Matadero de personas (2) "El desolador suplicio" -Lobo Sombrio - TopicsExpress



          

Matadero de personas (2) "El desolador suplicio" -Lobo Sombrio No podía alejar de mi mente el fragor del rugir de las sierras. El frenesí con el que partían y desgarraban las carnes, angustiantes pensamientos y visiones que venían a mí en mis momentos más profundos y me arrancaban el sueño por las noches. No cabía duda; había pasado mucho tiempo. Un par de años desde que todo había sucedido, desde que mi sobrino me había sembrado el tormento tras relatarme aquellas horripilantes experiencias, en el sanguinario edificio de sus memorias… El estruendo de mis pensamientos no me brindaba calma. Los primeros rumores sobre el edificio habían comenzado cuando mi sobrino me había venido a hacer una visita hasta el mismo hospital, para hablar conmigo unas cuantas horas. Terminó relatándome por todo lo que había pasado, en el matadero de personas, como se había hecho de renombre el edificio. Terminé horrorizado, pero le receté algunas pastillas y le aconsejé que se mantuviera en calma. Bastante más tranquilo luego de hablar conmigo, él se había retirado, pero me había dejado dicho que yo debería comenzar a pensar sobre el asunto, y luego sus cartas me hacían saber que en sus noches en la hacienda sólo encontraba pesadilla tras pesadilla. Los días continuaron pasando, y así había sido, lo que me había relatado ocupaba mi mente día y noche, y los sucesos se contemplaron más extraños aún cuando los rumores y las experiencias continuaban expandiéndose, del hablar de mis pacientes. Esperaba yo que sólo se tratase de algo momentáneo… Pero aquel día, mis dudas habían sido corroboradas, y tras un suceso, finalmente había terminado decidiéndome. -Doctor Ezequiel, le espera un paciente en su habitación… -anunció la voz de la enfermera por el parlante. Para un doctor distinguido como yo, con varios años de experiencia trabajando en el hospital, era habitual oír experiencias de las más delirantes por parte de la boca de los pacientes, y estaba acostumbrado a presenciar las más fuertes crisis de pánico y depresiones. Sin embargo, a pesar de que pocas cosas lograban perturbarme, nunca había tenido una semana más agitada, tras numerosos y numerosos casos de pacientes refiriéndose al mismo tema, el extraño edificio, el matadero de personas. Los rumores de mi primo me habían estremecido, y habían sido el comienzo, hasta que el último de los pacientes llegó, y en una certera primera impresión, tuve un enorme mal presentimiento y sentí disgusto. El hombre venía desesperado. Recorrí los pasillos vistiendo mi bata blanca, y al hombre lo habían dirigido a mi despacho. Temblando entonces, una vez hubimos estado encerrados, murmuró: -He tenido los peores días de mi vida, ¡He estado en el matadero! Yo sostenía mi libreta y tomaba nota. Mis ojos pretendían mostrar calma, pero en los de él se marcaba tal desesperación, que lograba inquietarme. -¿Cómo ha sido? –pregunté. -Soy sólo un vagabundo… Estaba en mi refugio junto a otros compañeros, entonces nos hicieron una visita. Vestían colores oscuros y largas túnicas; eran cantidad… Nos tomaron y nos llevaron a la fuerza allí… Dios, fue lo más horrible… Temblaba sobremanera, y sus manos no se estaban quietas. Yo estaba observando de reojo un frasco con pastillas sobre mi escritorio y algunas jeringas, por si surgía algún percance, por si el desesperado hombre se descontrolaba. -¿Qué ocurrió allí? –pregunté con algo de recelo. Parecía que cada vez le tomaba más esfuerzo seguir, y el mal presentimiento se agudizaba. -Estando allí… allí… No… Fue terrible, horroroso… ¡Ellos tenían máquinas!... ¡Desgarraban humanos!... Oh, y aprisionaban niños, y los tenían desnutridos, y les sacaban la piel… ¡Los mataban!, y a nosotros nos llevaron a un espacioso comedor, ¡Y colgaron a mis compañeros por encima de la mesa, y nos iban a matar allí mismo! Yo me azotaba la cabeza desesperado, entonces logré desprenderme y correr por un pasillo… Me adentré en un conducto de una máquina vieja, que pensaba que no iba a funcionar… Entonces se encendió, y las sierras reaccionaron… ¡Casi me desgarran, pero logré salir, logre salir! – gemía desesperado, y los ojos parecían írsele contra el techo. La experiencia que relataba era sobrecogedora. Rápidamente, me fui frente a él y los sostuve por los hombros, mirándolo fijamente. Le rogué que se calmase, y le ofrecí unas pastillas. El hombre angustiado accedió, porque quería calmar su inquietud. Con la pastilla ingerida, volvió a intranquilizarse, pero el remedio pronto haría efecto. Los enfermeros llegaron y sosteniéndolo se lo llevaron de la habitación. Pero luego se hubo calmado sin embargo, y abandonó el hospital. Aquella visita había arrebatado lo último de calma que me quedaba. Una tarde, los truenos estallaban y me retorcían la mente, y fue cuando ya tenía tomada mi decisión. Los pasillos del hospital estaban oscuros y abandonados. Me dirigí a la planta baja donde estaba la concentración del personal, y llegué hasta el aparcamiento, en la salida. Busqué mi coche, y encendí el motor. Cuando abría las puertas, uno de mis compañeros me saludó y me ofreció un café. Me negué rotundamente, y le dije que tenía un asunto personal y urgente por atender. Me miró extrañado y se retiró. Abandoné el hospital, y al cabo de una media hora, cuando el rocío de la lluvia empapaba el parabrisas, iba por la carretera con un mapa sobre el asiento, con una mirada rígida, el ceño fruncido y mi vista estática sobre el recorrido, pensando sobre lo mucho de tiempo que hacía desde que no iba hasta la hacienda familiar. Me preguntaba cómo me iban a recibir. Lo más seguro era que estarían como siempre sin luz, en penumbras, y pocos estarían allí. Mi visita quizá sería inesperada. No era precisamente una reunión familiar, necesitaba aclarar aquellas cosas, intercambiar palabras con mi primo, averiguar sobre el asunto, correspondiente al matadero y la inquietud que generaba por los alrededores… Recordaba en el transcurso, las palabras de mi sobrino. Habían sido inquietantes, me había relatado todo en detalle: “Habíamos estado bebiendo con mi grupo de amigos, hasta que surgió el desafío sobre si alguien se atrevería a entrar al matadero. Por una botella de trago, participé, y me adentré a solas en el matadero. Aquel entonces fue lo que marcó el comienzo de la pesadilla, una línea que iría dividiendo las fronteras entre mi cordura, y mis más grandes terrores, y que comenzó a causar estragos… Vi lo más horrible allí, máquinas de tortura, una atrocidad de cabezas de infantes ensartadas sobre punzantes palos afilados, un fétido olor a sangre y a carne que torturaba mis narices, rastros de restos podridos y rituales que arrasaban mi mente… Fue la horribilidad en toda su plenitud… Ahora mis noches en la hacienda se han vuelto intranquilas, y mis días aterradores… Te pido Ezequiel, vengas a visitarme, y alivianarme este tormento… Necesito de tu ayuda profesional, y tu presencia familiar… Tu sobrino, Miguel.”