50 AÑOS DE LA POLITICA DE TERROR En cincuenta años en - TopicsExpress



          

50 AÑOS DE LA POLITICA DE TERROR En cincuenta años en Colombia ha cambiado la edad de la gente y se ha modificado la pirámide poblacional. De 18 millones se pasó a 47 millones de personas. Ahora hay más jóvenes y más viejos, nace mayor número de personas de las que mueren. En 1964 nacían alrededor de 600.000 y morían menos de 250.000, hoy nacen cerca de 900.000 y mueren los mismos 250.000. La edad promedio que superaba los 30 años ahora oscila entre 25 y 27 años. Los viejos se han muerto más viejos pero aumentó el número de jóvenes asesinados. Cambió la forma de recibir al que nace y despedir al que muere, pero no cambió la forma de matar, de asesinar. El 7 de agosto de 1950, Laureano Gómez, en su discurso de posesión como Presidente de Colombia, expresó que Estados Unidos era el defensor de la libertad y de la dignidad que el comunismo quería destruir, y habría que seguir sus designios, es decir, legitimar la política de terror que sigue vigente. Están vigentes las estructuras del poder, las instituciones jurídicas y políticas, los modos de actuar del mercado, las prácticas de la barbarie e inclusive las personas y familias que han modelado una democracia incompleta y un Estado a su medida. Del corte franela, la decapitación y la terrorífica policía chulavita de hace cincuenta años, se pasó al descuartizamiento, la mutilación y la barbarie sin medida ejecutada por ejércitos paramilitares. En la llamada violencia política de hace cincuenta años, León María Lozano, el Cóndor, señalaba que el único delito era estar contra el gobierno y lo demás eran pendejadas, y ampliaba al decir que nadie daba las órdenes para cometer los crímenes porque bastaba leer las editoriales de la gran prensa. Cincuenta años después la gran prensa no es un quinto poder que ordena, es la esencia de reproducción del poder. Allí se crea y difunde la verdad oficial que regularmente no concuerda con la verdad que se vive en la realidad. Ya no hay policía chulavita, hay simplemente instituciones comprometidas con las políticas del terror. El DAS fue puesto al descubierto como la policía política del gobierno encargada de vigilar, castigar y eliminar a opositores políticos, a críticos y funcionarios de otros poderes. Asimismo, fueron develadas las actuaciones de escuadrones completos de asesinos vinculados orgánicamente con la institución militar y policial que actuaron en las ejecuciones extrajudiciales llamadas falsos positivos, en la desaparición forzada de opositores tildados de comunistas y en el acompañamiento de acciones de guerra sucia. En estos cincuenta años se cambió de manera forzada el uso y tenencia de tierras con el apoyo de redes de funcionarios incluidos notarios, jueces, inspectores y bufetes de abogados que actuaron en beneficio de terratenientes, mafias y estructuradas organizaciones político-militares asociadas a las dinámicas de los partidos políticos tradicionales. Los campos de cultivo y de vida campesina, en los que los ciclos naturales marcaban las épocas de siembra y cosecha de los alimentos, que surtían a las nacientes ciudades, fueron arrasados con bombardeos y fumigaciones de exterminio, de los que emergió la prosperidad de pastizales, que alcanzan una cifra de más de 22 millones de hectáreas en las que pastan 20 millones de vacas de propiedad de un puñado de grandes propietarios. Los campos también fueron convertidos en lugares de recreo de patrones y comandantes, en los que aparte de lujosas fiestas con reinas, bandas y artistas afamados, se han instruido con asesores israelíes, británicos y americanos a sicarios y mercenarios, y se han formado ejércitos privados al servicio de elites políticas, mafias y paramilitares; sin contar la existencia en algunas fincas de centros de tortura, fosas comunes y hornos crematorios para borrar el rastro de sus víctimas. De los disparos que salían de las ametralladoras de incipientes aviones de combate de hace 50 años, se pasó a las acciones coordinadas con participación de decenas de aviones de combate que lanzan en pocos segundos toneladas de bombas letales, mientras en tierra los comandos de guerra arrasan lo que sobreviva a los ataques. De esas tareas de exterminio se cuentan también por decenas las muertes de civiles, las mutilaciones y el terror en las entrañas del que jamás podrán recuperarse de tales episodios. Estas tareas son cada vez más eficientes, incorporan operaciones psicológicas, sociológicas, económicas y aviones no tripulados que ya hacen certeros disparos que pronto se empezarán a llamar balas perdidas, como las que ya causan en las ciudades no menos de tres muertos por día en el país. En cincuenta años ha cambiado el color de las aguas, del incoloro que se enseñaba en las escuelas, se pasó al rojo de la sangre derramada por los miles de cadáveres tirados a los ríos que llevaron de sur a norte las corrientes del río Magdalena, del Cauca, del Orinoco extendiendo el escarnio. Después se estabilizó en el negro y espeso color de la contaminación, producida por el frenesí del capital que no respeta cosmovisiones, sueños, ni bienes colectivos. La prosperidad de las trasnacionales y los inversionistas productores de cocaína se convirtieron en la plaga que mata las selvas, las aguas, los colores y olores de la