Doy paso a la segunda entrega de la novela "...y pasen buena - TopicsExpress



          

Doy paso a la segunda entrega de la novela "...y pasen buena noche" Sigo esperando vuestros comentarios para comenzar el debate, así como vuestros escritos. PARTE II ¡Qué bien se contemplaba la vida asomado al balcón de la muerte! Sí, ya lo sabía; lo había oído comentar mil veces, lo de la película que pasa por tus sentidos... Seguramente no saldría de esta, y a mis 83 años tenía que reconocer que la trayectoria seguida no era más que un mal camino dibujado entre campos minados de errores en los que había caído con demasiada frecuencia. En la camilla de al lado acababa de fallecer la mujer, que no había respondido a los masajes cardiacos de reanimación. Estaban desconectándola, y pronto lo harían conmigo, pasando a ser un cuerpo muerto, un mueble viajero por la autopista: nada. Sería por algo, quizá por mi ubicación sobre el asfalto, por lo que recordé aquella lejana tarde de marzo de 2001 en la que estábamos viendo coches para Amalinda, mi pareja sentimental en aquel tiempo. Era el primer día del mes, 38 años atrás, y los dos visitábamos la “Opel”, la “Toyota”, la “Renault”. Amalinda iba a iniciar un trabajo de reparto de cartas por la tarde, recorriendo varios pueblos de la zona oeste de la Comunidad de Madrid: nuestra economía hacía aguas por todas partes. Ahora recordaba los concesionarios de aquellas marcas, alguna ya desaparecida, y volví a verme sentado en su interior mientras los vendedores nos adornaban la mercancía. Ahí estaba otra vez, abriendo y cerrando puertas, mirando el grosor de los neumáticos, preguntando el número de caballos y de centímetros cúbicos. 83 años, a punto de morir, y me estaba sintiendo en las carnes de aquel hombre, joven aún, con media vida por delante. Entonces tenía 45 años, un Don Nadie que trabajaba en un hospital y escribía para conseguir la gloria. Me faltaba otra media vida para alcanzar a ese viejo que ahora estaba a punto de morir en su traslado a un centro sanitario; me quedaban 38 años para hacer algo, para ser grande entre los grandes, para triunfar y conquistar las alas de oro que me permitieran volar por encima del mundo. Sin embargo, y pese a mis sueños, no había llegado muy lejos. Engañado por los espejismos que me colocaba como pistas falsas, me fui perdiendo en la mediocridad más rutilante. No fui grande en literatura ni divo en nada. Tenía unos insípidos 83 años que albergaban una docena de novelas de relativo éxito, y una editorial que daba de comer a 25 obreros. Ese era Tomás “El Grande”, un burgués que vivía en medio de cualquier urbanización de Villalba, abandonado por Amalinda, la de los coches, quien después de 20 años terminó arrojando la toalla ante las disparatadas excentricidades del buen hombre. También había sido abandonado por mis amigos de siempre y por mi familia. Ahora podía reconocerlo: estaba lejos de todos y de todo, incluso de mis extravagantes espejismos. Pero a mi memoria había acudido aquella tarde de coches con Amalinda, y no sabía el motivo de tan caprichosa e irrelevante fecha. Las había tenido mejores, tardes de pasión encendida, días de angustia atroz, noches de desenfreno y fantasía... y sin embargo la memoria se había detenido en ese 1 de marzo de hacía 38 años, todos reducidos a un parpadeo del tiempo que me había envejecido y arrastrado hasta tierras aragonesas para acabar con mi vida. La muerte, tal vez saciada con la mujer de al lado, no parecía tener prisa en echarme el guante, así que me dejé llevar por mis repetitivos juegos de parcelación del tiempo, esos que me permitían desplazarme por él hacía el pasado, posibilitando arreglos imaginarios en mi trayectoria. Como me separaban 38 años de aquel recuerdo fortuito del Tomás que visitaba las tiendas de automóviles con Amalinda, utilicé esta fecha como charnela y me descolgué otros 38 años hacia el pasado para buscar las antípodas de mi vejez. Allí me encontré con un Tomasito escolarizado aún en la enseñanza