El grito de un muerto El grito de un muerto fue lo que me hizo concebir aquel intenso horror hacia el doctor Herbert West, horror que enturbió los últimos años de nuestra vida en común. Es natural que una cosa como el grito de un muerto produzca horror, ya que, evidentemente, no se trata de un suceso agradable ni ordinario. Pero yo estaba acostumbrado a esta clase de experiencias; por tanto, lo que me afectó en esa ocasión fue cierta circunstancia especial. Quiero decir, que no fue el muerto lo que me asustó. Herbert West, de quien era yo compañero y ayudante, poseÃa intereses cientÃficos muy alejados de la rutina habitual de un médico de pueblo. Ésa era la razón por la que, al establecer su consulta en Bolton, habÃa elegido una casa próxima al cementerio. Dicho brevemente y sin paliativos, el único interés absorbente de West consistÃa en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, encaminados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución estimulante. Para llevar a cabo estos macabros experimentos era preciso estar constantemente abastecidos de cadáveres humanos muy frescos; porque aún la más mÃnima descomposición daña la estructura del cerebro, y descubrimos que el preparado necesitaba una composición especÃfica, según los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para tratarlos, pero este camino no nos llevó a ninguna parte. West nunca habÃa conseguido plenamente su objetivo porque nunca habÃa podido disponer de un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vitalidad hubiera cesado muy poco antes; cuerpos con todas las células intactas, capaces de recibir nuevamente el impulso hacia esa forma de movimiento llamado vida. HabÃa esperanzas de volver perpetua esta segunda vida artificial mediante repetidas inyecciones; pero habÃamos averiguado que una vida natural ordinaria no respondÃa a la acción. Para infundir movimiento artificial, debÃa quedar extinguida la vida nocturna: los ejemplares debÃan ser muy frescos, pero estar auténticamente muertos. West y yo habÃamos empezado la pavorosa investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, profundamente convencidos desde un principio del carácter absolutamente mecanicista de la vida. Eso fue siete años antes; sin embargo, él no parecÃa haber envejecido ni un dÃa: era bajo, rubio, de cara afeitada, voz suave y con gafas; a veces habÃa algún destello en sus frÃos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habÃan sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital. Uno de los ejemplares habÃa proferido un alarido escalofriante; otro, se habÃa levantado, violentamente, nos habÃa derribado dejándonos inconscientes, y habÃa huido enloquecido, antes de que lograran cogerle y encerrarlo tras los barrotes del manicomio; y un tercero, una monstruosidad nauseabunda y africana, habÃa surgido de su poco profunda sepultura y habÃa cometido una atrocidad… West habÃa tenido que matarlo a tiros. No podÃamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que manifestasen algún vestigio de inteligencia al ser reanimados, de modo que forzosamente creábamos horrores indecibles. Era inquietante, pensar que uno de nuestros monstruos, o quizá dos, aún vivÃan… tal pensamiento nos estuvo atormentando de manera vaga, hasta que finalmente West desapareció en circunstancias espantosas. Pero en la época del alarido en el laboratorio del sótano de la aislada casa de Bolton, nuestros temores estaban subordinados a la ansiedad por conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ávido que yo, de forma que casi me parecÃa que miraba con codicia el fÃsico de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando empezó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo me habÃa ido a Illinois a hacerle una larga visita a mis padres, y a mi regreso encontré a West en un estado de singular euforia. Me dijo excitado que casi con toda probabilidad habÃa resuelto el problema de la frescura de los cadáveres abordándolo desde un ángulo enteramente distinto: el de la preservación artificial. Yo sabÃa que trabajaba en un