watchman nee DAR TESTIMONIO Lectura bíblica: Hch. 9:19-21; - TopicsExpress



          

watchman nee DAR TESTIMONIO Lectura bíblica: Hch. 9:19-21; 22:15; 1 Jn. 4:14; Jn. 1:40-45; 4:29; Mr. 5:19 I. EL SIGNIFICADO DEL TESTIMONIO ¿Cuánto tiempo dura la luz de una vela? Obviamente hasta que la vela se consume. Pero si encendemos otra vela con la que está encendida, la luz se intensifica doblemente. ¿Disminuirá la luz de la primera vela por haber encendido la segunda? No. ¿Qué pasaría si usáramos la segunda vela para encender una tercera? ¿disminuirla la luz de la segunda? No. La luz de cada vela durará hasta que se consuma. Cuando la primera vela se apague, la segunda todavía permanecerá ardiendo, y cuando ésta se consuma, la tercera continuará alumbrando. Lo mismo sucederá si encendemos diez, cien o mil velas; la luz nunca se apagará. Este es un ejemplo del testimonio de la iglesia. Cuando el Hijo de Dios estuvo en la tierra se encendió la primera vela, y desde entonces, una tras otra ha ido encendiendo las demás. Durante diecinueve siglos, la iglesia igual que las velas, sigue el mismo ciclo: cuando una vela se apaga, otra se enciende. Este proceso continúa. Así como la salvación nunca se ha detenido, la iglesia tampoco ha dejado de alumbrar. Unos encendieron diez velas; otros cien, pero cada vela se ha ido encendiendo, y la luz sigue alumbrando. Hermanos, ¿queremos que la luz de nuestra vela continué encendida, o que se consuma por completo? Alguien nos encendió, y ese alguien no quiere que esta luz se extinga. Todo cristiano debe predicar el evangelio para que la salvación llegue a los demás, y el testimonio se extienda por toda la tierra de generación en generación. Desafortunadamente para algunos, el testimonio termina cuando su luz se extingue. ¡Esto es una lástima! La iglesia se ha estado propagando por generaciones. El testimonio de algunos continúa, mientras que el de otros cesa sin pasar a la posteridad. La luz de una vela sólo puede brillar mientras ésta permanezca encendida. De la misma forma, el testimonio de un hombre sólo puede durar mientras él viva. A fin de que la luz de una vela siga alumbrando, antes de que se consuma, deben encenderse otras. De esta forma, la segunda, la tercera, la centésima, la milésima y la diezmilésima vela, seguirá propagando esta luz hasta extenderse a todas partes del mundo. Dicha propagación no menguará en lo absoluto la luz que cada vela tiene. Ser un testimonio no nos perjudica; por el contrario, cuando testificamos, el testimonio sigue en marcha. ¿Qué significa dar testimonio? En Hechos 22:15 el Señor, por medio de Ananías, le dijo a Pablo que sería testigo Suyo a todos los hombres, de lo que había visto y oído. Aquí se indica que lo que hemos visto y oído es la base de nuestro testimonio. No podemos dar testimonio de algo que no sabemos. Dios comisionó a Pablo para que diera testimonio de lo que había visto y oído. Leamos 1 Juan 4:14: “Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, como Salvador del mundo”. Esto es testificar. Sólo podemos ser testigos de lo que hemos visto. Agradecemos a Dios porque creemos en el Señor Jesús, lo conocemos y le recibimos, y porque nos libró de nuestros pecados, nos perdonó y nos dio paz. Somos salvos, creemos en el Señor y estamos gozosos. Este es un gozo que jamás habíamos experimentado. Anteriormente, la carga del pecado que llevábamos sobre nuestros hombros era muy pesada; pero ahora, por la misericordia del Señor, ya no existe. Si hemos visto y oído ¿qué debemos hacer? Debemos dar testimonio de nuestra experiencia. Por supuesto, esto no significa que debamos renunciar a nuestro empleo para dedicarnos a predicar. Simplemente debemos ser testigos ante amigos, familiares y conocidos de lo que hemos visto y oído, conduciéndolos así al Señor. El evangelio se detendrá si no continuamos dando testimonio. Es indudable que somos salvos, tenemos la vida del Señor y estamos “encendidos”; pero si no encendemos a otros, nuestro testimonio se detendrá cuando nuestra vela se consuma. Vayamos al encuentro del Señor con las manos llenas de creyentes. Los creyentes nuevos deben aprender desde el comienzo a dar testimonio trayendo a muchos al Señor. No seamos negligentes en este asunto. Si un creyente no habla desde el comienzo, formará un hábito muy difícil de romper. El día que creímos en el Señor, recibimos un Salvador maravilloso, una salvación muy grande y una gloriosa emancipación y, por primera vez, gustamos un amor tan vasto. No obstante, todavía no damos testimonio de esto ni encendemos a otros con nuestra luz. Recordemos que estamos en deuda con el Señor. II. EJEMPLOS DE TESTIMONIOS Analicemos dos porciones de la Palabra, las cuales nos proporcionan muy buenos ejemplos de cómo testificar. A. Dar testimonio en las ciudades En Juan 4 el Señor le habló a la mujer samaritana acerca del agua de vida. Ella comprendió que nadie en la tierra puede hallar satisfacción en otra cosa que no sea el agua de vida. Todo el que beba agua de un pozo, no importa cuántas veces lo haga, volverá a tener sed, porque tal agua nunca satisface. Solamente cuando bebemos del agua que el Señor nos da saciamos nuestra sed. Esa fuente salta dentro de nosotros satisfaciéndonos continuamente. Solamente este gozo interno puede darnos la verdadera satisfacción. La mujer samaritana se había casado cinco veces, sin hallar satisfacción. Ella era una persona que bebía incesantemente y nunca se saciaba. Incluso “el hombre que ahora tenía no era su marido”. No hay duda que ella era una persona inconforme. Pero el Señor tenía el agua de vida que la podía satisfacer. Cuando el Señor le declaró quien era El, ella bebió y, dejando su cántaro, entró a la ciudad y dijo: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” (v. 29). Lo primero que ella hizo fue dar testimonio. ¿De qué dio testimonio? De Cristo. Quizás ella era conocida en la ciudad, pero posiblemente no estaban enterados de muchas de sus acciones. Sin embargo, el Señor le dijo todo cuanto ella había hecho. Esta mujer inmediatamente dio testimonio: “¿No será este el Cristo?” En el instante en que ella vio al Señor, invitó a otros a que constataran si El era el Cristo. Como resultado de las palabras de la mujer, muchos creyeron en el Señor. Todo creyente tiene la obligación de ser un testigo y de presentar el Señor a los demás. El salvó a todos los pecadores. Puesto que El es el Cristo, el Hijo de Dios, no tengo otra alternativa que testificar. Posiblemente no sepamos cómo dar un mensaje, pero sabemos que El es el Cristo, el Hijo de Dios, el Salvador designado por Dios. Somos pecadores, pero el Señor nos salvó, y aunque no sepamos explicar lo que nos sucedió, podemos animar a otros para que vengan y vean el gran cambio que se ha operado en nosotros. No podemos entender cómo sucedió esto. Antes pensábamos que éramos buenos, pero ahora sabemos que somos pecadores. El Señor nos ha mostrado nuestros pecados y todo aquello que antes no sabíamos que eran pecados. Ahora sabemos qué clase de personas somos. En el pasado cometimos muchos pecados de los que nadie se enteró y que ni nosotros mismos considerábamos pecados. Este hombre nos dijo todo cuanto hemos hecho; nos dijo todo lo que sabíamos y también lo que no sabíamos. Confesamos que hemos tocado a Cristo y que hallamos al Salvador. He aquí un hombre que nos dice que el “marido” que ahora tenemos no es nuestro marido; que