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Aquí está el segundo texto sobre Sor Juana Inés de la Cruz: SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ HACIA UNA POÉTICA DEL SILENCIO Gonzalo Celorio Admirada hasta el arrobamiento por sus contemporáneos pero también por ellos execrada; repelida por los poetas y eruditos neoclásicos que vieron en el barroco los signos de la corrupción y de la decadencia; olvidada por los liberales que de un plumazo borraron de nuestra historia patria la época del virreinato; beatificada por los conservadores que advirtieron en su condición de religiosa vislumbres místicas y en su muerte los atributos del martirio y de la santidad, Sor Juana Inés de la Cruz no fue bien leída ni bien valorada hasta ya entrando el siglo XX, con los estudios de Pedro Henríquez Ureña, «Manuel Toussaint», Emilio Abreu Gómez. Entre Alfonso Reyes, que va del contexto a la obra, y Octavio Paz, que va de la obra al complejo mundo intelectual en que se inscribe, un poeta de la generación de «Contemporáneos», Xavier Villa Urrutia, lee con ojos modernos y entusiasmo juvenil la poesía de Sor Juana. Azorado, descubre en sus liras dedicadas al amado ausente y en sus sonetos de amor y discreción que aún podemos convivir con ella, a pesar de los más de tres siglos que nos separan de su pensamiento, y acompasar con su poesía nuestra respiración. La toma, entonces, como piedra fundacional de nuestra tradición poética. En su “Introducción a la poesía mexicana”, Villa Urrutia intenta detectar los rasgos que definen la producción poética de México. Parte de la base de que nuestra poesía configura una tradición secular que, pese a las adversidades, se ha desarrollado ininterrumpidamente, sin hiatos, sin vacíos, a lo largo de su historia: “La poesía mexicana –dice– se caracteriza por su continuidad, a través del tiempo, por encima de la política, por encima de los disturbios sociales. Continuidad, en hilo imperceptible, que ata a la poesía de ayer con la poesía de hoy” (Xavier Villaurrutia. “Introducción a la poesía mexicana en: Obras de…Fondo de Cultura Económica. 2ª. ed. México, 1966. p. 764). En este «continuum», la poesía mexicana se distingue, en primer término, por su lirismo, pues la épica no parece encontrar acomodo ni ser feliz en la tradición poética mexicana. Y es que nuestra poesía se define por su intimidad, por su tono de confesión, casi de susurro: por su proclividad al silencio: “El mexicano es por su naturaleza silencioso [dice Villaurrutia…] Si no sabe hablar muy bien, sabe en cambio callar de manera excelente”. 2 Ibídem, p.765). En efecto, la vocación lírica parece haber abolido o relegado a un segundo plano aquellas expresiones épicas que, al “situar el vigor poético en la laringe”. Como se quejaba Ramón López Velarde, lastiman nuestro proverbial pudor. No deja de ser significativo que el único poema civil que guardamos en el corazón y en la memoria, es decir, que reconocemos como parte de nuestro patrimonio verbal, sea precisamente aquel que hace lírico un tema de suyo épico y que, ajeno a mármoles y bronce, nos ofrece, cantada con “épica sordina”, una patria doméstica, cercana, olorosa a pan, vestida de percal y de abalorio, surcada por un tren que “va por la vía como aguinaldo de juguetería”: La suave patria, así cantada, paradójicamente, en tiempos de aspereza nacional. Villaurrutia ubica el origen de ese tono menor de la poesía mexicana en el ancestral componente indígena de nuestra cultura mestiza. Es posible que así sea. Sin embargo, habida cuenta de que las lenguas aborígenes fueron desterradas del ámbito de la literatura escrita en la Nueva España, acaso habría que rastrear ese tono menor, manifiesto en la delicadeza de nuestra poesía, tan afecta al eufemismo y al recato, en la configuración de la idiosincrasia criolla, de la que Sor Juana Inés de la Cruz es ejemplo, palmario. Efectivamente, una de la diversas modalidades que adopta la poesía «Novo hispana» en contraste con la que se escriben en la España peninsular es precisamente la de la contención: la mesura de Juan Ruiz de Alarcón frente a los arrebatos de Lope de Vega o, más significativamente, la finura y agudeza de los conceptos de Sor Juana frente a la contundencia y brillantez de las metáforas de Góngora. Tales diferencia entre poesía de uno y otro