Hoy editamos el folleto informativo N° 103. En este conmemoramos - TopicsExpress



          

Hoy editamos el folleto informativo N° 103. En este conmemoramos el mes del árbol, haciendo honor a uno de los integrantes de los ecosistemas urbanos que más contribuyen a la calidad de vida de sus habitantes. En él planteamos: “En pocas décadas los ecosistemas locales cambiaron mucho. Reemplazamos los nativos por otros antrópicos. Los cambios fueron tan profundos que no sabemos exactamente cómo eran los ecosistemas originarios. Un efecto de esa “domesticación” fue la cobertura de grandes superficies con árboles exóticos. Araucarias misioneras, pinos asiáticos, robles europeos, eucaliptos de Oceanía son sólo algunas de las especies introducidas. Varias se naturalizaron generando montes, como el ligustro chino. Otros se volvieron plaga como el acacio negro norteamericano. Es común escuchar hablar de árboles nativos. Pero…¿Se desarrollaron árboles en San Andrés de Giles en forma “natural”? No lo sabemos con certeza. Una posibilidad es que, hasta hace poco, el árbol fuera un evento raro en esta zona. De hecho, los terrenos que hoy llamamos “Luján”, se conocían como “Pago del Árbol Solo”. El nombre probablemente lo sugirió un solitario ombú (que no es un árbol, sino un arbusto gigante) sobreviviente a los periódicos incendios que arrasaban la pampa. En las primeras cartografías de la zona aparece mencionado el “Arroyo el Sauce”, cerca de Cucullú. Quizás en sus orillas creciera algún sauce criollo aislado origen del mote. Otra posibilidad es que todas las especies hayan sido introducidas como consecuencia de la acción humana. F. Daus ubica el territorio de San Andrés de Giles dentro de la formación de estepa herbácea de la pampa oriental. En “Geografía de la República Argentina I Parte Física” (pág. 336) afirma: “La falta de árboles, la monotonía de su cobertura de hierbas de poca altura, son sus rasgos destacados.” El Colegio de Arquitectos de Buenos Aires editó, en 1989, un libro: “Hacienda de Figueroa. Pequeño testimonio de una gran historia”. En la pág. 33, se lee: “el megaterio, el toxodón, el gliptodonte, pastaban en grandes llanuras cubiertas de altos pajonales… Es posible -cuenta A. E. Brailovsky-, que la ausencia de árboles se explicara por la densidad del pajonal, que sombreaba las semillas e impedía su desarrollo, con una fauna característica que incluye pequeños herbívoros y algunos carnívoros que se alimentaban de ellos. Si a pesar de todo algún árbol consiguió crecer, era difícil que durase mucho: las frecuentes tormentas eléctricas, y la abundancia de pastos secos provocaban incendios en los campos. Es probable que estos incendios hayan terminado con cualquier árbol que se haya aventurado al interior de la pampa, a excepción del ombú, cuyo carácter incombustible lo mantenía a cubierto.” En el tomo IX de “Documentos para la Historia Argentina”, de 1918 se cita a Antonio Stepp, cuando en un viaje realizado en 1691 observó que “de Buenos Aires a Córdoba se extiende una llanura de más de 200 leguas, en la que no se ve un solo árbol”. Charles Darwin recorrió el camino entre Luján y San Antonio de Areco. Podemos deducir que tuvo que atravesar campos pertenecientes a la superficie de nuestro territorio. Un testimonio de este viaje puede leerse en las páginas 151 y 152 de su libro “Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo”: “28 de septiembre. Hemos dejado atrás la pequeña ciudad de Luján... También hemos pasado por Areco. Las llanuras parecían horizontales, esto es, a perfecto nivel, pero no era así en realidad, porque en muchos sitios el horizonte estaba distante. Aquí hay grandes extensiones abandonadas entre estancia y estancia, pues los buenos pastos escasean a causa de estar la tierra cubierta de macizos de trébol acre y cardos gigantes…(estos) en ciertos sitios podían ocultar un caballo, pero en otros no habían brotado aún, y la tierra estaba tan desnuda y polvorienta como la superficie de un camino de gran tránsito...” No cita árboles, pero a continuación nombra algunos integrantes de la fauna nativa. Parte de ella, como teros, perdices, liebres, etc., está plenamente adaptada a la vida en pastizales, y muchos pueden presentar inconvenientes de adaptación en formaciones de monte o bosque. William Mac Cann escribió “Viaje a Caballo por las Provincias Argentinas”. En él cuenta que el 23 de noviembre de 1847 salió de la Villa de Luján rumbo a Areco. También debió atravesar el actual partido de San Andrés de Giles. De este camino escribió (pág. 241): “...Así atravesamos praderas de muy buenos pastos y espesos cardales donde pacían tropas de ganado y rebaños