24 JUNIO, 2013 DE RIO GRANDE HASTA ARGENTINA El último día de - TopicsExpress



          

24 JUNIO, 2013 DE RIO GRANDE HASTA ARGENTINA El último día de mayo hacía la entrada por el canal que da acceso a Lagoa dos Patos, un inmenso mar interior perteneciente a Brasil y ubicado en el extremo sur de dicho país. Por sus riberas se encuentran grandes ciudades de nombres peculiares, como Puerto Alegre, donde uno se imagina a todo el mundo dichoso y feliz, o también la sugerente Pelotas; ¿Cómo se llaman los de Pelotas…? Yo me dirigí a la cercana ciudad de Rio Grande do Sul, a unas tres horas de camino atravesando inmensos puertos pesqueros, astilleros, pasando cerca de enormes navíos de la Petrobras, hasta llegar a las pequeñas instalaciones deportivas de la ciudad, las cuales ya conocía de tiempo atrás. Al parecer nada había cambiado, o por el contrario el tiempo había hecho mella, por lo que aquellas infraestructuras náuticas dejaban mucho que desear; pero al menos se encontraban en un lugar muy resguardado, fundamental para el mal tiempo que se esperaba día y medio después. Una vez amarrado el Archibald y preparado para aguantar un huracán, o mejor dicho: preparadas aquellas instalaciones amarradas a mi barco para que así pudieran aguantar el próximo mal tiempo, me dirigí a las oficinas. En aquel puerto siempre daban a extranjero unos días de estancia gratis como cortesía, pero… Ni cortesía de estancia ni de tratamiento; ya no había servicio de combustible, el agua no era potable y no había agua caliente en las duchas (esto último se consiguió resolver, llegando al nivel de tibia) y la estancia, al precio de la mejor marina del Mediterráneo. El Mal tiempo duraría algo más de una semana, pero sólo pude pagar tres días, lo justo para dejar pasar el primer Pampero y luego buscaría un lugar donde esperar anclado. El viaje se me estaba haciendo largo y tedioso, por una parte debido a los inconvenientes que iban surgiendo, tan vez a causa de las prisas, pero sobre todo por la sensación de soledad, más en tierra que en navegación, algo que nunca le había prestado atención y ahora empezaba a sentir. Estaba a punto de salir a la calle y preguntar a la primera persona con la que me cruzara: “Hola, ¿Quieres ser mi amigo?” cuando oí a mi espalda: “¿Vos sos el del barco de fierro que acaba de entrar?” Ya tenía un amigo, se llamaba Fernando, era argentino y además navegante. La tripulación del catamarán Maná había hecho escala en Rio Grande en ruta hacia Rio de Janeiro y su tripulación Carlos, Juan y Fernando me “adoptaron” desde el primer momento; compartimos buen vino, gratas tertulias y mi primer asado argentino de este viaje. Momentos agradables, pero al tercer día el Maná siguió su curso hacia Brasil. Se me vencía el plazo de estancia en el club y el mal tiempo me impedía hacer camino hacia el sur. Necesitaba inspiración; me dirigí a un cercano Museo Oceanográfico porque Julio, del “Cibeles”, me había hablado de él en cierta ocasión… Me hice el encontradizo con su director, el Profesor Lauro y tras una breve charla me propuso: “¿Y por qué estás en el club náutico? Trae tu barco aquí, hay lugar en el muelle del Museo; tienes agua, electricidad, buenas duchas, internet…y no hay que pagar. Quince minutos después el Archibald había pasado del Infierno al Paraíso. Estaba solo en el muelle, junto algunas barcas de pesca medio abandonadas, pero un poco más allá tenía buenos vecinos: la piscina del león marino, la de los pingüinos, la de los delfines… que al anochecer, cuando se cerraba el Museo, iba a verlos para que me contaran los secretos de la Antártida… pero la verdad es que nunca me hicieron ni caso, tal vez fuera porque nunca estuvieron allí. El lugar estaba protegido del mal tiempo y era cómodo para hacer algunos trabajos de mantenimiento en el Archibald; además de pasear por la ciudad, hacer las últimas compras y dejar pasar el tiempo suficiente para que la meteorología me abriese una ventana y seguir camino hacia el sur. A la semana de mi estancia en las instalaciones del museo, a través de la frecuencia de Rafael del Castillo, éste me anunció: “Pasado mañana hay cinco días fenomenales y a tu medida, aprovecha y navega” confirmé aquella predicción por Internet; unos cuantos días de viento favorable antes del siguiente Pampero, lo justo para dejar Brasil y llegar hasta el Rio de La Plata. Dejé con cierta pena al pantalán del Museo y sus distinguidos moradores, llevándome en mi memoria un grato recuerdo, tanto del lugar como de su amable director. Y de madrugada, aprovechando la fuerte corriente de marea, dejé por popa aquella ciudad. Tras unas horas de navegación también quedó atrás la costa brasileña que durante los tres últimos meses había recorrido casi en su totalidad. El frio era cada vez más sensible, se notaba la llegada del invierno austral conforme iba haciendo camino hacia el sur. Por suerte la navegación se hizo placentera, con viento y ola suave. Las noches, sin luna pero muy estrelladas, producían un efecto fantasmagórico en el mar debido a la fuerte luminiscencia. El barco desprendía un fulgor verdoso a su alrededor; la estela se podía seguir con la vista hasta casi el horizonte y cada pequeña ola en la superficie del mar desprendía un fogonazo fosforescente que quizá y debido a alguna lectura reciente, se me antojaba como almas en pena de antiguos marinos perdidos en la tormenta… En fin, nada agradable estando allí en medio en total soledad y al poco tiempo de admirar aquél siniestro fenómeno me introduje en la acogedora cabina, encendí todas las luces, puse música de los Rolling Stones, conecté todos los aparatos de seguridad en navegación para no tener que salir a cubierta y tras una cena frugal me acomodé en el sillón de la mesa de navegación recibiendo toda la información de lo que ocurría en el exterior pero filtrada por los aparatos, eliminando así cualquier mala sensación. Al día siguiente rebasé el primer puerto uruguayo, La Paloma; la meteorología continuaba favorable y proseguí camino hacia el siguiente puerto: Punta del Este. A media noche me ya encontraba en las proximidades del famoso balneario uruguayo, pero decidí continuar camino y ya al amanecer, metido en una espesa niebla típica del Rio de La Plata, con un ligero viento en contra y predicción de meteorología adversa, conseguí franquear las escolleras del puerto de Buceo, en Montevideo, sin ni siquiera verlas, gracias al radar y puntos de referencia exactos introducidos en distintos programas de navegación. Cuando supuse que estaba dentro del puerto y con muy poca profundidad dejé caer el ancla y aún tuve que esperar más una hora hasta que la niebla comenzó a levantar para poco a poco verme rodeado de yates y veleros. Ciertamente estaba en las instalaciones del Club Náutico. El Yacht Club Uruguayo es una de las más antiguas instituciones de Montevideo, parada