lado del «Mar Océano» se corresponden con la vieja rivalidad que desde los primeros tiempos del virreinato se suscitó entre criollo y peninsulares, pues los españoles aquí nacidos en muy alta medida sostenían económicamente el poder político y militar que los nacidos allá detentaban. Se trata de un resentimiento estamental que tiene efectos culturales y que se traduce en una paradoja que, con un cariz distinto en nuestro tiempo, todavía no ha sido superada del todo: los poetas criollos, aunque despreciaran a los españoles, admiraban su mundo y hubiesen querido que sus obras fueran reconocidas en el «Viejo Continente», mientras que los peninsulares, fastidiados de su vetusto entorno, anhelaban renovar su energía creativa en el «Nuevo Mundo», aunque minusvaloraran a sus habitantes ¿No es curioso que en la misma flota que traía al flamante arzobispo fray García Guerra a la Nueva España viajaran el español Mateo Alemán, ansioso de triunfar en América, y el criollo Juan Ruiz de Alarcón, compungido por no haber encontrado en España el éxito que merecían sus comedias? En general, los españoles peninsulares desestimaban el talento de los criollos y, en el mejor de los casos, adoptaban frente a ellos una actitud condescendiente. Baste señalar el ejemplo de la relación que sostuvieron el conspicuo cosmógrafo, matemático, historiador y cronista de la «Nueva España», don Carlos de Sigüenza y Góngora, y el padre Eusebio Francisco Kino, astrónomo proveniente del Tirol austriaco, a su paso por esta capital. Se encontraron en repetidas ocasiones; pero, no coincidieron en la apreciación de ciertos fenómenos atmosféricos, particularmente, el referido a un cometa, que por aquellos días atravesó el cielo de nuestra ciudad. «El Cisne Mexicano», como Sor Juana bautizó a don Carlos en un encomiástico soneto, sintió que el distinguido visitante, amparado en el prestigio de su procedencia, había desdeñado su punto de vista y sus conocimientos, y con tono resentido y quejumbroso escribió la siguiente denuncia enderezada a su “rival” europeo: “En algunas partes de Europa […] piensan que no solamente los habitantes indios del Nuevo Mundo, sino también nosotros, quienes por casualidad aquí nacimos de padres españoles, caminamos sobre dos piernas por dispensa divina, o, que aun empleando microscopios ingleses, apenas podrían encontrar algo racionalmente en nosotros” (Carlos de Sigüenza y Góngora citado por Irving Leonard en: La época barroca en el México colonial. Fondo de Cultura Económica. 1ª reimpresión. México, 1976. (Col. Popular, Núm. 129). Con mejor suerte, mayor apoyo y desde luego superior talento que sus contemporáneos Novo hispanos, Sor Juana logró cumplir la aspiración de todo escritor criollo: vio publicadas sus obras en España. Durante la segunda mitad del siglo XVII, que es la época que le toca vivir a sor Juana, la «Nueva España» crece, se desarrolla y se vuelve próspera en la misma medida en que la «Vieja España» se sume en la profunda decadencia que caracteriza el reinado de los últimos «Austrias» y que contrasta con su prodigiosa expansión en la centuria inmediatamente anterior. A pesar de que, esta discrepancia debería de beneficiar a los criollos, estos todavía mantienen una condición sumisa con respecto a la metrópoli, si bien, llegan a manifestar sutilmente sus anhelos de emancipación: se saben provincianos dentro del vasto imperio español y se asumen como tales. Diversos estudios de nuestra literatura han visto cierta concordancia entre esa situación subordinada y las modalidades que adopta nuestra lengua en el habla criolla: es un lenguaje en extremo cortés, más sutil y delicado que el de los peninsulares, cuyas peculiaridades fueron destacas desde los comienzos del siglo XVII por «Bernardo de Balbuena», quien dice que es en la sociedad mexicana: «[…] donde se habla el español lenguaje más puro y con mayor cortesanía, vestido de un bellísimo ropaje que le da propiedad, gracia, agudeza, en casto, limpio liso y grave traje». Xavier Villaurrutia añade al inventario de las características de la poesía de nuestro país su profunda vocación reflexiva: los poetas mexicanos, dice, pocas veces pierden la cabeza. Y para dar testimonio del gobierno de la razón sobre las pasiones que pueden obnubilar su lucidez no halla mejor ejemplo que un poema de sor Juana: