CREO QUE ÉSTE NUNCA LO PASÉ. AHÍ VA: HISTORIA DE UN IMBÉCIL - TopicsExpress



          

CREO QUE ÉSTE NUNCA LO PASÉ. AHÍ VA: HISTORIA DE UN IMBÉCIL ÚTIL Mi caballo caracoleó para partir al galope, aunque enseguida tuve que tirar de las riendas, porque lo vi salir a don Rosario del rancho con un sobre en su mano, y me dijo: - Tome, p’al recuerdo. No se le pierda. Después se la lee en Buenos Aires. Todo lo que yo debía saber, ya él me lo había dicho. La mujer que podía lograrlo todo de mí, se iría con su hombre y su hija en pocos segundos. Jamás volvería a verla. Pál recuerdo, me dijo, y creí que serían cosas del viejo. Lo guardé en el bolsillo de la campera y de nuevo mi caballo caracoleó y medio se paró en dos patas para luego salir galopando en dirección a la noche que se aproximaba. ¿De qué estaba huyendo? Absoluta la noche, como nubarrón, venía ella hacia nosotros, y obstinados nosotros corríamos hacia ella penetrándola, en un extraño himeneo dentro del cual copulaban la fuga y el regreso, huída y regresión en ritornello, cada vez menos tierra y más aire, y me pregunté qué era eso que nos absorbía porque ya no hacíamos pie, sentí que girábamos, sentí que subíamos, qué era eso que nos estaba pasando, ese remolino en el cual giraban juntos lo que escapaba de la luz y lo que llegaba desde la sombra, qué hacíamos en el aire dando vueltas, lo sentí yo, lo sintió el malacara que relinchaba y galopaba en el aire girando conmigo, envueltos ambos en el vórtice de esa turbulencia desconocida. Y ahí sucedió que surgiendo de la penumbra, apareció una visión de cabellos al viento y una madre con su hijo allá abajo, y algunos otros personajes apenas bocetados, apenas cuatro pinceladas en el instante en que el anochecer todavía puede pintar el occidente de bermellón sangriento hacia el oro blanco. No fue necesario más tiempo. Sólo un instante para ver que allí abajo estaban todos mis metales preciosos. Eso fue todo lo que pude ver en un instante. La fuerza ascendente que nos sorbía a mí y al malacara, nos repelía y alejaba de aquello que se movía abajo, que parecía sufrir un peso descendente de absorción contraria, un peso que deglutía, que devoraba en cuestión de segundos a los aparecidos, que también estaban confundidos y también estaban aterrorizados con el movimiento de arriba por la sacudida furiosa de mi animal encabritado queriendo huir de lo que trepidaba allá abajo. En el medio de nosotros había algo que empujaba hacia arriba al caballo y a mí, y hacia abajo a lo que desde arriba no podíamos ver bien, una mujer con los cabellos al viento cargando una criatura, y un hombre, y algo que brillaba y trepidaba. El brillo se tragó a la mujer y al bebé primero, y luego al hombre. Una luna blanca y redonda se asomaba entre las ramas negras del monte, con un cielo partido noche profunda de un lado, crepúsculo del otro y el vórtice en el medio. Nosotros desde arriba, mirando ya sin ver, caímos a tierra formando uno sin dejar de girar, los dos animales protegiéndonos uno al otro en el abrazo, porque el relinchar de un motor hacía temblar de tal modo el campo que todo en uno, el paso del avión rasando el pasto y el terror del caballo tratando de huir de lo desconocido, se juntaron, y mientras mi cabeza caía sobre la cabeza del animal, supe que el concierto esperado, la voz amada, no llegaría ya jamás, porque se ahogó en un silbido que se fue alejando, cada vez más lejos del monte, cada vez más lejos de mí, en dirección al que ya era un liberado sol fugitivo. Sé de qué huían ellos. Se habían convertido en una amenaza para el poder. Pero yo: ¿de qué estaba huyendo? Había cometido graves errores. Lo sabía. El sacrificio del general había sido necesario. Pero no se lo mató. Sólo se le quitaron los poderes