. Leía concentrado la carta, inmerso en las líneas y en mis pensamientos, mientras aguardaba por pagar en el peaje de la carretera, y los demás vehículos hacían intercambios de luces y sus destellos se observaban en la noche. La carta me había traído algo de nostalgia, de hace unos diez años, cuando vivía en la hacienda junto a todos los demás familiares, antes de que me hubiera venido a Santiago a estudiar. En la capital estaban las universidades y todos los otros servicios. No era demasiado apegado, pero después de tanto tiempo, sí se extrañaba, y sí causaba algo de alegría escondida el regresar. Los vehículos avanzaron, me desplacé, y tras haber pagado el peaje, continué el recorrido, mientras la noche caía, y estaba decidiendo sobre la idea de que si en mi visita, aprovecharía quedándome unos días en aquellas tierras familiares. Acabada la carretera, y llegado a las penumbras del campo abierto, la noche se podía saborear. Tras recorrer el sendero, había llegado ante los portones que fueron desplazándose a un lado. Descubierto el camino, ingresé. Sosteniendo un candelabro un criado iluminó mi rostro, y pude ver su rostro de sorpresa. -Recibir visitas a esta hora… Vaya, usted es el señor Ezequiel, tanto tiempo sin haberlo visto por aquí, en su paso por la ciudad… Me sorprende cómo ha cambiado usted… -Buenas noches –murmuré-. ¿Están los patrones? -He estado vigilando el portón, no los he visto. Pero pase usted, puede buscarlos allá dentro… Espero disfrute su vuelta –respondió con modestia. Retiró la luz de su candelabro de mi rostro, y comenzó a desplazar los portones nuevamente, cerrándolos. Mi vehículo partió entonces y me adentré en los terrenos de la hacienda. -No, no los he visto sin duda… -cavilaba luego el criado- Pero estos días he percibido mucha angustia en esta hacienda… El abrir de puertas retumbó en el silencio. Ingresé a la hacienda, comprobando cada rincón y dormitorio, pero nadie estaba. La oscuridad y el silencio eran la única compañía, y el polvo en las habitaciones que se hacía evidente con la luz de la luna. Llegando a la habitación de mi sobrino, encontré allí un sobre. Era una carta, que anunciaba su partida. Escapando del tormento, había decidido tomar unas vacaciones para brindarse calma. Se había ido de improviso. -No está. ¿Pero por qué me ha hecho venir? – me pregunté, entonces recordé el largo período de tiempo que había pasado desde que me había decidido a venir a la hacienda, y las muchas cartas procedentes de él que habían llegado a mis manos. En aquel transcurso, él podía haber desaparecido- Sin embargo, debo quedarme aquí… Ya he venido desde muy lejos y pretendo averiguar sobre este asunto, que me ha revuelto la cabeza… En un momento, entre los pasillos el susurro del recuerdo de Anastasia llegó a mi mente. Una hija de los patrones, ella había sido la novia de mi sobrino, y también estaba desaparecida ahora. Su imagen llegaba hacia mí, quizás evocada por su vacía habitación, en la cual me encontré. De pronto, sentí que necesitaba tener su presencia. Ella, manteniéndose tan incrédula siempre, podría haber sido la sensación de realidad, que me arrancaría de mis tormentos y confusión. Quizás, un vehemente grito que me arrastraría bruscamente a lo que en realidad estaba sucediendo. Una voz, en el silencio, me sacudió bruscamente de mis pensamientos: -¿Quién anda por allí? Acérquese… Una voz ancestral, añeja por el paso del tiempo llegó hasta mis oídos, con gravísimo tono que hacía pensar en la muerte. Entré entonces en una habitación cercana, con cautela, y comprobé, que así como estaba de desgastada aquella voz, él, el abuelo Eustaquio, estaba acomodado sobre su antiguo sillón, como un bulto de carne y arrugas, con unos ojos casi cegados ya, con el cabello caído y en un estado de desfallecimiento constante. Era evidente que el abuelo estaba en sus últimos años de vida, y si figura era lastimosa, entre la oscuridad de la habitación e iluminada por un rayo de luz que entraba en la ventana. Invadí su soledad, llegando hasta él, con tristeza. Habían pasado largos diez años. -Si mis ojos no me engañan… Es mi nieto Ezequiel –advirtió el abuelo Eustaquio, con un rastro de alegría en sus palabras, pero que apenas se percibía por lo cansada que se escuchaba su voz. -Abuelo, ¿Has estado todo este tiempo aquí en la soledad? -Mis últimos tiempos han sido solitarios, ya no me queda mucha vida hijo… Desaparecidos también están Miguel y Anastasia… Los demás hijos de la hacienda han abandonado el hogar para dedicarse a sus vidas, ahora me he convertido en el solitario patrón –contestó con pesadumbre. -¿Ellos también han desaparecido? –pregunté. Me había percatado al instante de su ausencia en la hacienda. -¿Dónde han ido Miguel y Anastasia? -La hacienda está más solitaria que nunca – respondió el abuelo-. Éstos últimos días han sido tan extraños, y llenos de pesadillas… Yo insistía a Anastasia, que mis cuentos nunca fueron solamente historias ficticias inventadas por mí, el matadero está allí, verdadero, y nos estaba brindando oscuridad y agonías éstos días. A mí la muerte me acecha, pero ellos, jóvenes, estaban cansados de los terrores. Desconozco su paradero, seguramente Anastasia ha decidido irse de aquí para encontrar tranquilidad, porque estaba realmente desesperada estos días. Pero Miguel, me temo, que con un espíritu más atrevido, ha ido al mismo matadero, a ponerle fin a las pesadillas. A comprobar si todo aquello es real, o a buscar una atrocidad de muerte… Cuando el abuelo cayó en aquellos recuerdos, entre sus arrugas unas lágrimas suaves y casi imperceptibles cayeron por sus mejillas. Sus ojos cerrados de anciano y el dolor en ellos me hizo doler el pecho con angustia. -¡Han ido al matadero! –Exclamé con sorpresa finalmente- Vaya pobres vidas jóvenes… ¿Quién en su sano juicio intentaría ir a algún lugar así, aunque su existencia nos parezca irrazonable… Debiste haberlos mandado a mi hospital abuelo, les hubiera hecho un diagnóstico, quizá tenían simplemente estrés, y les habría recetado unas cuantas pastillas… Debería irme ahora, en búsqueda de ayuda… -No tiene caso… –respondió afligido Eustaquio- El matadero está escondido, y las autoridades ni la policía no nos van a creer, hasta que sucedan suficientes muertes o desapariciones, hijo… Si mis huesos fueran más jóvenes, vaya que habría ido yo mismo… -Pero es una locura abuelo –respondí. Observé su cansada mirada observarme entonces. Me estremecí, y me tendí sobre una silla, agotado, por unos cuantos momentos, en que me dispuse a mirar hacia el techo y reflexionar. Finalmente, observé una de aquellas escondidas escopetas de hacienda, sostenida a un muro. Me levanté, y contemplándola, le pregunté al abuelo: -Esta, ¿Funciona? -Como en sus mejores tiempos… -respondió el abuelo. La desprendí del muro, corrí el cargador, y el abuelo me señaló un velador en el que habían unos cuantos cartuchos. Con la escopeta cargada, lo observé decidido entonces, y dije: -Iré. Iré al matadero por ellos. Soy el único quien puede ir ahora, los traeré de vuelta a la hacienda abuelo. -Tengas mi bendición mi nieto, pero si llegas a morir yo también moriré aquí solo y abandonado. Sé que es desquiciado, pero alguien debe ir por ellos… Y tengo la confianza en ti. Sosteniendo la escopeta, le dirigí una mirada decidida, asentí, y le dije: -Bien abuelo, procura mantener tu vida, para que nos veas volver Y entonces desaparecí tras la puerta. Desconociendo, que un momento más tarde, cuando yo estaba haciendo arrancar mi vehículo en el terreno de la hacienda, el abuelo, abandonado en su habitación con su cuerpo sin resistir más, y con los años encima, moría. Pero su vida se acababa, satisfecho, pues depositaba todas sus esperanzas en mí, y ya estaba cansado. La oscuridad cubría el parabrisas en su manto. Tenía un mapa a un lado del asiento, para observarlo