Compartimos con ustedes un cuento de Sonia Sager que fue premiado - TopicsExpress



          

Compartimos con ustedes un cuento de Sonia Sager que fue premiado en el concurso PINTEMOS SANTA FE CON PALABRAS y fue publicado en el libro El sueño del duende con fotos de Malabrigo. Lo que me traen los gorriones Hacía tiempo que no iba a la casa de la abuela porque la lluvia me lo impedía, pero ese día había salido el sol y todo brillaba al compás de su luz. Me cambié y partí. El barro que había en las calles intentaba impedir que llegara. Tenía que transitar cinco cuadras. Caminaba despacio porque las veredas de ladrillos estaban resbalosas y las cunetas, llenas de agua. Los chicos pescaban allí. Al llegar a las esquinas tuve que detenerme porque el barro tapaba los pasillos de cemento por donde había que pasar. Estaba dispuesta a superar todos los obstáculos con tal de llegar. Siempre que me acercaba a su casa una alegría inmensa invadía mi corazón. Era una alemana dulce, de mirada celeste, nostálgica, en la que cabían todos los cielos. Subí los dos escalones que me separaban de la puerta de entrada, abrí una de sus dos hojas y entré con pasos ligeros a la galería invadida por la fragancia de las glicinias y de los jazmines que florecían en el patio. Estaba sentada en su sillón mecedor junto a la planta de moras. Me acerqué a ella y acaricié sus cabellos plateados de tiempo, le di un beso en la mejilla. Noté que algo la inquietaba y esperé que me lo contara. Me dijo que recordaba a su hermano Federico, el fundador de nuestra ciudad, llamada Malabrigo, cuya pasión de aventurero lo trajo desde muy lejos hasta a estas tierras. –¿Sabés lo buen mozo que era ?– dijo en un castellano con sonido raro. Intentando para romper el clima nostálgico le contesté que era imposible ver con buenos ojos a un hombre que usaba semejantes bigotes. Me reprochó el parecido que me unía a mi padre, quien siempre salía con una broma. Me dijo después que cuando ella tenía la librería Doña Marta, como la conocían vendía cuadernos, mapas, lápices, gomas y por supuesto las revistas de aquel entonces: Caras y Caretas, Para tí, Maribel y los diarios que repartía papá, que era canillita. Interesada como siempre en historias antiguas, me sorprendió saber que mi progenitor solo tuviera diez años cuando se dedicaba a esa actividad callejera. Mi abuela había sido la primera que vendió, en Malabrigo, huevos, conejitos y gallinas de chocolate para las Pascuas. Recordamos juntas el tiempo que llevaba el tío Felipe proyectando películas. Lo hacía en el Club Juventud, que antes se había llamado La Recreativa; después, con el tiempo, lo trasladaron al actual Club Social Cosmopolita. Había una piecita, arriba, a la que se ascendía por unas escaleras y allí estaba escondida la máquina mágica que nos permitía acceder a una realidad tan lejana a la pueblerina. Las historias en cintas venían en tren adentro de unas bolsas de lona muy gruesas, en unas cajitas de lata que contenían los rollos. Mi tío era el genio conductor de la máquina, nadie podía suplirlo, porque además no había otro electricista en el pueblo. Pero una vez él se enfermó y lo reemplazaron Don Celu, Vargas y Sandoval; cuando se repuso siguió pasando sueños con la ayuda de sus hijos. Le recordé a la abuela el día en que la habían llevado a ver una película de Alberto Castillo, que era su ídolo, había salido muy emocionada, tocando con los dedos la punta de algún sueño. Seguimos hablando de música buena parte de la tarde, y vino a su memoria un linyera, al que llamaban “el Viejo Adolfo”, a quien no llegué a conocer. Era chiquitito, andaba con un bastón y siempre estaba acompañado de mucho perros. Se paraba a escuchar en todas las casas donde se tocaba el piano. Se lo veía con frecuencia en los domicilios de Honorio Fabbro, José Franco, Damián Alboniga y Jeremías O’Connor. Tenía unos ojos muy celestes y era de origen alemán, había escapado de la guerra. Siempre que mi abuela hablaba de él, me inquietaba saber dónde vivía. Ese día se lo pregunté. –En la estación –contestó mi abuela–, pero el pobre tomaba mucho y una noche muy borracho, se acostó a dormir en las vías del tren y murió aplastado. Su vida fue un misterio; nadie reclamó su cadáver. La charla siguió con la lógica propia de la informalidad; y hablando de extranjeros, mi narradora personal pasó al tema de los transportes e hizo aparecer ante mis ojos a la figura de Don José Elías, con su sulky y su yegua llamada «La Bizuca», trayendo montones de cartas desde la estación del tren hasta el correo. Recuerdo haberlo visto de pequeña con su cabeza blanca y sus bigotes, siempre protestando aunque era un turco buenazo. La abuela detuvo su narración abruptamente y volvió a su mirada lejana, no parecía tenerme en cuenta; supe que, como tantas otras veces, debía respetar su silencio. La ayudé a levantarse y, tomándola del brazo, adapté mi caminar a sus pasos cansados. Al entrar a su dormitorio sentí que me mareaba el perfume a lavanda. La acompañé a sentarse frente a la gran ventana con postigos y rejas que daba a la calle. Me pidió que levantara las cortinas para poder ver a los gorriones revolotear en los ligustros y llenar su silencio con el bochinche que armaban. Precisamente hoy, después de tantos años, el tumulto de esos pájaros hizo clic en algún rincón de mi cerebro, y estoy detrás de otra ventana mirando las calles que ya no son de tierra. Los fresnos desplazaron a los ligustros y mis ojos se humedecen en el esfuerzo por rescatar tantos recuerdos que duermen bajo el asfalto esperando que alguien los convierta en palabras y los saque a ver la luz.
Posted on: Wed, 11 Sep 2013 15:31:54 +0000

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