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P A S I Ó N MANÓN FARKAS Buenos Aires, primavera de 2009 Propiedad intelectual del autor registrada y protegida por la ley 11.723. Dedicado a mi amado y admirado hijo Christopher. En agradecimiento por haberme hecho sentir el más profundo y continuo amor y orgullo. Por obsequiarme tanta vida. PRÓLOGO Allá y entonces una noche de invierno volábamos con Christopher, mi hijo, hacia tierras cercanas, hacia encuentros afectivos... Al entrar al avión advertimos que nos correspondía sentarnos junto a la puerta de emergencia, lo que me causó rechazo y solicité el cambio... terminamos acomodándonos dos filas delante de ella. Después de haber transcurrido horas de vuelo placentero en el cual cantamos y reímos, anunciaron la pronta llegada a destino, por lo tanto debíamos abrochar cinturones para el descenso. Abrochados éstos y asomándome a la ventanilla que tenía Christopher a su derecha para mirar las luces de la ciudad, me asombré al no visualizar ninguna luz, ni del aeropuerto ni ninguna otra, sólo densas y oscuras nubes atravesadas por el avión. Estaba totalmente nublado, totalmente oscuro, totalmente en la inmensidad del cielo. Comencé a inquietarme al no poder ver, al no poder mirar, al no poder encontrar señales de llegada que pudieran relajarme. Turbulencias mediante, mi temor fue en aumento a tal punto que repentinamente ajusté mucho más de la cuenta, pero mucho más el cinturón de mi hijo, bien apretado, bien ajustado y el mío también... nunca antes había actuado así... ya no cantábamos, ya no reíamos. Abruptamente vimos ramas pegando en la ventanilla y en ese preciso segundo cubrí la cabeza y parte del cuerpo de mi pequeño de cuatro años poniéndolo casi dentro mío, hacia mí, entre mi pecho y panza y con él entremetido, automáticamente me incliné doblando el cuerpo, la cabeza lo más que podía hacia abajo... imágenes de esa posición vinieron en mi ayuda en esos momentos. Estábamos sentados cerca del final del ala derecha, estando desocupado el asiento a mi izquierda... hileras de tres asientos. No habían voces, no habían explicaciones ni directivas, la emergencia no dio tregua a nada ni a nadie, nos sorprendió a todos por igual... arrancando toda nuestra paz y llenándonos de estrepitoso terror y loca incertidumbre. Brutalmente el avión comenzó a chocar, a tumbar, entre tumbo y tumbo, entre golpe y golpe, entre choque y choque, entre ruido y ruido, cada vez más y más fuerte, para arriba, para abajo, para el costado, el otro costado, y seguía saltando, y saltando atragantándose con el enmarañado piso y volviendo a chocar una y otra vez, una y otra vez, tratando de imponerse, de parar, de ser recibido por el ajeno suelo, corriendo a toda velocidad, a toda marcha, rebotando y brincando contra toda valla que oponía el feroz camino... bosque lleno de bosque. Estaba ahí y no estaba... cuando estaba pensaba que nada podría detener, apaciguar al enloquecido avión, que se incendiaría, explotaría, por lo tanto moriríamos, moriría mi hijo... Y cuando llegaba a pensar en tan aberrantes consecuencias desaparecía bruscamente de ahí con la misma estrepitosa velocidad de los acontecimientos. Transportada a pensamientos, imaginaciones en donde estábamos con Christopher alejados del accidente, observándolo desde arriba, a distancia, a salvo, no nos tocaba, estábamos tranquilos... por segundos fue lo único que habitó mi mente... producción inesperada del psiquismo contra la pared, esperando fuego, esperando muerte. Súbitamente un golpe, ruido o silencio distinto me despertó, estaba tan dormida, tan en otro lugar pacífico, que costaba volver a creer, ver que realmente el avión también estaba pacífico, parado, detenido, que