tierra, la fertilidad de los suelos, la democratización de la riqueza. El poder del capital cambió el sentido del agua sagrada para los pueblos originarios y la embotelló para venderla a un costo muy alto en las ciudades, pasándola por el filtro de la acumulación que le arrebató su condición de bien público colectivo para convertirla en otra mercancía con dueño, con propietario. Cambiaron las ciudades, sus estructuras de organización, sus modos de ser vividas, se volvieron lugares de luces y colores, de oportunidades. Del 70% de población que estaba en los campos, se pasó al 80% de población en las ciudades y las teorías salidas de centros de pensamiento estatal se encargaron de hacer creer que el campesinado había desaparecido como también lo habían señalado a propósito de la clase obrera y los indígenas. El tiempo se encargó de desmentirlos, los tales campesinos estaban ahí y de vez en cuando bloqueaban autopistas para frenar el recorrido de las tractomulas en sus recorridos trasportando las mercancías que pocos convertirán en sus ganancias. También recuerdan su existencia sembrando y cosechando la comida que inclusive consumen indiferentes y negligentes, que parecen no estar enterados de ningún conflicto. Las ciudades completaron su correlato de prosperidad con la creación de cordones de miseria, convertidos en extensos depósitos de gentes empobrecidas, desplazadas, despojadas, que fueron acorraladas entre basureros y prestigiosas empresas contaminantes y explotadoras. Los residuos de estos depósitos humanos creados por el capital y el poder de unas élites inhumanas, se refugiaron en las alcantarillas, en el subsuelo de las ciudades. Solamente en Bogotá, no menos de diez mil conviven con ratas y en condiciones deplorables, chupando pegante no para alucinar y vivir mundos ficticios, sino para vencer al hambre, al frío, a su propia miseria de saberse humanos. Los antiguos caminos de herradura por donde transitaron alguna vez los pianos traídos del viejo continente y trasportados a lomo de indio en incontables jornadas de muerte, se convirtieron en pésimas carreteras, de las que la clase política se ha lucrado electoralmente y que han compartido beneficios con sectores concretos de empresarios y contratistas sin escrúpulos, que ofrecen comisiones y corrompen funcionarios para multiplicar por varias veces sus costos originales, creando un círculo vicioso de mayor corrupción, mejor comportamiento electoral. Han sido tantos los alcances del asalto a los recursos públicos que la calidad de las obras han sido comparadas con el desastre de la destruida Somalia, de la que sabemos por las imágenes de sus niños muriendo en cualquier esquina de basurero ante la mirada expectante de los buitres y los chulos que esperan un último suspiro. Se multiplicaron las cárceles para encerrar pobres y batallones para formar a otros pobres a quienes se les encarga, mediante el servicio militar para desposeídos, de defender con sus vidas los patrimonios privados y dar seguridad al capital en nombre de la democracia, la libertad y el orden. De tener encerrados a unos pocos cientos de delincuentes, se pasó a tener más de 130.000 presos en condiciones de degradación absoluta, con hacinamientos, conviviendo con excrementos y plagas, con negación de la totalidad de derechos a voluntad del carcelero, con mayores opciones de aprendizaje delincuencial que de rehabilitación real, con excepción de una minoría privilegiada, cercana al gobierno, que cumple sus débiles penas en centros militares o casas de habitación, dependiendo de si el derecho penal, según cada caso, se aplica con justicia o con venganza. Cambió la forma de vivir en casas de barrio, lugares donde la solidaridad y el afecto hacían parte de la convivencia, a llevar la sobrevivencia apurada en apartamentos tipo colmena, en conjuntos de edificios encerrados en sí mismos, con puertas de triple cerrojo, alarma y visores, con cámaras externas que vigilan cada movimiento pero no logran prevenir las agresiones y sustracciones de las pertenecías mínimas de una familia. Los parques, andenes y antejardines públicos de las casas fueron anexados a negocios privados, donde cada cual coge lo suyo, lo que cree pertenecerle, unos extienden sus talleres, otros sus depósitos, los otros su tienda, su miscelánea, su escuela o su puesto de empanadas, es la ciudad con las reglas de la costumbre sobre las que el Estado no tiene capacidad siquiera moral para intervenir. De las letrinas de las casas de hace cincuenta años, convertidas en una tecnología avanzada, se pasó a los cuartos de baño y de las estufas de carbón a las eléctricas y de gas, que producido a nivel nacional es explotado, comerciado y vendido sin consideración por el empobrecimiento nacional por las transnacionales a las que le fueron cedidas concesiones a 20 o 30 años si mayores requisitos que expropiar por vía del contrato. Cambiaron los valores de las cosas y prácticamente a todo se le puso precio, un vaso de agua cuesta igual que un litro de gasolina y un semestre de universidad privada lo que gana un trabajador en un año de trabajo, que puede ser igual a lo que cuesta mandar a matar a un opositor político. En cincuenta años ha cambiado la idea de ser humanos. El Estado ha arremetido contra la tabla de derechos conquistados para vivir con dignidad y desmantelado