obligatoria para los navegantes y lugar que ya conocía de tiempo atrás. La amabilidad tanto del personal del club como se sus socios me dejó una grata sensación de bienestar y tras una reconstituyente ducha y buen desayuno, con el barco perfectamente amarrado, me dispuse a pasear por la ciudad, dirigiéndome a la parte antigua, colonial, sin destino determinado, oyendo hablar español, viendo los escaparates de comercios envueltos en la sutil y dulce decadencia propia del Uruguay… hasta llegar a los pequeños restaurantes cercanos al mercado, donde di cuenta de un buen asado. Definitivamente había cambiado de país. Durante cuatro días disfruté de aquel lugar, del amable trato dispensado por toda persona con la que me encontraba, en especial en el club náutico, dándome valiosos consejos e indicaciones precisas para navegar por la complicada desembocadura del Rio de La Plata. Otro mensaje de Rafael a través de su Rueda de los Navegantes me sacó de mi nueva rutina terrestre: “Dos días de buen tiempo y viento favorable, lo justo para llegar a Buenos Aires, aprovecha” Ya me encontraba cerca de mi destino final, me separaba de la capital Argentina escasas cien millas, pudiéndolas realizar en cualquier otro momento y disfrutar un poco más de aquel país. Pero no. Debía concluir aquella etapa del proyecto y comenzar cuanto antes la siguiente: preparar concienzudamente el barco durante los próximos cinco meses y así poder enfrentarnos con el máximo de posibilidades a las peores condiciones que nos estaban reservadas a lo largo de todo el mítico Cono Sur. Dejé Montevideo por popa y tras una noche de frio y humedad propias del río de La Plata en esta época, siguiendo intrincados canales repletos de boyas luminosas, buques mercantes, ramas y troncos a la deriva… amaneció ante mí, con cielo encapotado y un mar totalmente marrón, la moderna ciudad de Buenos Aires. Me dirigí hacia el distinguido Yacht Club Argentino, ubicado en el mismo centro de la ciudad y donde estaba invitado a amarrar, agradeciendo las gestiones realizadas para ello a mi club, el Real Club de Regatas de Alicante. Concluía así esta primera parte. Ahora quedaba sacar conclusiones, organizar los trabajos, y preparar la siguiente ruta hasta el más leve matiz. Pero antes era urgente reencontrarme con viejos amigos, despachar el tradicional asado de bienvenida y habituarme de nuevo a la vida “terrícola”. Un abrazo a todos y espero que continuéis siguiendo la aventura a través de estos relatos, que de ninguna manera dejarán de aparecer en esta Web. Cocua Ripoll. Velero Archibald. 31 MAYO, 2013 DE ANGRA A RÍO GRANDE Navegando hacia Florianopolis Frente al puente con 30 cm. de margen. ¿Pasará? Problemas en proa. ¿Quedó como nuevo, no? Llegaba el Pampero, había que asegurar el barco. Junto con mi amigo Mancha, el gigante alemán. En Río Grande, llegó el invierno. Dejé la bahía de Angra dos Reis y sobre todo Ilha Grande con mucha saudade; de buena gana me hubiera quedado recorriendo esta zona una larga temporada, para mi gusto la mejor de toda la costa brasileña, pero había que seguir camino. Navegar con prisas no es lo propio del navegante vagabundo, pero en esta ocasión no tenía más remedio; debía arribar a Buenos Aires antes de la llegada del invierno y en aquel momento tenía una previsión meteorológica inmejorable y había que aprovechar. Poco a poco, con el viento el calma y navegando a motor fue quedando por popa aquél hermoso paraíso que conocía tan bien, conecté el piloto automático que había felizmente reparado, di rumbo para pasar alejado de unos islotes y me dispuse a prepararme la comida. Al rato un tremendo golpetazo hizo que el Archibald se parara en seco, salí disparado a cubierta y vi con horror que estaba encima de las piedras que supuestamente deberían haber quedado lejos. Di marcha atrás y el barco respondió separándose de aquellas rocas. Ya con buena profundidad debajo del barco me eché al agua para comprobar si el casco había sufrido algún desperfecto y no vi ni un solo rasguño, al parecer todo el golpe se lo había llevado la parte de proa donde asienta el ancla, y comprobé que la zona de de las poleas estaba seriamente dañada, con el acero retorcido y una parte arrancado; en cualquier caso su reparación no era complicada pero de momento me impedía fondear el ancla. Ese mismo accidente hubiera mandado al fondo a cualquier velero convencional, o al menos haber creado una seria avería. Esa parte del Archibald, previendo estos golpes, la reforcé un año antes, soldando por el interior una gruesa pletina de hierro y triplicando la roda con chapa de acero inoxidable hasta alcanzar un centímetro y medio de espesor. Después de verificar que todo el daño se reducía a aquello, por lo que continué la navegación. El viento pronosticado llegó en su momento, justo de popa y según la previsión para durar cinco días, tiempo más que suficiente para hacer al menos las cuatrocientas millas que me separaban de la isla de Florianópolis. Me iba a saltar lugares muy interesantes y que me traían buenos recuerdos, pero el buen viento era un regalo que había que aprovechar y dejando de lado mis ganas ir haciendo pequeñas escalas empecé a hacer rumbo hacia mar abierto. Aquella noche me percaté de que había variaciones en el rumbo marcado al piloto automático, cosa que me hacía constantemente hacer rectificaciones, echando la culpa a las corrientes y olas, hasta que comprobé que el aparato cambiaba de rumbo aleatoriamente, un fallo intermitente que podía llegar a ser peligroso si no se controlaba, como había sucedido aquella mañana con el islote. No podía creer que un equipo prácticamente de estreno, tan sofisticado y sobre todo tan caro diera tantos problemas. Hasta casi mi llegada a Brasil todos estos aparatos electrónicos habían funcionado correctamente, desde entonces hasta ahora cuatro superpilotos, de marcas reconocidas habían dejado de funcionar; eso era demasiado. Volví a conectar mis otras alternativas intentando sin éxito resolver el enigma de este aparato. El gobierno automático del barco es algo fundamental para el navegante solitario y cada vez que uno de estos sofisticados equipos dejaba de funcionar era un duro golpe para la moral, sabiendo que no iba a hallar técnicos que pudieran solventar el problema hasta mi llegada a Buenos Aires. Pero como ya he dicho tenía alternativas, el viento era bueno, el amanecer espectacular, y el Archibald tragaba buenas millas hacia su destino; tampoco se podía pedir mucho más. Tres días después de dejar Angra llegaba al canal que separa la isla de Florianópolis del continente y tras franquear un puente con una altura de diecisiete metros (el Archibald, después de varias mediciones y comprobaciones di por supuesto que su altura máxima era de dieciséis metros con setenta centímetros) entraba a las instalaciones de club náutico. La primera labor, urgente, era