DÍA CUARTO.- III.- LA CORONA DE HONOR.- Esposa y reina la - TopicsExpress



          

DÍA CUARTO.- III.- LA CORONA DE HONOR.- Esposa y reina la Iglesia, esta virgen inmortal cuya cuna fue el Corazón entreabierto del Redentor, y que recibió, con los últimos suspiros de su divino Esposo, la vida y la fecundidad, feliz con el tesoro que ese Esposo adorable le legaba antes de morir, tesoro que consuela su viudez, devolviéndole en su destierro a Aquél a quien sin cesar la llevan todas las aspiraciones; y que es, no solamente su consuelo, sino la fuente de donde saca una juventud siempre nueva, una fecundidad constante, la Iglesia cifra toda su gloria en rodear a la Eucaristía con su amor y con sus ardientes adoraciones. El Dios de la Eucaristía es un Dios escondido, mas la Iglesia lo sabe, es el Dios de la gloria; cuanto más se oculta, más celosa está ella por glorificarle y asegurarle las adoraciones y los homenajes de sus hijos. El Dios del tabernáculo es el Esposo que le ha prometido estar con ella hasta la consumación de los siglos, el Esposo en cuyos brazos se apoya hace dieciocho siglos, sin que su protección le haya faltado nunca, sin que su amor haya cesado de cubrirla con su sombra tutelar, sin que su mano haya abandonado un solo instante el timón del frágil esquife sobre el que boga en su mar siempre tempestuoso hacia el puerto de la eternidad. Así, ¿cuál no es el amor de la Iglesia para con la adorable Eucaristía? Regente del reino de Jesús en la tierra, no busca sino a extender su imperio, a hacerle reinar sobre todos los pueblos del universo; y además, apenas sus enviados han hecho una nueva conquista al Salvador, cuando sobre el pequeño rincón de tierra que han regado con sus sudores, se apresuran a levantar un altar al lado de la cruz que han plantado ya; porque el altar del sacrificio es también el trono del Dios de amor, y los mensajeros de la buena nueva tienen prisa por llevar a sus pies nuevos adoradores. La Iglesia no sólo está gloriosa con su rico tesoro, sino que vela por él con una solicitud igual a la de una joven madre por su primogénito. Esposa tierna y fiel, se muestra celosa por reparar los ultrajes que su Rey y Esposo recibió el día de su dolorosa pasión; toma para sí la corona de espinas que ciñó la frente de Jesús, la guarda como su más preciosa herencia, rodea con ella su corazón, pero coloca sobre la cabeza de su Esposo una corona de honor; se ingenia para multiplicar los homenajes que le rinde en el sacramento de su amor, inventa himnos para alabarle y bendecirle, le eleva magníficos templos, adorna sus altares con lo que tiene de más precioso, ofrece el oro, la plata y las piedras preciosas a ese Rey Salvador que no tuvo acá abajo donde reclinar la cabeza, y cuando aparece en sus días de solemnidad sobre el trono en que ella le expone a las adoraciones de sus hijos, quiere que esté rodeado de todas las pompas de su culto, que se inclinen todas las frentes, que todas las rodillas se doblen ante Él, que sus ministros le ofrezcan el más puro incienso, y que el canto de los himnos y de los cánticos resuene bajo las bóvedas de sus templos. Mas no es esto todo: para reparar de un modo más brillante los ultrajes hechos al Rey Salvador, la Iglesia ha querido decretarle los honores del triunfo, y en esas solemnidades tan arrebatadoras del Corpus y de la Octava del Santísimo Sacramento ha querido que los homenajes que rinde a su Esposo en la Eucaristía no se le rindieran sólo en sus templos, sino que el universo entero se convirtiera en un vasto templo, donde fuese paseado en triunfo, que la tierra se alfombrase de flores bajo los pasos del Rey divino, y que del Norte al Mediodía, del Oriente al Ocaso, todos los pueblos del mundo elevasen al mismo tiempo la voz para Bendecirle. El día señalado por la Iglesia sale Jesús de su tabernáculo, no ya como un médico caritativo para visitar a un enfermo y convertirse en viático de una alma que parte de este mundo para ir a la eternidad, sino como un triunfador que va a recibir los honores del triunfo, como un rey que recorre su reino para recibir de sus pueblos el tributo de adoración y de amor que le es debido. Llevado por sus pontífices y sacerdotes, el Dios de la Eucaristía, aunque oculto bajo las sagradas especies, aparece, no ya cubierto de una púrpura derisoria, sino envuelto como de una vestidura de honor, de ricos soles resplandecientes de oro y pedrería. Se adelanta en medio de nubes de incienso y de una lluvia de flores que esparcen en derredor suyo las inocentes manos de los niños; resuena el aire con el cántico de los himnos sagrados; los sacerdotes, los levitas forman una guardia al Rey Salvador, las vírgenes vestidas de blanco se agolpan al encuentro de su divino Esposo y comienzan en la tierra aquél cántico de amor que deben continuar durante toda la eternidad, siguiendo al Cordero que donde quiera que vaya. Continuará...
Posted on: Mon, 02 Dec 2013 22:10:53 +0000

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