si bebemos agua volveremos a tener sed y regresaremos por más. ¡Cuán ciertas son estas palabras! Vengan y vean. ¿No será éste el Salvador? ¿No será éste el Cristo? ¿No será éste el único que nos puede salvar? Todos aquellos que saben que son pecadores, ciertamente tienen un testimonio que contar. La mujer samaritana testificó el mismo día que conoció al Señor. Ella no dejó pasar unos años, ni esperó regresar de una reunión de avivamiento para dar testimonio, sino que testificó inmediatamente al regresar a la ciudad. Cuando una persona se salva, debe contar inmediatamente lo que ha visto y entendido. No hablemos de lo que no sabemos, ni tratemos de componer un largo discurso; simplemente demos nuestro testimonio. Lo único que necesitamos al testificar es expresar lo que sentimos. Podemos decir por ejemplo: “Antes estaba deprimido siempre, pero ahora, después de creer en el Señor, siempre estoy gozoso. Antes buscaba muchas cosas y nunca estaba satisfecho, la ansiedad y la amargura eran mis compañeros, no podía dormir en la noche; pero ahora disfruto de una paz interior inexplicable; duermo bien, y siento paz y gozo en todo lugar”. Nuestro testimonio no debe ir más allá de nuestra situación presente. Esto evitará discusiones. Presentémonos a los demás como testigos vivientes. B. Vaya a los suyos y cuénteles En Marcos 5:1-20 se narra la historia de un hombre que tenía un espíritu inmundo. Este es uno de los casos de posesión demoníaca más severo que consta en la Biblia. Este hombre tenía una legión de demonios, vivía entre los sepulcros, y nadie podía atarle, ni siquiera con cadenas. Gritaba de día y de noche entre las tumbas y en los montes y se hería con piedras. Cuando el Señor mandó que los demonios salieran de él, éstos entraron en una piara como de dos mil cerdos, los cuales se precipitaron en el mar por un despeñadero y se ahogaron. Después que el hombre endemoniado fue salvo, el Señor le dijo: “Vete a tu casa, a los tuyos, y cuéntales cuánto el Señor ha hecho por ti, y cómo ha tenido misericordia de ti” (v. 19). El Señor después de salvarnos, manda que le contemos a nuestros familiares, vecinos, amigos, colegas y compañeros de clase que somos salvos. No sólo debemos testificar que creemos en Jesús, sino también cuánto ha hecho El por nosotros. El quiere que confesemos lo que nos aconteció. De esta manera otros se encenderán, y la salvación no se terminará, sino que seguirá avanzando. Es una lástima que muchas almas de familias cristianas estén en camino a la condenación, porque nunca les hemos predicado el evangelio de Cristo. Ellas disfrutan de la era presente, sin ninguna esperanza de gozarse en la era venidera. ¿Qué nos detiene de contarles lo que el Señor ha hecho por nosotros? Estas personas están cerca de nosotros, y si nosotros no les damos testimonio, ¿quién más lo hará? A fin de testificar y de que nuestra familia nos escuche, nuestra conducta debe ser diferente. Deben ver que desde que creímos en el Señor, nuestra vida ha cambiado, porque esto es lo único que ganará la confianza de ellos. Debemos ser personas justas, abnegadas, amorosas, diligentes y más gozosas que antes. Al mismo tiempo, debemos testificarles la razón de este cambio. C. Proclamar a Jesús en la sinagoga Hechos 9:19-21 dice: “Y estuvo Saulo por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco. En seguida comenzó a proclamar a Jesús en las sinagogas, diciendo que El era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?” Saulo iba en Camino a Damasco a fin de llevar presos a los creyentes. Mas en el camino el Señor le salió al en cuentro y le habló. En ese mismo instante un resplandor de luz lo cegó. Entonces los hombres que viajaban con él lo llevaron de la mano a Damasco, donde estuvo por tres días ciego y sin comer ni beber. El Señor envió a Ananías, quien le impuso las manos a Pablo para que recibiera la vista y fuera bautizado. Vemos aquí cómo, después de comer y recobrar las fuerzas, comenzó en seguida a proclamar en las sinagogas que Jesús era el Hijo de Dios. Hacer esto, obviamente no era nada fácil, porque anteriormente había perseguido a los discípulos del Señor. El había recibido cartas del sumo sacerdote que lo autorizaban para apresar a los creyentes. Aparte de esto, posiblemente Pablo era una de las setenta y una personas que componían el sanedrín judío. ¿Qué debía hacer ahora que había creído en el Señor? Su intención inicial era echar en la cárcel a aquellos que creían en el Señor; ahora, él mismo se hallaba en peligro de ser apresado. Pablo debía escapar o esconderse; sin embargo, entró en las sinagogas a proclamar que Jesús es el Hijo de Dios. Esto nos muestra que lo primero que una persona debe hacer después de recibir al Señor es dar testimonio. Después de haber recobrado la vista Pablo, aprovechó la primera oportunidad que tuvo para testificar que Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Todo el que cree en el Señor Jesús debe hacer lo mismo. Todo el mundo sabe que Jesús existe, pero muchos lo conocen como uno más entre millones de hombres. Aunque para unos sea un poco más especial que para otros, sigue siendo un hombre común. Un día la luz y la revelación llegaron a nosotros e iluminaron los ojos de nuestro corazón, y descubrimos que este Jesús es el Hijo de Dios. Nos dimos cuenta de que Dios tiene un Hijo. ¡Jesús es el Hijo de Dios! ¡Qué gran descubrimiento! Descubrimos que entre todos los hombres hay uno que es el Hijo de Dios. ¡Esto es maravilloso! Cuando una persona recibe al Señor Jesús como su Salvador, y confiesa que El es el Hijo de Dios, da testimonio de algo grandioso. Esto no puede pasar desapercibido. Creo que todos nos maravillaríamos si alguien se encontrara con un ángel. Pero, cuánto más maravilloso es descubrir al Hijo de Dios, quien es superior a los ángeles. En este pasaje tenemos a un hombre que va en camino a apresar a aquellos que creen en el nombre del Señor; mas después de caer y levantarse, entra en las sinagogas y proclama que Jesús es el Hijo de Dios. ¿Estaba este hombre loco? No, sino que había recibido una revelación. Entre millones de hombres encontró a uno que es el Hijo de Dios. Nosotros igual que Pablo, hemos hallado entre muchos hombres a uno que es el Hijo de Dios. Si percibimos cuán grande, importante y maravilloso es este descubrimiento, testificaremos inmediatamente: ¡He encontrado al Hijo de Dios! ¡Jesús es el Hijo de Dios! ¿Cómo puede una persona permanecer pasiva después de creer y ser salva como si nada hubiera sucedido? Si alguien dice que cree en el Señor Jesús, y sin embargo es indiferente y no piensa que esto es maravilloso y especial, dudo que haya creído en verdad. Tenemos algo grandioso, maravilloso, extraordinario, especial, más allá de toda imaginación: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! ¡Este es un asunto extremadamente crucial! Cuando uno ha visto esto, no le importa tocar la puerta de los amigos a la medianoche para contarles que hay algo maravilloso en el universo: ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! Vemos a un hombre que acaba de recobrar la vista y entra en las sinagogas a proclamar: “¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios!” Todo creyente debe hacer lo mismo. Cuando descubrimos que Jesús es el Hijo de Dios, no podemos quedarnos callados, porque éste es un descubrimiento maravilloso y crucial. Pedro le dijo al