reparar la parte dañada de proa y dejarla de nuevo lista para poder usar el ancla. Con la radial corté el acero retorcido y con la ayuda de un amigo que conocí aquel día llamado Mancha conseguimos enderezar las piezas deformadas en el taller de un tornero conocido por él. Agradecí mucho el favor prestado por este brasileño de origen alemán cuyo nombre, casi impronunciable, se había simplificado hasta llegar al actual, como todos le conocían. Con las piezas listas sólo quedaba soldarlas al casco y ajustarlas de nuevo, labor que no me llevó más de tres horas. El trabajo se concluyó impecablemente, quedando exactamente igual que antes del accidente; de nuevo podía usar el ancla sin problemas. El club náutico estaba bien dotado de servicios, incluso meteorológico, un marinero vino a advertirme que se esperaba un Pampero para las próximas veinticuatro horas, y era conveniente que reforzara las amarras. Estaba dentro de un puerto, por mucho viento que trajera el Pampero, y eso que los conozco, aquel lugar, teóricamente, era seguro; en cualquier caso seguí las indicaciones del profesional y amarré el Archibald con más seguridad. A las diez de la noche llegó el esperado viento; rachas de cincuenta nudos y las olas pasaban por encima de la escollera y los pantalanes como si no existieran. Surgió de repente, encontrándome en la cafetería del club tomando una cerveza. Salí corriendo hacia donde se encontraba el barco llegando totalmente calado, subí como pude, pues el Archibald cabeceaba como un caballo loco, saqué todos los cabos gruesos de los rulos que llevo en cubierta y reservaba para la zona de Tierra de Fuego y Antártida y empecé a reforzar de nuevo todas las amarras, varias veces me tuve que echar al agua para alcanzar sólidos puntos de amarre y asegurar lo mejor posible mi barco. Como era de esperar esa noche no pegué ojo. De las quince amarras que sujetaban al Archibald cuatro rompieron, pero al amanecer, en medio de una calma espectacular, el barco continuaba sujeto y sin ningún rasguño, cosa que no podían decir los propietarios de otros barcos también amarrados en las mismas instalaciones. Así son los Pamperos, también llamados Frentes Fríos en Brasil. Recuerdo, hace años, cuando navegaba con Fletcher en el Ya Veremos, uno de ellos nos sorprendió frente a las costas de Uruguay; a malas penas conseguimos llegar al puerto de Punta del Este, donde aguantamos sus embates amarrados a una boya durante tres días, sin poder bajar a tierra. Empecé a hartarme de mi estancia en tierra, pero la meteorología continuaba adversa, aconsejándome esperar antes de proseguir viaje, pues la siguiente travesía era la más peligrosa de todo el viaje; debía recorrer otras casi cuatrocientas millas, sin puertos alternativos de protección, hasta al menos la ciudad de Río Grande, la última de la costa brasileña. Estudiando la carta náutica descubrí una bahía muy protegida al sur de la isla, a tan sólo tres horas de navegación, donde el agua estaría limpia y podría esperar la ventana de tiempo favorable sin necesidad de gastar más dinero, pues aún sin querer, estando en puerto, la cartera se vacía a velocidad supersónica. Al amanecer del siguiente día dejaba por popa la ciudad de Florianópolis para dirigirme a la solitaria ensenada de Pinheira, donde anclé a primeras horas de la tarde. Durante dos días me centré en preparar el barco para la dura travesía que tenía por delante y a saturarme de información meteo que me daba Rafael del Castillo vía radio y la que yo podía conseguir a través de Internet, intentando vislumbrar la ansiada ventana que me sacara de aquel lugar, por otro lado muy bello y bien protegido. Lamentablemente aquel lugar era un punto clásico de veraneo y ahora, en pleno otoño, todo se encontraba cerrado salvo una farmacia y un pequeño supermercado que daba servicio a las escasas familias de pescadores que allí moraban durante todo el año. El tiempo pasaba, la meteorología seguía desaconsejando la partida, con vientos fuertes del suroeste y lluvia a veces intensa. Pasaba el día leyendo, haciendo bricolaje en el interior del barco y estudiando los partes meteo que recibía a través de la radio junto con la información diaria de Rafael y la de Fletcher, que por e-mail me mandaba todos los partes que podía conseguir. Durante un leve paréntesis en todo aquel tiempo adverso volví a cambiar de puerto, ahora me encontraba en idéntica situación que la anterior pero había avanzado veinte millas hasta el puerto comercial de Imbituba, donde fondeé entre las barcas de pescadores dispuesto a armarme de paciencia y esperar el tiempo que hiciera falta. Al menos había cambiado de paisaje… a peor. Imbituba es un lugar muy protegido del viento sur pero salvo las instalaciones comerciales, exclusivas para los grandes navíos y prohibido su acceso, no había absolutamente nada de infraestructura en la costa, salvo alguna caseta de pescadores, de los cuales me hice amigo. Ellos, al igual que yo, se encontraban sin poder salir a faenar por culpa del mal tiempo, “Hay que esperar tres o cuatro días –me decían-, el tiempo va a cambiar” Tras ese intervalo de tiempo, el constante viento del suroeste comenzó a bajar de intensidad. Rafael del Castillo me aconsejó: “No tienes más remedio que salir ahora; hay una ventana de viento favorable de cinco días, más que suficiente para que llegues a Rio Grande –me decía a través de la radio-, luego viene un Pampero de los buenos y deberás estar bien amarrado para recibirlo con todos los honores, pero… justo en medio de ese intervalo vas a tener un día malo; lo siento, pero todo no va a ser Camino de Rosas. O sales ahora o te quedas donde estás como mínimo dos semanas.” Por mi cuenta también tenía la misma información, así que subí el ancla y abandoné Imbituba, el último puerto seguro hasta Rio Grande, a tres días de camino. La primera jornada fue fantástica, con viento suave de través que hacía navegar al Archibald a seis nudos. “Podía ser así hasta el final –Pensaba” Pero no; como estaba previsto, a media noche el viento fue cambiando de dirección y subiendo de intensidad, las olas aumentaron de tamaño y yo me dispuse a pasar una noche de perros. Pero no fue para tanto, y al atardecer del siguiente día la cosa empezó a calmar hasta quedarse el mar como un estanque. “Será el Cambio Climático –me decía-, pero esto ya parece el Mediterráneo” Lo malo, al parecer, había pasado; había superado más de la mitad de la travesía y sólo me quedaba avanzar a ritmo de vela y motor hasta mi nuevo destino. Al amanecer, después de tres días navegando, tenía frente a mí las escolleras de entrada a la gran laguna de Los Patos, donde entre otras ciudades se encontraba mi destino; Río Grande, arribando todavía con un margen de dieciocho horas de antelación a la llegada del temido Pampero. Recorriendo el primer tramo del interior de la escollera distinguí sobre una de sus piedras una enorme foca, un Lobo de Mar, como lo llaman por esta zona. Evidentemente el trópico había quedado atrás. Un abrazo para todos y hasta el próximo relato, que espero sea el último de esta etapa de la aventura. Cocua, velero Archibald. 