no tengan que toparse con esos candiles a lo lejos. Esos fantasmas a lo lejos, que es como ver la luz perdida: el fuego en el inmenso teatro de la desmemoria. Salardi Menna lo sabía bien y por eso escrutaba los cajones, retornaba una y otra vez a esos papeles para hacer más rotundas aún lo que desde hacía años eran claras visiones de lunas, hermanos, miserias, y de la historia que había reconstruido paso a paso, atando los cabos del pasado y de la sangre. “Se armó lío cuando la policía los quiso bajar. Arturo Barros iba armado, mi padre también y se armó el tiroteo”, dijo esa tarde de febrero Salardi Menna, cuando el 2001 nacía de espaldas a tantos y un país se derrumbaba sin remedio. Hasta entonces, la casita marrón sobre la calle Cabral no había significado otra cosa que eso: la casita marrón sobre la calle Cabral, a cincuenta metros del almacén de las tías, a doscientos de la canchita en la que el fútbol era para todos y todos éramos bien troncos, a trescientos de los matorrales que hacían de Alcorta el pleno campo. Distancias infantiles, con casita marrón. Casi dos décadas después, ese barrio, La Alegría, sólo conservaba de la alegría el nombre y cierta nostalgia de carnavales que ya no eran. El lastre de los últimos años se colaba en los diálogos, se subía a las paredes descascaradas, se apilaba por cifras en las columnas del fiado, aunque la gente insistiera en sus viejas seguridades: el ministro, algún milico salvador, y poco más. Pero de aquella historia nada, y menos la historia de un anarquista, porque anarquista había sido ese tal Francisco Menna y un silencio espeso todavía pesaba sobre él. -¿Vos sabés que acá vive el hijo del tipo que me hablás?– dijo esa tarde de febrero Enrique Labrozzi, a bordo de un Citroën ladeado como el mundo. -Me estás cargando. -No, no, si yo lo conozco. Es por allá, es una casa marrón. LA PAMPA NEGADA, LA PAMPA REBELDE Cientos de nombres se empeñan en ser invocados. Cientos de nombres vuelven a recorrer, de algún modo, cada 25 de junio, ese vago pasaje que media entre el desinterés y la solemnidad. La escena es repetida. El orador haciendo hincapié en una gesta que se traduce en himnos, bostezos, improvisadas clases de civismo, y que después se pierde dejando su infaltable estela de jetas por el suelo. Por lo visto resulta difícil, y tal vez peligroso, imaginar una época en la que dos mil desarrapados coparon estas calles para forjar uno de esos sucesos que sólo pueden ser a fuerza de contradicciones y el más barato aguardiente. En ese doble registro se inscribe el Grito de Alcorta, su página formal, su margen ninguneado. Y todo todo es política pura, como elegir recordar qué, como elegir omitir qué, como elegir elegir qué, como no elegir. ¿Eran esos los mismos que habían llegado al país por obra y gracia del Estado, primero, y de las firmas privadas después? ¿Eran esos los mismos rostros que ilustraban los ejemplares de PBT, Caras y Caretas o Fray Mocho? ¿Eran esos los gringos que en ampulosas misivas les aseguraban a los suyos que en este llano no tendrían “necesidad de encorvarse para trabajar las tierras”, o que los cerdos andaban por el campo “con el tenedor y el cuchillo en el lomo”? Las planillas darían cuenta de millares de personas entrando a la Argentina en aquel primer decenio del siglo XX. El sueño oligárquico de una mano de obra abundante y barata seguía cruzando el mar a todo vapor, sin la feroz interferencia de los “bárbaros” que antes habían dominado la ruralia, indiada y gauchaje arrasados a punta de fusil. ¿Esperaban las familias ilustres, los hacendados, las caras visibles de la patria centenaria tan pronta y nueva resistencia? Es probable que Juan Bialet Massé haya sondeado como pocos esos pliegues en su Informe sobre el estado de las clases obreras, pero bastará con revisar los hechos que marcaron esta geografía para comprobar que la advertencia nunca fue escuchada y que la pampa negada volvía a ser lo que tanto temían: la nueva pampa rebelde, la de 1901 y las huelgas de estibadores en Puán, de carreros en Pergamino, de peones trilladores en Baradero, San Pedro y Coronel Suárez; la de los alzamientos en 1904 de