en cuanto me hallara perdido de las rutas. Pero una vez recorrida la carretera, llegué a unos prados abandonados y desconocidos, cubiertos en la espesa noche. Detuve el vehículo sobre la hierba, a los lados de la carretera. Descendí del vehículo, bajo una luna pálida que me iluminaba, y caminé, viendo escasamente. Por donde fuera que veía, la oscuridad cubría las lejanías, sin haberme percatado hasta después de un tiempo, forzando la mirada, una misteriosa silueta de un edificio bañado en sombras. Me acerqué mucho más, y encontré unos caminos y una fogata apagada, junto a unas latas de cerveza vacía. Aquel embrollo parecía haber sido armado hace un rato. Frente a mí, había unas gruesas puertas, que eran la entrada del edificio. Miré hacia los costados, comprobando que las ventanas eran unos huecos, que hacia dentro daban a más tinieblas. La bruma recorría los contornos del edificio. Todo estaba abandonado. Me acerqué entonces hacia las puertas, sostuve la escopeta entre mis brazos, y tragándome el terror, me adentré en el matadero. “EL DESOLADOR SUPLICIO” – ADENTRADO EN EL MATADERO: Estando dentro, en el umbral a mis pies, había baldosas blancas, y las murallas también estaban hechas del mismo material. Sobre mi cabeza, la techumbre parecía estar hecha de una tierra vieja y seca, cubierta en polvo. Había lámparas distribuidas, que solitarias, se mecían lentamente, iluminando parcialmente la gran oscuridad que devoraba el lugar, dándole un tinte bastante tenebroso. Las lámparas colgando, iban creando un estrecho sendero de luz que guiaba mi camino. La oscuridad que desde un principio cegó mis ojos, a medida que me fui adentrando, iba desapareciendo, y comprobé, que el lugar no estaba tan oscuro del todo. Además, a través de los cristales rotos de las escasas ventanas sobre los muros, entraba la luz de la noche. Me sentí aliviado en cierta manera, por tener ventanas a un lado con los vidrios fragmentados, pues podrían servir de vía para un desesperado escape. El temor sin embargo, recién comenzaba a despertar en mi pecho. Como si la oscuridad me ensordeciese los oídos, en un principio, no distinguí ruidos lejanos de mecanismos, e incluso gritos angustiosos de dolor. Tan lejanos, que parecían escucharse como un eco. Comencé a percibirlos claramente entonces, y me espanté. Y como si se escuchase en mi mismo oído, de pronto escuché el escandaloso rugir de una estruendosa sierra. Volteé, alarmado, y entre la oscuridad se reveló una figura. A un lado mío, surgiendo desde la oscuridad, había una inmensa rueda metálica, que funcionaba sin cesar. Ensartados a sus grandes dientes metálicos sobre sus bordes, con el tamaño para rebanar a una persona por la mitad, había trozos de carne a punto de desprenderse, que cuando la rueda daba una vuelta completa, salían arrojados por los aires, estrellándose contra los suelos o los muros. Me sobrecogí del temor, cuando un trozo de carne violentamente se vio desprendido, e hizo trizas lo poco de cristal que le quedaba a una ventana. El ruido invadió todo el lugar. La rueda no se detenía. Los trozos de carne continuaban siendo lanzados. No había más para dónde ir, caminé, y me apoyé contra una ventana. Comencé a observar la luna, rodeada por neblina sobre los cielos, y los prados verdes de hierba apagada y húmeda. Sentí una especie de nostalgia, por estar en aquel edificio, y no haber estado en mi hogar, o quizás en la hacienda, pasando un buen rato familiar. Mi mirada mostraba tristeza. Observaba a lo lejos, las nubes, y me perdía en el firmamento negro. Volteé, volviendo la vista hacia el lugar, y todo estaba en penumbras. Había trozos de carne por doquier, y sólo destrozos, maquinarias que ya no funcionaban, y suelos sucios por el hedor y la carne seca. En un instante, un atronador ruido de metales se dejó oír. Miré hacia la oscuridad, y allí, se abrieron unas compuertas, que dejaron entrar luz, junto a una nauseabunda peste, que me hizo doler las narices. Las puertas estuvieron abiertas, y me percaté que se trataba de un elevador. Caminé, entre la oscuridad que me abrazaba, sin haberme esperado aquella aparición. Había pensado que no había más lugar en el edificio, más que aquella penumbrosa entrada con algunos rastros de luz, peste y sangre. Pero tal parecía, que el matadero guardaba más en su interior… Dentro, el elevador comenzó su ascenso, y las compuertas se cerraron débilmente. Intenté sellarlas con mis manos, pero no pude, y quedó una pequeña abertura, por la cual me podría haber escurrido y haberme caído. El ascensor tenía un tinte amarillento de pintura desgastada, que me generaba una amarga sensación, y el escalofrío, que estaba presente todo el tiempo. Mientras subía, esperé, y observé mi escopeta sobre mis manos. Esperaba no tener que usarla, en un edificio abandonado, que parecía no guardar nada, aunque era bastante sobrecogedor. El ascensor se detuvo, pero la lamparilla que había sobre mi cabeza, se apagó, dejándome en oscuridad. Sentí miedo ante que el ascensor se hubiera soltado, y hubiera caído conmigo, por lo que me apresuré a hacer a un lado las compuertas, con todas mis fuerzas, hasta que logré abrir más la abertura, y con bastante esfuerzo, logré pasar estrechamente. Todo iba bastante tenebroso hasta ahora, pero lo que contemplé a continuación era algo más macabro, similar a un infierno, y allí fue donde me sentí, en el averno o el purgatorio, al seguir avanzando y sentir que mi pellejo se crispaba, con lo que vería. Había una diminuta silueta, el cuerpo de un niño, cubierto entre oscuridad, y una piel rojiza, que me hizo comprobar que se trataba de sangre seca adherida a su cuerpo, cubriéndolo totalmente. El niño despedía un olor atroz, mezcla de sangre, carne y putrefacción. Tenía un grillete ceñido al cuello, tan presionado, que tenía una viva herida que sangraba y goteaba por sus hombros. Las cadenas caían por su cuerpo, y su espalda magullada y sus piernas estaban desnudas; sólo llevaba un trapo viejo que cubría sus caderas. El pequeño al oír mis pasos, volteó alarmado, y vi cómo sus ojos me contemplaron, unos ojos blancos, desprovistos de pupila. Su cabello y su rostro también estaban enrojecidos en sangre. Se incorporó, con su débil figura y sus costillas marcadas en la piel, y avanzó, tambaleándose. Había estado comiendo un trozo de carne roja que había dejado sobre el suelo, y aún tenía algunos pedazos cayendo de su boca. Muy asustado, empuñé la escopeta y le dirigí la puntería hacia el rostro. Estaba temblando, entonces pensé: “El temor me está sobrecogiendo, ¡Es sólo un niño! No puedo dispararle, ¡Sería una locura!”