14 MAYO, 2013 RIO Y ANGRA Navegando bajo el Pan de azucar Archibald en Rio de Janeiro Dos de las 365 islas de Angra Fondeo en Palmas, Ilha Grande Playa de Lopes Mendes, Paraiso de los surfistas Ensenada de Sitio Forte Restaurante Reis e Magos. Saco do Ceu Archibald desde el Restaurante Reis e Magos Hola a todos: Dejé por popa Cabo Frío a primeras horas del día. Un viento suave me empujaba hacia Río de Janeiro donde tenía estimado llegar la tarde de aquel mismo día. La navegación fue perfecta, en ruta paralela a la costa, reconociendo las mismas islas y cabos que viera en el año 1983, cuando llegaba por primera vez a América en el bello velero “Don Quijote”, de bandera argentina, en travesía directa desde Dakar, Senegal. Doce años después volvería a navegar por estas aguas a bordo de mi velero “Ya Veremos” en compañía de mi amigo Fletcher, esta vez sin objetivos concretos, dejándonos llevar por el son que marca el vagabundear en velero. No hay mayor placer que llegar en barco y a la hora del atardecer a las inmediaciones de Río de Janeiro. Durante esas horas la luz consigue un espectacular reflejo amarillento, haciendo resaltar el verdor de la mata atlántica a la vez que la oscura piedra de la costa, libre de vegetación, contrasta con el entorno; todo ello envuelto en un azul celeste y un mar en perfecta calma. Pasé bajo el imponente Pan de Azúcar atento a las corrientes que desviaban el curso del Archibald, hasta que entré en la bahía de Guanabara, la más selecta de todo Río, dominada por el monte Corcovado, donde se alza el majestuoso Cristo Redentor. Anochecía cuando eché el ancla en la pequeña ensenada del barrio de Urca, un lugar clásico y residencial y al rato ya estaba dando una vuelta frente a sus señoriales mansiones. Mi objetivo en Río era claro: reparar cuanto antes la vela dañada y seguir camino hacia el sur cuanto antes. Río de Janeiro era una ciudad vieja conocida mía; en el 83 estuve aquí casi cinco meses, en el 95 más de veinte días y en el 97 otro tanto, sabía que Río atrapa y si empezaba a visitar mis lugares favoritos me costaría arrancar de nuevo. Al día siguiente dejé Urca para dirigirme hacia las instalaciones del selecto Iate Clube de Rio, donde también se encontraba la velería de North Sails. Conseguí permiso para dejar allí el barco durante unas horas y me encaminé hacia el local de North. Ya me estaban esperando; mi amigo Antonio Sánchez ya había puesto sobre aviso de mi problema a North España y ellos a su vez a sus agentes de Río. Entré por la puerta de la velería a las nueve de la mañana y a las doce salía con la vela reparada ¡Y sin coste alguno! Tan sólo me pidieron que enviara una foto de la vela con un iceberg de fondo. Así debería ser la fraternidad entre los navegantes. No en vano yo había sido tiempo atrás delegado de North Sails para la zona del Levante español. En el Iate Clube los guardas de seguridad me esperaban con mala cara, pues no se permite allí visitantes sin una invitación previa. Solté amarras y abandoné las instalaciones. Una opción era ir a la marina Da Gloria, apartada del centro y hoy en día bastante cara; podía volver a Urca, pero no era un lugar seguro y necesitaba amarrar en un club náutico para izar la vela y hacer algunos arreglos y revisiones al barco, así que dejé la bahía de Guanabara, crucé la gran bahía de Río y me dirigí a Niteroi, concretamente al Clube Naval de Charitas, otro lugar conocido donde todavía tenía algún amigo. Allí estuve tres días, dando un repaso bien merecido al Archibald en compañía de antiguos amigos que después de casi veinte años todavía me recordaban. Pero había habido cambios: para empezar, mis amigos, que en aquella época ya eran mayorcitos ahora eran… pues más mayores, sin ganas de mucha fiesta ni convite; además, la estadía del club era más alta de lo que imaginaba, así que en cuanto concluí los trabajos propuestos volví a soltar amarras dejando por popa aquella maravillosa Bahía. Siguiente parada: Ilha Grande, en el distrito de Angra dos Reis. Tiempo atrás llegamos Fletcher y yo a este lugar por recomendación de varios navegantes brasileños. La isla había sido un presidio de alta seguridad y al clausurarse comenzó poco a poco a abrirse al turismo. La isla en sí es espectacular, al igual que la bahía que ésta protege, según dicen con trescientas sesenta y cinco islas, una para cada día del año. Anclamos, entonces, en una de las innumerables ensenadas de la isla y quedamos maravillados. “Esto da para quedarse al menos un mes o dos” le dije a mi compañero, pero ese tiempo se transformó, sin darnos cuenta, en año y medio. Nuestro “cuartel general” estaba en un pequeño pueblo de pescadores llamado Abraâo y allí hicimos amigos que poco a poco se transformaron en nuestra familia: Renato, el italiano; Martin, el holandés; Claude y Marina, la pareja de navegantes franceses; Nilson y Yayoi, brasileños… con ellos compartimos nuestro tiempo en la isla y ahora volvía con intención de renovar aquella antigua amistad. Allí estaban todos, unos se habían marchado regresando pasado un tiempo, otros nunca dejaron aquel mágico lugar. Durante unos días nos relatamos nuestras aventuras y desventuras particulares entre cervezas y caipiriñas, pero esta vez tuve que dejar aparcado lo que llamo con orgullo “Mi Ritmo Tropical”, justo en el mismo lugar donde lo aprendí para continuar camino e intentar llegar a mi destino final antes de la llegada del mal tiempo procedente del sur. En cualquier caso no pude dejar de visitar lo que creo son los mejores fondeaderos de Brasil e incluso más allá: ensenada de Las Palmas, con un refrescante baño en la playa de Lopes Mendes, según dicen, la mejor de Brasil y yo así lo creo; la ensenada de Sitio Forte; playa de Aventureiros… sin olvidar Saco do Ceu, saco de cielo, una ensenada muy protegida dentro de otra, donde el mar se encuentra tan calmado que durante las noches claras sin luna todo el firmamento se refleja en las aguas de este gran estanque, donde en su centro se encontraba el Archibald anclado. Aquí, en uno de los costados de la ensenada, medio escondido entre la tupida vegetación, se encuentra uno de los más exclusivos restaurantes de Brasil, Reis e Magos, creado y dirigido por el artista catalán-brasileño Pedro Benet y su hijo Miguel, viejos conocidos tanto de Fletcher como míos. Allí pasé una velada, sentado frente a una mesa con mantel de hilo, rodeado de selva y luz parpadeante, intercambiando recuerdos, comida brasileña, algo de jamón serrano, vinos de Rioja y buen cava, los tres últimos productos cosecha del Archibald. Muy a mi pesar no tuve más remedio que abandonar