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La Ley de Moisés La Ley de Moisés es la expresión del carácter de Dios y de Su santidad, pero también es la expresión de la condenación justa que cae sobre la Humanidad. Aunque fue dada a Israel, es evidente que afectó a todos los seres humanos. No obstante, ¿para qué fue dada la Ley de Moisés? ¿Fue dada para que la sigamos y la cumplamos? ¿Es verdad que la Ley de Moisés estaba ya vigente desde el Génesis? La santidad de Dios en contraste con la pecaminosidad humana. Principalmente la Ley fue promulgada con un propósito más que de ser obedecida. La Ley fue dada para revelar cuán alta y profunda es la Santidad de Dios, mientras que el ser humano está completamente sumergido en el pecado y totalmente imposibilitado de alcanzar la justicia de Dios por la Ley. Impotente ante la Santidad inalcanzable de Dios, el ser humano está condenado sin remedio si confía en sus propios méritos (Ro. 6:23). La misma Ley indica que desobedecer uno de sus mandamientos hacía del infractor “culpable de todos” (Stg. 2:10). La rigidez de la Ley demuestra cuán imposible es al hombre poder alcanzar la salvación siguiendo una obediencia a sus demandas. Tan alta es la justicia divina mostrada en la Ley, que es imposible no faltar en uno de sus mandamientos. Una de las premisas sobre la santidad de Dios es su propia esencia. A diferencia nuestra, la santidad de Dios indica Su propia esencia, Su ser mismo; es Santo al estar completamente separado de toda maldad y de toda criatura, porque es único en Su propia esencia. El mismo Dios se expresó de esta manera acerca de Él mismo cuando Moisés preguntó Su Nombre: “YO SOY EL QUE SOY” (Éx. 3:14). Dios no reveló primeramente Su Ley, sino que reveló su propio carácter, Su esencia divina. La Ley de Moisés no tendría valor sin que se conociera con exactitud al Legislador. El “Yo Soy” de Dios lo identifica con el origen de la vida, de la existencia misma; Él es la vida y ser, y solamente Él puede crear y dotar de vida a las criaturas que ha Creado. Este concepto coloca al Señor sobre la Creación y sobre la criatura, distinguiéndolo completamente de todo aquello que existe fuera de Sí mismo. Es decir, Dios nunca tuvo origen, no tendrá fin y “sus años no acabarán” (Sal. 102:27). Como Creador y Dios, está tan lejos de cualquier criatura, que ninguna de ellas podrá igualarlo o siquiera compararse con Él (cf. Is. 55:8-11; 14:14; 40:25). Nadie, en su sano juicio, pretendería igualarse a Dios, porque sería descabellado. Satanás no pretendió nunca quitarle el trono a Dios, sino “poner a los lados del norte su trono, para ser semejante al Altísimo” (Is. 14:14-15). La intención original de Satanás era ser un diosecillo al lado del Gran Trono de Dios. Satanás sabía y sabe que el Trono de Dios nadie puede usurparlo jamás. En esto se evidencia, quizá, la mayor descripción de la Santidad divina, donde Él está separado de su propia creación por lo que Él es en Sí mismo. Cuando creó a Adán y a Eva, Dios dejó bien claro al hombre que Él es Superior e inalcanzable en Su esencia. Nadie por sus propias fuerzas podrá siquiera verlo (Éx. 30:20). Cuando Dios crea al hombre en Génesis 2, se deja claramente que Eva fue creada después; y la razón no fue simplemente hacer sentir necesitado al hombre de compañía, sino en demostrarle que Él, y solamente Él podría suplirle las necesidad más profundas y básicas. Estableció el principio de Su grandeza y perfecta Santidad. Adán comprendió esto con claridad, porque al pecar, intentó huir de Dios y ocultarse, pero se dio cuenta que no hay forma de huir de Él ni de Su Omnipresencia. Cuando llega el tiempo de Israel, y la dispensación de la Promesa experimenta la transición a la promulgación de la Ley, Dios deja bien claro a Israel que Él es Santo, y que Él podía instituir la Ley como Legislador, Creador y Dueño de todas las cosas. Israel tenía muy claro que Dios era Santo, y que por ello, cada uno de los israelitas debía reconocer esa santidad. En su percepción de la santidad de Dios, el judío redimido de Egipto comprendía que la santidad divina superaba cualquier concepto de santidad humana, como expresa bien el cántico: “¿Quién como tú, Jehová, entre los dioses? ¿Quién como tú, magnífico en santidad, Terrible en loores, hacedor de maravillas?” (Éx. 15:11). Dios es