trilladores, braceros y estibadores en Junín, Tres Arroyos y, una vez más, la de Pergamino, Coronel Suárez y Baradero; la de las movilizaciones de chacareros en Macachín y Colonia Trenel hacia 1910; la de los arrendatarios de Quemú-Quemú y las medidas de fuerza de 1911. En el sur santafesino, los intentos por organizar a los trabajadores asalariados se remontaban a 1901. Peyrano, Villa Constitución, Alcorta ya aparecía enrolados en la iniciativa socialista, camino que el anarquismo profundizaría en toda la región pocos años después, los años en que ese tal Francisco Menna iba a enfrentarse con su propia historia. UN ENCUENTRO El Citroën de Labrozzi dobló la esquina metiendo ruido. Dos perros salieron disparados al encuentro de la máquina, pero fueron a dar de hocico contra el guardabarro derecho. Los animales retrocedieron dando tumbos, eran perros grises. Estacionamos a los sacudones y Labrozzi ensayó una breve explicación sobre las bondades técnicas de los Ami 8, cuestión que no me atreví a discutirle. Desde la humareda que salía por todos lados una casa y un viejo asomaron las crestas. La casa se veía conocida, el viejo en cambio se parecía tanto a sí mismo que, de camisa clara y pantalón oscuro, ninguno de los dos resultaba particularmente familiar. Piloto y co-piloto pusimos pie en tierra, saludamos simpáticos y mientras nos sacudíamos el polvo de tremendo viaje Labrozzi arremetió: -¿Sabe una cosa Salardi?, este muchacho quería hablar con usted. Un gesto de sorpresa se subió a la cara del hombre, pero dijo que por supuesto, que con gusto, y abrió la puerta de madera como si hubiera esperado durante mucho tiempo esa visita, o una pregunta. De la esquina volvían maltrechos los perros grises. Cruzamos hasta la pieza flanqueados por ojos de destiempo, finaditos mirando desde su posteridad oval. Salardi Menna se sentó entonces en su cama chica, nos ofreció a los intrusos unas sillas de paja y recién ahí se interesó por saber de qué venía la cosa, aunque está claro que debió intuirlo desde el principio: la gente de pueblo no suele abordar a la gente de pueblo grabador en mano, libreta en mano, Magnum 45 en mano. Por acá los grandes robos son un dejo de sutilezas. Sobre la mesita de luz, una radio Noblex chillaba en AM las novedades del caso Mariano Perel. El empresario había sido asesinado junto a su esposa unos días antes, en Cariló, y es obvio que nunca iba a enterarse de nuestro encuentro de aquella tarde. -Bueno, hablemos nomás –dijo por fin Menna, y de un manotazo arrancó el cable de la Noblex. -Sí, mire, lo que yo quería era hablar de su padre, de la historia de su padre, de la suya...-le expliqué. -Cómo no. Usted pregunte lo que quiera que yo le contesto lo que me acuerdo –bromeó el viejo. Afuera, los perros grises empezaron a ladrar. EL LUGAR EN EL MUNDO Suelen mezclarse con las copas todas las ausencias. En rancheríos, en boliches, entre ruinas, la memoria es líquido amargo contra la tiranía del bronce y las estatuas. Trago a trago los relatos ejecutan su venganza. Se mofan de aquel monumento al Grito que en tiempos de Illia quedara trunco, dejando para la carcajada de los alcortenses cuatro pilotes del más bruto cemento a orillas de la ruta 90 y, como es de rigor, una fortuna en dinero y cereal que se esfumara en cuestión de días. Tampoco escapan a las crónicas de mostrador las embestidas policiales en los barrios La Pluma y Avellaneda, en épocas en que La Pluma y Avellaneda eran este borde de hoy, con sus hombres duros, sus cuchillos, sus brazos siempre ajenos. A la risotada popular se le suman los misterios de la noche y la derrota, y cuando las caras son un reproche bordó retornan de los pajonales indios y pumas, novias que lloran sin sosiego a sus amantes muertos y esas sombras huesudas que en su luz buscan otra luz, una ráfaga, o dios sabe qué. A estos sitios llegaron los anarquistas en 1904, en giras de propaganda que iban a hacerse más notorias hacia 1907, y más aún entrada la segunda década del siglo XX, y un poco más desde finales de esa misma década, ya con la presencia en los pueblos de campaña de los ascendentes sindicalistas revolucionarios. Los estudios