aquel paraíso, con certeza el más bello de Brasil y continuar camino hacia el sur. Rafael del Castillo me informó una de las últimas noches de mi estancia: “¡Aprovecha, esta semana que entra hay un viento favorable que te puede llevar bastante al sur! Esta situación no es muy habitual, así que empieza a navegar cuanto antes.” Y así lo hice. Espero que disfrutéis estos relatos acompañándome de esta manera durante esta solitaria travesía. Me gustaría poder tener más contacto y saber vuestras opiniones, pero hasta la llegada a Buenos Aires temo que será imposible. El escaso tiempo del que dispongo durante mi estancia en tierra, las circunstancias y la mala cobertura de Internet que encuentro allá donde llego lo hacen demasiado difícil, así que tendré que esperar un poco más. Un abrazo y hasta la próxima. Cocua 8 MAYO, 2013 DE VITORIA A RIO La ciudad de Vitoria, al margen de su pequeña zona colonial, es una ciudad moderna, impersonal y poco atrayente, pero allí podía encontrar todo lo que necesitaba y su club náutico, más social que deportivo, estaba bien resguardado del mal tiempo, y sobre todo: la estancia en dicho club es barata. Hacia allí me dirigí. Una vez con el barco seguro en sus instalaciones y hechos los trámites de llegada me fui a pasear por los alrededores de dicho club. La zona, de alto nivel, era demasiado cara para mi escasa economía, no encontré ningún restaurante barato, pero después de lo pasado durante los días anteriores decidí abrir la cartera más de la cuenta, algo que de vez en cuando hay que hacer y la verdad es que, pasado el disgusto de la factura, no me arrepentí en absoluto. La lista de trabajos urgentes era cuanto menos generosa, y el lugar se prestaba para al menos reducirla, añadiendo además que las previsiones meteorológicas no eran favorables para continuar camino; por tanto aproveché la estancia para comenzar dando un buen repaso al motor, que empezaba a pedir atenciones. Tras cuatro días de estancia tanto el Archibald como yo nos encontrábamos en condiciones de partida, pero de nuevo el amigo Rafael del Castillo, a través de los ondas, me informaba: “todavía quedan unos días de mal tiempo, el cabo que tienes por proa, Sao Tomé, tiene mala leche, creo que deberías esperar un poco más” Ya conocía el cabo y su fama, pero yo no quería seguir allí, así que viendo la carta náutica descubrí que a pocas horas de navegación existía una zona de playas y ensenadas protegidas, mucho mejor lugar para esperar que en esta cara ciudad, así que me despedí de la amable Vitoria y puse rumbo a Guaraparí, mi nuevo destino. El sitio elegido donde eché el ancla estaba muy resguardado del viento, con el mar totalmente calmado y frente a una hermosa playa con algún chiringuito turístico; el lugar idóneo para esperar buen tiempo, el cual llegó tres días después. Dos días y medio duró la siguiente travesía, con un viento excelente que empujó al Archibald bordeando el cabo, dejando por estribor unas restingas de arrecifes que adentraban en el mar varias millas y a la vista por babor un sinfín de plataformas petrolíferas, a esto había que añadir los barcos que dan servicio a las plataformas, los pescadores… ¡Cómo para pasarlo con mal tiempo! Doblé el cabo en relativa calma y puse proa a Buzios, otro protegido fondeadero ya bastante cerca de Río de Janeiro. Buzios es un lugar mítico de la costa brasileña. En los años sesenta lo “descubrió” Brigitte Bardot, poniéndolo de moda. En fin, un tranquilo y bello lugar de pescadores se transformó en lo que llamaron La Saint Tropéz brasileña. Empezaron a edificar hoteles de lujo, abrir restaurantes de postín, boutiques de moda… y, cómo no, por allí desfiló toda la tropa artística de siempre: músicos, escritores, pintores, millonarios, play boys… más hoteles, más restaurantes… hasta que empezó su decadencia. Entonces con buen ojo llegaron los argentinos y consagraron Buzios como su santuario vacacional de primer orden. Gracias a ellos este lugar se mantiene, con un aire ahora ibicenco, para ofrecer al visitante, a precios también ibicencos, el disfrute de aquel bello lugar… Lo cual no es para mí, así que tras pagar seis euros por una cerveza y tres por un café, poder hablar en mi idioma más de cinco minutos seguidos y realizar algunas compras imprescindibles, puse agua entre el bello Buzios y la popa del Archibald. Nuevo destino: los fondeaderos salvajes de Cabo Frío. Por una cuestión u otra, el turismo llega a todos lados. Las playas desiertas que conocí años atrás se llenan literalmente de turistas llegados a bordo de las Escunas de paseo desde las doce del medio día hasta las cuatro de la tarde, igual que las playas de Formentera; será la globalización. En cualquier caso a mí no me afectaba, durante ese tiempo iba a bucear a una zona alejada con una fauna increíble donde cabría añadir una cantidad de tortugas marinas por demás. Más de cien llegué a contar en una mañana, nadando lentamente a mí alrededor o intentando ocultarse bajo alguna roca para echar un sueñecito. Algo realmente espectacular. Por las tardes, libres las playas de gente, me dedicaba a disfrutar de los paseos por su arena blanca… hasta que me clavé un pincho en la planta del pié. Era la señal inequívoca para continuar viaje; el tiempo seguía bueno. Franqueé el estrecho paso llamado Boquerón que da fin a la zona de Cabo Frío y puse rumbo hacia el final de esta etapa: Río de Janeiro, donde me volvía a esperar una lista interminable de trabajos a realizar. Hasta aquí llega mi relato, Espero que lo disfrutéis. Un abrazo y hasta la próxima entrega. Cocua. 29 ABRIL, 2013 CAMAMÚ Y NAVEGACIÓN A VITORIA Fondeo en Barra Grande, Bahía de Camamu Mi buen amigo de la siesta. Manoel, El Moqueca, mi viejo amigo de hace 17, ahora es un gran empresario. Todavía quedan algunos lugares salvajes en Brasil. Recogida de agua en el trópico. La navegación sigue siendo la útlima aventura. Amanecía cuando la proa del Archibald navegaba hacia una bahía poco definida, con varias islas rasas por delante, arrecifes que casi no se distinguían y el estuario de un río que poco a poco se introducía en tierra. Diecisiete años antes entrábamos por el mismo lugar, muertos de miedo, Fletcher y yo a bordo del “Ya Veremos”, con una mala fotocopia de la carta de navegación que comprendía parte de esta zona, unos dibujos a escala realizados en Salvador la noche antes, copia de otros que guardaban como “Oro en Paño” unos amigos navegantes portugueses. En aquellos años solamente contábamos con un profundímetro que no siempre funcionaba, mucha (o más bien poca) intuición y unas ganas locas de conocer lugares perdidos de la costa brasileña y ese iba a ser uno de los mejores. Mal que bien, entre lluvia y viento conseguimos llegar frente a una supuesta aldea y allí mismo fondeamos el ancla y esperamos a que la lluvia tropical dejara de caer. A media tarde bajamos a