algo lo había por fin frenado a tiempo ¡Milagro! Estábamos allí, no vi a nadie, no escuché a nadie, todo oscuro, máscaras desprendidas, ruido de máquina chocada, fundida, olores de choque, de combustible, de quemado. Miré hacia atrás y vi fuego en alguna parte, supe que tenía que salir urgente porque esa máquina explotaría en cualquier segundo... otra emergencia, pero en tierra. En esos instantes me encontré enfrentada al peor choque, peor tumbo, peor turbulencia, peor urgencia, peor emergencia.... al peor terror de toda mi vida... corroborar si mi hijo que estaba medio escondido en mi cuerpo, estaba aún con vida. Decidí que si no lo estaba, me quedaría ahí con él... Temblaba entera, no quería pasar por esos momentos, no quería tener que comprobar nada, no quería desapegarlo de mi cuerpo, tenía terror, pánico de no encontrarlo palpitando y no poder soportarlo... pero algo más poderoso aún me decidió y le agarré del pelo, toda la cabeza, con todas mis manos y lo tiré hacia atrás... sacándolo nuevamente de entre mis entrañas, para poder sentirlo, mirarlo, que respire y ahí... me encontré con sus enormes y brillantes ojos alumbrándome, ayudándome... hijo dando vida a una madre. ¡Estaba vivo! ¡Estaba vivo! Era el máximo auxilio, el mejor salvavidas, el mejor paracaídas, guardaespaldas, bombero, el mejor médico, remedio que podía salvarme, rescatarme de ese avión... Christopher. Llena de tanta vida tenía nuevamente todas las fuerzas para salvarnos, saltar, volar cualquier escollo, cualquier urgencia. Es así que llevada por el grave apuro, me incorporé mirando hacia adelante y no veía a nadie ni de pie, ni de nada, no veía señal alguna de nada, luego giré hacia atrás buscando, y mis ojos se clavaron en un opulento agujero situado unas filas detrás nuestro. Prácticamente tuve que desatar a mi hijo de tanta amarra puesta, lo alcé en brazos ubicándolo nuevamente junto a mi pecho y ala derecha, preparándonos a emprender otro vuelo, con rumbo “fuera del avión”, sin brújula, sin paracaídas, sin luces, sin aeropuerto, sin pistas... Teníamos que saltar a ciegas, a ojos vendados de violenta urgencia, desconociendo sobre qué posaba el llameante avión, desconociendo alturas... sin saber desde dónde tenía que saltar, ni hacia dónde hacerlo... no sabía nada, sólo sabía que tenía que huir, volar, arrojarme a cualquier lugar fuera del castigado y amenazante avión para intentar salvarnos... salvarle... Pensé que si alzaba a Christopher a la derecha de mi cuerpo, me arrojaría haciendo apoyo en mi parte izquierda quedando así resguardados mi ala, mi hijo... Lloro escribiendo, emocionada al recordar tan detalladamente esas escenas guardadas, saturadas de tantas urgencias, de tantos sustos, de tantos límites, de tanta incertidumbre, sin otras personas, sin consejos, sin palabras, sin otras miradas, Christopher y yo. Corriendo y listos para saltar con la mira clavada en el agujero, justo un paso antes, entre el boquete y nosotros, tropiezo con algo, casi caímos. Intento con las piernas arrastrarlo hacia un costado, correrlo del camino pero no lo logro, me vuelve a frenar el paso, obligándome a desviar mi mirada que estaba totalmente pegada al agujero salvavidas... tuve que mirar... Era la puerta de emergencia que por efecto de los golpes se había derrumbado hacia adentro y estaba ahí entre el orificio y nosotros, averiada, en vez de poder abrirse, me cerraba... la pasé por encima y saltamos... volamos. Desde que se detuvo el avión, hasta que saltamos habían transcurrido tan sólo décimas de segundos, quizás algunos segundos. Nuestro vuelo, nuestro aterrizaje ausente de escalera, de toboganes, hacia algún vacío, a oscuras, a ciegas, no fue en absoluto tormentoso como la caída