primaria. Era 1963, y ese mismo año haría la Primera Comunión, de marinero, como Dios manda, y sin medallas ni exceso de galones, como mandaba la austeridad del momento. Tenía 7 años, y en aquel mes de marzo estaba en el colegio “Simancas”. No era una etapa especial de mi vida, pero las matemáticas del juego me hicieron bucear en aquella zona lejana de mi historia. Al finalizar marzo cerraron mi colegio, y mis padres me apuntaron al "República de Chile", uno del Estado en el que se prodigaba la mano dura sobre la agresividad instintiva de los chavales del barrio; sólo duré un mes. Por lo avanzado del curso, y hasta que hice la Comunión, estuve refugiado en el colegio de las monjas al que iba Rosarito, mi hermana. Algún apaño debió haber para que pudiera acudir una o dos horas al final de cada mañana al aula repleto de colegialas en el que la madre Raquel nos preparaba para el gran día en que comulgaríamos por primera vez. Nos hablaba de Dios, de la acogida de Jesús en nuestros corazones, y de la renuncia a Satanás. Ya por entonces me enamoré; siempre figuró como el primer amor de mi vida. Se llamaba Paloma, compañera de Rosario, y vivía en el piso 8º del edificio que estaba frente a "Calzados Pepi". Cada vez que pasaba cerca de mí me emocionaba y me ponía flojo, reblandecido. Luego empecé a tener dependencia de nuestra inexistente relación (porque juro que nunca hablé con ella) y empecé a dejarme ver por debajo de sus ventanas, a pasar por allí una y otra vez "por si acaso". Lo cierto es que la suerte tenía que estar muy de mi lado para que Paloma estuviera asomada cuando yo pasase con los pantalones cortos, muy ufano y erguido, por la calle de su casa. Aun así, de estar asomada, habría que forzar mucho la suerte para que reparara en mi figura, un punto poco definido desde la octava planta, y en caso de reconocerme, sería absurdo pensar que pudiera sentir algo especial por aquel niño flaco. Pero yo bebía los vientos por ella, pensaba en ella, memorizaba sus facciones con pómulos a lo Sofía Loren, y cada vez que estaba cerca me quedaba sin energía, flojo. Eran tiempos de Maripepa, la vecina de arriba, amiga de Rosario. Tenía el pelo corto, gafas, pecas y televisor, así que Rosarito pasaba la tarde de los sábados, que no había colegio, en su casa, viendo "Sesión de Tarde", y a veces también los programas musicales de la noche. La voz de Maripepa se descolgaba por el patinillo de la cocina llamando a mi hermana después de comer, pero nada de invitarme a mí también, y me quedaba con las ganas de asistir al fenómeno de la televisión, aunque lo que más me dolía era el desplazamiento ejercido por ese binomio que se sentaba frente a la caja tonta de Maripepa mientras yo me quedaba en el balcón, o en la habitación, perdido en extraños juegos solitarios. Cierto que alguna vez también me habían invitado a subir, y recordaba haber visto "Caravana", varios capítulos de "Bonanza" o alguna otra película con indios, el Séptimo de Caballería o las peleas de "saloon". Por lo demás, mi vida no tenía sobresaltos, y salvo los terrores del "República de Chile", el tiempo discurría con la normalidad que se le supone a la infancia. Me gustaba ir al colegio de Rosario y ver a Paloma, aprender cosas para la Primera Comunión, ver los dibujos coloreados de la enciclopedia, y olerlos, porque a mí me gustaba oler los libros, y los plumieres. Los juegos más importantes eran los compartidos con Rosarito, que a decir verdad eran sólo tres. El resto eran tonterías mías sin mucho sentido aparente, pero que ya empezaban a contaminarme la cabeza con reglas y códigos. Era mal comedor, acabando fácilmente con la paciencia de mis padres, y vomitaba los purés porque tenía algo en el estómago que los repudiaba. Mi salud era bastante endeble, pasando por una afección pulmonar que me retuvo en cama cuando tenía 5 años, por las anginas y por un asunto de ganglios en el cuello. Las visitas al médico fueron frecuentes en la infancia, pero me gustaban: eran una salida más de paseo. La Consulta