el conocido soneto en el que la amante despechada encuentra en una reflexión silogística la salida inteligente al desprecio del que ha sido víctima y que la exime de la penosa súplica y el indignante reclamo: «Detente, sombra de mi bien esquivo, imagen del hechizo que más quiero, bella ilusión por quien alegre muero, dulce ficción por quien penosa vivo. Si al imán de tus gracias, atractivo, sirve mi pecho de obediente acero, ¿Para qué me enamoras lisonjero si has de burlarme luego fugitivo? Mas blasonar, no puedes satisfecho de que triunfa de mí tu tiranía; que aunque dejas burlado el lazo estrecho que tu forma fantástica ceñía, poco importa burlar brazos y pecho si te labra prisión mi fantasía». Averiguar cuándo la literatura española se vuelve mexicana es enigma digno de «Zenón de Elea», decía Alfonso Reyes. Lo cierto es que durante el siglo XVII, la literatura Novo hispana todavía forma parte de la literatura peninsular, si bien, alterna de tú a tú con ella, la enriquece y en veces la supera: Juan Ruiz de Alarcón, a pesar de sus amargos fracasos en la escena madrileña, construye una dramaturgia de la talla de los grandes del «Siglo de Oro» y quizá los personajes de su comedias resistan el paso del tiempo con más solidez que los de sus contemporáneos. Sor Juana, la figura más destacada no sólo del siglo sino de la colonia entera, recibe, como la mayor parte de los poetas peninsulares de su tiempo, la poderosa influencia de «Góngora», a quien imita declaradamente en el único poema que hizo de propia voluntad, según ella misma confiesa en un arrebato de fingida modestia: “no me acuerdo haber escrito por mi gusto si no es un papelillo que llame «El sueño»”; pero, como dice Reyes, la monja jerónima “supo vaciar en el molde ajeno su propia sangre, su índole inclinada a la introspección y a las realidades más recónditas del ser” (Alfonso Reyes. “Letras de la Nueva España “en Obras completas de … Tomo XII: Fondo de Cultura Económica. 1ª. Ed. México, 1960. (letras mexicanas). p. 370). ¿En dónde se cifra, entonces, la originalidad de la voz de estos escritores cuyo talento rebasa los límites y las limitaciones de la «Nueva España»? ¿Puede haberse, en su caso, de cierta mexicanidad, aquella que hace que Villaurrutia evoque a Sor Juana para definir el canon de nuestra poesía? Por paradójico que se antoje, esa presunta mexicanidad reside, primeramente, en su hispanidad. El talento, la calidad, la estatura literaria de estos escritores nuestros, como decíamos, son comparables, cuando no superiores, a los que ostentan los grandes exponentes metropolitanos de los Siglos de Oro. Pero reside, también y primordialmente, en la peculiar manera de hacer suya la cultura de la metrópoli. Se ha dicho que Sor Juana es recipiendaria del notable influjo de la obra de «Góngora»; no obstante, el culteranismo, con el que muchas veces se le identifica, no es aplicable a toda su literatura: sobre su poesía religiosa, por ejemplo, tiene mayor ascendencia los místicos carmelitas «San Juan» y «Santa Teresa» que los poetas barrocos, y sus poemas manifiestamente gongorinos poseen un estilo propio, acaso revelador de la condición criolla de su autora y, por lo tanto, de una incipiente mexicanidad. Comparemos dos sonetos que comparten la misma temática del «Carpe Diem», uno de Sor Juana, otro de «Góngora». El de sor Juana dice así: «Éste que ves, engaño colorido, que del arte ostentando los primores, con falsos silogismos de colores es cauteloso engaño del sentido; éste en quien la lisonja ha pretendido excusar de los años los horrores y venciendo del tiempo los rigores triunfar de la vejez y del olvido: es un vano artificio del cuidado; es una flor al viento delicada; es un resguardado inútil para el hado; es una necia diligencia errada; es un afán caduco; y, bien mirado, es cadáver, es polvo, es sombra, es nada». El contraste entre la hermosura de la vida y de la juventud por un lado y la vejez y la muerte por el otro: la ilusión que sube artificiosamente el vacío de la nada; la teatralidad de la apariencia que oculta el cadáver que llevamos dentro –engaño colorido, vano artificio del cuidado, falsos silogismos de colores, etcétera– son elementos que responden cabalmente a la poética propia del barroco peninsular. Es más, el último verso concuerda casi textualmente con el final