. Sin poder aquietar mi mano, que temblaba escandalosamente, busqué en un bolsillo de mi chaqueta un frasco de pastillas. Con la mirada temerosa dirigida hacia el niño, que caminaba como un espectro del más allá hacia mí, destapé el frasco e intenté verter las pastillas sobre mi mano. Pero temblaba tanto, que cayeron muchas píldoras al suelo. Estremecido por el temor, presioné el gatillo por accidente. Pero por mi cuerpo intranquilo, la mira se había desviado y el tiro había dado al suelo, por suerte. Porque no deseaba herir al infante. Un gran agujero se formó tras el cartucho disparado. El niño tras avanzar, se retorció, y cayó débilmente al suelo. Se había debilitado. Me acerqué, y estaba muerto. Unas lágrimas quisieron brotar de mi rostro, pero inspiradas por la atrocidad que tenía ante mis ojos. El niño, estaba torturado, descuidado, desnutrido… Tenía diversas heridas abiertas, signos de maltrato, y había parecido un cadáver andante. Era horrible también que se hubiera estado alimentando con carne cruda. Recordaba mis días en el hospital, cuando había atendido a niños enfermos, pero que más allá de sus enfermedades pasajeras, eran niños alegres y saludables. Este estado de maltrato y tortura en un niño, me había estremecido el corazón con amargura. Nada podía hacer, pero mi mirada me dolía… Al ver el cadáver del pequeño desfallecido sobre su sangre. Quise retirarme del edificio. Pero recordé a mi sobrino Miguel, y a Anastasia, y deseaba encontrarles el rastro. Ahora estaba en un extenso pasillo, lleno de ventanas a los lados, y un gran camino de sangre marrón frente a mí. Escuché unos rasguños sobre el techo, y entonces por sobre mi cabeza vi pasar unas pequeñas arañas negras, con unas zancas parecidas al metal ensartadas en ellas, con las cuales se desplazaban. Eran enormes, como del tamaño de una mano. Me atemoricé, y me hice a un lado. Las arañas continuaron avanzando por el techo, y se perdieron en la oscuridad. Escuché luego, un enorme grito de dolor. Comprobé aterrado, que aquel grito, se me hacía bastante familiar. Entre el terror medité, y me di cuenta que era el grito de mi sobrino Miguel, que parecía estar siendo torturado en algún lugar. Sosteniendo la escopeta, avancé, atolondradamente, y llegué hasta la cara de una puerta, con la cual me estrellé sin haber visto. Medio aturdido, me llevé una mano hacia la frente. Observé entonces una figura frente a mí, e intenté levantarme de golpe, para no correr peligro. La escopeta se había disparado nuevamente. -¡Aléjate! –grité, desgarradoramente. Un grito mezclado de angustia, y terror. El rostro que percibía frente a mí borrosamente, pareció asustarse también. Pero entonces, desconcertado, sentí una mano acariciar mis mejillas. Me restregué los ojos, y observé con más claridad. -¡Ezequiel! –murmuró ella. -Anastasia… -contesté con asombro. Creía estar viviendo una fantasía, dentro de una pesadilla. Allí estaba ella, con su simple forma, que ahora me parecía que irradiaba luz, entre toda aquella oscuridad. Parecía contrastar, con sus cabellos color caramelo, su rostro blanco y terso, comparado con el asqueroso ambiente que me rodeaba. Ella sonrió, pero no pudo mantener su sonrisa, bastante nerviosa y aterrada. -¡Ezequiel! Gracias a dios has venido… -me dijo, abrazándome- Nunca pensé que te iría a encontrar aquí… ¿Eres tú? –me decía, recorriéndome el rostro con sus manos, para comprobar si yo era real. Parecía tan sorprendida como yo, convencida de estar en un sueño. -Sí… -respondí, absorto- Han pasado diez años desde que te vi la última vez… Te busqué en la hacienda, pero allí no quedaba nadie… Esto parece irreal… -Ezequiel, tenemos que salir de aquí –gimió, apretándome fuertemente el brazo. -Claro, es lo primordial –respondí-. Pero debemos encontrarle el rastro a Miguel, ¡Luego habrá tiempo para conversar las cosas! Debemos volver los tres a la hacienda, para que el abuelo Eustaquio nos vea volver sanos y salvos… -Esto es una locura –contestó Anastasia. -Sí, lo he comprobado… Y se me hacía inverosímil la existencia de este aterrador edificio, ¡Pero es real! ¡Y si logramos estar fuera de aquí, le echaremos a todas las autoridades encima para que quede clausurado y bajo tierra! –Respondí, alterado, y recordando el acogedor hospital, habiendo deseado encontrarme allí trabajando, en vez de estar en aquella realidad de pesadilla – Vamos por Miguel entonces –añadí, la sujeté firme por el brazo, y la arrastré conmigo, tras la puerta por la cual ella había aparecido. Nos perdimos por varios pasillos más. Los mecanismos y los estruendos de las máquinas se oían en intensidad. Todo el edificio parecía estar en mitad de un proceso, como si estuviese funcionando, a pesar de todos aquellos años en que supuestamente había estado abandonado, y sólo había sido un motivo de aberrantes pesadillas y cuentos. A través de las ventanas en los pasillos, contemplábamos habitaciones vacías. En otras, había máquinas funcionando por sí solas en la oscuridad, en otras, trozos de carne del tamaño semejante a cuerpos humanos, y en otras habitaciones, niños, nuevamente encadenados alimentándose de carne cruda. Ante aquellas imágenes, en un impulso de ira intenté estrellarme contra la puerta y los cristales de las ventanas para recoger a los niños de ahí. Anastasia aterrada, me sostenía el brazo haciéndome retroceder. Pero aunque me embestía con gran fuerza, la puerta no cedía, y tras los cristales de las ventanas, había gruesos barrotes de hierro. No había oportunidad, en rescatar a aquellos pobres infantes torturados. Sin embargo, adentrados más en el pasillo, lo que iría a contemplar una vez más, una horrible visión, fue lo que amenazó con arrebatar del todo mi cordura, y la de Anastasia, que las gotas de sudor humedecían su rostro por el terror y la desesperación. No me esperaba, que al llegar al último de los pasillos, iría a ver el infierno mismo con mis ojos, en una delirante tortura. A través del cristal, junto a Anastasia quedamos atónitos, observamos cómo, había un infante asegurado a una gruesa mesa de metal, sostenido por inmensas cadenas irrompibles. Entonces, con el terror en mi mirada observé, una gran sierra girando, impulsada por un brazo metálico, acercarse al pequeño. Anastasia dio un grito de espanto terrible, y me apretó el brazo con fuerza, hundiéndome sus uñas, desesperada. Yo sólo quería alejar la mirada, pero a la vez no podía. Mis ojos se clavaban en la imagen, mientras mi mano buscaba otro frasco de pastillas en uno de los bolsillos de mi chaqueta… Y fue inevitable. La sierra estuvo lo bastante cerca del infante, y con una desgracia de lentitud, fue girándose hasta quedar dispuesta horizontalmente. Y en aquella posición, macabramente, avanzó hacia el infante partiendo por su cabeza, dividiéndola en la mitad y abriendo sus carnes. La sangre cayó por la mesa fluidamente, y entre el chorro cayó una masa colorada, que era su cerebro partido sangrientamente por los dientes de la sierra. El afilado mecanismo continuó su recorrido, separando espaldas de estómago al pequeño, nuca del rostro, omóplatos de hombros… Hasta dejarlo abierto en dos. Las dos partes del cuerpo cayeron de la mesa metálica, y quedaron desparramadas por el suelo, una a cada lado, entre un terrible vertedero de sangre. Los gritos ahogados de dolor que había dado el infante pronto se habían apagado, cuando la sierra ya había destrozado su cabeza, y había continuado avanzando por su cuerpo. Las dos mitades de su cadáver, despedían sangre fresca ahora. La sierra, retrocedió arrastrada por el brazo metálico, y volvió a su posición. Tras la ventana, yo junto a Anastasia estábamos traumados. Lentamente, fui alejándome del cristal bañado en sangre de la ventana. Entre mi silencio torturándome, oí a Anastasia llorar lastimeramente. Estaba tan aterrorizada, que sólo atiné a abrazarla. Sus lágrimas me mojaban el rostro. Estaba cálida, pero al sentirla también me transmitía su inmensa angustia. Al sólo sentir su piel, podía saber yo los tremendos deseos que ella tenía, de haberse muerto en aquel momento, de haber desaparecido. Yo también los compartía en parte, porque sin duda, habíamos tenido la visión más estremecedora y agobiante de nuestras vidas. La imagen más macabra, sobrecogedora… Que alguna vez iríamos