tierra en el bote y descubrimos entre el bosque de cocoteros y frondosos árboles del trópico, una docena escasa de chabolas alrededor de una pequeña iglesia. Tras haberse resguardado del aguacero, la gente salía de sus casas, nos miraba, sonreían y nos decían frases en portugués que no entendíamos del todo, nosotros devolvíamos el saludo con simpatía para seguir recorriendo aquel idílico lugar, donde encontraríamos la fraternidad auténtica del brasileño. A los pocos días ya éramos conocidos por toda la gente del pequeño pueblo, nos invitaban a sus casas, a sus celebraciones, a su mesa… y así seguimos durante tres semanas, hasta que pudo más la inquietud de seguir viaje, conocer nuevos lugares y con tristeza abandonamos aquel lugar, que por cierto se llamaba Barra Grande. Ahora en el año 2013 navegaba con un “arsenal” electrónico que me iba diciendo el paso seguro hacia el interior de la complicada bahía. El Archibald pasaba frente a aquel fondeadero continuando camino, adentrándose en el río hasta llegar a un lugar perdido, entre dos islas, donde el agua estaba en total calma. Eché el ancla y media hora después recorría en el bote las playas desiertas, bajando a tierra para hacer mi recolección de cocos verdes y tomar una cerveza en los chiringuitos que de repente aparecían justo al lado de la playa. ¿Qué clientela tendrán? Me preguntaba. Durante los siguientes días fui cambiando de fondeadero, cada cual mejor que el anterior, hasta que regresé al primero de todos, el de Barra Grande. Ya me habían advertido que el lugar había evolucionado y se había convertido en un centro turístico de primer orden. Baje a tierra justo donde solíamos desembarcar Fletcher y yo y la verdad es que no reconocía el lugar; caminé por la calle principal del pueblo, repleto de bares, posadas, tiendas, supermercados… hasta localizar la pequeña iglesia. A partir de ese momento me di cuenta del cambio que había experimentado aquella pequeña aldea. Pero había sido una evolución lógica y a mi modo de ver incluso agradable, respetando el entorno y la naturaleza; seguían estando allí los bosques de cocoteros, los frondosos mangos, las enormes higueras tropicales, y las construcciones modernas armonizaban con todo ello. Al día siguiente me fui de paseo bordeando la pequeña península hasta llegar a mar abierto, por aquellas playas, antes desoladas, encontré nuevas construcciones, casi todas ellas Pousadas, pequeños hoteles típicos brasileños. Caminando llegué a una playa que recordaba y de repente vi una palmera que me era familiar, muy tumbada, casi horizontal. “En una palmera muy parecida a esa me tumbaba por las tardes a ver el mar…” Pensé. Me giré y vi un restaurante justo al lado y un bahiano que me decía: “Oi espanhol, ya era hora que vinieras a tomar una cerveza con tu viejo amigo Manoel”. Aquel restaurante había sido un chiringuito hecho con tablones traídos por el mar y Manoel había hecho allí su medio de vida, con una nevera de butano y una pequeña cocina. En otro tiempo aquel lugar fue nuestro “Cuartel General” Tras pasar el día con mi amigo regresé por donde había venido, viendo el mismo atardecer que tanto a Fletcher como a mí nos cautivó varios, bastantes años atrás. Al día siguiente abandoné Camamú. No sin ganas de quedarme una buena temporada por estos lugares, pero el tiempo era bueno y Rafael del Castillo, mi consejero meteorológico y mi contacto con el Mundo Exterior a través de la radio me dijo la noche anterior: “Viene buen tiempo, aprovéchalo y navega todo lo que puedas, porque en pocos días se pondrá de nuevo la cosa fea” y así lo hice. Mi nuevo destino era el archipiélago de Abrolhos, a dos días de camino. Con viento favorable pero con amenazantes chubascos, que la mayoría de las veces traían agua, suficiente para el abastecimiento del Archibald, un regalo que siempre había que aprovechar. La navegación fue tranquila, ocupando el tiempo con la pesca, buena lectura y por supuesto preparando el equipo de buceo, pues Abrolhos es el parque natural preferido de los submarinistas, semejante a un gigantesco acuario con toda clase de vida marina, desde los grandes tiburones a enormes meros, langostas, manta rayas, y todo tipo de peces tropicales. Anteriormente había visitado Abrolhos en dos ocasiones, llamándome siempre la atención la cantidad y variedad de habitantes marinos que había, sobre todo comestibles, pero siempre el vigilante se adelantaba y bien temprano, a primera hora, llegaba con su Zodiac junto con un par de buenas piezas que nos ponía sobre cubierta: “Tomad, eso es para vosotros, es parte de lo que me han traído los pescadores, así no intentaréis pescar, que os conozco y he visto vuestros fusiles”. Luego el tipo nos llevaba a los mejores lugares de buceo y por la tarde nos hacía de guía por las islas visitables, un buen camarada. Ya me encontraba cerca del archipiélago cuando en uno de los contactos con Rafael y su Rueda de los Navegantes me dijo: “Tu escala en Abrolhos va a tener que ser breve, o muy larga, según quieras. Un frente se aproxima y tendrás vientos fuertes y contrarios durante varios días, el mal tiempo llegará en algo más de cuarenta y ocho horas, mañana te podré dar más detalles” No podía perder mucho tiempo, un frente así me podía retener en el archipiélago más de una semana. Estaba bastante cerca de las islas y un chapuzón no me lo iba a quitar nadie, luego seguiría camino. Dos días era tiempo suficiente para llegar a mi siguiente destino: la ciudad de Vitoria. Tras una breve escala y veinte minutos de buceo el Archibald caminaba rápido, con todas sus velas desplegadas e incluso un poco de ayuda de motor hacia su nuevo destino. El Archibald navegaba mejor que nunca, superando la media de velocidad que había marcado, incluso por la noche, con viento más flojo, seguíamos con buena velocidad. Las previsiones de Rafael coincidían con los mapas meteorológicos que obtenía por mi cuenta: venía muy mal tiempo. “El frente llegará a tu posición mañana a mediodía –comunicaba Rafael-. Intenta llegar antes a destino o busca un refugio alternativo” Según la velocidad del barco llegaría justo a Vitoria, pero si el viento empezaba a bajar… a las doce del mediodía estaría algo lejos. Vi en la carta de navegación que existía un puerto comercial treinta millas antes de mi destino, lo que me podía ahorrar algo más de cinco horas. Era un buen dato. Y el viento bajó de intensidad, incluso más de la cuenta. Al amanecer poco a poco fue cayendo hasta desaparecer. “Bueno –me dije-, unas horas de calma, lo justo para darle fuerte al motor llegar a ese puerto y guarecerme” Me encontraba a tan sólo tres horas de dicho puerto abrigado cuando una fuerte racha de viento contrario surgió de repente; no tuve tiempo de enrollar la vela de proa, que quedó seriamente dañada. Rápidamente pude bajar la vela mayor y conseguí izar en proa mi pequeño Génova, muy