del soneto de «Góngora» que dice: «Mientras, por competir con tu cabello, oro bruñido, el Sol relumbra en vano; mientras con menosprecio en medio el llano mira tu blanca frente el lirio bello; mientras a cada labio, por cogello. sigue más ojos que al clavel temprano, y mientras triunfa con desdén lozano del luciente cristal tu gentil cuello; goza cuello, cabello, labio y frente, antes que lo que fue en tu edad dorada oro, lirio, clavel, cristal luciente, no sólo en plata o en viola troncada se vuelva, mas tú y ello juntamente en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada». No obstante, esta coincidencia, los caminos para llegar a la misma conclusión son divergentes en uno y otro soneto, aunque igualmente sinuosos. El de «Góngora» es un poema despiadado que se auto complace en la atrocidad del contraste entre la belleza juvenil y la vejez, antesala de la muerte. Sus metáforas, como la de la «viola troncada», son rotundas, contundentes, implacables: cumplen una función enfática y tremendista similar a las pinturas del sevillano «Valdés Leal» que presentan los cadáveres de príncipes y obispos en pleno proceso de descomposición. «Góngora» destaza la belleza de la mujer de referencia; fragmenta sus atributos, como si se tratara de un anticipado cuadro cubista –cuello, cabello, labio, frente–, y relaciona lo comparado con aquello con lo que se compara mediante la pugna y la rivalidad en lugar de armonizar su asociación: «competir», «triunfar», «desdén», «menosprecio» son las palabras asociativas que utiliza. El soneto de Sor Juana es menos previsible: su final es congruente con todo el desarrollo del poema; pero, es insospechado: sorprende en la medida de sus ocultamientos. Por ejemplo, su referente inmediato no es una mujer de carne y hueso sino el retrato que lisonjeramente alguien hizo de su belleza. El resultado puede ser violento pero los sumandos son discretos, matizados, pudorosos. Sus metáforas no se abocan a la precisión sino a la ambigüedad. Algunos ven en tales rasgos poéticos la feminidad de Sor Juana. Yo, la cortesía criolla, que se corresponde con las características de mesura, discreción, reflexión que Villaurrutia le atribuye a la poesía mexicana y que Octavio Paz destaca al establecer una relación de oposición entre la monja jerónima y el poeta cordobés: “Por genio natural, Sor Juana tiende más al concepto agudo que a la metáfora brillante; Góngora, poeta sensual, sobresale en la descripción –casi siempre verdaderas recreaciones– de cosas, figuras, seres y paisajes, mientras que las metáforas de Sor Juana son más para ser pensadas que vistas” (Octavio Paz , Sor Juana Inés de la Cruz a las trampas de la fe. Fondo de Cultura Económica. 1ª. ed. México, 1982). El barroco de Sor Juana, pues, no implica el servilismo a los modelos españoles, sino la capacidad de trascender, después de haberla asimilado, la tradición heredada. Los poemas de amor y discreción de Sor Juana obedecen a una retórica propia de la época, en la que se funde el lenguaje amoroso y el lenguaje cortesano. No tiene, por tanto, el carácter confesional que adquiriría la poesía lírica en el Romanticismo, aunque puedan provenir de la experiencia de la autora, si por experiencia se entiende no sólo lo vivido sino también lo imaginado, lo leído, lo soñado. Pero aun así, son ejemplos fehacientes del talento de Sor Juana para salir airosa de los peligros de la tradición. Que lo que de mil maneras se ha dicho siempre, sorprenda y se antoje inédito, y que la inteligencia –léase claridad, rigor, conocimiento, dominio, en una palabra: discreción– permita y aliente la expresión de la intimidad adolorida es el milagro que se verifica en la poesía amorosa de Sor Juana. Un soneto nos habla, con palabras certeras como las saetas de Cupido, de lo turbio y lo inefable; de lo tortuoso y ambiguo; de lo complejo y escurridizo que es el amor: «Esta tarde, mi bien, cuando te hablaba, como en tu rostro y tus acciones veía que con palabras no te persuadía, que el corazón me vieses deseaba. Y Amor, que mis intentos ayudaba, venció lo que imposible parecía, pues entre el llanto que el dolor vertía, el corazón deshecho destilaba. Baste ya de rigores, mi bien, baste; no te atormenten más celos tiranos, ni el vil recelo tu quietud contraste con sombras necias, con indicios vanos, pues