Señor: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente”, y el Señor le respondió: “No te lo reveló carne ni sangre, sino Mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16:16-17). Cuando Jesús estuvo entre nosotros nadie lo conoció como el Hijo de Dios, excepto aquellos a quienes el Padre se lo reveló. Hermanos y hermanas, nunca pensemos que nuestra fe es insignificante. Debemos darnos cuenta de que nuestra fe es inmensurable. Saulo habló en las sinagogas porque el descubrimiento que había hecho era extremadamente grandioso. Nosotros haremos lo mismo si nos damos cuenta de cuán maravilloso es lo que hemos visto. ¡Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios! Este es un hecho glorioso. D. Contacto personal Además de ir a la ciudad, a nuestra casa y a las sinagogas a dar testimonio de nuestra fe en el Señor, también debemos portar un testimonio especial para guiar a otros al Señor en un contacto personal. Tal es el testimonio que vemos en Juan 1:40-45. Andrés creyó e inmediatamente condujo a su hermano Pedro al Señor. Pedro llegó a ser más dotado que Andrés, pero fue éste último quien lo trajo al Señor. Felipe y Natanael eran amigos. Felipe creyó primero y fue a buscar a su amigo, quien también recibió al Señor. Andrés llevó su hermano al Señor, y Felipe a su amigo. Estos son ejemplos de como podemos llevar a los hombres a la salvación por medio del contacto personal. Hace aproximadamente cien años, hubo un creyente llamado Harvey Page. A pesar de que no tenía ningún don especial, ni sabía como llevar el evangelio a las multitudes, el Señor tuvo misericordia de él y le abrió los ojos para que viera que podía, en su contacto personal, conducir una persona a Dios. El no podía realizar grandes obras, pero sí podía concentrar su atención en una persona a la vez. Todo lo que hacía era decir: “Yo soy salvo y usted también necesita ser salvo”. Una vez que hablaba don un amigo, oraba y no desistía hasta que éste se salvaba. Al momento de su muerte, y por esta práctica condujo al Señor más de cien personas. Un creyente llamado Todd tenía la habilidad especial de conducir a las personas a la salvación. El fue salvo a la edad de dieciséis años. Mientras visitaba una aldea en un día festivo, se hospedó en la casa de una pareja de ancianos. Estos hermanos, obreros de mucha experiencia en la iglesia, lo guiaron al Señor. Este joven había vivido una vida desordenada, pero ese día se arrodilló a orar y fue salvo. En el transcurso de la conversación el joven se enteró de que el evangelio no prevalecía en aquel lugar porque un hombre de apellido Dickens no quería arrepentirse. Este hombre era un soldado retirado que tenía más de sesenta años de edad. El mantenía un arma en su casa y había jurado disparar a quien viniera a predicarle el evangelio, porque pensaba que los creyentes eran hipócritas, y así los llamaba. Cada vez que se encontraba con uno, lo insultaba. Ningún creyente se atrevía a predicarle el evangelio, ni siquiera a pasar por la calle donde él vivía. Al escuchar esto, Todd dijo: “¡Oh Señor, hoy he recibido Tu gracia. Me salvaste. Debo ir a testificar de este hecho al señor Dickens”. El recién había recibido la salvación; sin embargo, deseaba dar testimonio al señor Dickens. La pareja de ancianos le aconsejó que no fuera. “Muchos de nosotros”, le dijeron ellos, “hemos tratado de persuadirlo pero no lo hemos logrado. Ha perseguido a algunos con una vara, y otros escaparon corriendo cuando los amenazó con el arma. Ha golpeado a muchas personas, mas no lo hemos querido llevar al tribunal por nuestro testimonio. Pero esto parece que le da más confianza”. Todd decidió ir de todas maneras. Cuando tocó la puerta del señor Dickens, éste salió con un palo en la mano y preguntó: “¿Qué desea, joven?” Todd le respondió: “¿Me permite hablar con usted?” El hombre consintió y le permitió entrar a la casa. Una vez adentro, Todd le dijo: “Quiero que reciba al Señor Jesús como su Salvador”. El señor Dickens alzando la vara dijo: “Supongo que usted es nuevo aquí, así que lo dejaré ir sin golpearlo. Pero tiene que saber que a nadie le permito mencionar ese nombre en esta casa. Así que, ¡salga! ¡salga de inmediato!” Todd volvió a insistir: “Quiero que usted crea en Jesús”. El señor Dickens se puso furioso y subió al segundo piso a traer su escopeta. Cuando bajó le gritó: “¡Salga o disparo!” Todd contestó: “Le pido que crea en el Señor Jesús. Si quiere disparar, hágalo, pero antes de que dispare permítame orar”. Y arrodillándose en frente del señor Dickens oró: “¡Oh, Dios! Este hombre no te conoce. Por favor, ¡sálvalo, ten misericordia de él! ¡Ten misericordia del señor Dickens!” Todd permaneció arrodillado sin levantarse y continuó orando: “¡Oh, Dios! ¡Por favor ten misericordia del señor Dickens! ¡Por favor ten misericordia del señor Dickens!” Estuvo orando así hasta que de repente escuchó un gemido cerca de él. El señor Dickens bajó su escopeta y se arrodilló junto a él y oró: “¡Oh, Dios! ¡Ten misericordia de mí!” En cuestión de minutos el hombre aceptó al Señor. “Antes, dijo, sólo había escuchado el evangelio, hoy he podido verlo”. Más tarde, el joven contaba: “La primera vez que vi su rostro, éste reflejaba el pecado y la maldad, pero después de recibir al Señor, la luz brillaba en su rostro surcado de arrugas, el cual parecía decir: “Dios ha sido misericordioso para conmigo”. El señor Dickens fue a la iglesia el siguiente domingo, y más tarde guió a decenas de personas a la salvación. Podemos ver aquí cómo Todd, dos horas después de haber sido salvo, pudo guiar al Señor una persona que era considerada un caso imposible. Cuanto más pronto un creyente nuevo testifique, mejor. No dejemos que el tiempo pase. Tan pronto recibimos a Cristo, debemos llevar a otros a la salvación. III. LA MAGNITUD DEL TESTIMONIO A. Causa de gran gozo Los dos días más felices de un creyente son el día en que cree en el Señor y cuando por primera vez guía a alguien a Cristo. El primero es un día de inmenso regocijo. Sin embargo, el gozo de conducir una persona por primera vez al Señor es quizás mayor que el gozo que experimentamos cuando nosotros somos salvos. Muchos cristianos no disfrutan esto porque nunca han testificado ni guiado a alguien al Señor. B. Seamos sabios Proverbios 11:30 dice: “El que gana almas es sabio”. Desde el inicio de nuestra vida cristiana, debemos aprender a ganar almas de diferentes maneras. Debemos ser sabios para ser personas útiles en la iglesia. Esto no significa que debemos predicar un mensaje desde una plataforma. Este tipo de predicación nunca puede reemplazar la labor personal. Aquellos que sólo saben predicar desde una plataforma, me temo que no saben cómo guiar a los hombres al Señor. No los exhortamos a dar un mensaje desde la plataforma, sino a salvar a los incrédulos. Muchos son hábiles para predicar, pero no para salvar. Por eso no nos extraña que cuando les traen una persona para que le prediquen, no saben qué hacer. Personas así no son muy útiles. Los que verdaderamente son útiles, son aquellos que pueden traer otros a Cristo en un contacto personal. C. La vida que engendra. El árbol que crece produce retoños. De la misma manera, todo aquel que tiene la vida de Dios engendra vida. Aquellos que nunca dan testimonio a los pecadores, probablemente necesitan que otros vengan a testificarles a ellos. Si no tienen deseo ni interés de llevar a otros al arrepentimiento, indudablemente