resistente, que supuestamente aguantaría hasta más de cuarenta nudos. Había cometido un error grave: tanto las previsiones de Rafael como las de mis mapas estaban en el horario de Tiempo Universal y yo siempre calculaba mirando mi reloj, con la hora de Brasil. Había una diferencia de tres horas. El viento fue subiendo de intensidad, al llegar a los treinta nudos ya tuve que desconectar el piloto y ponerme al timón para poder avanzar lo más posible hacia el puerto. Durante horas fui zigzagueando, remontando unas enormes olas que cada vez iban creciendo más. El viento ya superaba los cuarenta nudos, el límite de la vela y también el de rumbo de ceñida; si aquellas condiciones se incrementaban no habría más remedio que dar media vuelta, poner popa al mar y viento e ir… ¿Hacia dónde? En una de las bordadas distinguí cerca la bocana del puerto, era grande y segura, pero no podía arriesgar en aquellas condiciones apurando la entrada y eso significaba navegar al menos durante dos horas más. El viento estaba entre los cuarenta y cuarenta y cinco nudos y las olas, formidables, llegaban a chocar contra las placas solares y los generadores eólicos del poste de popa. Yo me lo veía complicado para hacer las maniobras de virada y cambio de vela y varias veces estuve a punto de abandonar, pero el puerto estaba allí y no había más remedio que llegar. Tras más de siete horas de lucha contra un viento y una mar inusual conseguía entrar en el puerto y echar el ancla en el lugar más resguardado. Después de hacer una revisión al barco vi que todo estaba en perfecto orden, salvo la vela rota. En el interior no había entrado ni una gota de agua y se encontraba como si el temporal no hubiera pasado por allí. Efectivamente, aquel puerto, llamado Barra do Riacho, era sólo para carga y descarga de grandes buques, sin ningún tipo de infraestructuras aledañas, por lo que los dos días que duró el temporal ni me planteé bajar a tierra. Esa noche me preparé una buena cena, con la mejor botella de vino que llevaba a bordo; el Archibald se había enfrentado a las peores condiciones con viento de proa y había superado la prueba. Una buena referencia para lo que tendrá que venir. Tras la espera en aquel aburrido puerto llegó la calma, subí el ancla y seis horas después, a golpe de motor, entraba en la ensenada de Vitoria. Un abrazo para todos y hasta la próxima entrega. Cocua y su Archibald. 18 ABRIL, 2013 ¡Por fin conexión a Internet! Queridos amigos: A los pocos días de mi arribada atlántica di por concluida mi escala en Natal, nada de lo que necesitaba podía encontrar allí y tras un día de tranquila navegación llegué a la desembocadura de un río que ya conocía y que me albergaría cerca de la ciudad llamada Joao Pessoa. Dejé caer el ancla en un lugar llamado Jacaré, donde arriban todos los veleros transeúntes, un lugar bien protegido y arropado por las instalaciones de un amigable club náutico. Pacté por una pequeña cantidad de dinero poder usar los servicios de dicho club dejando el Archibald anclado. Estos se reducían a disfrutar de gratificantes duchas, repostar agua dulce, conectar Internet por medio de una wi-fi que no siempre tenía señal y usar un pequeño gimnasio que al parecer hacía mucho tiempo nadie utilizaba. Mis planes eran simples: hacer por fin la entrada legal en el país, realizar unas básicas reparaciones y limpieza en el Archibald y sobre todo, recuperarme definitivamente para poder disfrutar del resto del viaje. Todas mis intenciones se cumplieron y tras una semana de poco trabajo, mucho descanso y algo de deporte, regresé de nuevo a la navegación con unas expectativas mucho más claras y positivas. Mi siguiente destino marcado sería Salvador de Bahía, a casi quinientas millas de donde me encontraba, es decir, contando con el escaso viento que había previsto, un mínimo de cinco días de navegación. Salvador es uno de mis lugares preferidos de Brasil. También se le conoce como la Capital Negra Brasileña. Es una ciudad llena de mezclas y contradicciones; distintos ritmos y músicas, tradiciones y culturas; religiones cristianas combinadas con ceremonias paganas, todo tipo de razas en la que domina la negra principalmente. Esto se palpa por las calles, bares, mercados, oficinas, iglesias… y todo ello en una armonía sin igual. No podía pasar de largo sin hacer una breve escala en dicha ciudad que ya conocía y no podía echar de menos en mi paso por Brasil, así que programé la ruta hacia mi nuevo destino. La navegación no comenzó todo lo bien que cabía esperar; el viento, a pesar de las buenas previsiones, era fuerte y en contra; las olas barrían la cubierta, lo que me impedía abrir las escotillas para airear el interior, creándose un ambiente de calor y humedad insoportables. Para colmo el piloto automático principal, mi “vedette” que casi estaba estrenando, dejó de funcionar sin posibilidad en esos momentos de verificaciones. El segundo piloto, también de última generación, comenzó a dar errores negándose a mantener el rumbo a las pocas horas de conectarlo. Por suerte contaba con más alternativas; otros dos pilotos electrónicos, ya veteranos, con casi veinticinco años en sus costillas, o mejor dicho, en sus transistores, estaban instalados y listos para su uso. Estos no fallaron en toda la travesía. No sólo tuve el problema de los pilotos, también falló el motor, se rompió un obenque (cable que sujeta el mástil) y alguna cosa más, pero todo lo fui solventando. Posiblemente era el pago que debía por no haber tenido ningún percance de este tipo durante mi insólito cruce atlántico. Una vez puestas al día mis deudas y con el barco a son de mar empecé a gozar de la navegación con un mes y pico de retraso. Empecé a tomar el sol, a disfrutar de buena lectura, duchas a base de cubos de agua de mar, limpieza y mantenimiento del barco y, cómo no, de la olvidada pesca. De repente el carrete empezó a sonar soltando hilo, una buena pieza estaba enganchada en el anzuelo. Poco a poco la fui recuperando hasta que… un dorado de más de veinte kilos estaba sobre cubierta. ¿Por qué tan grande? Con una pieza de un kilo me hubiera bastado. Ya tenía trabajo extra; limpiar la pieza, filetearla, preparar la comida para ese día y a la vez un marmitaco para los siguientes, hacer conservas en los botes especiales que llevaba para ello y aún así todavía me quedaba más de cinco kilos, que los enterré en sal para luego secarlos y así poderlos guardar durante meses; la receta de conserva más antigua que existe. Después de todo ese trabajo, más limpiar la cubierta, los cacharros, la cocina… empezaba a ponerse el sol. Evidentemente ya no intentaría pescar más, al menos durante aquel trayecto. Tras cinco días de travesía llegue a Salvador. Eché el ancla entre las escunas, barcos locales típicos de Brasil, en el puerto del Fuerte de San Marcelo. Hacía más de quince años que no visitaba Salvador, había