lo detallan en cifras: 89 localidades del sur de Santa Fe con sus obreros organizados y en constante demanda, historia desaparecida de la historia de los departamentos San Martín, San Genaro, Caseros, Belgrano, Iriondo, San Lorenzo, Rosario, General López, Constitución. Lo escribió un militante y periodista hace tantos años: “De todo hubo en el campo: reuniones secretas, asaltos de comisarías, atrincheramientos en los locales obreros, rodeados por policías, taperas, ultimatum, parlamentos, amenazas, transacciones; izamientos de banderas rojas, blancas, negras, etc.; emboscadas, raptos, fugas, tiros, puñaladas, y todo cuanto pueda servir de material interesante para relatos rojos, espeluznantes. No cabe duda que a través de la historia, resultará interesante el estudio de la iniciación de los movimientos revolucionarios de los trabajadores rurales. Toda una epopeya”. HACER LA AMÉRICA, SOÑAR REVOLUCIONES “Mi padre vino a la Argentina en 1901 con su futuro suegro, que sería mi abuelo, y un tío. Estuvieron en Roldán en una chacra tres años. Juntaron dinero y mi padre se fue a Italia porque con mi madre ya eran novios allá. Se casó en Italia y se vino a la Argentina y se trajo a la suegra, a dos cuñados más y a una hermana de mi madre. Estuvieron en Roldán, en Arequito y después vinieron a Alcorta, en 1907 ó 1908, al campo La Adela”, dijo esa tarde de febrero Salardi Menna. La Adela era ese pedazo de país de 17.500 hectáreas que por entonces 211 familias subarrendaban a la firma Genoud, Benvenuto, Martelli y Cia., empresa encargada de los negocios de varios de los peces más gordos de la región. Entre ellos figuraba la condesa Elina Pombo de Devoto, propietaria de los campos y nombre ciertamente gracioso, de no ser por las circunstancias en que un nombre puede aparecer en una escritura pública, una escritura pública en el marco de unas relaciones de poder, unas relaciones de poder en el marco de una matanza de ranqueles, una matanza de ranqueles en ninguna parte. -¿Y qué recuerdos tiene usted de la vida en el campo en ese momento? –le insistí al viejo. -Era una vida triste, de mucha pobreza. Los rindes eran pocos, todos los colonos estaban “metidos”, lo que se cosechaba había que entregárselo a los almaceneros. El precio del cereal en aquel tiempo era un par de pesos, siempre se quedaba debiendo. Una vida miserable: mate cocido, pan duro, leche porque se ordeñaba, huevos, la carne no se conocía. -Esto debe tener que ver con que su padre era un dirigente... -De aquellos días recuerdo la gente que venía a ver a mi padre a la casa. Como él era un caudillo venía gente a preguntarle, a ponerse de acuerdo. Salían de gira por el campo a hablar con otros colonos y ponerse de acuerdo en lo que debían hacer. Lo que “se debe hacer” es, por lo general, un lindo quilombo. Depende del cómo y el por qué nos recostemos o no en los otros, en las creencias, en el Estado, en las normas, en las reglas del mercado, en la cultura a secas o en la cultura a ciegas; depende también de los cuándo y de los dónde y la exclusión y la riqueza, siempre que partamos del quilombo elemental: que algo, o todo, “se debe hacer” para que esto no quede sólo en esto. Digámoslo sin rodeos: teoría y práctica política de la más pura cepa. Generaciones lo discutieron largamente, y a principios de aquella centuria el asunto estaba en pleno hervor. -Yo lo conocí a Netri, que venía de Rosario. A todas esas personas que están en el libro del Grito de Alcorta los conocí a casi todos. Desgraciadamente no queda ninguno de ese tiempo. Yo quisiera hablar, preguntarles...