ellos mismos necesitan arrepentirse. Los que no hablan por el Señor, necesitan escuchar de nuevo el evangelio de Dios. Nadie puede haber crecido tanto espiritualmente como para no necesitar dar testimonio y salvar a otros. Los nuevos creyentes necesitan testificar desde el mismo comienzo de su vida cristiana. Esto es algo que todos debemos hacer por el resto de nuestras vidas. Cuando maduremos en la vida espiritual, posiblemente nos digan que tenemos que ser un canal de agua de vida, y ser uno con el Espíritu Santo, a fin de que el agua de vida, el Espíritu Santo, pueda fluir desde nuestro interior. Pero así como un canal une dos extremos, asimismo corre del Espíritu Santo, quien es un canal de vida, y une dos extremos: el Espíritu Santo, la vida y el Señor en uno, y el hombre en otro. El agua de vida no puede fluir si el extremo que llega al hombre está cerrado. No debemos pensar que es suficiente que la abertura que da al Señor esté despejada. El agua de vida no puede fluir en aquellos que solamente están abiertos al Señor. En un extremo debemos estar abiertos a El, y en el otro, al hombre. El agua de vida fluye cuando ambos extremos están abiertos. Algunos no tienen fortaleza, porque el extremo en el cual está el Señor, no se encuentra abierto; y otros, porque el extremo del testimonio y la predicación del evangelio está cerrado. D. La desdicha de experimentar la separación eterna Muchos todavía no han escuchado el evangelio porque nunca les hemos testificado y, como consecuencia, serán privados de la eternidad, lo cual es extremadamente crucial pues no es una ruptura temporal. Una vez un hermano fue invitado a cenar a la casa de un amigo. El era muy culto y elocuente, y ambos disertaron largamente sobre temas intelectuales. Otro amigo de ellos, ya anciano, también estaba presente. Como oscurecía ya, el dueño de casa los invitó a quedarse a pasar la noche. El cuarto del hombre anciano quedaba directamente en frente del cuarto de este hermano. Poco después de haberse retirado a sus habitaciones, el hermano escuchó que algo cayó al piso. Cuando fue al otro cuarto, vio que su amigo yacía muerto en el suelo. Cuando las otras personas llegaron, el hermano dijo con tristeza: “Si hubiera sabido que esto iba a suceder, mi conversación de hace dos horas hubiera girado en torno a asuntos eternos. Le hubiera dicho que Cristo fue crucificado por él. Yo sé que si hubiera dicho esto a la hora de la cena, posiblemente ustedes se habrían molestado conmigo por ser inoportuno. Ahora es demasiado tarde para él. Ni siquiera dediqué cinco minutos para hablarle acerca de la salvación. No le di la oportunidad. Pero espero que ustedes me escuchen ahora: ¡Toda persona necesita creer en el Señor Jesús y en Su cruz!” La separación eterna es un hecho y no es temporal. Una vez que la oportunidad se escapa, el hombre queda excluido del cielo por la eternidad. ¡Qué tragedia tan grande! Debemos aprovechar toda oportunidad que tengamos para testificar. D. L. Moody tenía una habilidad especial para conducir a los hombres a la salvación. El se propuso predicar el evangelio a una persona por día. En cierta ocasión, después de acostarse se acordó de que ese día todavía no había predicado el evangelio. Así que se volvió a vestir y salió a buscar a alguien a quién hablarle. Cuando miró el reloj era medianoche. ¿A dónde podría encontrar a alguien a esa hora? Las calles estaban desiertas y la única persona que encontró fue un policía que estaba de servicio. “Usted necesita creer en el Señor”, le dijo. El policía, que estaba de mal humor, le contestó: “¿No tiene usted otra cosa mejor que hacer, a esta hora de la noche, que tratar de convencerme que crea en Jesús?” Después de compartir unas breves palabras con él, Moody regresó a casa, pero el policía fue conmovido por lo que le dijo. Días más tarde el policía fue a visitar a Moody y fue salvo. Tan pronto uno es salvo, debe proponerse guiar a los incrédulos al Señor. Debemos hacer una lista de las almas que deseamos se salven en el año. Si decidimos salvar diez o veinte por año, debemos orar por ellas. No debemos orar de una manera general. No debemos decir: “Oh Señor, por favor, salva pecadores”. Esta clase de oración es demasiado difusa. Debemos tener una meta específica y anotar en un cuaderno los nombres de los que hemos traído al Señor. Al finalizar el año, contemos los que fueron salvos y los que todavía no lo son. Continuemos orando por los que todavía no han recibido la salvación. Debemos poner esto en práctica. No es aspirar demasiado si pedimos treinta o cincuenta almas por año; aunque diez o veinte sea lo normal. En nuestra oración debemos pedirle al Señor por alguien en particular. El Señor desea escuchar oraciones específicas. Debemos orar diariamente y testificar en toda oportunidad. Si todos predicamos el evangelio de esta manera, y guiamos a otras personas al Señor, nuestra vida espiritual progresará rápidamente. Debemos llevar en alto la antorcha del evangelio para que alumbre a todos los que nos rodean. Todo cristiano debe llevar la luz. El testimonio del evangelio debe brotar de nosotros continuamente, hasta la venida del Señor. No debemos estar encendidos sin alumbrar a los demás. Debemos encender muchas velas. Innumerables almas están esperando la salvación; por tanto, debemos ser un testimonio que las guíe a Cristo. ESTAR DISPUESTOS A SUFRIR UNO Además de los rasgos del carácter que ya hemos mencionado, todo obrero cristiano debe estar dispuesto a sufrir (1 P. 4:1). Esto es crucial. Antes de considerar este asunto desde un punto de vista positivo, primero veamos el concepto cristiano que comúnmente se tiene acerca del sufrimiento. La enseñanza de las Escrituras es muy clara: la intención de Dios no es que Su pueblo sufra. Existe cierta filosofía que fomenta el sufrimiento físico como un medio para privar al cuerpo de todo disfrute. Los partidarios de esta filosofía sostienen que cualquier tipo de disfrute es malo. Como obreros del Señor y como aquellos que le representan, tenemos que entender claramente que dicha filosofía no debe hallar cabida en la mente de los creyentes. La Palabra misma afirma que Dios no tiene intención de que Sus hijos sufran. La Biblia dice que Dios no nos niega ningún bien. El Salmo 23:1 declara: “Jehová es mi Pastor, nada me faltará”. Las palabras nada me faltará no quieren decir que nunca tendremos necesidades; más bien, significan que no tenemos necesidad de pedir nada, porque el Señor es nuestro Pastor. Lo que el salmo 23 nos dice es que, cuando tenemos al Señor como nuestro Pastor, nada nos falta. En otras palabras, Dios no tiene la intención de que nos falte nada, sino que Su intención es que estemos llenos. Él no nos quitará ningún bien. La Biblia entera nos presenta un cuadro del cuidado amoroso que el Señor tiene para con nosotros. Él cuidó de Sus fieles, alivió sus angustias y dolores, y trazó una clara distinción entre Su pueblo y las naciones. La tierra de Gosén siempre fue diferente al resto de Egipto; la bendición de Dios siempre estuvo allí. Por otro lado, debemos prestar atención a nunca introducir ningún tipo de filosofía ascética en el cristianismo. Una vez que introducimos en los creyentes algún elemento ajeno, los confundiremos. Habiendo dejado claro esto, debemos también entender que Dios no exonera a Sus hijos de pruebas o castigos; de hecho, Dios prueba y disciplina a Sus