muchos más edificios modernos y era evidente que la ciudad había evolucionado. No pensaba estar allí mucho tiempo, lo justo para absorber de nuevo el ambiente Bahiano ; pasear por el Mercado Modelo y comprar alguna de sus artesanías, tomar un agua de coco mientras observaba la práctica de Capoeira, Subir en el famoso elevador hasta el barrio colonial del Pelourinho para ver desde allí el atardecer sobre la infinita bahía, degustar un Acarajé servido por una llamativa baiana, cenar una Moqueca en algún restaurante típico de la zona, visitar la casa del escritor lugareño Jorge Amado y comprar de nuevo su famoso libro Gabriela, clavo y canela, escrito en portugués, que ya había leído y quería seguir repitiendo su lectura allí, en su tierra natal. Tampoco podía irme de Salvador sin hacer una visita a la también famosa iglesia de Nosso Senhor do Bomfim, lugar donde se mezclan todas las religiones bahianas y desde luego dedicar toda una tarde a tomar un baño y pasear por la playa de Itapuá, una de mis preferidas del litoral brasileño. Pero hubo más. En el puerto me encontré con un barco español, el Mischief, de Jordi y Cristina, que con su hija de cuatro años vienen navegando desde España con intención de dar la vuelta al mundo. Esta pareja tiene mucha experiencia y durante un par de días compartimos anécdotas, importantes informaciones y por supuesto mucha cerveza, siempre para combatir la gran deshidratación que produce esta zona tropical. Tras algo menos de cuatro días di por concluida mi estancia en Salvador, dejando por popa aquella bonita bahía y siguiendo mi ruta paralela a la costa brasileña. Mi nuevo destino marcado no se encontraba lejos, a tan sólo una noche de navegación. Se trataba de uno de mis paraísos preferidos, o al menos así lo decidimos Fletcher y yo hace diecisiete años; el estuario del río Camamú, de donde en breve recibiréis mis reflexiones. Os envío algunas fotos de Salvador de Bahía. Un saludo para todos y gracias por seguir nuestro viaje. Cocua La pesca de un hermoso dorado. Fondeo junto al Fuerte San Marcelo en Salvador de Bahía Antiguo puerto de Salvador de Bahía, ahora dedicado al turismo. Peluriño, casco histórico de Salvador. Fuerte San Marcelo desde la parte alta de Salvador.¿Dónde está el Archibald? Adios Salvador 16 ABRIL, 2013 Viviendo de la pesca. Cocua se encuentra hoy en las islas coralinas de Abrohlos, a 40 millas de la costa de Brasil, estado de Bahía. ¿Qué se puede hacer en Abrohlos, donde solamente viven 5 personas?…Ver ballenas y pescar meros. 4 ABRIL, 2013 Salvador de Bahía Estimados lectores: Cocua se encuentra hoy en la ciudad de Salvador de Bahía, la ciudad más africana de Brasil. Mañana saldrá para la bahía de Camamú, uno de los lugares más bonitos del mundo: playas infinitas de arena blanca, aguas cristalinas, langostas, cocoteros y gente maravillosa. Fletcher 27 MARZO, 2013 Ecos de Sociedad. Noticia aparecida en el diario “Información” de Alicante el 22-3-2013. diarioinformacion/nautica/2013/03/22/cocua-tierra/1356127.html 26 MARZO, 2013 Gracias Amigos Queridos Amigos, No sé cómo daros las gracias por todos vuestros mensajes de ánimo y apoyo que me habéis enviado. Existe un problema que tal vez no sepáis y es que las comunicaciones a bordo del Archibald funcionan de manera distinta a como os imagináis. En el barco no tengo Internet tal y como tenéis vosotros en casa, simplemente porque todavía no se ha inventado; algunos megayates llevan una especie de internet vía satélite, que no funciona demasiado bien y los precios rondan entre tres y cinco euros o más el minuto, siempre hablando de texto, imposible para una economía más bien escasa como la mía. A bordo tengo la posibilidad de enviar y recibir unos E-mails especiales vía radio y también partes meteorológicos, de recepción más o menos rápida dependiendo de la propagación de las ondas; yo conecto con una estación en Bélgica, pero enviar tres o cuatro correos y recibir otros tantos junto con la información meteorológica a veces he tardado más de cuarenta y cinco minutos, lo malo es que cuanto más al sur navegue voy perdiendo señal y no recibiré nada hasta que pueda conectar con la estación chilena y eso será más debajo de Rio de Janeiro. Por lo tanto, los correos que habéis ido recibiendo y los mensajes de la web los he ido mandando poco a poco mediante esta vía a Fletcher y a Vicky para que cuando tuvieran completo el texto os lo enviaran o colgaran en el Blog. Evidentemente esa dirección de correo especial sólo la tienen diez personas y saben que no pueden saturar mi buzón porque en caso de colapso ya no podría recibir ninguno, incluso los partes meteo, muy importantes. Ahora que estoy en tierra ya puedo conectarme de forma normal a Internet y abrir mi correo, pero… en estos sitios por los que me muevo la señal de Internet va como va y a veces tardo varios minutos en abrir un mensaje y mucho más en enviar; eso si hay internet, ya que en la mayoría de los lugares que visito no existe ni luz eléctrica. Por lo tanto no he podido abrir vuestros correos, alguno sí y he comprobado vuestra solidaridad, pero en cualquier caso no voy a abrirlos de momento y mucho menos poder contestarlos, pero sabed que os agradezco vuestro interés y preocupación. Imagino que esto seguirá así, o quizá peor hasta que llegue a Buenos Aires, más o menos para final de mayo, pero seguiréis recibiendo noticias que mis amigos os harán llegar incluso a través de mi dirección de correo para que sepáis como va evolucionando esta aventura. La verdad es que de momento va a ser casi imposible ponerse en contacto conmigo, al menos si el procedimiento pasa por Internet. Me comunico con el “mundo exterior” a través de radioaficionados que a su vez conectan con teléfonos terrestres haciendo de puente, pero no siempre se escucha bien, sino todo lo contrario. Otra posibilidad, ahora agotada, era el teléfono vía satélite, que lo he usado bastante durante la travesía para intercambiar información con el médico que me hecho el seguimiento de mi enfermedad, pero ahora la tarjeta prepago está caducada. Evidentemente no estoy suscrito a ninguna red social, como Facebook o Twitter; si no puedo entrar, colgar mensajes, recibir ni contestar, es una tontería. Tampoco tengo posibilidad de comunicación alternativa que implique conexión a Internet como es lógico y así tendrá que ser hasta el final de la aventura. Yo no puedo disponer, al no tener subvención ni patrocinio alguno, de sistemas de comunicación como habréis visto en las regatas Volvo, rally Dakar, expediciones organizadas… Creo que en estos momentos en que todo el mundo sólo piensa en estar permanentemente conectado, soy la única persona incomunicada sobre la tierra y como no hay más posibilidades así voy a tener que seguir. En cua
Posted on: Fri, 09 Aug 2013 16:25:25 +0000

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