a contemplar. Estábamos destruidos por dentro. Estábamos abrazados en el pasillo, hasta que nuevamente otro grito de dolor nos hizo separarnos bruscamente, y desconcertarnos. La volví a sostener por el brazo entonces, cargué la escopeta, y mientras nos lanzábamos a correr por el pasillo, estallé diciendo: -¡Ese grito es inconfundible! ¡Salvemos a Miguel antes de que sea demasiado tarde! -Pero dónde estará… -se lamentó Anastasia. Terminado el pasillo, había unas grandes escaleras espirales que descendían hacia un gran precipicio. Bajamos, un largo rato por peldaños que parecían interminables, mientras las ventanas iban desapareciendo y la amarillenta niebla con un hedor a sangre nos iba cubriendo. Acabamos de internarnos en la profundidad, y estuvimos de pie, observando hacia la eterna oscuridad, que nunca se desprendía. -Hasta aquí hemos llegado… -murmuré, asegurando la escopeta contra mi pecho, y acogiendo a Anastasia aferrada a mi brazo. Repentinamente, un grito, como una luz en la oscuridad nos mostró el camino. Un grito tan intenso, expresando tanto dolor y terror… Avanzamos, e inmutado contemplé que frente a mí, había un crucifijo enorme, con un cuerpo aferrado por ligas de cuero, de piel humana o de cerdo quizás, que se retorcía desesperadamente, extendiendo sus piernas y brazos agobiándose por desprenderse. Bajo unos cabellos negruzcos, el rostro estaba cubierto por una mascarilla que le hacía escasear la respiración, y sobre la mascarilla, tenía unos marcados ojos de profunda desesperación. Corrí hacia el cuerpo agitado. Sin poder respirar, reconocí a Miguel, y Anastasia también, y la turbación se dibujó en sus pupilas. Los inmensos gritos se veían ahogados por la mascarilla. A un lado del crucifijo, lejos de su alcance, había una cuchilla sobre el suelo. La levanté decidido, y corté las ligas desenfrenadamente. Librado, cayó de rodillas hacia el suelo, y se sacó la mascarilla bruscamente, llevándose una mano hacia el cuello, haciendo desesperados intentos por respirar y tosiendo. Le dejé caer mi mano sobre su espalda, para que pudiera correr el aire en su interior. Tosía y se retorcía, y apenas pudiendo hablar, nos observó, y volvía a llevarse las manos al cuello. La mascarilla lo había estado ahogando. Lo sostuve, y presioné mis brazos contra su abdomen. Tosió unas cuantas veces más, muy fuertemente, y sólo entonces recuperó el habla, bastante debilitado. -Llegaste –observó con un hilo de desfallecida voz, como si estuviera en los augurios de su muerte. Su lastimado estado parecía preocupante. Me preguntaba hacía cuánto tiempo había estado retenido. Tenía el pensamiento de que el edificio había estado abandonado. Con su dolorosa voz, respondió como pudo: -Había gente… Túnicas… Una agrupación… Me apresaron… Anastasia llegó hasta su lado, y lo abrazó y lo cuidó. No tenía pastilla alguna para los dolores que sentía, por lo que no busqué el frasco. Sin embargo, sus palabras me expresaban que el edificio estaba habitado. Estaba observando sus ojos desviados por la debilidad, cuando de pronto su mirada se alertó, y débilmente se dirigió hacia la oscuridad. Un tenebroso presagio se dibujó en su vista, atemorizado, y sobrecogido murmuró: -Allí, hay un monstruo… Me estaba custodiando, ¡Nos va a matar! -¿Un monstruo? –Pregunté- Tranquilo, sobrino… -. Lo levanté y lo cargué sobre mi espalda. Los tres nos incorporamos y nos adentramos en la oscuridad, buscando hallar una salida. A la distancia, se contemplaban las doradas escaleras en espiral, que ascendían hacia la superficie donde entraba la luz de las ventanas. Buscábamos hallar una salida, para dirigirnos hacia la hacienda los tres, vivos aún, y poder haber retornado de la pesadilla. Estaba cerca de sentir el alivio, anhelando el recorrido a los campos familiares, una vez fuera del edificio. Después de cuanto había visto, ni la noche misma en los terrenos oscuros de la hacienda se me haría aterradora. Pero iría a ser una tortura rememorar la intensa experiencia, cada vez en mis recuerdos… Anhelaba escapar del lugar, cuando mi sobrino parecía haber desfallecido. Frenéticos junto a Anastasia, lo sostuvimos aterrados por la idea de que la muerte ya lo hubiera reclamado. Sin embargo, Miguel abrió sus ojos débilmente, y murmuró “Está allá atrás”, entre dientes. Volteé, con los sentidos despiertos. Entre la oscuridad, se desprendía una extraña criatura, que despertaba los delirantes horrores. Nos espantamos. Los escalofríos nos remecían amargamente. -Hay algo allí –advertí asustado-, tras nosotros-. Me espanté, con un escalofrío que me sacudió completamente. Pero ante la idea de estar siendo perseguidos, por alguna desconocida criatura en las oscuridades de las entrañas del matadero, aferré tanto a Miguel como a Anastasia por el brazo, y bruscamente, los llevé por las penumbras cegadoras, desesperadamente, sin apenas contener el aliento. Mi vista estaba en bruma. Avanzábamos entre lo desconocido, a tientas, desviviéndonos por llegar hasta las escaleras. En un repentino momento, una silueta atravesó la oscuridad. Entre un hilo de luz que entraba por las ventanas superiores, distinguí una túnica intensamente roja, un cráneo con cuernos resguardado por una capucha cubriéndole el rostro, y quien vestía tan extrañamente, como venido de alguna secta satánica, llevaba firmemente sostenido al brazo a un infante, retenido por cadenas, levantado sobre el suelo y con la piel desgarrada en tal manera, que el pellejo desprendido caía por su brazo, descubriendo una horrible herida. Ante tal horripilante silueta, se esbozó el horror en mi rostro perturbado. La aterradora figura se perdió entre las sombras, con el infante aferrado, y avanzamos, con cautela y amenazados por el temor. Las escaleras se contemplaban más cercanas. Me percaté, frente a mí, sobre un camino de luz abierto por una ventana superior, que me mostraba claramente el recorrido a las escaleras espirales frente a mí. Arrastré fuertemente a mis familiares, y seguimos el sendero de abrigadora luz. No obstante cuando ya la esperanza volvía a nacer en mí, luego de haber estado escondida y martirizada en mi pecho entre tantos horrores, una sombra se cruzó por mi camino. Vi la diminuta figura torturada del infante, ya sintiéndome horripilado por ver tanta crueldad en aparentemente inocentes niños. Pero tras su indefenso cuerpo, apareció una sombra tras él, más enorme, cubierta en una túnica roja. Tenía descubierto unos fuertes brazos, robustecidos por tanto desgarrar carne, y sostenía una desmesurada cuchilla de carnicero, para abrir cadáveres, y descuartizar a los vivos. La hoja estaba manchada en sangre reciente, por lo que me sembró la atroz duda, de pensar si es que el pellejo que colgaba del brazo del infante, había sido arrancado recientemente. La corpulenta figura en la túnica avanzó por mi lado, sin percatarse de mí entre las cortinas de oscuridad, y mis familiares me sostuvieron los brazos firmemente. Asustado, levanté la escopeta, dirigí la mira y presionando el gatillo, tras un gran bramido vino el estallar del cartucho. Un destello cegó mis ojos por un momento, y vi ante mi mirada el cráneo, los cuernos, y la túnica salir destrozada por los aires. Ante el estallido, la figura se había reventado, y ante la luz fugaz del disparo, pude contemplar el charco de sangre fresca, vertida en gran cantidad, entre la oscuridad. Anastasia junto a Miguel acudieron a mí y me sostuvieron angustiados, mientras