hijos. Sin embargo, tenemos que hacer una clara distinción entre esto y las diferentes formas de ascetismo. En circunstancias comunes, Dios siempre bendice, cuida, sostiene y suple a Sus hijos, pero cuando le es necesario castigar y probar a Sus hijos, no titubea en hacerlo. Esto no significa que los ponga a prueba todos los días, sino que Él disciplina a Sus hijos sólo cuando sea necesario; no lo hace todos los días ni a cada momento. Él no les está enviando pruebas y castigos, constantemente. A menudo recurre a tales métodos, pero no los aplica todo el tiempo. Al contrario, en circunstancias normales siempre los cuida y los provee. Por supuesto, cuando somos testarudos Él permite que nos sobrevengan pruebas y castigos, pero bajo Su provisión normal, Él lleva a cabo lo que comúnmente tiene que hacer. Tenemos que entender claramente que Dios no desea vernos sufrir, sino que reserva todas las buenas cosas para Sus hijos. Por lo que, podemos disfrutar todas las provisiones que Él nos ha dado. Entonces, ¿a qué se refiere la Biblia cuando habla de sufrimiento? En la Biblia, el sufrimiento se refiere a una elección voluntaria que uno hace delante del Señor. El Señor ha dispuesto que todos nuestros días estén llenos de bendiciones de gracia, pero nosotros, a fin de servirle y de ser Sus siervos, elegimos el camino del sufrimiento. Por consiguiente, el camino del sufrimiento es un camino que se escoge. Los tres valientes de David pudieron haberse quedado al lado de él donde estaban seguros, pero cuando le oyeron expresar su deseo de tomar agua del pozo de Belén, ellos arriesgaron sus vidas e irrumpieron por el campamento de los filisteos a fin de sacar esa agua (2 S. 23:14-17). El sufrimiento es un asunto de elección, no de imposición. Nosotros escogemos el camino del sufrimiento. Sufrimos voluntariamente por servirle a Él. Según el plan de Dios podemos evitar muchos sufrimientos; no obstante, por causa de servirle a Él, preferimos con gusto un camino diferente al de la gente común. Eso es lo que significa estar dispuestos a sufrir. Tener esta manera de pensar es una necesidad fundamental en el carácter de un siervo de Dios. Sin tal disposición, tendremos poco resultado en nuestra obra, y lo que podamos hacer será muy superficial y de poca calidad. Si un obrero del Señor no tiene la disposición de sufrir, él no puede hacer nada ante los ojos de Dios. Hablemos de varios puntos relacionados con este asunto. DOS Tenemos que darnos cuenta de que sufrir y estar dispuestos a sufrir son dos cosas muy diferentes. Tener la disposición para sufrir implica tener el deseo de sufrir voluntariamente por Cristo, lo cual significa que tenemos el corazón y la disposición para soportar aflicciones por causa de Él. Este es el significado de estar dispuestos a sufrir. Puede ser que aquellos que tienen la disposición para sufrir no necesariamente estén sufriendo. Sin embargo, mentalmente están preparados para enfrentar cualquier sufrimiento con fortaleza. Por ejemplo, el Señor puede ponernos en circunstancias en las que seamos provistos de comida, ropa y una vivienda bien amueblada. Lo que estamos diciendo no implica que no podamos disfrutar de todas estas cosas que Él nos ha provisto. Si el Señor nos ha dado tal provisión, podemos aceptarla de parte del Señor. Pero interiormente aún debemos estar dispuestos a sufrir por Él. Aunque no estemos sufriendo físicamente, debemos estar dispuestos a ello. No es necesario que suframos externamente, pero internamente debemos estar dispuestos a ello. ¿Estamos dispuestos a sufrir aun cuando las circunstancias sean cómodas y favorables? Tal vez el Señor no disponga que suframos todos los días, pero como obreros Suyos no podemos carecer de la disposición para sufrir, ni siquiera por un solo día. Es posible que no experimentemos sufrimiento todos los días, pero diariamente debemos estar preparados para sufrir. El problema es que muchos hermanos, y aun familias de obreros cristianos, desean escabullirse apenas les llega alguna aflicción. No están dispuestos a sufrir. Cuando el Señor les provee circunstancias favorables, un suplir material abundante y buena salud, ellos le sirven con gozo. Pero tan pronto como experimentan carencias o aflicción, todo su ser se desploma. Esto implica que no están dispuestos a sufrir. Si no tenemos una disposición para sufrir, no somos capaces de soportar prueba alguna. Tener la disposición para sufrir significa que siempre estamos preparados delante del Señor para sufrir. Significa que estamos listos para sufrir y que aun escogemos el camino del sufrimiento. Si el Señor no permite que nos sobrevenga algún sufrimiento, eso es asunto Suyo, pero de nuestra parte siempre debemos estar listos para sobrellevarlos. Cuando el Señor cambia Su curso de circunstancias y nos sobrevienen pruebas adversas, debemos aceptarlas como algo normal y no verlo como algo extraño. Si sólo aceptamos las buenas provisiones del Señor pero no somos capaces de aceptar ninguna prueba, sino que nos descarriamos por cualquier inconveniente y dejamos de laborar, significa que no tenemos la disposición para sufrir. Debemos recordar que nuestra obra no espera por nosotros; debe realizarse cuando haya comida y cuando no la haya; cuando tengamos buena ropa y cuando no la tengamos; cuando nos sintamos gozosos y cuando estemos afligidos; cuando tengamos buena salud y cuando estemos enfermos. Las Escrituras nos muestran que debemos armarnos con una mente que esté preparada para sufrir; es decir, que nuestra mente debe ser un arsenal, un arma para nosotros. Esta clase de mentalidad es un arma poderosa contra la cual Satanás no puede prevalecer. Sin esta mentalidad, nuestra obra cesará tan pronto como experimentamos contratiempos y aflicciones. Hay algunos hermanos que aunque soportan sufrimientos, no tienen idea de la preciosidad de sus sufrimientos y pasan por ellos sin sentir nada de gratitud hacia el Señor. Incluso hasta murmuran y se quejan constantemente, esperando el día en que sean liberados de su sufrimiento. Ellos oran pero nunca alaban. No aceptan de corazón la disciplina del Espíritu que les ha sobrevenido. Por el contrario, oran para que esos días de prueba pasen rápidamente. Su actitud delata su falta de disposición para sufrir. Hermanos y hermanas, si durante los tiempos de paz no tenemos la disposición para sufrir, sólo seremos aptos para viajar por los caminos cómodos. Una vez que el camino se torne escabroso, abandonaremos el servicio del Señor. Esto no hará que progresemos mucho. Permítanme repetir: tener una disposición para sufrir es muy distinto al sufrimiento mismo. Si contamos con una disposición para sufrir, el Señor no necesariamente nos enviará sufrimientos, pero cuando enfrentemos situaciones adversas estaremos preparados interiormente y no retrocederemos. Aquellos que sufren no necesariamente tienen la disposición para sufrir. Muchas personas sufren sin estar dispuestas a sufrir. Entre los que sufren, puede haber unos que estén dispuestos a sufrir, y otros que no lo estén. Muchos hermanos y hermanas cuando enfrentan sufrimientos y aflicciones, se quejan y piden ayuda día tras día. Oran todos los días para ser liberados de su aflicción. No están dispuestos a sufrir en lo absoluto; están sufriendo, pero no tienen la disposición para ello. Los hermanos y hermanas que están pasando sufrimientos por causa de su salud, sus finanzas o con otros asuntos, deben