-se lamentó Menna. Labrozzi acomodó la gorra en el respaldo de la silla, como para quedarse otro rato. No era tarde, pero los perros en la puerta anunciaban un apuro que bajaba quién sabe de qué antena: los índices del riesgo país oscilaban entre los 650 y 700 puntos básicos esa jornada, y una parte de los alcortenses quería verlo por TV. INSISTENCIAS En este pueblo, la antigua sede de la Sociedad Italiana reedita su espectáculo de soledades. Allí suelen esperar los muchachos del Sindicato de Oficios Varios su turno en la enfardada o las estibas. Allí las obreras de la ex-fábrica textil Coinco SRL dejaron años de trabajo a cambio de una jugosa retribución, un monto cargado de ceros en concepto de vacaciones, indemnizaciones, aguinaldos, salarios impagos. En este mismo lugar, ahora patrimonio histórico, los chacareros de la zona se anotaban en el invierno de 1912 la primera victoria en su puja con los terratenientes: la rebaja de las rentas a pagar y la reformulación de los contratos de arrendamiento. Entre ellos estaba Francisco Menna, en medio de un remolino que también arrastraba a dirigentes de diversas tendencias a encabezar una lucha que en un par de meses daría origen a la Federación Agraria Argentina, y que terminaría por enfrentarlos. “Hubo muchos Menna que aparecieron en los periódicos de aquel momento, tanto en la provincia de Santa Fe como en la provincia de Córdoba. Algunos tenían que ver con el anarquismo: eran chacareros muy pobres. Otros no, otros siguieron en la Federación Agraria con una mentalidad más reformista. Y otros, en Córdoba, ligados a cooperativas agrícolas que no tenían ningún tipo de orientación de esta naturaleza”, explicaba sobre el itinerario de un apellido el historiador Adrián Ascolani. Y puntualizaba: “Este Francisco Menna tiene que ver con una región que fue particularmente activa en la sindicalización agraria, que fue el sur de Santa Fe. Esa zona en general se caracteriza por grandes latifundios, donde los chacareros estaban explotados en comparación con otros chacareros. Pero esta es la zona que genera chacareros anarquistas. En general, los chacareros no pudieron vincularse al anarquismo porque conducía a la colectivización de la propiedad y los chacareros tenían como consigna, como meta, que la tierra debía ser para el que la trabajara”. En 1914 Francisco Menna volvía al ruedo, formando parte del Centro de Agricultores Internacionalistas, una agrupación que reunió a varios de los líderes de la huelga del ’12: Francisco Bulzani, Francisco Capdevila, Francisco Peruggini, José Gilarducci. La experiencia, nacida del inconformismo, otra vez, de socialistas y anarquistas, fue acabada a garrotazos entre el deseo de sus impulsores, la imposibilidad de sumar gringos a la causa y el creciente poder de la Federación. Mientras tanto, los dueños del mundo continuaban la faena. La Primera Guerra destrozaba Europa y los coletazos no tardaban en hacerse sentir en el sur, en sus pampas. Los bloqueos marítimos impedían la exportación de cereales y el valor de los granos les mostraba de nuevo a los chacareros la otra cara de la oferta y la demanda. Para cuando la crisis agrícola se tornó insoportable, y a nivel nacional la desocupación alcanzó al 19,4% de la población, en 1917, Francisco Menna ya estaba acompañando los reclamos de peones, operarios, estibadores, carreros, y en estrecho contacto con agitadores rosarinos. Con semejante panorama ardiéndole en los ojos, Menna buscaba las claves de otra realidad, una que no implicara el divorcio con su idea, y en el camino iba dejando pistas de esa búsqueda, nombres que expusieran a futuro el presente de sus convicciones: uno de sus hijos, muerto cuando niño, se llamó Ateo y no debió conocer a dios; otro de sus hijos, el que iría tras sus cenizas, se llamó Salardi en honor a un guerrero de novelas italianas. Y si no había cielo antes que revolución, espera paciente antes que riesgos, era cuestión de dejarse llevar por la ráfaga, la mala señal: de estirar los bordes de lo posible. En eso estaba Francisco Menna la última semana. IMÁGENES Y ADIOSES “El día 5 de marzo de 1917 se dio una conferencia en la plaza de Alcorta. Vino un hombre de Rosario que se llamaba Leopoldo Gustavo, había un hombre...Arturo Barros, que era compañero de mi padre y desgraciadamente lo mataron en Firmat. Había mucha gente, yo le pedí permiso a la maestra para ir a escuchar”, dijo esa tarde de febrero Salardi Menna. Los perros grises insistían en la puerta, y el detalle no significaría hoy gran cosa sino fuera porque aquella vez no significó nada, y hasta sea posible que el par de perros no haya existido nunca. “Cuando terminó de hablar Leopoldo Gustavo subió mi padre y se refirió a un