LA CUITA DE DIDIER El hombre despidió a la esposa, a la mujer - TopicsExpress



          

LA CUITA DE DIDIER El hombre despidió a la esposa, a la mujer que siempre ha querido acompañarlo a todo lugar, a toda actividad que él pudiera gestar o en la cual pudiera verse comprometido, eso sí, de modo legal y congruente. Desahució su compañía aquella noche en aquella fiesta en la cual los vecinos celebraban una “viejoteca” solazada por uno de ellos, el de espíritu más festivo y saleroso. Quiso que su compañera se fuera a “descansar” y consideró que ya la hora así lo ameritaba; cuatro y treinta de la madrugada, hora en que el sopor de los entusiastas comienza a surgir. Tan pronto terminó de endosarle calma y compañía, besó a su mujer en la frente un poco mustia quizás por el trajín de la noche, y le prometió no tardar mucho para ocupar su lado de la cama. Con grande afán irrumpió de nuevo en la fiesta que poseía un ambiente ebrio y la cual amenazaba con expirar justo en el crepúsculo matutino; ya no tenía límite alguno, nadie le estorbaba con su presencia y aunque tarde, se disponía a acometer la gran empresa que le hizo delirar interiormente esa noche y la cual lo tuvo por mucho rato como estafermo; de ahí que su bella esposa se aburriera en algunos momentos. Hizo fijación en la mujer que lo atrajo durante la fiesta; se quedó en suspenso mientras ella, la portadora de un neoténico rostro y un cuerpo sumamente conservado, casi sublime, posaba cruzando las piernas, una encima de otra, desnudando gran parte de sus muslos los cuales gozaron de la contemplación de muchos faunos que le prodigaron puntualmente los más exaltados requiebros; pero ningún estupor se asemejaba al de Didier que habiéndose liberado de la engorrosa e inoportuna compañía de su mujer se había prometido con fidelidad conquistar una pieza de baile con aquella su soñada y anhelada amante la cual le hacía un gallardo en esa noche de batahola. Ascendió entre el tumulto borracho y en una aparición espectral la miró muy quedo, con ojos buenos, embriagados solo por su belleza, por sus siderales canicies. Abrió camino el tenorio entre los dipsómanos, entre los enfermos y los viciosos y pidió, con la cortesía que solo asiste a los hidalgos o a los dandys, ser aceptado en el baile de un lento y matizado merengue el cual rogó al programador de la fiesta se lo sonara a cualquier precio. Ella, quien no dudó ni un instante en hacerse la importante, lo examinó con su mirada vanidosa y conjeturó con su ánimo de soberana inscrita en modesta consola de aristocracia barrial para responderle con un trillado ademán… “¡No gracias!” Ese desprecio jamás previsto fue la tribulación que le hizo gemir relegado del mundo, fue la vergüenza ante su ser, el apocamiento ante todos y ante todo; ella siguió sonriendo con los convidados que en derredor la cortejaban, no lo miró en su retorno a la puerta por la que entró glorioso y soñador y por la cual ahora salía ignorado y con la pena como endecha. Seis días después, una calle paralela del barrio fue el escenario en donde la fogueada hermosura de esa mujer y el templado carácter de Didier se reencontraron en un fortuito momento; ella, sin tiempo de esquivarlo lo miró con una fingida alegría y le dijo: “¡Hola, que tal!”Palabras que insubordinaron el respeto de este humilde caballero y que le obligaron a proferir sobre ella miradas de odio y de venganza; no terminaba la susodicha de sorprenderse ante la patibularia actitud del hombre que días antes había sido víctima inocente de su grandeza de vieja cortesana, cuando solo había querido un baile y hacerse la promesa silenciosa de enamorarla, solo de eso, de enamorarla. Él avanzó haciendo caso a su pasos siempre hacia adelante y con el rabillo del ojo la miró, detestando sus particulares contorsiones; ella se alejó no sin antes escuchar una voz gruesa e indignada decir “Malparida hijueputa”. Gustavo Gaviria
Posted on: Mon, 08 Jul 2013 00:36:04 +0000

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