para evitar que siguieran a los fugitivos. Me impuse que todo era un sueño. Nada ocurrió esa noche en el rancho de Rosario padre. Nada sucedió después. Volvería con mi cabeza caída sobre la del malacara, mi nariz oliendo su cuero sudado, mojando con mis lágrimas el brillo negro de sus ojos desorbitados de miedo, apretando mi pecho contra su cuello musculoso para confundir los espasmos de mi llanto descontrolado con su palpitar desenfrenado. Los dos animales volveríamos abrazados, sin consuelo, seguros de ser extranjeros en un mundo que no puede contenernos, porque seguimos preguntándonos de dónde venimos y por qué y para qué. Del sueño de esa noche quedó aquello que dijo Rosario padre, cuando me entregó esa carta: - Tome, p´al recuerdo. No se le pierda, después se la lee en Buenos Aires. La metí en el bolsillo de la campera y la olvidé y ahí quedó. Nada importaba ya. Había que regresar y regresé. Yo era un buen chico. Lloraba desangrándome, pero hacía buena letra. Me mutilaban pero debía seguir andando. Menos que un asterisco, apenas un instrumento descartable, había que regresar - ¿adónde podía ir? - así que regresé. No podía ser de otra manera. Tardíamente me fue llegando una pregunta: ¿Qué estaba haciendo yo entonces? Si Pepe estaba vivo, si su hija estaba con él y con Fina, qué había estado haciendo yo esos días corriendo como loco, transformado en ladrón, en babosa en mono, jugando al detective, perdiendo los días de mis vacaciones en lugar de estar tendido al sol en una playa o bajo un árbol escribiendo poemas para enamorar a alguna chica. Quién se estaba riendo de mí en ese momento. Qué clase de payaso era yo. ¿Es que se me había utilizado para entretener y demorar algo? ¿Es que se me había pagado para comprar mi actuación, tal como se le paga a un comediante para que cumpla su rol, manteniéndome en la ignorancia de que lo mío era sólo un papel que duraría el tiempo exacto entre un subir y bajar de telones? Y si todas estas preguntas me formulaba yo mientras recorría el contorno del casco de la estancia La Perfecta, proyectando mi sombra cada vez más larga desde un sol que cansado de tanto resplandecer iba cayendo a mis espaldas hacia el poniente y se sumergía en el horizonte del campo que ahora casi negro absorbía mi figura hasta dejarla sin sombra primero, sin cuerpo después y ojalá esto no hubiera sido sólo una metáfora; si todas estas preguntas que me dividían, me viviseccionaban, seguían agitando mi mente, qué buscaba ahora con toda mi angustia arañando y despedazando mi lira, qué buscaba yo? Lo único que me ligaba a Fina era aquello que yo pudiera hacer por ella. Si Fina ya no me necesitaba, y así era, yo sí dependía de su aura, del recuerdo de su voz, de la mirada de sus llorosos ojos de crisol pidiéndome socorro, del calorcito tibio de su pecho que pude tocar, porque yo toqué ese calor con la yema de mis dedos en un paquetito tibio de dinero que se enfriaba y lo encerré en mi mano para conservarlo todavía un poco más. Yo necesitaba seguir ligado de cualquier manera a esa mujer. A esa mujer que nunca tuve y que después de usarme me abandonó a mi suerte colgada de mi cruz. Y me hubiera perdonado a mi yo de hoy al yo de entonces si lo que buscaba encontrar, era una respuesta a la única pregunta que no tuve el coraje de formularme: ¿por qué a mí? Es posible que en algún lugar de mi inconsciente yo tuviera bien clara esa respuesta, y ustedes, que leen mis confesiones, son tan gentiles que la callarían para no herirme. Y es que los imbéciles estamos en todas las clases sociales. Somos una clase dentro de una clase. Me pregunto qué sería de este mundo si no estuviéramos los imbéciles útiles.
Posted on: Fri, 05 Jul 2013 01:39:18 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015