ya en líquido humor viste y tocaste mi corazón deshecho entre tus manos». Parecería que las palabras que constituyen este prodigioso soneto se fueran borrando apenas las pronuncia la intimidad, como si cada una de ellas, en efecto, se transformara en sollozo y finalmente se resolviera en silencioso llanto. Y sin embargo, el poema no está hecho de lágrimas sino de palabras; de palabras que nos dicen que las palabras no sirven para nada, que en el amor, y ciertamente en la poesía mexicana, es el silencio el que tiene la palabra. Más allá de la cortesía criolla, de la feminidad recatada, de la retórica del amor cortés, de la tradición poética mexicana, este soneto es una muestra espléndida de la poética del silencio. Sor Juana, aquí, sabe callar a tiempo, logro asaz meritorio habida cuenta de la verbosidad propia del gusto barroco de la época. El silencio, pues, no es sólo un tema sino un ejercicio poético –el difícil arte de callar a tiempo–, que Villaurrutia consideró rasgo esencial de la tradición poética mexicana, y que encuentra en la discreción de Sor Juana, anticipadamente, acaso su mejor exponente, como lo hemos visto en este soneto y lo podemos ver en las maravillosas liras “que expresan sentimientos de ausente” en las que la amante adolorida por la partida del amado, le dice –no; no le dice o, en todo caso, le dice que no le dice–: “óyeme sordo pues me quejo muda”: «Amado dueño mío, escucha un rato mis cansadas quejas, pues del viento las fío, que breve las conduzca a tus orejas, si no se desvanece el triste acento como mis esperanzas en el viento. Óyeme con los ojos, ya que están tan distantes los oídos, y de ausentes enojos en ecos, de mi pluma mis gemidos; y ya que a ti no llega mi voz ruda, óyeme sordo pues me quejo muda. Si del campo te agradas, goza de sus frescuras venturosas, sin que aquestas cansadas lágrimas te detengan, enfadosas; que en él verás, si atento te entretienes, ejemplos de mis males y mis bienes. Si al arroyo parlero ves, galán de las flores en el prado, que amante y lisonjero, a cuantas mira intima su cuidado, en su corriente mi dolor te avisa que a costa de mi llanto tiene risa. Si ves que triste llora su esperanza marchita, en ramo verde, tórtola gemidora, en él y en ella mi dolor te acuerde, que imitan, con verdor y con lamento, él mi esperanza y ella mi tormento. Si la flor delicada, si la peña, que altiva no consiente del tiempo ser hollada, ambas me imitan, aunque variamente, ya con fragilidad, ya con dureza, mi dicha aquélla y ésta mi firmeza. Si ves el ciervo herido que baja por el monte, acelerado, buscando, dolorido, alivio al mal en un arroyo helado, y sediento al cristal se precipita, no en el alivio, en el dolo me imita. […] Así que, Fabio amado, saber puedes mis males sin costarte la noticia cuidado, pues puedes de los campos informarte; y pues yo a todo mi dolo ajusto, saber mi pena sin dejar tu gusto. Mas ¿Cuándo, ¡Ay gloria mía!, mereceré gozar tu luz serena? ¿Cuándo llegará el día que pongas dulce fin a tanta pena? ¿Cuándo veré tus ojos, dulce encanto, y de los míos quitarás el llanto? […] Ven, pues mi prenda amada: que ya fallece mi cansada vida de esta ausencia pesada; ven, pues: que mientras tarda tu venida, aunque me cuente su verdor enojos, regaré mi esperanza con mis ojos». Pero el silencio –gracia poética, signo embrionario de nuestra poesía, discreción, cuidado, sutileza, pudor, respeto a los oídos del amado, a los ojos del lector (“óyeme sordo pues me quejo muda”)– tiene su contraparte negativa. Sor Juana tuvo que someterse al silencio impuesto por la ortodoxia católica de la época que le tocó vivir. En las primeras páginas de su importante y luminoso libro sobre Sor Juana, no en vano subtitulado «Las trampas de la fe», Octavio Paz, da cuenta de las limitaciones que la lectura de la obra de la monja jerónima conlleva precisamente por su sujeción a la ortodoxia católica y de la necesidad de leer en ella no sólo lo que dice sino lo que calla, que es, acaso, lo que mayor significación contiene: «La lectura de sor Juana debe hacerse frente al silencio que rodea a sus palabras. Ese silencio no es una ausencia de sentido; al contrario: aquello que no se puede decir es aquello que toca no sólo a la ortodoxia de la Iglesia Católica sino a las ideas, intereses y pasiones de sus príncipes y sus