del avión... el bosque, sus verdes, la tierra y el barro nos abrazaron, nos aplaudieron, nos hablaron, hasta que pudimos levantarnos para emprender con más fortaleza, a pies desnudos, la carrera por excelencia de toda olimpiada acontecida. Correr lo más rápido posible para ganarle a la explosión... El premio ¡ La vida! Emprendida la competencia, mientras corría invité a cantar a Christopher, pensando que le ayudaría... me ayudaría. Balbuceamos algo, corría y caía, y volvía a levantarnos... y corría, buscaba en esa intemperie alguna luz además de las estrellas, alguien, algún techo que cubra, que cuide. Corríamos con un rumbo certero, alejarnos del tremendo avión, y el otro incierto... sin saber hacia dónde hacerlo... sólo corría. Teniendo la sensación de haber corrido bastante, de habernos distanciado lo suficiente, di vuelta para mirar por primera vez hacia atrás, para confirmar si esa distancia era adecuada para respirar o seguir corriendo... Muy a lo lejos vi el imponente avión debilitado, herido, silencio, algo de llama y nada más... pensé que los otros pasajeros también habrían salido, que seguramente no los vimos por la rapidez con que saltamos. La velocidad y distancia alcanzada eran adecuadas para respirar, descansar. Dejando a Christopher de pie en la tierra, me arrodillé... alcé la vista al cielo y agradecí a todos los dioses, a todos los santos, a todo el planeta, a toda vida... ¡Ganamos el premio a la pasión por vivir, continuamos vivos... “Sobrevivientes”! Luego seguí entre corriendo y caminando, tenía urgencia de encontrarme con alguien para pedir ayuda, para todo. Después de mucho andar lleno de agradecimiento, lleno de sorpresa, de estrellas, de búsqueda, lleno de Christopher, llegamos a un sitio desde donde el bosque guardaba secretamente dentro suyo al herido y triste avión. Súbitamente muy a lo lejos vi una tenue luz, miré mil veces la tierra, mil veces la luz, queriendo convencerme que no estaba en el desierto... que no fuese espejismo. Me volvió a alumbrar... “la luz”, grandiosa ella, imponente, poderosa alumbrando toda mi única realidad... nosotros, el bosque y la noche. Emprendí con más ímpetu la corrida hacia ella, que no se escape, que no se caiga, que no se pierda, que no se apague. Llegamos a un lugar donde por primera vez tuve que pronunciar ¡Socorro! ¡Socorro!... Apareció repentinamente como desde las tinieblas por efecto de contra luz, la silueta de un hombre portando un arma larga y diciendo “¡Alto, alto, manos arriba!” Yo seguía diciendo socorro, socorro, ayúdeme, ayúdeme y él acercándose, volvía a increparme con tono mucho más enérgico, severo y autoritario “¡Alto, alto! Deténgase, deténgase ¡manos arriba, manos arriba!...” Desprendiendo y alzando una de las manos que sujetaba a Christopher, lo miraba fijo, espantada, no podía creer que habiendo vivido tanto horror, tanta orfandad, necesitando tantas manos... aparecieran éstas armadas apuntándonos de frente. Paré totalmente mi caminar pero no paré de hablarle, de contarle, de convencerlo del tupido bosque que escondía al derribado avión, de convencerle del porqué no llevaba conmigo ninguna identificación, ni cartera, ni nada, salvo el barro, pies descalzos, cara de espanto, de súplica, de auxilio eterno, que bajara por favor su enorme rifle que me torturaba. Nos socorrió, era guardia de un área militar restringida, nos dio palabras, agua. Pedimos que socorrieran también a los otros pasajeros llamando a todo bombero, ambulancia, todo lo posible... llamaron, hablé. Al par de minutos escuchamos el ruido más estrepitoso cargado de tristeza, dolor, que hemos percibido... salimos acongojados a presenciar lo temido... avión estallado. Destellando, arrancando toda negrura