considerado “magnífico en Santidad, terrible en loores” en la vida redimida del pueblo judío. Cada judío podía exclamar con toda propiedad: “Porque Jehová es nuestro juez, Jehová es nuestro legislador, Jehová es nuestro Rey, él mismo nos salvará” (Is. 33:22). El concepto judío sobre la Ley de Moisés recaía inmediatamente sobre el Legislador, y comprendía que Dios era Juez, es decir, el ejecutor de la Ley, pero era a su vez el Dador de la Ley, porque era el Legislador, haciendo a Jehová Rey Soberano y Salvador Absoluto. El Apóstol Pedro, rememorando la experiencia del pueblo judío ante el Santo, expresó: “Como hijos obedientes, no conformándoos con los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; Sino como aquel que os ha llamado es santo, sed también vosotros santos en toda conversación: Porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre á aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conversad en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación: Sabiendo que habéis sido rescatados de vuestra vana conversación, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro ó plata; Sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación: Ya ordenado de antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postrimeros tiempos por amor de vosotros, Que por él creéis á Dios, el cual le resucitó de los muertos, y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sea en Dios. Habiendo purificado vuestra almas en la obediencia de la verdad, por el Espíritu, en caridad hermanable sin fingimiento, amaos unos á otros entrañablemente de corazón puro: Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre” (1 Pedro 1:14-23). En este pasaje, el Apóstol deja claramente evidente la diferencia entre Dios, como el Único que es Santo, y el creyente, que debe santificarse para Dios. Esta santificación es el producto del accionar de la Gracia de Dios en el creyente, y no es el producto de la fuerza del humano falible, ya que recuerda que nuestra redención se efectúo “con la sangre preciosa de Cristo”, habiéndonos renacido por la fe en Él. Pedro menciona la Palabra de Dios, y la declara como la que vive y permanece para siempre, y esa Palabra de Dios es precisamente el Antiguo Testamento. La Ley, aunque fue cumplida por Cristo, es la base fundamental de todo el mensaje evangélico, ya que en la Ley y escritos del Antiguo Testamento estaba la promesa, la gracia de Dios y el principio del nuevo nacimiento (cf. Ro. 3:21). Romanos 5:1 expresa que hemos sido “justificados”, es decir, colocados en la justicia de Cristo, declarados justos ante Dios, y por ende, librados de la condenación de la Ley. La Ley no nos aplica en ninguna forma condenatoria, y no es para nuestra dispensación. No debemos judaizar trayendo otra vez la Ley a la vida de la iglesia, sino seguir la Ley de Cristo. La Ley no solamente expresa el carácter Santo y la Santidad inalcanzable de Dios, sino que deja bien claro que el ser humano es profunda e intrínsecamente pecador, como dice san Pablo: “De manera que la ley a la verdad es santa, y el mandamiento santo, justo y bueno. ¿Luego lo que es bueno, vino a ser muerte para mí? En ninguna manera; sino que el pecado, para mostrarse pecado, produjo en mí la muerte por medio de lo que es bueno, a fin de que por el mandamiento el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso. Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado” (Ro. 7:12-14). La Ley resalta la maldad del hombre y su imposibilidad de lograr siquiera un atisbo de aceptación por su propia fuerza. La Ley es la prueba de que cada palabra, pensamiento e intención humana es “sobremanera pecaminoso”, porque no puede, en ninguna forma ajustarse a las demandas de la Ley de Dios (Ro. 8:7-8). Para el Apóstol Pablo, que menciona la Ley muchas veces en sus epístolas y se apoya en ella para presentar el Evangelio de Jesucristo, la Ley de Moisés era la clara evidencia de que nadie, en cualquier época o dispensación, es capaz de salvarse o ganar el favor divino para merecer la vida eterna. La Ley era el Gran Estándar imposible de alcanzar, la inmarcesible santidad a la cual ningún ser humano podría aspirar. La Ley señalaba condenatoriamente a cada ser humano nacido de Adán, ya que ninguno, tanto del pasado como del futuro, podría alcanzar la maravillosa santidad que