yo temblaba, y se desesperaban por tranquilizarme. La sangre fluía y se derramaba por mis pies. Los restos de la figura habían quedado esparcidos, nauseabundamente. Horrorizado, retrocedí, ante las carnes abiertas cubiertas en sangre. El rastro del disparo todavía humeaba. Me alejé, horripilado, y la oscuridad me abrigo, hasta que perdí a mis familiares. Observé a dos sombras atravesarse en frente mío, y una de ellas me aferró fuertemente, entonces me condujeron por lo desconocido. Mientras hacían extrañas murmuraciones que ellos lograban entender, uno de ellos entonces con una demoníaca voz, como venida desde las profundidades del averno, percibí cómo gruñó siniestramente, entre palabras entendibles: -Vamos a comprobar si es que esta noche, a La Despedazadora le apetece el agrio sabor de la sangre fresca… Temblé ante aquellas murmuraciones enigmáticas y desquiciadas. Como la lobreguez en el recorrido me estaba turbando, desesperado empuñé mi escopeta y le asesté un golpe con la culata, en el cráneo con cuernos crecidos cubriéndole el rostro a una de las figuras. Se llevó una de sus manos, hasta el cráneo destrozado, y entre las aberturas se observaban los hilos de sangre y la brutal herida que le había causado. No tardó en debilitarse, y caer aturdido. La otra figura en túnica roja, me asió por el brazo nuevamente, pero esta vez de un brusco arrebato, me liberé, y me largué a correr con unas piernas tremulantes por el terror. Había vuelto hasta el lugar en el que había perdido el rastro de mis familiares. A lo lejos se observaban las escaleras doradas en espiral, pero ahora, sobre el suelo, había una abertura de desmedidas proporciones. Una máquina a un lado mío, que había aparecido recientemente, comenzó a funcionar. Estaba formada por varias varas metálicas delgadas, que formaban una espaciosidad por la cual, arrastrados por un gancho atravesado al pellejo de sus cuellos, iban pasando varios cuerpos humanos, desprovistos de sus extremidades, decapitados, y chorreando grandes cantidades de sangre, bañándose en ella y derramándola a los suelos oscurecidos. Las gotas de sangre fluían, llegaban hasta los bordes, y caían por la profundidad de la abertura. El suelo estaba destrozado, y hacia abajo se observaba un gran precipicio. Las escaleras ahora parecían lejanas. Tras haber descendido, junto a mis familiares, y haberlos perdido, debía ahora adentrarme aún más profundamente en el matadero. Sin dudar demasiado, me incliné por entre los bordes, y observé la voraz profundidad del abismo. Sostuve mi escopeta bien asegurada, y me arrojé hacia dentro. Con la mano restante, me aferré a los afilados bordes, para estabilizar mi figura que iría a caer. Habiendo descendido, la oscuridad más cegadora me envolvió. Caminé, como sumergido en un lago de tinieblas. Entonces, una mano apresó a mi brazo, y me volteé intranquilo, a punto de levantar la escopeta. Pero entonces contemplé los ojos de Anastasia frente a mí, temerosos pero firmes, y a Miguel, estando a un lado. Suspiré, angustiosamente. Realmente, mi interior se estaba arrasando lentamente, y mi cordura amedrentada ante el temor, sucumbida por lo letal, amenazada por lo macabro. -Dios mío… -suspiré exageradamente, liberando tanto desespero y agonía. Un escalofrío permanente me estaba remeciendo. Había observado la gran abertura sobre el techo, por la cual había descendido. Los suelos en la planta superior se habían destrozado, y mis familiares habían caído entre los trozos. Volví los ojos a Miguel, con sudor de espanto cayendo cerca de mi mirada. -Estoy aterrado… -murmuré- Todos lo estamos… -No pensé que iría a encontrarme con la muerte misma… Aquí, en su hogar… -respondió Miguel, pasmado. -¡No! –Contestó Anastasia nerviosa- ¡Aquí no podemos encontrar muerte! Centré mi atención sobre Miguel, apoyando angustiosamente mis manos sobre sus hombros. Su mirada, estaba vacía de toda esperanza. El sudor del espanto, ya había oscurecido su rostro atormentado por las llamas del infierno. En sus desgraciadas, pero claras palabras, nos percatábamos de que realmente estábamos en los aposentos de la muerte, en el mismo matadero, aguardando por ser desgarrados en carne viva entre el horror. Remecí bruscamente a Miguel; -¡Tú has sobrevivido al matadero! Sino tus cartas no hubieran llegado hasta mí… Créeme, que fue una tortura haber leído aquellas horrorosas cartas, donde describiste tu experiencia, sobrino… Pero ahora estamos los tres aquí, por una condena del destino, y tenemos que volver a la hacienda. Lo lograste una vez, Miguel, y ahora escaparás definitivamente de este edificio maldito. ¡Saldremos! Pero la luz de esperanza en su mirada se había desvanecido. Sus ojos continuaban apesadumbrados dirigiéndose hacia los sangrientos suelos, su rostro devastado sin consuelo alguno… Cuánto quise, sacarlo de aquel horroroso lugar… Y Anastasia estaba también sufriendo una tortura interior, que se esbozaba en sus pupilas sufrientes. Sostuve la escopeta, asegurándome de que aún la tenía. Entre ambos, observé las oscuridades, las dimensiones abismales del matadero… La profundidad hostil, que guardaba cada atrocidad a medida que íbamos desenmarañando… -Prometo por mi vida, que saldremos de aquí – determiné, con una funesta voz ante tanta desgracia, pero con una seguridad que me aseguraba en brindarles. Miguel llevaba una amargura en su andar, como si estuviese teniendo el augurio de alguna desgracia por suceder, que le corrompía su ser. Entre mi paso firme, me detuve, pues un temblor por todo mi cuerpo me volvía a sacudir, intranquilizándome. Entre la oscuridad, destellaron algunas luces. Entonces, una silueta abismal, de desmedidas proporciones, se acercó ante nosotros. Hasta aquel punto, creía que mis pesadillas habían abierto un camino hasta mi realidad, llegando a invadirla y distorsionarla. Los límites de mi cordura estaban siendo desafiados bruscamente. La figura, en sombras, se comenzaba a revelar mientras avanzaba adversamente hacia nosotros. -Esta debe ser La Despedazadora, de la que hablaban aquellos trastornados en túnicas – observé, con un temblor de dientes, un crispamiento de piel, un letargo en mis movimientos. Ante nosotros, horriblemente, ante la vista de mis familiares y mi vista turbada, había una criatura monstruosa, gigantesca; una bola de carne descompuesta de cientos de toneladas, con cientos de inmensas pupilas aberrantes dispersas en la parte frontal, que parecían observarnos y sacudirnos en el terror todas a la vez. Su repulsivo cuerpo era sostenido por unas piezas extensas y delgadas de metal, como lonjas, afiladas horriblemente en los bordes, como si fuesen a rebanar lo que tocaran. Sobre el bulto de carne podrida, como sacada del más repugnante basural, mezcla de cientos de cadáveres humanos y animales, había una forma similar a una corona, de calaveras reducidas de infantes distribuidas en hilera, macabramente. Estaba manchada de sangre, como si hubiese provocado una cuantiosa matanza cruel de cuerpos. El monstruo, que parecía formado por todas las sobras de una fúnebre morgue, avanzó, rasgando las baldosas de un suelo en penumbra, con sus soportes de metal, de afilados bordes. Estremecidos por el terror, apenas podíamos reaccionar. Instintivamente, tomé a Anastasia por el brazo, la tiré, y retrocedimos espantados. Miguel nos siguió el rastro, corriendo desesperado por su vida, con un fuerte y tenebroso augurio de muerte. La misma perdición, estaba