de la enorme noche... dibujando llamaradas de auxilio... Nos llenamos de ruegos. Luego nos transportaron al aeropuerto, pues el avión había desfallecido cerca de él. El cuerpo médico del aeropuerto nos celebró y revisó minuciosamente, Christopher no tuvo ni un rasguño, yo algunos, nada. Tomaron mi mano izquierda inflamada, agigantada, morada y con un alicate cortaron anillos para que pudiese circular la sangre aprisionada efecto de los golpes. Las piernas fueron preponderantemente la cardinal evidencia de los golpes... aunque no acusaban dolor en esos momentos... anestesiada de alegría al constatar a mi pequeño sin riesgo de salud, sin dolor, sin rasguño, pero anestesiada también por tantos dolores psíquicos. Como habíamos sido los primeros en llegar al aeropuerto, el personal de la torre de control nos dio la bienvenida, nos llenaron de miradas de asombro, de piedad, de cariño y agradecimiento por nuestra insistencia en reclamar ayuda, en haberles avisado del accidente que hasta ese momento ellos mismos parecían desconocer... intentaban silenciar su no saber. Me preguntaban muy curiosa y cuidadosamente porqué y cómo había ocurrido el accidente, que les relatara todo lo posible... como si fuésemos pertenecientes a la tripulación del avión. Éramos nosotros el primer contacto, la primera comunicación que ellos volvían a reestablecer respecto del avión. Sorprendidos y ansiosos por enterarse de lo sucedido, al haber perdido totalmente el contacto con la nave... sumergiéndose en sentimientos dolorosos, culposos al sentirse imposibilitados de ayudar. Entre medio de la insólita charla interrumpía el teléfono avisando que los sobrevivientes estaban siendo trasladados de a poco al aeropuerto. Nuestros ruegos habían sido escuchados, felizmente nos reencontramos con los otros sobrevivientes... sentí alegría al reencontrarnos, nos acariciamos de miradas, de emoción, de irrealidad, de sorpresa, de respuesta, de pura vida... sólo un sobreviviente puede acariciar así. Ellos mostraron además gran alivio, alegría manifiesta al encontrarnos vivos, pues temían lo peor. Habían estado buscando a los gritos por todo el avión, hasta el último momento antes que estallara, a la señora del bebé... acongojados por la infructuosa tarea. Habíamos saltado tan rápido con Christopher que nadie nos vio volar. A una gran mayoría de ellos fue preciso empujarlos, arrojarlos también sin escalinatas para poder salvarlos... paralizados, entumecidos por el terror... Junto con Christopher, el único pequeño que viajaba, habíamos sido los primeros en saltar del avión... también los únicos en saltar por el boquete. Una de mis hermanas menores quien se encontraba en esa ciudad, y cómplice de nuestro viaje sorpresa con destino a otro país, se enteró por los noticieros de la caída del avión. Impactada, noqueada porque las noticias no daban cuenta de la posibilidad de vida de los pasajeros. Fue en nuestra búsqueda y en el largo viaje desesperado hacia el aeropuerto no paraba de llorar y llorar, hasta que de repente nos vio en su mente vivos... dejó de llorar instantáneamente. Llegó al recinto y forcejeó contra toda guardia que le impedía el paso para abrazarnos... nos llenó de amor. Despidiéndonos el aeropuerto después de largas horas de tramitar burocracias y papeleos, nos dejaron partir. Libre por fin de tanta pregunta, de tanta espera, de tanta gente, de tanto ajeno. Al poner el primer pie fuera de la puerta que había permanecido cerrada a todo público, llovieron personas, micrófonos, cámaras, grabadores... preguntas tras preguntas... preguntas tras preguntas... casi no hablé, no quería, no podía. Sólo quería huir de ahí lo antes posible, alejarme físicamente, no correr más peligro... llegar ¡por