preparado nuevo sumamente original, asà que no me sorprendió que hubiera dado resultado; pero hasta que me hubo explicado los detalles, me tuvo un poco perplejo sobre cómo podÃa ayudarnos dicho preparado en nuestro trabajo, ya que el enojoso deterioro de los ejemplares se debÃa ante todo al tiempo transcurrido hasta que caÃan en nuestras manos. Esto lo habÃa visto claramente West, según me daba cuenta ahora, al crear un compuesto embalsamador para uso futuro, más que inmediato, por si el destino le proporcionaba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos habÃa ocurrido años antes, con el negro aquel de Bolton, tras el combate de boxeo. Por último, el destino se nos mostró propicio, de forma que en esta ocasión conseguimos tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya corrupción no habÃa tenido posibilidad de empezar aún. West no se atrevÃa a predecir qué sucederÃa en el momento de la reanimación, ni si podÃamos esperar una revivificación de la mente y la razón. El experimento marcarÃa un hito en nuestros estudios, por lo que habÃa conservado este nuevo cuerpo hasta mi regreso, a fin de que compartiésemos los dos el resultado de la forma acostumbrada. West me contó cómo habÃa conseguido el ejemplar. HabÃa sido un hombre vigoroso; un extranjero bien vestido que se acababa de apear al tren, y que se dirigÃa a las Fábricas Textiles de Bolton a resolver unos asuntos. HabÃa dado un largo paseo por el pueblo, y al detenerse en nuestra casa a preguntar el camino de las fábricas, habÃa sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un cordial, y cayo súbitamente muerto, un momento después. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como llovido del cielo. En su breve conversación, el forastero le habÃa explicado que no conocÃa a nadie en Bolton; y tras registrarle los bolsillos después, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familia que pudiera hacer averiguaciones sobre su desaparición. Si no conseguÃa devolverlo a la vida, nadie se enterarÃa de nuestro experimento. SolÃamos enterrar los despojos en una espesa franja de bosque que habÃa entre nuestra casa y el cementerio de enterramientos anónimos. En cambio, si tenÃamos éxito, nuestra fama quedarÃa brillante y perpetuamente establecida. De modo que West habÃa inyectado sin demora, en la muñeca del cadáver, el preparado que lo mantendrÃa fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi juicio harÃa peligrar el éxito de nuestro experimento, no parecÃa preocupar demasiado a West. Esperaba conseguir al fin lo que no habÃa logrado hasta ahora: reavivar la chispa de la razón y devolverle la vida, quizá, a una criatura normal. De modo que la noche del 18 de julio de 1910, Herbert West y yo nos encontrábamos en el laboratorio del sótano, contemplando la figura blanca e inmóvil bajo la luz cegadora de la lámpara. El compuesto embalsamador habÃa dado un resultado extraordinariamente positivo, pues al comprobar fascinado el cuerpo robusto que llevaba dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, pedà a West que me diese garantÃas de que estaba verdaderamente muerto. Me las dio en el acto, recordándome que jamás administrábamos la solución reanimadora sin una serie de pruebas minuciosas para comprobar que no habÃa vida, ya que en caso de subsistir el menor vestigio de vitalidad original no tendrÃa ningún efecto. Cuando West se puso a hacer todos los preparativos, me quedé impresionado ante la enorme complejidad del nuevo experimento; era tanta, que no quiso confiar el trabajo a otras manos que las suyas. Y tras prohibirme tocar siquiera el cuerpo, inyectó primero una droga en la muñeca, cerca del sitio donde habÃa pinchado para inyectarle el compuesto embalsamador. Ésta, dijo, neutralizarÃa el compuesto y liberarÃa los sistemas sumiéndolos en una relajación normal, de forma que la solución reanimadora pudiese actuar libremente al ser inyectada. Poco después, cuando se observó un cambio, y un leve temblor pareció afectar los miembros muertos, West colocó sobre la cara espasmódica una especie de almohada, la apretó