de ovejas. En esta forma llegamos al pueblo de Areco, distante a siete leguas.” No menciona ninguna especie arbórea. Al llegar a San Nicolás refirió (pág. 242): “Hacia la derecha y por el lado del río Paraná, los campos parecían altos y ondulados, pero a la izquierda se extendían llanuras infinitas y monótonas. Nosotros nos habíamos apartado del camino real, desde Luján, y durante tres días, con muy pocos intervalos, marchamos por entre llanuras cubiertas de cardos enormes, algunos de hasta ocho pies de altura. Por momentos se hace muy difícil avanzar entre los cardales…” Alfredo Iribarren es el nombre de un historiador mercedino. En la pág. 49 de la 4° edición de “El origen de la ciudad de Mercedes”, señala: “…el piloto Zizur observó y describió interesantes detalles de la Guardia de Luján…: “Se halla en una llanura hermosa –manifiesta Zizur- en toda la extensión de la vista, de manera que de no elevarse algún tanto en el horizonte a la parte del O. una lomadita, aparecería un plano horizontal…” La Guardia de Luján se situaba cerca de la actual catedral de Mercedes, distante pocos cientos de metros del río Luján. De encontrarse árboles en las riberas del mismo muy probablemente le habrían llamado la atención tanto como la “lomadita” divisada al oeste del lugar, rompiendo el plano horizontal. En ningún punto hace referencia a la posible existencia en la zona de arboledas o árboles aislados. Alexander Gillespie integró la escuadra británica invasora de Buenos Aires en 1806. Con la reconquista fue confinado a San Antonio de Areco. En “Buenos Aires y el interior”, cuenta sus aventuras en este país. Al describir usos y costumbres nativos plantea, en pág. 124: “Una gran desventaja tanto para la comodidad doméstica como para el pequeño comercio de manufactura, es la falta de leña. Los panaderos recurren a la leña de duraznero en su oficio, y gran parte del carbón que se utiliza proviene de las márgenes del río Santa Lucía, cerca de Maldonado…” Dos días después de su llegada a Luján escribió: “El fuego se mantenía encendido con grandes pedazos de gordura echados en las brazas, y de cuando en cuando un poco de matorral o algunos yuyos…” Detallando el ambiente local, solo nombra árboles exóticos. En la pág. 139 dice de San Antonio de Areco: “…está muy bien ubicado en una loma, en medio de cercos cuadrados de frutales, compuestos de durazneros, higueras, nogales, perales y algunas otras clases…”. En la siguiente comenta: “...Los ladrillos son quemados con cabezas de bueyes o huesos de oveja, cuyas osamentas con frecuencia se extienden para conservar el calor...” Este detalle puede referirnos a la dificultad para conseguir, en ese momento, leña en San Antonio de Areco. Inconveniente poco probable si hubieran sido comunes los árboles. J. C. Garavaglia escribió “Pastores y labradores de Buenos Aires. Una historia agraria de la campaña bonaerense 1700-1830”. En la primera parte del capítulo 1 estudia diferentes factores de los ecosistemas pampeanos. En la página 16 el autor ofrece un mapa, basado en el de Londres de 1824, donde muestra las islas y montes en las pampas de aquella época. Ninguno de ellos aparece en la superficie actual de San Andrés de Giles. De haber existido formaciones de talares u otras especies se debería haber conservado algún ejemplar añoso en campos destinados a la ganadería, algunos de los cuales nunca fueron arados. Además, teniendo en cuenta la excelente capacidad de colonización y lo difícil de su eliminación, la superficie de estos montecillos debería haberse expandido. Sin embargo estos fenómenos no se observan. La mayoría de los árboles sugeridos como nativos de la zona, presentan una gran capacidad de rebrotar de tocón. Hasta entrado el siglo XX el agricultor local no tuvo la capacidad técnica para limpiar grandes extensiones cubiertas con árboles de este tipo. Con lo cual su ausencia difícilmente se pueda asignar a sobreexplotación, sino más bien a su simple ausencia anterior. Con respecto a la tecnología que pudo haberse empleado en posibles desmontes, tengamos en cuenta que Gillespie escribió en 1806: “El único arado que pude ver en el país…era de madera, con un simple palo…” Es poco probable que, de existir, se hubiera podido eliminar bosques de nativas sólo con eso y herramientas manuales. Estos datos podrían disparar la discusión sobre la calidad de exótico del árbol en S. A. de Giles. Lo cierto es que, nativo o no, ha contribuido mucho a mejorar la calidad de vida de nuestro pueblo. Y han llegado para quedarse. Es común ver que cuando se abandona un terreno, en poco tiempo aparecen árboles. Castores, falsos cafetos, acacios o paraísos le ganan