fin! al refugio familiar. No habiendo avisado a la familia de nuestro viaje al querer sorprenderlos, mis padres y hermanos quienes residían en distintos países al que ocurrió el accidente, se sorprendieron del modo más crudo... Sobresaltados, chocados de susto, de terror, de emoción al encontrarse esa venida mañana, en toda prensa del mundo, con la foto del esqueleto negro del maltraído avión, humeante aún, y debajo la foto que me mostraba con mi hijo en brazos... Volaron a nuestro encuentro. Nos enteramos que en esa atropellada noche de invierno ningún avión había aterrizado debido a la espesa, concentrada y enceguecedora niebla, siendo desviadas las naves a otros aeropuertos. Algunos informaron que el aeropuerto estaba cerrado cuando nuestra nave planeaba a su alrededor. El accidente se atribuyó a la niebla. Nunca la prensa pudo explicar totalmente lo sucedido al ser silenciada información desde la importante aerolínea. Pasados quince días, empecinada en retornar, en volver a volar, querer vencer rápidamente los miedos efectos del tropezón, con mi hijo nuevamente y mi madre, estábamos dentro de un avión, volando... No cantaba, no hablaba, no comía, no bebía, no me movía, no lloraba, sólo respiraba miedo, terror, pánico. Sujetando fieramente mis manos al apoyabrazos... a Christopher lo sujetaban las manos de mi madre, sus palabras, mis continuas miradas... él no mostraba susto, jugaba, sonreía... me volvía a ayudar. Nos acompañaban médicos, piloto, pasajeros, nos hablaban, contaban, mimaban, intentando entretenerme, intentando desclavarme del susto... nada lo lograba... sentada, metalizada... sólo creaba retratos de muerte. Hasta que llegó el momento en el cual todos debían volver a sus asientos al anunciarse el próximo aterrizaje... únicamente recordaba tumbos del anterior... Aplaudiendo a mamá... Mamá trabó más fuerte el cinto a Christopher tomando su mano... también cubrió la mía... disimulando como buena madre su temor a volar. Voces alentadoras desde sus asientos exclamaban... “estamos sobre el aeropuerto, ya llegamos, vemos la pista, quédate tranquila, está todo bien, ya está”. A segundos de tocar pista, me petrificaba cada vez más y más hundiéndome en el sillón, ya ni siquiera veía, ni siquiera escuchaba, ni siquiera pensaba, ni siquiera sentía... sólo esperaba... Tocó tierra, sí, tocó tierra. ¡Bravo, bravo, viva, viva, el avión estaba posando sus firmes ruedas, estaba corriendo contento sobre el aeropuerto, sobre pista, sin vallas! Me llené de llanto, de lágrimas, de emoción, de aire, me llené de todo, de volver a respirar, de volver a ver a Christopher, a mamá, a todos, de vivir, salvarnos. Cuando el orgulloso avión detuvo su suave caminar, nos rodearon coros de aplausos llenos de pura humanidad... también aplaudí. Después de este último vuelo estuve un año sin poder volar, costándome disfrutar de todo. Asomaba constantemente el terror de sólo pensar abordar nuevamente un avión... materia pendiente. Aplaudiendo a mi papá, Osvaldo; mi adorado viejo fue el mejor piloto, sabio, psicólogo, que pude yo tener... Enseñándome a perder el miedo a volar, aprender a admirar el colosal paisaje aéreo, a mimetizarme con cada cielo, nube, arco iris... con el magnífico logro humano... pájaro transportándonos. Él gozaba plenamente de volar, mamá siempre le temió no obstante volaba igual. Con el tiempo nos transportamos junto a mis padres por continentes. A Christopher le gusta volar, más aún cuando se mueve, a mí, no. Nunca he disfrutado de alejarme de tierra firme, planear por los cielos, pero cuando viajo, escucho, hablo, como, ayudo, duermo... vuelo. Hace apenas unos pocos años, estando ya Christopher cursando la universidad y yo de viaje en Estados