acopiador que le quiso comprar papas pero le quería pagar muy poco, y él dice ‘no, por ese precio no le vendo’, y entonces dice ‘¿pero qué va a hacer con tantas papas?’, y mi padre dice ‘me las como, y las que me sobran se las doy a los chanchos’. Eso me quedó grabado, yo tenía ocho años”, contó el viejo. Los visitantes empezamos a enderezarnos en las sillas esperando lo obvio. El hombre estaba dándole forma definitiva a un dolor de años. Ochenta y tres exactamente, si es que el dolor fuera a medirse por su trampa de números, estaciones, formas definitivas. “A la semana siguiente habló en Firmat, el 11 de marzo de 1917. Fue con una comitiva de acá, de Alcorta”, precisó Salardi Menna y sacó de la mesita de luz dos rostros de papel. Los rostros se borraban y era la neblina avanzando con ellos. Menna y Barros, digamos, o los adioses no dados. LA MAÑANA FINAL En una edición aparecida cuatro días después de los sucesos, el periódico El Correo de Firmat sostenía que a las 9:30 horas del domingo 11 de marzo de 1917 “ya se notaba un inusitado movimiento de público por las inmediaciones de la plaza Rivadavia”, y agregaba que, por intervalos, “fuerzas policiales hacían acto de presencia”. Evidentemente, la tensión aumentaba en ese sitio en el que “debía verificarse una conferencia sobre la desocupación, según los carteles que se fijaron convocando al pueblo”, tal el comentario que por entonces publicó la mítica Caras y Caretas. Una hora más tarde el presagio era una funesta confirmación, sobre todo cuando los oradores llegados desde Rosario, Bigand, Alcorta, y se presume también que desde Villada y Chabás, coparon los dominios de un tipo clave: el comisario Ricardo Bizzi. “Según parece, el lío vino cuando no les dieron permiso para hablar pero ellos fueron y hablaron de prepo”, relató Salardi Menna, al borde de la historia que dos solos, entre miles de miserables, querían escuchar. En ese momento se dijo de más de 600 personas participando del acto y de una mesa colocada en el centro de la plaza a manera de estrado. Desde allí, los agitadores iban a gritar lo suyo y lo de muchos, pero “por la Avenida Rivadavia vimos desembocar al comisario Bizzi, seguido por el oficial Trangoni y cuatro agentes que fustigando sus cabalgaduras cruzaron la plaza y encarándose con el público empezó a disolverlo en forma abiertamente violenta”, en palabras de periodistas firmatenses. “Se armó lío cuando la policía los quiso bajar. Arturo Barros iba armado, mi padre también y se armó el tiroteo. A él lo corrieron, a uno lo mataron ahí enseguida. Mi padre disparó y lo balearon de atrás”, completó Salardi Menna, metido en un cuadro confuso, amargo. Caras y Caretas lo había narrado a su modo ocho décadas antes: “Sonó la primer detonación, cayó herido un oficial de policía, el tiroteo se hizo general, siguiéndose más de doscientos disparos”. Al rato, la crónica roja ya tenía su listado: -Cristobal Tolsa; Ramón Cax; Juan Valles; Pablo Valles; Miguel Paris; Jaime Jeypelat; Leopoldo Gustavo detenidos. -Juan Trangoni, oficial de policía, herido de bala en una pierna; Desiderio Jiménez, agente de esa fuerza, herido en pómulo y antebrazo. -J. Muñoz, agente de la policía de San Urbano; Arturo Barros; Francisco Menna, fallecidos. Dos apuntes podrían sumarse a estos hechos, dos denuncias que dieron cuenta de una temprana impunidad: los rápidos esfuerzos por borrar todo indicio de balacera y la actuación, esa misma tarde de ese mismo día en esa misma plaza, de una banda de música para regocijo de los paseantes. La segunda impunidad sería consagrada en 1931, con el nombramiento del comisario Bizzi como máximo responsable de la seguridad del departamento General López. OJOS PERROS Cuando Labrozzi encendió el motor del Ami 8 las cosas seguían tan ladeadas como antes, sólo que sin perros a la vista. Teníamos un testimonio creíble, medios donde difundirlo, posibles oyentes, posibles lectores, maldiciones para repartir a diestra y siniestra, pero en la puerta de la casa marrón se quedaba un hombre de 92 años con sus peores recuerdos a la mano. Meterse con los recuerdos de alguien, aun con su permiso, aun buscando en ellos señales