más cercana era la de la puericultora, en el tramo de la calle Alcalá que antes se llamara Avenida de Aragón, una casa antigua con largas escaleras de madera y mujeres amamantando bebés mientras me miraban deseando que su niño no se pareciera a mí. Tuve un triciclo, un tren de plástico de colores y otro de metal, un camello blanco, un caballo metálico que corría siempre en dirección a una cazuela de leche, un camión “Pegaso” con dos pisos de bombonas de butano. Tuve muchas cosas, y otras tantas que no recordaba ahora y que yacerían para siempre perdidas en el olvido. Tuve una ventana que daba, calle por medio, al paredón de un cine recién levantado sobre el barranco de viejas traperías y casas de gentes que traficaban con escoria, un tiovivo que montaban y desmontaban a lo largo del año y que abanicaba mis sueños de domingo. Tuve un sol que entraba limpio atravesando los cristales del cuarto compartido con Rosarito, y arañas caseras de color café con leche, que andaban a medios giros y pequeños saltos ante nuestros ingenuos terrores. Fui un niño tranquilo y dócil; al menos eso es lo que siempre decía mi madre, un niño de buenos sentimientos. Sin embargo, nunca la escuché decir que era un homicida de moscas, a las que torturaba y diseccionaba en vivo. Por algún ancestral rito ubicado en las mientes, invertía parte de mi tiempo en jugar con las moscas, como el gato lo hace con el ratón, con resultado de muerte para el díptero. Todo comenzaba con el revoloteo del insecto por la habitación, gozando de una libertad a la que yo pronto ponía cerco, pues mis ojos, como los del felino, perseguían sus nerviosas correrías de un lado para otro. Cuando por fin echaba pie a tierra, bien para frotarse las patas o para acicalarse los ojos o la punta del amarillento abdomen, mi mano diestra, convertida a la sazón en un capazo invertido, daba caza a la incauta mosca que, seguramente, sometida a la imprecisa presión de la mano de un niño, quedaba aturdida, siendo fácil presa de los dedos de la otra mano, que la extraían agarrándola por la zona más accesible: las alas. A partir de ese momento el animal sufría toda suerte de atropellos mortales, como bien podía ser un detallado estudio anatómico o un curso de submarinismo en el lavabo. Para este último llenaba la pileta de agua y, con el insecto atrapado en el interior de la mano, la hacía descender hasta la zona del sumidero. Entonces los dedos del batiscafo se abrían como si fuera una flor submarina, y la buena mosca, hábil exploradora de las profundidades, empezaba a recorrerme la mano con la misma facilidad que recorrería la mesa de la comida en busca de azúcar o desperdicios. Esta fortaleza insectil me dejaba maravillado, porque la mosca, no sólo podía respirar bajo las aguas, sino que demostraba una gran movilidad, contándome los dedos y paseando por la palma. Estas dotes desaparecían en cuanto era puesta a flote por el mismo submarino que la llevó a las profundidades, ya que el insecto depositado sobre la cerámica blanca del lavabo, era un despojo de animal; la dinámica mosca acuática quedaba convertida en un amasijo de patas, ojos, alas y abdomen. Yo no tenía nada claro este fenómeno: la mosca pasaba del todo a la nada en unos centímetros de ascenso. El caso es que si volvía a repetir la operación de submarinismo, el insecto se recuperaba y volvía a caminar por la mano y a vivir con alegría, pero claro, en algún momento había que abandonar tan acuática felicidad, y la mosca emergía hecha un guiñapo, seguramente por no realizar la descompresión necesaria, y entonces yo la dejaba secar propiciándole bastante mimo. Regresaba a mis asuntos, pero a ratitos iba echándole vistazos, empujándola a la vida con el dedo índice y observando su paulatina recuperación. En cuanto al martirio por disección yo seguía un rito mediante el cual despojaba al animal, ordenadamente, de todos sus elementos. En primer lugar le desprendía las alas, convirtiendo al insecto en un vulgar artrópodo terrestre. Una vez diezmada su