demandaba el mandamiento (Ro. 3:20; 7:5, 7; 10:5; Gá. 2:21; 3:18, 21; 5:4; Fil. 3:9). Dios, por ende, pudo demostrar Su gloria y Santidad solamente en Sí mismo, en Su propia justicia y en Su propia esencia. El pecado, que significa “errar al blanco”, específicamente en referencia a la Ley de Dios, no solamente miraba una infracción a esa Ley promulgada, sino a la imposibilidad de ajustarse perfectamente a la santidad de Dios, al carácter divino, para poder ser acepto, ya que la Ley constituye una revelación de la Santidad de Dios. Pablo dice que la Ley “a la verdad es santa, y el mandamiento santo, y justo, y bueno” (Ro. 7:12), separando al pecador del alto estándar de pureza del carácter divino, reflejado en la Ley. La Ley, entonces, es el reflejo de una santidad inalcanzable. La Ley nunca fue dada para justificar al hombre, como bien dice Pablo, sino para condenarlo absolutamente (Ro. 3:27; Gál. 2:21). La obra expiatoria de Cristo en la cruz y su salvación nos libra de la Ley, y confirmamos que la Ley es buena, justa y santa (Ro. 3:27-31), porque Cristo cumplió sin fallo alguno esa Ley tan santa y perfecta (Mt. 5:17-20). Y la misma Ley, previendo de esta deficiencia vital en sí misma para redimir al humano caído, provee de sacrificios y de rituales que pudieran “pasar por alto los pecados pasados” (Ro. 3:23), y mirar por la fe a la ofrenda perfecta del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Ef. 1:7; Col. 1:14), porque “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (He. 9:22; 9:7-20). Los miles de animales sacrificados grotescamente, tipificaban los sufrimientos del Hijo de Dios en la Cruz, y su sacrificio para proveer de la Eterna Salvación. Cuando en Sinaí Jehová otorga la Ley, lo hace para dejar a la simiente de Abraham una guía para comprender su extrema pecaminosidad, y su insuficiencia en sí mismos para ser salvos; esto, en consecuencia, debía demostrarles que solamente “circuncidando su corazón” y “cambiando su corazón” era posible alcanzar la promesa de la redención eterna (Dt. 10:16; 11:13-18; 13:3). Esta circuncisión y este buscar de corazón era un mensaje a una conversión por medio de la fe, y no de las obras de la Ley, incluso en la Dispensación de Moisés. Como bien leemos en las Escrituras, de que “el justo vivirá por fe” (Hab. 2:4), y de que “confiando en Jehová su Dios” (Sal. 118:8-9; Is. 26:4) el hombre podría ser salvo, el Señor revelaba que la salvación no era por la obediencia a la Ley, sino por la fe en Él. La fe, como el eje central de toda la acción humana aceptada por Dios, solamente es posible ejercitarla luego de que el Espíritu Santo le ha convencido al hombre pecador de su pecado, y cuando éste responde a la oferta del Evangelio, el Señor le otorga vida eterna. Aunque el ser humano está espiritualmente muerto, es aún capaz de reconocer su pecaminosidad por la obra del Espíritu Santo, y puede tomar una decisión de conversión o rechazo (Juan 16:8-11), ya que cerca de él está la palabra, en su boca y en su corazón (Ro. 10:8-13). La Ley de Dios es un tutor y no un Salvador Jehová había legislado Su Ley con un propósito de mostrar Su propia santidad y justicia, demostrando al humano la incapacidad que tenía en alcanzar las demandas de una justicia tan elevada. Dios demostraba que el pecado de Adán no era un cuento y su grave consecuencia debía ser realmente considerada por el humano pecador. No obstante, la Ley necesitaba cumplir una misión conjunta con esta verdad, debido a la precaria espiritualidad del humano redimido de Egipto. Cargando sus pecados y creencias paganas, la Ley fue dada a un pueblo extremadamente inmaduro, “duro de cerviz”. En Gálatas 3:23-26 el Apóstol Pablo indica que la Ley fue dada un pueblo inmaduro, y la Ley cumplía la función básica de ayo, o tutor legal que mostraba la senda recta, pero que no era ni salvador ni redentor del pueblo. El pasaje dice claramente: Empero antes que viniese la fe, estábamos guardados bajo la ley, encerrados para aquella fe que había de ser descubierta. De manera que la ley nuestro ayo fue para llevarnos á Cristo, para que fuésemos justificados por la fe. Mas venida la fe, ya no estamos bajo ayo; Porque todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús.
Posted on: Fri, 29 Nov 2013 05:46:38 +0000

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