entender que para el Señor lo único que es precioso es la disposición para sufrir. Él no le presta atención al hecho de que estemos sufriendo. Por lo que no debemos pensar que estamos sufriendo por el Señor simplemente porque estamos pasando por pruebas. Puede ser cierto que nuestra situación no sea placentera, pero ¿cuánto estamos dispuestos a sufrir? ¿Cuánto de este sufrimiento es por nuestra propia elección? ¿O lo único que hacemos es murmurar, guardar resentimientos, sentir lástima por nosotros mismos y justificarnos? Es posible que experimentemos un gran número de angustias y penurias sin estar dispuestos a sufrir. Tener la disposición para sufrir es algo mucho más profundo que el sufrimiento en sí. Quizás aquellos que tienen el corazón para sufrir no pasen ningún sufrimiento externo y que aquellos que están sufriendo externamente no tengan ninguna disposición para sufrir. Hermanos y hermanas, ¿pueden ver la diferencia? Es como decir que aquellos que son pobres en cosas materiales no necesariamente son pobres en sus espíritus. Muchas personas son materialmente pobres, pero no lo son espiritualmente. Del mismo modo, muchos hermanos y hermanas ciertamente están sufriendo sin tener interiormente ninguna disposición para ello. Si el Señor les diera la opción de escoger, definitivamente escogerían no sufrir en lo absoluto, no digamos por un mes, ni por un día, ni siquiera por un solo minuto de su tiempo. No tienen ninguna disposición para sufrir. Si alguien no está dispuesto a sufrir, no puede avanzar en su obra. Cuando las demandas externas vayan más allá de su habilidad interna, simplemente se echará atrás. Cuando una situación requiera de un esfuerzo adicional, no contará con las fuerzas necesarias para hacerlo. No será capaz de abandonar sus propios tesoros; sólo podrá llevar a cabo un trabajo sencillo en un ambiente propicio. Es necesario que el Señor le quite todos los obstáculos para poder trabajar cómodamente. Es sorprendente ver que muchos siervos del Señor tengan tal demanda. Debemos entender con claridad lo que significa estar dispuestos a sufrir. Es posible que un hermano que viva en tranquilidad esté más dispuesto a sufrir que uno que vive en tribulaciones. El primero puede estar preparado a sufrir por el Señor; y el segundo, aunque pase por más sufrimientos, no tiene el deseo de sufrir por el Señor. Tal vez las circunstancias de uno presenten pocas dificultades, mientras que el otro esté en gran aflicción. Hablando humanamente, pareciera que el que está en gran aflicción es el que está sufriendo, pero a los ojos del Señor, tiene más valor el que tiene la disposición para sufrir, aunque experimente menos dificultades. No debemos pensar que el sufrimiento en sí mismo nos hace aptos para servir. Debemos recordar que para satisfacer las demandas de Dios se requiere que estemos dispuestos a sufrir. Tenemos que armarnos de esta disposición. Si no la tenemos, no hay posibilidad de pelear la guerra espiritual, pues tan pronto como enfrentemos problemas, retrocederemos, y tan pronto suba el precio a pagar, nos rendiremos. Apenas el Señor permita que enfrentemos algo de aflicción, emprenderemos la retirada. Lo importante no es cuánto sufrimiento experimente una persona, sino cuán dispuesta esté para sufrir. Según nuestro concepto natural, concluiríamos que un hermano que sufre mucho conoce la gracia de Dios en mayor medida, pero muchas veces cuando nos encontramos con ese hermano, no recibimos ninguna ayuda de él. Muy pronto podremos darnos cuenta de que él no está dispuesto a sufrir; sólo sufre de mala gana. Si se le diera a escoger, evitaría las pruebas tan pronto como le fuera posible. A lo mejor, realmente esté sufriendo, pero no ha cedido al sufrimiento y pasa a través de tal experiencia renuentemente. No ha aprendido ninguna lección ante el Señor e internamente está lleno de rebeldía. Esto nos muestra que estar dispuestos a sufrir es muy diferente al sufrimiento mismo. Lo que el Señor atesora es que tengamos una disposición para sufrir, una actitud consciente de que estamos preparados para sufrir, y no la experiencia del sufrimiento en sí misma. No podemos reemplazar la disposición para sufrir con el sufrimiento mismo. TRES Ahora debemos considerar algunos problemas comunes que encontramos en la obra del Señor. Supongamos que nuestra obra enfrenta dificultades financieras. ¿Qué debemos hacer cuando Dios nos pone a prueba haciéndonos pasar por escasez material? Si la carencia económica nos hace interrumpir nuestra obra, ciertamente el Señor pondrá en duda nuestra labor. Probablemente Él se pregunte: “¿Cuáles son tus motivos para servirme?”. Hermanos y hermanas, el éxito en nuestra obra depende en gran parte de si estamos dispuestos a sufrir. No podemos abandonar la obra simplemente porque se nos presente un pequeño inconveniente o porque una pruebita nos moleste. Ningún siervo de Cristo puede estipular que saldrá a laborar siempre y cuando salga el sol, pero se quedará en su casa cuando llueva. Si tenemos una mente dispuesta a sufrir, desafiaremos las dificultades, las adversidades, las enfermedades e incluso la muerte. Si tenemos una mente dispuesta a sufrir, podremos hacerle frente al diablo y declarar: “¡Seguiré adelante sin importar lo que me pase!”. Pero si tenemos algún temor, Satanás siempre nos amenazará y nos derrotará con aquello a lo que le tememos interiormente. Si decimos: “¡No temo al hambre!”, Satanás no podrá hacernos nada enviándonos hambre; simplemente tendrá que huir. Si decimos: “¡No le temo al frío!”, el enemigo tampoco podrá hacernos nada enviándonos un clima frío, y tendrá que huir nuevamente. Pero si decimos: “¡Le temo a la enfermedad!”, Satanás de seguro nos enviará enfermedad, porque él sabe que esa enfermedad nos desanimará. En cambio, si decimos: “¡No le temo a la enfermedad!”, él no podrá hacernos nada. Si no tenemos una disposición para sufrir, Satanás usará aquello a lo que más le tememos para atacarnos, y seremos derrotados. Todo siervo de Dios tiene que estar bien preparado para sufrir y no temerle a nada. Cuando nos acontezca esto o aquello, debemos persistir. Tenemos que persistir cuando le sobrevengan pruebas a nuestra familia o cuando nos enfermemos. Tenemos que persistir aun cuando pasemos hambre o frío. Si interiormente tenemos esta actitud, Satanás no podrá hacernos nada porque estamos dispuestos a sufrir. Pero si no tenemos esta disposición para sufrir, caeremos tan pronto Satanás nos haga frente con aquello mismo a lo que le tememos. Si este es el caso, retrocederemos en la obra de Dios y llegaremos a ser inútiles. Hermanos y hermanas, debemos declararle al Señor: “Por causa de Tu amor y el poder de Tu gracia, me comprometo a hacer la obra sin importar las consecuencias, ya sea el cielo o el infierno. ¡Esta será mi posición, nada me hará desistir de ello!”