de un destino colectivo, tiene sus bemoles. Y lo terrible es que pueden valer, para quien pregunte, para quien responda, lo que un tarro de gomina Brancato. Sin embargo, lo que nos llevábamos era una historia de excepciones: la de un chacarero que no había pretendido para sí una parcela de tierra, sino una tierra sin parcelas, digamos que para todos. El dato no es menor si nos atenemos a unas cifras, a las coordenadas que nos acercan al corazoncito mismo del capitalismo agrario argentino: entre 1912 y 1970 alrededor de 100.000 chacareros llegaron a ser titulares de campos, o farmers, para la sociología rural. Este proceso se iniciaba al momento de aquella muerte, cuando la figura de un Menna combatiente, de un Menna casi mártir, se convertía en una suerte de símbolo para los obreros del surco, para la mano de obra que clamaba todos los repartos. Ellos y sus dirigentes serían los encargados de sostener esa memoria, de hacer de esa memoria una herramienta de lucha. “¿Y por qué se lo recuerda tanto, por qué en los periódicos aparece tanto esa muerte?. Porque es la primera muerte, dentro del ámbito rural, que toma trascendencia”, explicaba el historiador Adrián Ascolani acerca de un tiempo en que la violencia resultó ser una de las pocas certezas a las que aferrarse. De este modo, Francisco Menna vivía su segunda vida, después de haber sospechado que morir podía suceder cualquier mañana, aunque quizás nunca de forma tan ingrata, sin alcanzar a dar respuesta, quemado por la espalda. Así, el anarquismo inauguraba su etapa de mayor auge en el sur de Santa Fe. En 1918 se creaba la Federación Comarcal Alcorta, con radio de acción en Labordeboy, Villa Cañás, Weelwright, Juncal, Peyrano, Cepeda, Pavón Arriba, Santa Teresa, Máximo Paz, a partir de los Sindicatos de Oficios Varios de cada localidad. Ahí estaban los ácratas alcortenses formando la agrupación “Sembradores de ideas”, y su versión femenina, la llamada “Flores rojas”. Ahí estaban fundando la biblioteca que dependió del Sindicato local. Ahí estaban intentando editar un periódico, el fallido La voz campesina. Ahí estaban, también, con sus fantasmas. Luego se les vino un país encima y se trajo su nueva fusilería. La represión ganó en intensidad y ratificó sus opciones de cárcel, deportación o tumba. Los registros escritos conocieron el fuego, y en la partida empezaron a tallar las organizaciones sindicales que se permitían la negociación con un Estado que, indefectiblemente, hacía pie en el mundo del trabajo. Al cabo de unas décadas y de ciertas reivindicaciones, los relatos que hablaban de esa gente en los campos sin dios y sin gobierno se fueron transformando en cosa rara: alguien ya había sido devorado por los cardales y sus huesos solían alzarse con la noche. Y fue la cuenta larga de los grises y la ausencia. Historia y daltonismo. Ojos perros. LOS TRAIDORES Durante semanas nos preguntamos qué es lo que empuja a un cronista a rescatar cuentos como estos. Qué de estos cuentos incomoda, desacomoda, al cronista. Durante semanas nos preguntamos a quién, en realidad, podía a llegar a interesarle un cuento de esta clase. Si la verdad no era una renga matándose de risa. Durante semanas nos preguntamos por los silencios, por la clase de silencios que envolvían a Francisco Menna y a tantos otros, condenados al caldero eterno. Durante semanas nos preguntamos por los hilos que unían este cuento silenciado y los cuentos más cercanos. Por el de Víctor Fina, por ejemplo, acribillado por un escuadrón militar en agosto de 1976, en Rosario, y sepultado su cuerpo en esa Alcorta que nunca alcanzó a digerir su elección guerrillera. Durante semanas nos preguntamos por esta clase de traidores, por los traidores a una clase. Y por la clase de cuentos que podían unir sus tumbas, sus silencios, en un pueblo que decía creer en lo que era: una verdad matándose la risa, una risa renga. LA VUELTA Siete meses después todo parecía estar en su ningún sitio. La Argentina de De la Rúa se había sincerado menemista y la pobreza crecía sin avisorar un techo. El desplome se intuía cercano y con Jorge Cadús íbamos, filmadora al hombro, rumbo a la casa del