tras él. Apenas un roce con La Despedazadora, era mortífero. Las esperanzas sin embargo, resistían, se mantenían tenaces, porque el deseo por vivir, era difícil de arrebatar, cuando nuestros cuerpos aún continuaban vivos, aun cuando yaciéramos en el mismo infierno, en el matadero. Retrocedimos, atropelladamente, y después huimos hasta la oscuridad, que era partida por un rayo de luz blanca, que marcaba los contornos de una puerta a medio abrir. Estuvimos lo bastante cerca, y desprendí a Anastasia de mi brazo, aproximándola a la puerta. Torné hacia atrás, y contemplé a Miguel, huir desesperado. Le extendí mi mano, para arrastrarlo hacia mí, mientras el enorme monstruo, La Despedazadora, avanzaba atropelladamente, para engullirlo, para tragarlo en las sombras de su inmenso tamaño. Miguel extendió su brazo, pero resbaló. Un mecanismo se dejó oír entonces. Desde la techumbre, unas lancetas asomaron sus filos, y unas grandes rejas de irrompible acero cayeron, clavándose en el suelo forzosamente. Las puntas, destrozaron las baldosas, y se incrustaron con profundidad, y las verjas de hierro oxidado se instalaron separando a Miguel de nosotros. Anastasia se apegó al metal de la reja, y lloró desconsoladamente. Entre mi mirada irresoluta, La Despedazadora con su monstruosa enormidad llegó tras Miguel, y alzó las grandes planchas de metal delgadas que la sostenían, sobre la cabeza de mi sobrino. Entre los desesperados y desgarradores gritos de Miguel, la reja no cedía de ninguna forma, y la sangre chorreó descontroladamente. Los dos soportes de metal cayeron con sus afilados extremos sobre los hombros de Miguel, rompiéndolos, partiendo su piel y abriéndolo en dos, separando las costillas y dejando la sangre verterse sobre los suelos, traspasando la reja y llegando hasta nuestros pies. Mi grito fue espantoso, y sacudió toda la inmensidad del matadero. Los sollozos de Anastasia también, inundaban el lugar. Los miles de ojos de La Despedazadora, nos contemplaron con aparente malicia, como si estuviera consciente del sangriento hecho. La piel de Miguel estaba arrancada, sus carnes desgarradas, y el aroma a sangre subía por los aires y entraba por nuestras narices. El monstruo, desde su parte inferior descubrió unos enormes y afilados colmillos, que comenzaron a girar en un movimiento de batidora, que trituró sangrientamente los restos que quedaban de mi sobrino, y los engulló por aquella abertura. Pronto, el monstruo tornó hacia atrás, y regresó a las oscuridades que lo devoraron en la bruma, haciéndolo desaparecer. Junto a Anastasia, rompimos en llanto, y corrimos por nuestras desafortunadas vidas. Me faltaba el aliento, corriendo desesperado. Frente a la puerta, de vieja madera, la embestí, haciéndola trozos y partiéndola por los aires. Sólo contemplé a Anastasia entonces, confusamente, aferré su brazo entre mi mano, y la arrastré conmigo, hacia la luz blanquecina. Cuando llegamos, tras la puerta, había un pasillo oscuro y estrecho, y una bombilla irradiando su pura luz blanca. Soltamos nuestro cansancio en un aliento, desesperados y agobiados hasta la muerte. Unas siluetas entonces, aparecieron desde lo desconocido, entre la oscuridad envolviendo nuestros costados. Una de ellas, violentamente, con un grueso garrote de madera, atinó a estar cerca de partirme la cabeza, asestándome un golpe que me sacudió, e hizo que un hilo de sangre emanara desde la herida, y cayera por mi rostro. Caí, mientras mi vista se nublaba, y se oscurecía. Pero mis sentidos continuaban tan conscientes, como para sentir el dolor en su plenitud. Anastasia dio un grito, y las siluetas se esfumaron, arrastrándome a lo desconocido, entrándome en las siniestras entrañas del edificio. Miguel estaba muerto… Anastasia extraviada de mi consciencia… Sentía cómo me arrastraban, sin compasión alguna, con los deseos más macabros para realizar en mí… Contemplando las sombras de un pasaje oscuro, había dos formas estando de pie, vistiendo las túnicas, resguardando la entrada, y me ingresaron. Unas antorchas a un lado flameando, me causaban una funesta sensación. Había entrado a una amarga habitación, de amarillentos muros, reducido espacio, donde había varios individuos sentados, con los cráneos con cuernos crecientes, cubriendo sus rostros, y las túnicas rojas, como la sangre. Otros estaban de pie, y a sus lados, había unos recipientes, algunos sangrientamente rellenos, otros vacíos. Me sentaron, teniendo un panorama pleno de todo lo que ocurría en la habitación, y me obligaron a contemplar. Uno de ellos a un lado mío, me hizo sentir la punta de una afilada cuchilla presionada contra mi cuello. Busqué mi escopeta, pero ya no la tenía. ¿Me la habían arrebatado, o la había perdido? Sobre la mesa del comedor, horrorizado observé unos desnudos cuerpos, enrojecidos por la sangre, con escasa piel, las extremidades cercenadas, y sin rastros de la cabeza. Estaban invertidos, colgados sobre la ancha mesa, humedeciéndola en sangre, llenando los recipientes. Además en la mesa, había diversos platos con trozos de carne fresca y cruda. Mis pupilas parecían querer salir disparadas desde mis ojos. Estaba viviendo la locura, sintiendo el terror en cada fibra de mi piel. El horrible espectáculo, bajaba sus cortinas, comenzaba el desenfreno. Mientras, oía los gritos de Anastasia a la distancia. Las figuras en túnicas, se ponían unas al lado de las otras, y comenzaban a obrar macabramente. Con mi cordura deteriorada, observé. En mi horror, una de las figuras se desprendió del cráneo que cubría su rostro, pero la capucha que lo abrigada, no dejaba ver demasiado. Sin embargo, pude contemplar con claridad, cómo una figura asistente, se acercaba, y con unas pinzas, le atravesaba profundamente los ojos. Solamente hubo un grito de dolor, y luego, una macabra sonrisa se formó en los labios del herido, y la sangre de los ojos incrustados cayó por ellos, tiñendo sus dientes. El individuo que había abierto la herida, le arrancó los ojos, los desprendió de las pinzas, y los sumergió en un recipiente que otra figura le alcanzaba, colmado en sangre. El recipiente llegó a manos de un tercero, que estaba sentado inmóvil, y sosteniéndolo sobre sus manos, tragó la sangre y los ojos. Sentí una profunda náusea. Pasaban más individuos en túnicas, y se les arrancaban los ojos. Entonces, continuaban haciendo más atrocidades. A uno de ellos, con una tenaza de hierro, le aferraban la nariz y se la torcían, brutalmente, y entonces se la arrancaban. A través de la piel, se podía contemplar el hueso interior, revolviéndose en sangre, y el mutilado, se echaba al suelo retorciéndose del dolor, pero lanzando una trastornada carcajada de desenfreno. Una de las figuras, más robusta que las otras, levantó un gran cuchillo para desgarrar carnes, y comenzó a cortar gargantas, que ellos mismos ofrecían, bajándose los cuellos de las túnicas y descubriendo sus pescuezos. El de la cuchilla, pasaba, abriendo gargantas y separando las carnes de la piel. Sangraban descontroladamente, e inundaban los suelos. Entre tales atrocidades, llegaba otro individuo, enorme y grueso, desprovisto de túnica, con una apariencia más similar a un verdugo. Llevaba un enorme martillo de piedra, descomunal, que sostenía con ambos fornidos brazos. Se alzaron más cuchillas por los aires, y comenzaron a rebanar cabezas, que una vez cortadas, eran depositadas sobre el suelo. Lo que más me impactaba el corazón, era el júbilo de