. Si no tenemos tal manera de pensar, Satanás aprovechará nuestra debilidad para acabar con nosotros y comprobar que no somos capaces de nada. Tenemos que orar pidiendo misericordia a fin de conocer lo que significa tener una mente dispuesta a sufrir. Tener una mente dispuesta a sufrir equivale a tomar la determinación de estar del lado del Señor, no importa lo que el futuro nos depare ni las circunstancias que podamos afrontar. Nuestra disposición para sufrir no necesariamente nos lleva al sufrimiento. Es posible que no suframos, pero tal convicción interior siempre estará presente. Si no existe tal convicción y determinación en nosotros, una pequeña dificultad nos derrotará; pero si tenemos esta convicción, ya sea que tengamos problemas o no los tengamos, eso nos tendrá sin cuidado. ¿Entienden lo que estoy diciendo? El camino del servicio para un cristiano no es necesariamente un camino de sufrimiento, sino uno en el que debemos estar dispuestos a sufrir. Si este es nuestro caso, podremos darle gracias al Señor cuando Él nos provee alimento y vestido, y también podremos darle gracias si no nos lo provee. Estas cosas no significarán mucho para nosotros; es lo mismo que tengamos abundancia o escasez. Debemos entender que por ser creyentes no tenemos que ir en búsqueda de sufrimientos. Sin embargo, ciertamente debemos tener una mente dispuesta a sufrir. El cristiano debe estar preparado para llevar a cabo su tarea sin importar que haya dificultades en el camino o no. No retrocede ante ninguna dificultad. Si no resuelve el asunto de su disposición, no podrá resolver ningún otro asunto. Supongamos que usted tiene que viajar. Si se encuentra físicamente débil, es de esperar que requiera de una cama más cómoda que la que necesita una persona saludable. Pero si dice: “Yo debo tener una cama cómoda porque no estoy tan saludable”, usted será vulnerable ante el enemigo en ese particular; así que, él le dará una cama incómoda. Mas si usted tiene una mente dispuesta a sufrir, no le dará importancia al asunto de la cama y continuará con su obra. Sin embargo, no habrá virtud alguna si se le provee una cama cómoda, y usted la rechaza y prefiere dormir en el piso. Si el Señor le provee una cama confortable, acéptela, y si Él le da una cama incómoda, también acéptela. Usted debe continuar con su labor sin importar cuán mala sea la cama. Jamás debe abandonar su labor por causa de una cama. Esta actitud es lo que la Biblia quiere decir con tener una mente dispuesta a sufrir. Algunos hermanos tienen muy escasas provisiones materiales en su vida. Sin embargo, esto no necesariamente significa que ellos tengan más disposición para sufrir. No debemos pensar que los cristianos que viven en circunstancias poco favorables tienen por consecuencia más disposición para sufrir que aquellos que viven en circunstancias más favorables. Sólo aquellos que se han consagrado al Señor tienen realmente una disposición para sufrir. Una mente dispuesta a sufrir no es limitada por nada; no tiene fondo. Supongamos que al ir a cierto lugar uno tenga que dormir en el piso y que en otro lugar no tenga ni eso, sino que su cama sea un poco de paja en el fango. ¿Qué haría usted? Algunos se esfuerzan por dormir en una cama así y ellos de hecho están sufriendo, pero su sufrimiento tiene un límite. Tal vez puedan tolerar un piso duro, pero nada más. Ellos parecen decirles a los demás que se han rebajado demasiado y que ya no pueden rebajarse más. Esto es tener la experiencia de sufrir sin tener la disposición para ello. Algunos hermanos pasan sus vidas con relativa comodidad y disfrute, pero son capaces de ajustarse a normas de vida más bajas y estar contentos con ello. Son capaces de dormir en un piso duro como también en un lecho de paja. No se quejan, y con gozo toman lo que se les ofrece. Esto es lo que significa tener una disposición para sufrir. Dios está llamándonos para que tengamos una disposición para sufrir. Debemos recordar que esto no es un asunto meramente de sufrir, sino de tener una disposición para sufrir. Para servir al Señor se requiere de una mente dispuesta a sufrir; de lo contrario, Dios no puede usarnos. Aquellos que no son capaces de sufrir se derrumban ante la más leve prueba; abandonan su obra tan pronto como Satanás pone alguna dificultad en su camino. Hermanos y hermanas, ¿pueden ver esto? Contar con una mente dispuesta a sufrir significa tener la habilidad de bajar el nivel de vida de una manera incondicional. Además, no es una cuestión de cuánto suframos, sino cuál es el grado de sufrimiento que podemos soportar. El sufrimiento no es una necesidad, pero estar dispuestos a sufrir sí lo es. La intención del Señor no es mantenernos en sufrimientos, sino forjar en nosotros una disposición para sufrir. Ningún hermano o hermana que esté aprendiendo a servir al Señor será fuerte si no cuenta con esta disposición para sufrir. Si no tenemos tal disposición, seremos el más débil de todos los hombres. Tan pronto enfrentemos alguna dificultad, brotará la autocompasión. Lloraremos y nos quejaremos, diciendo: “¿Por qué me sucede esto a mí?”. En cierta ocasión, una hermana quien había estado sirviendo al Señor por años fue a ver a otra hermana que estaba llorando, y le preguntó: “¿Por quién estás derramando lágrimas?”. Muchas personas sólo lloran por sí mismas. Ellas se consideran a sí mismas muy queridas y valiosas y se lamentan por su situación; pero las lágrimas que derraman son por ellas mismas. Tales personas son las más débiles de todo el mundo; se derrumban tan pronto se enfrentan con el más leve desafío. Lo importante cuando llegan las pruebas y las aflicciones es en dónde ponemos nuestro corazón. Por un lado, está nuestro sufrimiento; por otro, está la obra del Señor. Si no tenemos una mente dispuesta a sufrir, de inmediato sacrificaremos la obra del Señor. ¡Estaremos muy ocupados compadeciéndonos de nosotros mismos y preocupándonos por nuestra persona, que no nos quedará la energía suficiente para ocuparnos de la obra del Señor! Hermanos y hermanas, tenemos que aprender a desarrollar una disposición para sufrir. Si abandonamos la obra, ciertamente nuestros sufrimientos terminarán, pero también es cierto que la obra sufrirá pérdida. Si carecemos de una mente dispuesta a sufrir, Satanás puede lograr que en cualquier momento sacrifiquemos nuestra obra y la abandonemos. Debemos recordar delante del Señor que estamos aquí para respetar y sostener la gloria de Dios. Dios puede determinar que vivamos o que muramos, pero de nuestra parte debemos ser fieles a nuestra responsabilidad. No podemos abandonar nuestra obra; debemos persistir hasta el fin. No deseamos ver que los hermanos y hermanas pasen por sufrimientos. Hasta donde sea posible, es bueno que ellos se ocupen de satisfacer sus necesidades diarias con moderación. No les pedimos que busquen sufrir deliberadamente, ni le imponemos sufrimientos a nadie. Nuestra esperanza es que Dios supla todas nuestras necesidades. Pero debemos darnos cuenta de que es muy necesario tener una disposición para sufrir. Por un lado, tenemos que creer que Dios no retiene ningún bien para con nosotros; por otro lado, es necesario que tengamos una disposición para sufrir. Si no la tenemos, nos derrumbaremos tan pronto como enfrentemos dificultades y contratiempos en nuestras vidas. CUATRO Naturalmente surge una pregunta: ¿Hasta qué punto debemos estar preparados para sufrir? La norma que establece la Biblia es: “Sé fiel hasta la muerte” (Ap. 2:10). En otras palabras, tenemos que estar preparados para cualquier sufrimiento, incluso para sufrir la muerte. Por supuesto, no queremos ser extremistas, pero no hacemos concesiones en cuanto a estar dispuestos a sufrir. Si hubiera, preferiríamos dejar que el propio Señor lo haga todo, o incluso preferiríamos que la iglesia o los hermanos más maduros nos equilibren en este asunto. Por nuestra parte, tenemos que entregarnos del todo. Si nosotros mismos transigimos, ¿cómo podríamos ser eficientes en nuestra obra? No tendríamos manera de seguir adelante. Si valoramos mucho nuestra vida y andamos con cautela todo el tiempo, no lograremos hacer mucho en la obra de Dios. Todos tenemos que ser fieles aun hasta la muerte. Este es nuestro camino. El Señor no ha de sacrificar nuestra vida sólo porque le prometimos ser fieles hasta el fin. No obstante, la preservación de nuestra vida es un asunto que depende del Señor, no de nosotros mismos. Solamente del Señor depende arreglar todo lo que nos suceda. De nuestra parte, tenemos que estar preparados para sacrificarnos. Debemos estar preparados para enfrentar cualquier clase de sufrimiento. Hermanos y hermanas, si aman mucho su vida, no podrán ser fieles hasta la muerte. Aquellos que son fieles hasta la muerte no aman tanto su propia vida. Este es el requisito básico que nos impone el Señor. Nuestra disposición para sufrir debe ser tan fuerte, que podamos decir: “¡Señor, moriré por Ti! No me interesan las circunstancias que pueda haber alrededor de mí. ¡Estoy dispuesto a dar mi vida por Ti!”