LIBRO Claudia (CARETAS).- Libro Fernando Ampuero presenta - TopicsExpress



          

LIBRO Claudia (CARETAS).- Libro Fernando Ampuero presenta su colección completa de cuentos. Para deleite de sus seguidores, Fernando Ampuero presenta, bajo el sello de Planeta, su colección completa de cuentos. Con comentarios de Niño de Guzmán y Jorge Eduardo Benavides, la cita es este jueves 7 a las 8 p.m. en la Galería Dédalo de Barranco. Aquí, lúbrico relato. Criatura hecha de luces, trajes, cosméticos y movimientos de cisne. A Claudia por esos años todo el mundo la conocía. Y digo «mundo», desde luego, en el sentido estricto. No hablo de su ciudad o de su país. Hablo de todos los países del planeta donde existe civilización, gente vestida a la moda y miles de fotógrafos. Claudia era una supermodelo famosísima, de visita en el Perú. Los diarios y revistas registraban con gran despliegue su presencia. Allí, en las primeras planas y portadas, lucía entonces como una estilizada muñeca: rubia, ojos azules, busto imponente y piernas largas; es decir, el arquetipo de la belleza alemana, fresca, radiante y sanota, pero al voluptuoso estilo de una Brigitte Bardot despojada de malicia. Yo la vi de casualidad. Ella salía del Miraflores Park Hotel, donde se alojaba, en medio de un tumulto de fotógrafos. No vi mucho, por cierto. Ese día pasaba rápido –hacía mi caminata matinal por el malecón–, y además, entre tantos asistentes, guardaespaldas, periodistas y curiosos, apenas si alcancé a ver en un tris un mechón de pelo que flotaba al viento y algo de su impecable sonrisa llena de blanquísimos dientes. Pero un momento después, cuando Claudia partiera a gran velocidad en un convoy de autos negros, escoltada por policías en moto a la manera de los altos dignatarios, vi algo que llamó aún más mi atención: un individuo merodeaba en el parque. Era un sujeto de largo pelo blanco, terno blanco y zapatos blancos. Tanta blancura resultaba sumamente exótica, sobre todo porque estábamos en invierno. Y en cuanto a su contextura, no lucía como un aristócrata de verano, que debía ser la imagen idealizada que quería proyectar, pues era bajo, regordete y, ay, llevaba el pelo amarrado en una colita. El tipo disimulaba su impaciencia. Esperaba algo. Yo, sin saber bien por qué, me acerqué a contemplar el pequeño estanque frente a la puerta principal del hotel, fingiendo interés por las carpas, esos peces anaranjados que hasta hoy agitan aquellas limpias aguas, colmadas de nenúfares y matas de esbeltos papiros. Entonces, desde lejos, percibí su mirada. El tipo parecía medirme como si yo fuera alguien que iba a disputarle los beneficios de alguna provechosa oportunidad. Unos segundos después, estaba a mi lado. –¿Usted también viene por los pomitos? –me preguntó. Lo miré, inquieto. Temí que estuviera en un asunto de drogas y ya me alistaba a largarme de allí, cuando atropelladamente empalmó otra pregunta: –¿Viene por la esencia de Claudia? Esto último me clavó en tierra. Y de pronto, muy intrigado, oí una voz que no parecía la mía, pero que de hecho salía de mi garganta: –Sí. Redoblando su recelo, me examinó de arriba abajo. –¿Con qué propósito? –No puedo decirle. Le disgustó mi evasiva. –Es raro –dijo–. Usted no parece un chamán. –No lo soy –admití. –¿Está aquí por un asunto personal? –Personal, sí. –¿Pero qué le interesa? ¿Pelo o agua? Comprendiendo que estaba en un aprieto, decidí ser enfático: –Las dos cosas –aventuré. –Ya me imaginaba –resopló–. Se ve que es un aficionado. –¿Por qué? –Basta con el agua. Ahí está la esencia. En ese momento, un portero vestido de mariscal le hizo una seña a mi interlocutor. –Nos dicen que tenemos que ir por la puerta trasera... Vamos... Lo seguí. Nos dirigíamos hacia la puerta de proveedores, justo a la vuelta de la cuadra, en la calle Las Acacias. En el trayecto quiso sonsacarme más detalles. –¿Con quién ha contactado? –indagó–. ¿Con el botones o la mucama? –Con el botones –mentí. –En realidad, da lo mismo. Son socios. Me dijeron que ella se encargó de llenar los pomitos y que él los sacaría a la calle. –¿Cuántos pomitos ha pedido? –pregunté. –Cuarenta –contestó–. ¿Y usted? –Diez, solo diez. –No está mal –sonrió–. Si son para uso personal, la va a pasar bien. En la puerta de proveedores había dos camionetas estacionadas y un ajetreo de gente en mamelucos que descargaba cajas y las introducía al hotel. Cruzando esa puerta, con cierto sigilo, salió un muchacho llevando un paquete. Era el botones. El hombre de blanco le entregó veladamente un billete de cien a cambio del paquete. –¿Y para él? –preguntó, señalándome. El botones me miró, desconcertado. –No lo conozco –balbuceó. –¿No lo conoce? –Yo quiero comprar diez pomitos –arremetí–. Y algo de pelo también. –Estoy apurado –repuso el muchacho, nervioso–. Ahora no puedo alistar el pedido. Pero venga mañana a esta misma hora —y se regresó de inmediato al hotel. El hombre de blanco partió, sin despedirse. Yo regresé al día siguiente, y cuando el botones apareció nuevamente con un paquete en la puerta trasera, me permití dudar de la validez del agua. El muchacho aseguró que el agua que me vendía, según la mucama, que era hija de brujos, servía para preparar un poderoso filtro de amor, y precisó que quien se mojara con este ejercería un irresistible poder de seducción sobre sus semejantes. –Es agua del jacuzzi de la habitación de Claudia –dijo–. En esa agua, Claudia se ha bañado. Y le juro que no lo estamos engañando. Yo mismo he visto cuando la mucama llenó los pomitos. En cuanto a los tres pelos que están en este sobre, los sacó de su cepillo del tocador. Le extendí un billete de cincuenta y se dio por satisfecho: Al atardecer, en mi casa, abrí dos de los pomitos. previsiblemente, el agua era turbia y olía bien: un suave aroma a jabón de lavanda, a flores silvestres.
Posted on: Thu, 07 Nov 2013 14:01:14 +0000

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