violentamente y no la retiró hasta que el cadáver se quedó absolutamente inmóvil y listo para nuestro intento de reanimación. Él, pálido y entusiasta se dedicó ahora a efectuar unas cuantas pruebas finales y someras para comprobar la absoluta carencia de vida, se apartó satisfecho y, finalmente, inyectó en el brazo izquierdo una dosis meticulosamente medida del elixir vital, preparado durante la tarde con más minuciosidad que nunca, desde nuestros tiempos universitarios, en que nuestras hazañas eran nuevas e inseguras. No me es posible describir la tremenda e intensa incertidumbre con que esperamos los resultados de este primer ejemplar auténticamente fresco: el primero del que podÃamos esperar razonablemente que abriese los labios y nos contase quizá, con voz inteligente, lo que habÃa visto al otro lado del insondable abismo. West era materialista, no creÃa en el alma, y atribuÃa toda función de la conciencia a fenómenos corporales; por consiguiente, no esperaba ninguna revelación sobre espantosos secretos de abismos y cavernas más allá de la barrera de la muerte. Yo no disentÃa completamente de su teorÃa, aunque conservaba vagos e instintivos vestigios de la primitiva fe de mis antecesores; de modo que no podÃa dejar de observar el cadáver con cierto temor y terrible expectación. Además… no podÃa borrar de mi memoria aquel grito espantoso e inhumano que oÃmos la noche en que intentamos nuestro primer experimento en la deshabitada granja de Arkham. HabÃa transcurrido muy poco tiempo, cuando observé que el ensayo no iba a ser un fracaso total. Sus mejillas, hasta ahora blancas como la pared, habÃan adquirido un levÃsimo color, que luego se extendió bajo la barba incipiente, curiosamente amplia y arenosa. West, que tenÃa la mano puesta en el pulso de la muñeca izquierda del ejemplar, asintió de pronto significativamente y, casi de manera simultánea, apareció un vaho en el espejo inclinado sobre la boca del cadáver. Siguieron unos cuantos movimientos musculares espasmódicos, y a continuación una respiración audible y un movimiento visible del pecho. Observé los párpados cerrados, y me pareció percibir un temblor. Después, se abrieron y mostraron unos ojos grises, serenos y vivos, aunque todavÃa sin inteligencia, ni siquiera curiosidad. Movido por una fantástica ocurrencia, susurré unas preguntas en la oreja cada vez más colorada; unas preguntas sobre otros mundos cuyo recuerdo aún podÃa estar presente. Era el terror lo que las extraÃa de mi mente; pero creo que la última que repetÃ, fue: «¿Dónde has estado?». Aún no sé si me contestó o no, ya que no brotó ningún sonido de su bien formada boca; lo que sà recuerdo es que en aquel instante creà firmemente que los labios delgados se movieron ligeramente, formando sÃlabas que yo habrÃa vocalizado como «sólo ahora», si la frase hubiese tenido sentido o relación con lo que le preguntaba. En aquel instante me sentà lleno de alegrÃa, convencido de que habÃamos alcanzado el gran objetivo y que, por primera vez, un cuerpo reanimado habÃa pronunciado palabras movido claramente por la verdadera razón. Un segundo después, ya no cupo ninguna duda sobre el éxito, ninguna duda de que la solución habÃa cumplido cabalmente su función, al menos de manera transitoria, devolviéndole al muerto una vida racional y articulada… Pero con ese triunfo me invadió el más grande de los terrores, no a causa del ser que habÃa hablado, sino por la acción que habÃa presenciado, y por el hombre a quien me unÃan las vicisitudes profesionales. Porque aquel cadáver fresco, cobrando conciencia finalmente de forma aterradora, con los ojos dilatados por el recuerdo de su última escena en la tierra, manoteó frenético en una lucha de vida o muerte con el aire y, de súbito, se desplomó en una segunda y definitiva disolución, de la que ya no pudo volver, profiriendo un grito que resonará eternamente en mi cerebro atormentado: —¡Auxilio! ¡Aparta, maldito demonio rubio… aparta esa condenada aguja! #DaniCreepypastera
Posted on: Wed, 25 Sep 2013 12:58:06 +0000
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