. Hermanos y hermanas, sin tal determinación, cesaremos de laborar tan pronto vengan las dificultades. Todo obrero del Señor tiene que aprender a no amarse a sí mismo. Aquellos que se aman a sí mismos están limitados en su obra. Cuando llegan a cierto punto, se detienen. Dios busca hombres que le sirvan incondicionalmente, y desea que ellos estén dispuestos a poner su vida a un lado para servirle. No se preocupen si se van a un extremo. Eso es algo completamente distinto. De nuestro lado, no debemos preocuparnos por hacer provisión para nosotros mismos, sino por tener una disposición absoluta para sufrir. Permítanme repetir: No tenemos que sufrir, pero debemos tener una disposición para ello. Siempre tenemos que estar listos para echar a un lado toda preocupación o ansiedad. Tenemos que echar a un lado las dificultades externas e incluso estar dispuestos a sacrificar nuestra propia salud. Si nos amamos desmedidamente y tenemos temor de consagrarnos en forma absoluta no podremos lograr mucho. Tenemos que decirle al Señor: “Estoy dispuesto a consagrarlo todo. De ahora en adelante, ningún sufrimiento me privará de servirte. ¡Esta es mi elección, no importa lo que venga, sea muerte, vida, sufrimiento o gozo!”. Hermanos y hermanas, sólo una cosa es efectiva: un servicio que es fiel hasta la muerte. Mientras más mantengamos esta posición, menos daño podrá hacernos Satanás. No tendrá lugar donde huir. Aquellos que se aman a sí mismos están realmente atados por ellos mismos. Apenas sufren un poco, comienzan a llorar y quejarse interminablemente. ¡Se aman demasiado a sí mismos! Si dejamos de amarnos tanto a nosotros mismos, el llanto y las quejas desaparecerán. Hermanos y hermanas, como aquellos que hemos tomado este camino, tenemos que renunciar a nuestras propias vidas. Si hemos de tomar este camino, debemos decirle al Señor: “Puede ser que el camino que haz ordenado para mí no sea uno de sufrimiento; no obstante, estoy listo para enfrentar cualquier sufrimiento”. Perdónenme por repetir esto una y otra vez, pero tenemos que darnos cuenta de que aunque nuestro sufrimiento sea limitado, nuestra disposición para sufrir debe ser ilimitada. La medida de sufrimiento que el Señor nos ha asignado puede ser limitada, pero debemos estar listos para sufrir de forma ilimitada. Si nuestra disposición para sufrir es limitada, significa que no tenemos una mente para sufrir, y que no podremos ir muy lejos. Esta es una demanda muy elevada, pero eso es lo que el Señor busca. Cualquier cosa que sea menos que esto, indica que no somos aptos para servirle a Él. No debemos pensar que nuestra disposición para sufrir se limita a una pequeña dosis de sufrimiento. No es así, sino que la disposición para sufrir no tiene límites; ni siquiera es limitada por la muerte. Si bajamos la norma, no resistiremos ninguna tentación de parte de Satanás. “Y ellos le han vencido por causa de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y despreciaron la vida de su alma hasta la muerte” (Ap. 12:11). Si nuestra conciencia no nos condena, si somos capaces de declarar nuestro testimonio de victoria en la cara de Satanás y si despreciamos nuestra vida del alma hasta la muerte, sus ataques contra nosotros serán inútiles. Él no puede luchar contra una persona que no intenta ni siquiera preservar su propia vida. Conocemos la historia de Job. Satanás lo atacó porque dudó que Job no tuviera el deseo de preservar su propia vida. El enemigo le dijo a Jehová: “Piel por piel, todo lo que el hombre tiene dará por su vida. Pero extiende ahora Tu mano, y toca su hueso y su carne y verás si no te maldice en Tu cara” (Job 2:4-5). Satanás sabía que podía derrotar a Job si éste tenía el más mínimo amor por su propia vida. El pasaje de Apocalipsis muestra que Satanás no puede derrotar a alguien que menosprecia la vida del alma hasta la muerte. Es aquí donde muchos siervos de Dios han fracasado. Ellos aman su propia vida. Permítanme preguntarles: ¿Qué es más importante: preservar nuestra vida o preservar la obra del Señor? ¿Es nuestra propia vida más importante que nuestra responsabilidad? ¿Cuál es más importante: salvar almas o salvar nuestras propias vidas? ¿Es más importante, nuestra propia vida o la iglesia de Dios? ¿Es más importante el testimonio de Dios en la tierra o nuestra propia vida? Nadie que consiente en amarse a sí mismo es apto para servir a Dios. Aun aquellos que están sufriendo tal vez no sean aptos para servirle. Sólo los que están dispuestos a sufrir, quienes tienen una capacidad ilimitada para experimentar sufrimientos y que desprecian su vida del alma hasta la muerte, pueden servirle. Hoy tenemos que consagrarnos de nuevo al Señor. No nos consagramos al sufrimiento, pero sí estamos listos para sacrificarlo todo. Es posible que el Señor no quiera que perdamos nuestra vida, pero debemos tener la convicción de que despreciamos nuestra vida del alma hasta la muerte. Hermanos y hermanas, muchos fracasos en la obra han sido causados por la pereza del hombre, por tratar de protegerse a sí mismos y por procurar su auto-preservación. No pensemos que los ojos del mundo o los ojos de los demás hermanos y hermanas están ciegos y no ven estas cosas. Cuando salimos a la obra, todos observan si estamos consagrados totalmente o no. Si retenemos algo para nosotros mismos o si tomamos el camino de hacer concesiones, otros lo verán. Hermanos y hermanas, cuando el Señor nos llama, Él desea que dejemos todo. Que el Señor nos conceda Su gracia para que ninguno de nosotros se sobreestime a sí mismo, ni ame su vida del alma. Tenemos que aprender a no amarnos ni auto-compadecernos. Éste es nuestro camino; si no lo tomamos, nuestra obra estará limitada. El grado de nuestra disposición para sufrir determinará la medida de trabajo espiritual que desarrollemos. Si nuestra disposición para sufrir es limitada, nuestra obra espiritual también será limitada, la medida en que seamos bendición para otros será limitada, y el resultado de nuestra obra en general también será limitado. No hay medida más precisa para medir la bendición de Dios que el grado de nuestra disposición para aceptar sufrimientos. Si tenemos una capacidad ilimitada para sufrir, experimentaremos la grandeza inagotable de Su bendición.
Posted on: Wed, 23 Oct 2013 01:31:26 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015