Unidos, conocí circunstancialmente a una persona que se dedicaba a la comercialización de aviones y sus repuestos. Comentó que en varias oportunidades había escuchado los contenidos de las cajas negras. Esta persona acababa de conocerme, no sabía absolutamente nada de mí. Al enterarme de su saber aéreo me reservé a propósito el accidente para intentar averiguar algo, pretendiendo no influir en su relato. Tratando de disimular mi ávido interés dado este peculiar encuentro, le pregunté si podía contarme qué tipo de cosas se escuchaban de esas cajas tan misteriosas. Asintiendo certeramente comenta entusiasmado algunas de las escuchas mostrando viva emoción al relatarlas, como si se tratasen de hechos muy recientes... no lo eran. Repentinamente haciendo un silencio más pronunciado a los habituales de su charla y alzando el entrecejo me preguntó “¿Te acuerdas del accidente del Boeing tal que cayó en un bosque?” Asiento con la cabeza y rápidamente sonsaqué ¿también escuchaste lo que ocurrió? En esos momentos mi corazón corría velocidades que superan marcas establecidas, ya no sabía si quería escucharlo, taparle la boca o saberlo de una vez por todas... Relató tranquilamente lo siguiente... en la caja aparecieron no solamente las voces del comandante y copiloto sino también la de otro hombre ajeno a la tripulación. Se supone que estaba de visita en la cabina, también se deduce que no regresó a su asiento a la hora del descenso... transgrediendo norma. Se escuchaban la voces de los pilotos desesperados porque no veían las luces de la pista por lo nublado, lo cerrado del cielo... yo no las veo, yo tampoco... después de varias repeticiones acerca de lo mismo, se escucha una tercera voz diciendo “¡Miren, allá se ven las luces!” Se concluye que los pilotos al estar enceguecidos de tanta negrura, desviaron el avión dirigiéndolo hacia las luces que había descubierto el entrometido pasajero. El avión desesperado comenzó a descender cerca de esas luces cuando repentinamente disipándose la niebla, se encontraron por debajo del límite establecido y sin pistas, viéndose obligados forzosamente a descender donde estaban, de lo contrario se estrellaría contra el piso. Eran luces de autopistas... Tropezándose el avión contra todo árbol, bosque que encontrara en su camino... se produjo el accidente. A raíz de la intensidad de los acontecimientos relatados, las fuertes emociones experimentadas, las inesperadas y sorprendentes reacciones del psiquismo, me apasioné en investigar, estudiar, saber, acerca de las aventuras del acontecer psíquico. Despertándose nuevamente en mí la temprana inclinación hacia todo lo relacionado con la “medicina psíquica”. Para ayudar... ayudarme. Incursionando en la psicología, psicoanálisis, filosofía y todo lo que estaba en mis manos aprehender... sigo analizando, analizándome, desafiando el pensamiento, el animado psiquismo. Trabajando en hospitales, haciendo guardias, dictando clases, jugando, reflexionando con los pacientes. Creando, produciendo y conduciendo “Psicoonda”, programa de radio, de televisión, dedicado desde hace seis años a la información, reflexión, difusión de los entretenidos recovecos de la mente... Como fruto regado especialmente con aguas frescas de gratitud, interés reflexivo y generosidad de todos los radioescuchas y teleespectadores germinó también “Pasión”... Flores de mi jardín. APLAUSOS Aplaudiendo al Doctor Roberto Rusconi por abrirme toda su enciclopedia viva... acompañarme con su amor, generosa y noblemente en rumbos de radio, televisión, de escritura, de paisajes, pintura, diseño... vida, por acariciarme todos los días.
Posted on: Wed, 14 Aug 2013 16:01:42 +0000

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