sadomasoquismo, con el que gozaban toda aquella estremecedora, intensa escena. Todas las cabezas distribuidas sobre el suelo entonces, llegaba el fornido del enorme martillo, y en un actuar que marcaría mi vida por siempre, dejaba caer el martillo poderosamente sobre las cabezas, reventándolas y haciendo salir las entrañas disparadas por toda la habitación. Era tal el peso con que el martillo caía, que las cabezas simplemente se desintegraban, y los cráneos bajo la piel se volvían trozos imperceptibles. Ante aquello, sentí cómo me desmayaba. Unos pares de fuertes brazos me tomaron entonces, me hicieron levantarme, y me llevaron fuera de aquella habitación ritualista. El silencio sólo era interrumpido por el atronar de las grandes máquinas, que funcionaban a lo largo del matadero, torturando y desgarrando cuerpos. A lo largo del pasillo, contemplé, con los ojos entre abiertos, una habitación donde por medio de una ventana, se veía la clara imagen, de una nueva figura en túnica, abusando de un diminuto niño desnudo, sangrando desde los hombros hasta los pies. Recorría con sus manos el indefenso cuerpo del niño, y entonces con un cuchillo le desollaba la piel. El niño daba espantosos gritos de dolor y sufrimiento, que sólo se verían apagados por su propia muerte. Sentía como si me fuera a desmayar de nuevo. Cerré los ojos por un momento, y al despertar, me arrojaron bruscamente a una oscura habitación. Presentía, macabramente, que mi fin, estaba cerca. Tenía aquel sabor a muerte, en la punta de mi lengua… En aquella habitación, había unas cadenas, con las que me imaginé que me iban a asegurar fuertemente, cuando volvieran las siluetas en túnicas. En un rincón, había un gran sarcófago de metal. Unos gritos provenientes del contenedor, me desconcertaron y horrorizaron. Llevé una mano sobre mi cinturón, y comprobé, la escopeta allí sostenida. Estaba tan aturdido, que había olvidado que la había asegurado allí. Tras unos furiosos y destellantes disparos al metal del sarcófago, cedió. Desde el interior, apareció Anastasia, debilitada. Unos clavos en el cuerpo del sarcófago se habían encargado de lastimarla. -¡Anastasia! –exclamé sosteniéndola sobre mis brazos, y comprobando sus heridas. No eran cortes muy profundos, pero sus brazos estaban bastante mutilados. Me miró, con unos ojos débiles, como si estuvieran a punto de desfallecer. Sonrió levemente. -Eres una luz, cuando la muerte está tan cercana… -¡Tú no vas a morir! –grité. Me había percatado que en el suelo había un delgado cuchillo. Tras mi grito, unos furiosos golpes se escucharon en la puerta. Entonces, ingresaron dos individuos en túnicas, frenéticos, a aferrarnos. No había tiempo para pensar, la muerte se arrastraba tras nosotros. Tomé el cuchillo de los fríos suelos, y desgarré las gargantas de ambos, que cayeron ensangrentados. Anastasia dio un grito de terror, y salimos por el pasillo, corriendo con presteza desesperada. Más siluetas se acercaban por el pasillo, pero había llegado el momento. Había que salir del matadero, después de contemplar tantos horrores. Lo sentí por tantos niños asesinados, tantos cuerpos destrozados, tanto sufrimiento vertido. Pero me abrí paso por un pasillo lleno de desquiciados locos con cuchillas, a disparos, volando cabezas y haciendo estallar pechos. Anastasia gritaba desesperada, con los ojos fuertemente cerrados por la angustia, ante las manchas de sangre de los cuerpos reventados por mi escopeta, que saltaban hacia el rostro. El pasillo extenso se volvió corto entre tanta muerte sanguinaria, y a la vez eterno. Una pila de cadáveres quedó tras nosotros. Recorrimos una vasta parte del matadero, adentrándonos en todos sus pasillos, hasta que llegamos a unas escaleras, por las cuales ascendimos. Y de esta forma, llegamos a un extenso vestíbulo, sepultado en sombra. Las escasas ventanas, creaban hilos de luz que apenas nos guiaban. Llegamos hasta el centro, y más perseguidores aparecieron. -¡Allí! –grité desgarradoramente. Anastasia observó pasmada. Había una máquina, llena de sierras que desgarrarían hasta cien cuerpos enteros, detenidas pero teñidas en sangre, y sólo una vía, que daba a un vertedero, fuera del matadero, para deshacerse de la carne podrida. No había otra oportunidad. Empujé a Anastasia, y nos adentramos en el conducto. Los congregados de las túnicas en el matadero, hicieron funcionar el mecanismo, y mientras nos desplazábamos, las sierras comenzaron a moverse. Ahogamos nuestros últimos gritos de desesperación, pensando que nos desgarrarían hasta el alma, que nos partirían hasta el último dedo. Cerramos los ojos, y nos encomendamos a toda esperanza que podía quedar aún, y fuimos conducidos hacia las sierras, como un animal que es conducido al matadero… como nosotros éramos conducidos al matadero… Porque el simbolismo ahora culminaba en su máximo esplendor, habíamos alcanzado el infierno, y nos encontrábamos en el hogar del demonio, y nos dirigíamos hasta sus mismos dominios… Entre tanta desesperación, debí haberme sugestionado un terrible dolor por mí mismo, entre tantos delirios, porque abrimos los ojos, y las sierras tras nosotros estaban detenidas. Nos había terminado de arrastrar la máquina, y estábamos a las afueras del matadero, sobre un montón de bolsas de basura y carne podrida, tan pestilente, que nos hacía enfermar de sólo olerla. La dorada luna llena reposaba sobre nosotros, en el cielo negruzco y estrellado. Tomé a Anastasia firmemente por la mano, y sin tener un tiempo que perder, en la desesperanza corrimos con todas las fuerzas, de nuestras debilitadas piernas por el terror. Rodeamos el edificio, y nos dirigimos hacia los campos oscuros, buscando escapar, internándonos en más tinieblas para salir del infierno. El matadero quedó atrás. Varias figuras se perdían buscándonos, pero ya estábamos demasiado lejos, internados entre la hierba y la oscuridad. Avancé junto a Anastasia, en una noche sin esperanza, devastados, sintiéndonos que íbamos a morir. Sólo había un destino en mi mente ahora: La hacienda, pero estaba tan débil, que cada parte de mi ser me dolía. Me detuve entre la hierba de pronto, porque Anastasia estaba por caerse. Me volví, y la observé, agotada y dolida. -Sólo volvimos nosotros dos, Ezequiel… Creo que nunca podré expresarte con suficiencia mi gratitud… -tosió- Bueno, creo que… mis fuerzas ya no dan para más… -añadió entre lágrimas, y se precipitó hacia la tierra, con el cuerpo debilitado. Observé entre sus piernas, una gran cantidad de sangre fluir, y el horror que me causaba una gran herida que le recorría la cintura. Estaba gravemente herida, parecía que su cuerpo iría a separarse en dos. Su cabeza quedó encima de su charco de sangre, con una sonrisa en sus labios, y una expresión de paz. Si ella hubiese de morir, me hubiera sentido totalmente abandonado, y la vida no hubiera tenido más sentido; para qué, vivir una vida tan macabra, después de cuánto había visto en unos horrorosos momentos… No podía abandonarla allí. Debía llevarla conmigo, de vuelta a la hacienda, fuera como fuese, por más lastimada que estuviera, por más que la muerte la quisiera reclamar… La luna se dibujaba sobre el cielo, la oscuridad envolvía, y el infierno continuaba con sus hambrientas fauces abiertas. Pero el matadero, había quedado atrás… Y aún conservábamos nuestras vidas, llenas de dolor.
Posted on: Wed, 02 Oct 2013 16:40:01 +0000

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