el contenido de derechos asociados al trabajo, a la conciencia y libertades laicas y a la construcción de sujetos políticos y sociales con enfoques críticos, aunque su tarea era garantizarlos, protegerlos. El Estado alentó la destrucción del patrimonio colectivo y vendió, a bajos precios, ferrocarriles, empresas marítimas, bancos, empresas públicas, educación, salud y riqueza natural como hace 100 años lo hizo al vender a Panamá por pocos millones de dólares que abrieron las puertas al endeudamiento actual que empeñó la independencia y mantiene al país atado a la política de seguridad o terror americana. Cambiaron los nombres de los gobernantes pero no las élites, ni las familias en el control del Estado, ni las políticas trazadas por ellos para sostener la desigualdad, el despojo y el control social. Cambió la manera de mirarse unos a otros a los ojos porque se abandonó la ética y la vergüenza, se impone el cinismo, la corrupción y el clientelismo que utiliza el hambre como crédito electoral. Cambió también la manera de ser pareja, de hacer matrimonio, de bailar, de cantar, de entender a los hijos/as, de ducharse con agua caliente y también de entender la dignidad y las resistencias de una lucha de clases presente y activa. Cambió la forma de ser estudiante, de ser trabajador, de ser negro, indio, mestizo, de ingresar a la universidad, de acceder al conocimiento, de someter y controlar. Cambiaron los colores de los uniformes militares pero no sus prácticas. Los ministros de la guerra dejaron sus vestidos camuflados para vestirse de civil, pero fortalecieron la búsqueda de la muerte del otro como su proyecto de vida. Ya no se acude a decretar el estado de sitio, o invocar la razón de estado para imponer la excepción, se recurre simplemente a vetar de facto, a invalidar, a someter por vía directa cualquier protesta, se judicializa al opositor o en su defecto se le aniquila, inclusive apelando a mecanismos que asemejen suicidios, accidentes, crímenes de honra o de pasión. Las bases militares americanas hacen parte de la vida cotidiana, están en Malambo (Atlántico), Palanquero (Cundinamarca) y Apiay (Meta) reciben personal militar y civil de EE.UU.; para dejar en claro que la guerra también es su compromiso, no sólo la apoyan, con el tercer presupuesto de ayuda más alta del mundo, sino que la hacen, la alientan, la llenan de argumentos, al fin y al cabo es su narcodemocracia como la llamó el ex director de la DEA, Joseph Toft, en septiembre de 1994. Desde hace 50 años y más, EE.UU. está ahí, mantiene su activa presencia en América Latina que empieza en Colombia. La historia de esta guerra se podrá entender mejor y empezar a desmontar las estructuras de muerte, si dentro de los acuerdos de paz se logra pactar un triple acuerdo Estado-Insurgencia- EE.UU., para desclasificar los archivos que reposan en Washington. Cambiaron las formas, las técnicas del poder, pero no las políticas que sostienen la vigencia de los conflictos con un ejercicio del poder basado en el terror y en exclusiones. Las estructuras de la dominación, de la explotación, de la sujeción se han perfeccionado, fueron reforzadas con las recientes iniciativas propias de la llamada guerra preventiva lanzada contra el mundo en 2001, sin abandonar las bases de la seguridad nacional, encaminada a eliminar al enemigo interno. La libertad fue convertida en una referencia del mercado y la seguridad en una técnica de control. Han cambiado los significados del bienestar, del desarrollo, de la ciencia, del trabajo, de la solidaridad, pero se mantienen los problemas que desde hace 50 años le dan vigencia a los conflictos y alientan el odio y se miden con cifras de destrucción. A los conflictos de largo tiempo se suman nuevas dinámicas que los profundizan como los tratados de libre comercio que suman factores de pauperización y eliminación de la producción local y del empleo justo, y quitan barreras para implementar marcos jurídicos que legalizan la intervención de las transnacionales con fórmulas de despojo y continuidad del desarrollo forzado a la medida de la acumulación sin obstáculos. La guerra social y la guerra económica mantienen sus asimetrías y tienden a tener vida propia pero no cuentan en las agendas oficiales salvo para enunciarlas y después negarlas. La desigualdad tiene mayores brechas hoy que hace cincuenta años, los indicadores del crecimiento económico están en alza pero la pobreza no cesa, ya no sólo hay pobres absolutos, hay también gentes por fuera de todo sistema, inhumanamente los mismos que los excluyen los llaman desechables. La tierra, el territorio y sus recursos que podrían contribuir a la igualdad y la justicia social son explotados con fórmulas que empobrecen y matan. Inversionistas y neocolonizadores la usan como una extensa e inagotable mina de oro que llena sus bolsillos y están dispuestos a defenderla a costa de lo que sea, con nuevos ejércitos y técnicas de terror mientras las estructuras de la muerte sigan intactas. En síntesis, en Colombia han cambiado las cosas en 50 años, pero persisten los problemas que mantienen vigentes los conflictos, y también se mantienen las estructuras de la política de terror y, mientras eso ocurra, no será posible hablar de posconflicto.
Posted on: Sun, 01 Dec 2013 23:09:14 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015