viejo por esa misma historia, que ya no sería la misma. Desde el verano las muertes violentas venían en alza en aquella patria, y así seguirían. Según los informes de la Coordinadora Contra la Represión Policial (CORREPI), en el 2001 las fuerzas de seguridad se cargaban la vida de diez ciudadanos cada treinta días, más de dos por semana, en procedimientos nada claros. Estos territorios encabezaban el ranking de casos en relación a la cantidad de habitantes: un 60% sucedía en la provincia “invencible” de Santa Fe. La fábrica de pistoleros al estilo Bizzi funcionaba aún maravillosamente, pero en líneas generales los caídos no eran sujetos de “ideas avanzadas”, como en su época se sindicó a los anarquistas. Ahora eran, en su mayoría, jóvenes de entre 15 y 25 años que arañaban los márgenes del mapa. Al llegar a la cita, la voz de Salardi Menna volvió a sonar amable. Saludaba desde el fondo del lote lindero, desde la tierra removida, y saltaba a la vista que sus 93 años ya cumplidos no le impedían revisar un pasado, empuñar una pala o enfrentar una cámara. Pasamos al patio casi sin protocolo y una vez montada la pequeñita escena los tres nos miramos preocupados: estábamos por ser, efectivamente, carne de televisor. HISTORIA Y HUESOS “Hace un par de años se me ocurrió reducir los restos de mi padre: los voy a traer a Alcorta, y así lo hice”, dijo esa tarde soleada de principios de septiembre Salardi Menna. Los detalles conocidos no lo eran tanto y nosotros meta que grabábamos sin pensar lo que un cuerpo recuperado podía significar para alguien, o para una cultura que necesita de esas instancias: las de atesorar sus gentes idas, las de incorporarlas como historia y huesos a la historia y huesos del futuro.Y el viejo seguía. “No encontrábamos el nicho. Buscamos. Nosotros no teníamos papel ni nada, los que se encargaron cuando lo sepultaron creo que fueron los tíos, los hermanos de mi padre, y no pudimos buscar. Fuimos a la municipalidad de Firmat y buscando. Busque en tal parte, y vamos. Busque en un lado, busque. No tenía lápida, no tenía piedra, no tenía ni nombre, nada”. El testimonio de Menna entraba en una zona harto oscura. Se nos venía a la cabeza la sombra de los NN, de la pérdida del último derecho posible, ese de morir la muerte como es debido y no como ellos quieran. Ellos. Y aunque el anarquista había tenido tumba exacta en lugar exacto, la asociación rondaba malamente como que un poder rondaba malamente en 1917, en 1976, en el 2001. Y el viejo seguía. “Había quedado así nomás, estaba tapado de ladrillos y estaba así nomás. Y estuvimos, pero qué sé yo el rato que estuvimos, para buscarlo. Yo entonces le digo al sepulturero y a la señora que nos atendió en la municipalidad: ‘mire, lo abrimos, y si es mi padre yo lo voy a reconocer porque recuerdo cómo salió vestido esa mañana que salió’. Llevaba zapatos marrones, llevaba un sombrero negro, un sombrerito de ala chica, y un pantalón rayado. Y digo: ‘a mi padre le faltaba una muela acá en la carretilla, en la mandíbula’”. ¿Hasta dónde puede la fuerza de la sangre? ¿Qué tanto pueden los olvidos que no pueda la fuerza de la sangre? ¿Puede, por sí sola, la fuerza de la sangre? Y el viejo seguía. “Entonces sacaron, rompieron la pared, abrieron y estaba el cajón todo deshecho, ochenta años... Y se habían metido las hormigas, habían hecho un montón de tierra, estaba todo...Y empezaron a sacar, a tirar afuera, y juntamos. El sombrero estaba intacto, el sombrero negro. ‘Sí señor, digo, este es mi padre: es mi padre por los zapatos’. Los zapatos estaban comidos y se notaba el color que tenían. Le faltaba la muela de abajo, que esa muela la tuvimos muchos años después que él falleció; la teníamos en la casa, era un recuerdo que teníamos de mi padre. Cuando veíamos la muela ‘esto es de papá’, decíamos”. Si la cámara hubiera tomado los rostros que no tomó, que decidimos no tomara, este sería otro texto. Sin cronistas sorprendidos, sin cronistas achinando los párpados, torciendo las bocas: sin cronistas contando lo que nadie osaría dudar. Y el viejo seguía. “Y mire lo que son las cosas. Arturo Barros era un dirigente político. Ese hombre