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FORMACIÓN FRANCISCANA. 2. Religión (I) «Cuando yo vivía en pecado, la vista de los leprosos me resultaba insoportable. Pero el Señor me condujo entre ellos, y lo que me parecía amargo se trocó en dulzura para el alma y para el cuerpo» (Testamento). Francisco de Asís sitúa el inicio de su religión en el beso al leproso. La inversión de los valores sensibles que saborean el alma y el cuerpo significa la transformación de una esclavitud en una serena libertad. El espíritu exulta porque la realización pública de un acto prohibido pone de manifiesto la verdad de una metamorfosis. La energía así renovada no impide lo trágico. Tiende, por el contrario, a descender hacia la miseria en proporción al bien que se persigue. Francisco se emplea con ardor en seguir al Cristo que cura. Sus hallazgos son conmovedores. Todos, o casi todos, llevan el sello de un realismo del símbolo. El leproso, imagen viva del pecado en toda criatura, le atrae irresistiblemente. Se dirige hacia el mendigo, hacia el ladrón, hacia el pobre, hacia el marginado; se preocupa del animal, de la planta y de todas las cosas. Cuanto más se aproxima a los pequeños, más le alegra el canto de la alondra al elevarse por el aire. Su alma se despliega con el cuerpo y con el universo, cerca del Creador. Su joven religión aspira a llevar el mundo y los hombres a la raíz regenerada de una común relación de origen. Guiado por una luz secreta, presiente el formidable viaje, la enorme herida, y empieza a entregar su llanto a la misericordia del espíritu. El espíritu es dueño y señor cuando degusta la dulzura de la penitencia. Su luz naciente se remonta desde el fondo del abismo y su fuerza purificadora afirma el despojo del ser. El sayal terroso, las sandalias, el bastón, la ermita, simbolizan la profundidad convertida. Y esa profundidad se llama pobreza, simplicidad, libertad. Sus eclosiones adornan las praderas de la vida cotidiana. Trovador, juglar de Dios, heraldo del Gran Rey, enviado del Altísimo, Francisco de Asís respira su único mensaje: «Mi Dios y mi Todo». Su sentido patético, su genio escénico, su instinto del ritmo y del gesto, llevan los símbolos a los terrenos en los que se activan las potencias del mito y del rito. En los espacios del hombre esencial, éste danza su religión. Hace de ella un arte que va a dar origen a una tradición legendaria (Florecillas). Pero el vino del gozo es para el esfuerzo y la religión es religión de la ascensión. Desde el principio, cuando se dispone a descender, es para elevarse. La montaña, ¿no es el abismo ya colmado? Francisco recibe del evangelio esa montaña total. Se ajusta al evangelio sin demora, sin glosa, sin pertrechos, en la fiesta de san Mateo, el 24 de febrero de 1208. El evangelio resume su trayectoria vital. Principio y fin de los itinerarios de salvación, vocación esencial, la buena nueva es el camino real. Permite acceder a la verdad de una tradición, en el seno de una comunidad viva que conoce la piedra angular y la cumbre, Jesucristo, el Señor, luz del mundo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, nacido de la virgen María, creador y redentor. Desde entonces el misterio de la encarnación abre el camino a la religión de la profundidad, el misterio de la pasión a la religión de la penitencia y el misterio de la resurrección a la religión de la altura. Jesús de Nazaret es el perfecto religioso del Padre que está en los cielos. Cada hombre que adore en espíritu y en verdad desplegará en él su relación originaria en la amistad de una filiación divina perdida y hallada.
Posted on: Sat, 28 Sep 2013 10:03:46 +0000

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