órdenes». La palabra de Sor Juana se edifica frente a una prohibición; esa prohibición se sustenta en una ortodoxia, encarnada en una burocracia de prelados y jueces. La comprensión de la obra de Sor Juana incluye la de la prohibición a que se enfrenta esa obra. Su decir nos lleva a lo que no se puede decir; éste a una ortodoxia, la ortodoxia a un tribunal y el tribunal a una sentencia (Ibídem. p. 17). Tal fue el itinerario que siguió la vida de Sor Juana. Hija natural. Mujer. Mujer pobre. Mujer bella. Mujer inteligente. Mujer sabia. Dama de corte. Poeta. Religiosa. Estas condiciones de Juana Ramírez, de Juana de Asbaje, de Sor Juana Inés de la Cruz, propias de su ser y de su circunstancia, provocan y acentúan la imposición implacable del silencio. Todas ellas habrían sido invencibles obstáculos para estudiar, escribir y desarrollar su natural talento, de no ser por una empecinada y fecunda vocación literaria, que Sor Juana asumió con fidelidad, con valor y con entrega admirables durante toda su vida hasta que la soledad, el miedo, la desprotección, la censura, la incomprensión, la envidia y sobre todo, “las trampas de la fe”, la llevaron a la claudicación y al silencio definitivo. Su condición de mujer le dificulta el acceso a la vida intelectual de su tiempo. A ella, que a los tres años de edad había conseguido que la maestra de su hermana le enseñara los rudimentos de las letras y los número; a ella, que a los ocho había escrito su primer texto poético, que había aprendido gramática y latín en escasas veinte lecciones; a ella, que había leído en la biblioteca de su abuelo paterno a los clásicos españoles y había salido victoriosa de los tribunales académicos que se improvisaron en la corte para comprobar su erudición… le está vedado el acceso al conocimiento, a la Universidad, a la que hubiera querido asistir aunque fuera en ropas de hombre. El conocimiento es coto privado de los hombres. Pero Sor Juana no sólo es una mujer. Es una mujer hermosa, a juzgar por los pinceles de Juan de Miranda y de Miguel Cabrera y por ese soneto suyo en que inútilmente “procura desmentir los elogios que a un retrato de la poetisa inscribió la verdad, que llama pasión”, al que ya hemos hecho referencia. Es, por lo tanto, “pared blanca donde todos quieren echar borrón”, como ella misma dice. No obstante, su belleza, tan halagadora durante su vida en el siglo, supo renunciar a las fútiles lisonjas y concentrarse en su fatigosa vocación, aunque no se privó del halago constante al que su fama la hizo acreedora en la «Nueva» y en la «Vieja España». Cuál no sería su belleza y su magnetismo que el jesuita Antonio Núñez de Miranda, su confesor, se tranquiliza, por el bien de las lamas, que Sor Juana profese como religiosa: «Habiendo conocido […] lo singular de su erudición junto con su no pequeña hermosura, atractivos todos a la curiosidad de muchos, que desearían conocerla y tendrían por felicidad el cortejarla, solía decir que no podía Dios enviar azote mayor a este reino que si permitiese que Juana Inés se quedase en la publicidad del siglo» (Antonio Núñez de Miranda, citado por Octavio Paz en Op. Cit. p. 12). Para poder consagrar su vida al estudio, se vio precisada a profesar en el convento de las jerónimas, lo que no necesariamente implica una vocación religiosa. Tampoco su defecto. Además de su vocación literaria, son múltiples las causas que orillaron a Juana Inés a tomar el velo. Entre ellas, podrían aducirse la bastardía, la pobreza, la ausencia de padre y aquellas que ella misma invoca en la página de la «Respuesta a Sor Filotea de la Cruz» –su autobiografía intelectual– donde trata el asunto de su profesión y que no se caracteriza precisamente por su transparencia: la “negación para el matrimonio” (que bien podría ser la falta de dote) y su sincero deseo de salvación. Como quiera que haya sido, la vida conventual fue un arma de doble filo para quien pretendía saciar la sed de conocimiento: si por un lado ofrecía el patrocinio y la tranquilidad para dedicar a las tareas intelectuales buena parte de la jornada, por otro exigía la participación en la vida comunitaria, para la cual, Sor Juana no tenía mayor disposición precisamente por su natural inclinación al estudio; la aplicación a las prácticas religiosas, la fidelidad al pensamiento ortodoxo y la obediencia