venía a mi casa, era un hombre grandote, gordo, tenía chacra acá en el campo Madariaga. Y recuerdo que llevaba un sombrero ancho, un color medio marrón. A mí me llamaba mucho la atención el sombrero. Mi padre estuvo ochenta años en el cementerio de Firmat, y dentro del cajón de mi padre encuentro el sombrero de ese hombre, de este Arturo Barros. Quién lo puso ahí no sé, la cuestión que yo me lo traje en la urna, lo puse ahí, pero está intacto el sombrero, un sombrero grande”. Salardi Menna no sospechaba de nosotros. Mucho menos sospechaba del chequeo de datos que terminaría por llevarnos de nuevo a dos cuestiones centrales: un sombrero y un arma. Digamos que Barros, a la postre periodista de Caras y Caretas, vino a morir en letras públicas como antes había vivido, esta vez en el periódico El Correo de Firmat, ejemplar del 15 de marzo de 1917: “El oficial Trangoni y varios agentes acataron la orden y atropellaron con sus caballos; al verse así embestido, y tal vez por propio instinto de conservación, tomó las riendas del caballo del oficial. En ese momento Barros recibe de Trangoni un golpe de fusta en la cabeza que lo hace trastabillar en tal forma que estuvo a punto de caer. Como es lógico, ya tenemos el conflicto planteado. Barros, por su amor propio, por dignidad o por lo que quiera que haya sido, ya repuesto, alza el sombrero que se le había caído, empuña su revólver y se apresta para defender su vida”. El después ya es sabido, como sabido es que el viejo Salardi seguía y que los cronistas pasábamos de largo. LA FUGA En el ala norte del cementerio de Alcorta yace Francisco Menna. Una frase evoca los días que le tocaron, los que lo eligieron y eligió para ser: “caído en defensa de la libertad”, dice. La foto lo muestra serio y de bigotes, con esa rigidez propia de antaño, de cuando los estallidos de luz tardaban tanto que acababan por atrapar las formas de la espera. No es un sitio pomposo el de su descanso, y probablemente valga el comentario para pensar si la muerte, verdaderamente, nos iguala. Si en nuestras sociedades la muerte no termina por sellar las diferencias de siempre. La lucha de Menna tuvo que ver con eso, con zanjar algunas de ellas, o todas ellas, y en el intento lo cocinaron. Estas palabras podrían referirse entonces a una muerte heroica, pero no: estas palabras quieren referirse a una vida fugando hacia la vida, con todo lo imperfecto y mundano del caso. No hay nada heroico en un hombre que “disparó y lo balearon de atrás”. Hay, sí, un relato acerca del temor, del aferrarse al mundo hasta donde se pueda, de las caras inesperadas de la pasión. Hay también un contrarrelato que desautoriza la fidelidad a la historia muerta, al monumentalismo y las elegías. Algo de esa fuga se adivinaba en la picardía de Salardi cuando quebró definitivamente el silencio, cuando nos despedimos aquella tarde de septiembre, la última en que íbamos a vernos. Nos acompañó hasta la vereda, nos estrechó las manos, nos dijo que gracias y no hubo más. Se fue por su cuenta en el otoño del 2002. Nosotros empezábamos a caminar a tientas por las calles nuevas: una ráfaga nos había dejado ciegos. **//** Ariel Palacios: Escritor y periodista nacido en Alcorta en 1973. Es licenciado en Comunicación Social (UNR, 2002) y actualmente colabora con el Instituto Gino Germani (Facultad de Ciencias Sociales, UBA) en una investigación sobre el impacto de las políticas de los años 90 en los pueblos rurales de la pampa húmeda. Desde el año 1997 dirige la Revista Postales (Alcorta), y es redactor del periódico Prensa Regional. En televisión, obtuvo los premios ATVC 2001 y ASTC 2003 por "Audiencia debida. Crónicas del sur" (Cablevisión Alcorta / Sacks Paz Televisora); y el Premio Juana Manso 2011 por "Estación Sur", en las mismas emisoras. En 2003 publicó "Historias a campo traviesa. Sangre, soledades y fuegos en la Argentina rural" (Tropiya / UNR Editora) y en 2009 "Combatiendo al capital. Rucci, sindicatos y Triple A en el sur santafesino" (Editorial Municipal de Rosario), en co-autoría con Jorge Cadús.
Posted on: Mon, 12 Aug 2013 22:58:28 +0000

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