terreno al pastizal. Estamos trabajando para optimizar nuestro arbolado urbano. Pero no es una tarea fácil. La última foto que aparece en este folleto muestra los efectos de uno de los principales motivos de pérdida de plantaciones nuevas: las roturas intencionales. Es un fresno dorado roto en estos días en la vereda del Colegio Nacional. Permanentemente debemos lidiar con esto. Jules Huret, un cronista viajero francés escribió a principios del siglo XX: “...Mientras recorrimos la provincia de Buenos Aires y la de Santa Fe, volví a encontrar la impresión monótona de campos rasos y mustios y de praderas cercadas de alambradas...Llevamos ocho horas de viaje y no ha cambiado el panorama. Siempre la misma tierra gris recién sembrada o terrenos de hierbas donde pastan los ganados. Es un mar, un mar infinito, sin barcos ni velas, ni pájaros. No se ve ni una casa que revele la presencia del hombre, ni un árbol que nos oculte el sol redondo y rubicundo o que decore con su enramada el cielo sin nubes....” Los testimonios presentados en este trabajo son solo algunos de los brindados por diferentes narradores. Según ellos podríamos suponer que en San Andrés de Giles no se desarrollaron árboles naturalmente. O que su existencia era algo extraordinario, limitada quizás a la vera de algún arroyo. Pero para levantar una ciudad hace falta madera. Para trasladar sus productos, cobijar los habitantes, elaborar sus muebles, alimentar, cocinar y calefaccionar a la población se necesitan árboles, su leña, sus frutos. Son prueba de su necesidad e importancia las tempranas leyes de Indias dictadas por los reyes españoles. En 1.518 Carlos V manda: “pongan en las riberas sauces, álamos o árboles, de que los vecinos se aprovechen en leña, madera o frutos.” (Recopilación de Leyes de Indias, 1.657). Pero la supuesta escasez de árboles desapareció en la primera mitad del siglo XX. De pronto, sin que nos diéramos cuenta, la monótona impresión que ofrecía la pampa a los viajeros fue cambiada por un gran mosaico de montes, plantaciones en hileras y árboles aislados que embellecieron el paisaje. No existe más la visión infinita del horizonte lejano. Hoy, en cualquier parte que nos situaramos en esta zona, no alcanzaras a ver aquel horizonte. Permanentemente la lejanía será ocultada por árboles. Inmensos eucaliptos, montes de casuarinas o jacarandaes cubiertos de innumerables flores azules en noviembre rompieron el tedio pampeano. El árbol, nativo o no, enriqueció la calidad de vida de los gilenses. Una calurosa tarde de enero es mucho más placentera si nos sentamos a la sombra de uno de los robles del Parque Municipal. La floración de las Bahuinias hermosean los bulevares de avenida Cámpora durante gran parte del año. Las hojas doradas de los fresnos de la plaza Cutillas disminuyen la tristeza del otoño. El árbol llegó para quedarse. Pero muchas veces nos cuesta entenderlos como seres vivos. Quizás por su aparente inmovilidad o falta de reflejos. Respetar la vida implica necesariamente estudiar las necesidades y exigencias de cada especie. Las potentes raíces de un liquidámbar exigen suelos sueltos, con mucho espacio. En una vereda angosta, cubierta de baldosas y suelo arcilloso, muy probablemente cause problemas en pocos años. Algo similar ocurre con los palos borrachos o incluso el noble roble. Antes de plantar un árbol debemos asesorarnos y considerar las condiciones del sitio donde vivirá. Con las podas pasa algo parecido. Las plantas no tienen sistemas inmunológicos como los animales de sangre caliente, eficientes para controlar ciertas infecciones. La mayoría de los vegetales sólo cuentan con la epidermis, su piel, para evitar enfermedades, una vez traspasadas estas, su madera se puede podrir indefectiblemente. Por esto debemos ser cuidadosos con las podas. Es fundamental tener un objetivo coherente. Como también considerar que estos tratamientos a veces son necesarios o incluso imprescindibles por cuestiones sanitarias o de seguridad, pero nunca son buenas por definición. Buscando un ejemplo con animales se me ocurre el de un médico. Supongamos que debe amputar una pierna por una gangrena. Esta quizás sea forzosa para salvar la vida del enfermo, pero no se puede afirmar que las amputaciones sean “buenas”. Cuidemos nuestro arbolado urbano. Estamos trabajando para optimizarlo continuamente. Pero todavía falta. No rompamos los árboles, colaboremos con su cuidado. Regémoslos, no los dañemos. Nuestro pueblo puede ser más vivible con mejores plantas, nativas o no.” José Luis Ponti. Ingeniero Forestal.
Posted on: Tue, 13 Aug 2013 17:14:40 +0000

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