ciega a las disposiciones superiores, aunque fueran absurdas o vejatorias. No obstante, toda las adversidades que su condición femenina concitaba, Sor Juana pudo dedicar la mayor parte de su vida al cultivo del intelecto: además de poeta, fue música, matemática, pintora, teóloga a su manera: “mientras se mueve la pluma, descansa el compás, y mientras se toca el arpa, sosiega el órgano,”, dice en su «Respuesta», cuando en prosa excelente describe la historia de su formación intelectual y expone su método de estudio. Mucho se ha hablado de la masculinidad o masculinización de Sor Juana, pues, de otra manera, no se entiende que haya tenido acceso al saber, monopolio exclusivo de los hombres en aquellos tiempos. No. Lo extraordinario es que tuvo acceso al saber sin perder su feminidad y esa transgresión fue precisamente la que no pudieron soportar sus detractores. Pese a su condición intelectual y monjil, Sor Juana nunca renunció a su preeminente condición de mujer: defendió a las de su género de las arbitrariedades masculinas, se adentró en los diferentes estados del alma femenina y, con brillantísima intuición, conoció como nadie en su mundo la pasión de amor y la sublimó, de acuerdo a la retórica de su tiempo, en liras y sonetos inmortales, como los que hemos invocado. Mujer genial y hermosa, Sor Juana gozó de acreditada fama en su tiempo, lo que ha de considerarse como un obstáculo más en su carrera literaria, pues fue muy solicitada para escribir poemas laudatorios y de circunstancia. Más de dos terceras partes de su producción poética fueron escritas por encargo. Pero aun así, en la mayoría de los casos logró hacer del compromiso social una creación literaria y encontró tiempo para escribir el más grande poema de la colonia y tal vez de nuestra historia literaria: «Primero sueño». Ejemplo palmario del carácter meditativo de nuestra poesía, este poema mayor responde a las preocupaciones intelectuales de su autora y utiliza el lenguaje poético como método cognoscitivo para llegar adonde la inteligencia, de su yo limitada, se detiene como delante de un precipicio. No por encargo; no en obediencia a sus impulsos sino de propia voluntad, Sor Juana escribe su obra maestra, en la que proyecta con espíritu vigilante las más inusitadas ensoñaciones del alma. Seguidor deliberado de «Góngora», es un poema de difícil acceso, que parece ejemplificar aquel aforismo tan de gusto barroco de la «Agudeza y arte de ingenio» de Gracián que reza: “La verdad, cuanto más dificultosa, más agradable”. José Gaos analizó la estructura del vasto y complejo poema en un sesudo estudio filosófico-literario titulado «El Sueño del sueño». Tras una minuciosa disección, el filósofo hispano mexicano llega a la conclusión de que la esencia del texto es la dificultad del trabajo intelectual y la decepción que la aguarda. Si Sor Juana en este poema, como dice Gaos, se propone “dar expresión poética a la experiencia capital de su vida, lo es porque acepta, con dignidad socrática, los límites de la razón humana; pero, también porque sabe, con la pluma en la mano, que la poesía puede llegar a las profundidades en las que la razón se ahoga” (Cf. José Gaos, “El sueño de un sueño” en Historia Mexicana, núm. 37 México, 1960). Por su parte, Octavio Paz considera que «El sueño» es el viaje del alma en pos del conocimiento y su fracaso ante “la revelación de que estamos solo y de que el mundo sobrenatural se ha desvanecido. De una manera u otra, todos los poetas modernos han vivido, revivido y recreado la doble negación de Primer sueño: el silencio de los espacios y la visión de la no visión” (Octavio Paz, Op. Cit., p. 482). Nuevamente el silencio. El silencio del universo como única repuesta a los afanes cognoscitivos del hombre. El silencio del universo ante las interrogantes del poeta; el silencio de Dios, que no necesita del amor de las criaturas para ser Dios; el silencio del amado, siempre ausente, esquivo, fugitivo; el silencio de la soledad. Ese silencio, que rigió la obra toda de Sor Juana, acabó por imponerse fatalmente sobre su torrencial vocación literaria. Instada por los prelados de la Iglesia que no pudieron admitir la superioridad intelectual de una mujer, Sor Juana abjuró de su condición de escritora, es decir abjuró de sí misma. Diversos acontecimientos acaecidos entre