capacidad de fuga, le arrancaba las patas. El bicho, incapacitado para deambular, se había convertido en un cefalotorabdomen sin sentido. Pero esto duraba poco, pues la cabeza, ese conjunto de grandes ojos, antenas y lengua kilométrica que lo mismo chupaba azúcar que una boñiga o un muerto, también era separada, causándole la muerte al mártir. Lo único que quedaba por desmembrar era lo más despreciable, lo más blando, lo que terminaba manchándome los dedos: el abdomen amarillento con cenefas laterales. Terminar el ritual con esta medida siempre había sido aleatorio, interviniendo en ello la prisa que tuviera por pasar a otro juego, el asco del momento o la cita con la comida que mi madre nunca perdonaba. ¿Qué por qué motivo me había entretenido tanto en mis recuerdos con las moscas? Pues no sé, pero eso mismo me preguntaba mientras volví a ser consciente de la sirena que se abría paso por el centro de la calzada. La enfermera, bien repartida dentro de su pijama verde, estaba hablando con el Servicio de Medicina Intensiva del Hospital que nos recibiría. Poco antes lo había estado haciendo con el Anatómico Forense para reservar plaza a la mujer que viajaba totalmente cubierta por la sábana, a mi lado. Entorné los sentidos y regresé junto a Tomasito. Me veía sentado a la mesa de mis 7 años, y pensé en las moscas y en el niño inocentemente brutal, y en sus aspiraciones para cuando fuese mayor, que aún no las tenía, y en el viejo que era yo, pidiendo paso a la muerte sin más pena ni más gloria que algunos libros mediocres y una editora. Era el perfecto títere aplaudido por cuatro tarados, un ejemplo para los que querían llegar a la cumbre de la nada. Escondido en el barro que me conformaba, como la gran mayoría de los mortales, se me iba el brillante, la joya que no había sacado a la luz por ser un cobarde en el modo de vivir. Y sabía que siempre había sido un gran cobarde, ya desde niño. Si moría en este accidente se quedarían callados para siempre los sueños por los que nunca tuve coraje para luchar, los besos no dados por miedo, los cambios de agujas por los que pasé sin querer mirar. Con esa muerte se iría el auténtico ser que no había tenido agallas para salir al exterior del monigote y conquistar un mundo a su medida. Había empezado a soñar demasiado pronto, ya en la infancia, y luego llegó la adolescencia adornada de fantasías convencionales, pero bellas, y los primeros contactos con una realidad que comenzaba a herir, a matar, a humillar. Finalmente, atrapado por la sintética conducta que, por prescripción humana, trata de huir del barro propio y conquistar las alas doradas de los ángeles, me había olvidado de luchar por mi propia identidad. Debí conformarme con la conquista de unas simples alas de mosca como esas que arrebataba a los mártires insectos que pasaban por el cuarto de mi infancia. No necesitaba conquistar la Luna. Bastaba con una pizca de colorido y vitalidad, de luz, de alegría. Pero me había dedicado a amueblar el camino con demasiadas cosas que terminaron obstaculizando la propia marcha: dinero, posición social, una pareja fiel, un exceso de etapas. Ahora se acababa el camino, quizá antes de llegar al hospital, y mi vida era el reflejo de un hombre acordonado por sí mismo. Con los ojos cerrados me aferré a la imagen de aquel niño que, lejos de perseguir nada, se afanaba en vivir, a pesar de la crueldad con las moscas; Tomasito no sabía de daños ni moral, y ahora me refugiaba en aquella inocencia, en mi estar sin aparente mácula. ¡Cómo deseaba volver a introducirme en el niño y cambiar la historia! La enfermera apartó la mascarilla y me pasó por los labios una gasa humedecida en suero. Al abrir los ojos me encontré con su sonrisa. Tendría 30 años, pelo corto y tintado de verde, y yo la adivinaba bajo el pijama un cuerpo regordete, pero satisfactorio. Seguramente estaba casada, con algún niño pequeño y una casa recién levantada.
Posted on: Mon, 24 Jun 2013 19:30:58 +0000

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