los años de 1692 y 1693, cambiaron radicalmente la vida de Sor Juana. Le cayó, literalmente, el «chahuistle». Así fue la concatenación funesta de los hechos: lluvias constantes afectaron las cosechas, escasearon los granos, sobrevinieron el acaparamiento y la especulación, el pueblo se amotinó, la turba hambrienta incendió el palacio virreinal y las casas del «Ayuntamiento», se desató la represión, el virrey, conde de Galve, se debilitó en la misma medida en que se fortaleció el arzobispo Francisco Aguilar y Seijas, aquel prelado iracundo que un día le dio un bastonazo a don Carlos de Sigüenza y Góngora, le rompió los anteojos y le dejó la cara tinta en sangre; aquel prelado iracundo y misógino que, según se dice, cambiaba las baldosas del palacio arzobispal cuando habían sido pisadas por una mujer; aquel prelado iracundo, misógino y justiciero que, obviamente, detestaba la fama y el talento de la monja jerónima y hubiese querido que Sor Juana se tragara, una a una de las palabras de la «Respuesta a sor Filotea de la Cruz» con la que la monja había defendido y justificado su vocación literaria y su dedicación a las letras profanas. Para colmo de males, en España murió el ex virrey Tomás de la Cerda, marqués de la Laguna, su antiguo protector, y su viuda, aquella María Luisa a la que Sor Juana dedicó tantos poemas de amorosa amistad, al parecer, no se acordó de ella. Sor Juana se quedó sin amigos y sin valedores, terriblemente expuesta a la enemistad y el rencor del arzobispo. Creyente como era, y vanidosa, no sería raro que le atribuyeran a su conducta profana una de las causas de las muchas calamidades que azotaron a la «Nueva España» en esos años. Acudió a Antonio Núñez de Miranda, su antiguo confesor, para contrarrestar la animadversión de Aguilar y Seijas. Bajo su dirección espiritual, abjuró de la literatura. Se impuso el silencio en la peor de sus condiciones, en la más cruel, la más abyecta: la censura; peor aún: la autocensura. Como corolario de las calamidades de esos años, una epidemia azotó el convento de las «Jerónimas». Sor Juana se dedicó al cuidado de sus hermanas enfermas, se contagió del mal y murió el 17 de abril de 1695 a los 46 años y cinco meses de su edad ligera. Al cumplir trescientos años de esa fecha, yo le pregunté en el silencio de mi lectura, por su condena, por su enfermedad y por su muerte. Pero ella no me respondió. O me respondió a su manera, en silencio. «De hinojos, lamí las baldosas del claustro hasta formar una cruz con mi saliva. No sería más en la bondad de las purgas y de las sangrías, sólo confiaba en los ruegos y en las mortificaciones para que Dios nuestro señor se apiadara de mis amadas hermanas que sufrían los rigores de la enfermedad que se cernió sobre nuestro convento. Mi lengua ensangrentada ha enmudecido y no puedo responder vuestra pregunta. Y aunque pudiese hablar, dejaría que el silencio contestara. A dos años que guardé silencio. Para nacer al sosiego de la vida religiosa y recobrar mi natural condicione de mujer, entregué a mi confesor los más de cuatro mil volúmenes que ocupaban los estantes de mi celda, mis instrumentos musicales, que alegraban el sentido y despertaban el entendimiento porque la música rige el universo todo. A dos años que no estudio en los libros ni tampoco en la máquina universal como estudiaba cuando aquella prelada, que Dios tenga en su gloria, me prohibió tomar libro, y yo le obedecí en no tomarlo pero leía en las faenas de la cocina, en los juegos de las niñas, en los techos de la celda. Sin leer, sin escribir, en silencio, a dos años que estoy muerta. Muerta ya, para qué guardar cuidados, para qué tener recelos. No dudé en ayudar a mis hermanas enfermas. Mi cuerpo, que mereció la lisonja de los hombres, ha sido contagiado de la enfermedad, se ha cubierto de bubas purulentas y malolientes. Sin la retórica que reprendí de Luis de Góngora para hablar de la falaz retórica del halago que en mi humilde persona hizo el pintor que plasmó mi efigie en una tela, vengo a entender por fin, descompuesta como estoy, podrida en vida como si primero fuera el pudrirse el cuerpo y después el morir, que soy lo que siempre he sido: cadáver, sombra, polvo, nada» Autoría de: Gonzalo Celorio.
Posted on: Tue, 12 Nov 2013 18:35:44 +0000

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