EL BESO DE STELLA. Con mi amigo y compañero Julián salíamos a - TopicsExpress



          

EL BESO DE STELLA. Con mi amigo y compañero Julián salíamos a “descubrir caminos” por las afueras del pueblo. Nuestra movilidad era la bicicleta. En aquellas épocas se acostumbraba adornar los manubrios de las “bici” envolviéndolos con una cinta de plástico que tenía los colores de nuestro equipo favorito. Mi bicicleta era una “Aurorita”, con un manubrio “Cuernos de Ciervo” y una bocina de aire que le había comprado a don Grecco, el padre de Carmelo. Estaba toda encintada con los colores de Boca Júnior. Además tenía flecos en cada uno de los mangos con la misma tendencia futbolística. Era nuestro tesoro. Tener la bicicleta en condiciones representaba estar en la “onda” de esos lejanos tiempos. Con Julián recorríamos caminos de tierra que desconocíamos. Andábamos horas enteras pedaleando y pedaleando despreocupados de la escuela y de los deberes. En una de esas tantas “travesías” recuerdo que pasamos por un criadero de aves. El puestero del lugar era un hombre bonachón y amable que nos saludaba con una sonrisa grande parecida a los paisanos que dibujaba Molina Campos. Una vez, se pinchó una rueda de mi bicicleta y justo andábamos cerca del criadero. Golpeamos las manos y salió aquel encargado entrecerrando los ojos por el sol de la tarde. Aparentemente estaba durmiendo la siesta. Temíamos molestar. Sin embargo nos atendió con amabilidad. Fue al infaltable galpón y trajo una caja de zapatos que dentro tenía “solución” y parches. Había también implementos de metal para sacar la cubierta y una llave regulable que serviría para aflojar las tuercas del eje. Con paciencia y disposición puso la bicicleta con las ruedas para arriba y comenzó a desarmarla. -¿Usted anda en bicicleta también?, le pregunté. -A veces, -respondió sin desconcentrarse de la tarea que realizaba, - pero la que sabe andar es Stella, ¡ella sí!, acotó. Con Julián nos miramos haciendo una mueca de: “¿Quién será Stella?”, estirando los labios. -Ah, Stella, dije, esperando una aclaración más precisa. Mi plan dio resultado, -Si, mi hija, -contestó. Con Julián nos volvimos a mirar, esta vez, pícaramente, arqueando las cejas dos o tres veces. Don Aníbal, que así se llamaba el casero del criadero, terminó la reparación, se aseguró de que la rueda de la bicicleta estuviera centrada y, con satisfacción, me la entregó en perfectas condiciones. Ya nos aprestábamos a continuar nuestro recorrido cuando vemos que venía llegando una niña de más o menos nuestra edad. Entró raudamente al patio principal, se detuvo y estando sobre la bicicleta, saludó a su padre con un beso sin siquiera mirarnos. -Esta es Stella, comentó el granjero orgulloso, -salude a los muchachos m’hija, hay que ser atenta, -señaló Aníbal, Era común escuchar ese mandato en la gente de campo. No habían ido a ninguna Universidad, pero los principios estaban en su sangre. No obstante, Stella, nos miró por sobre su hombro y con tono algo irritado solo dijo un “hola” desabrido y avanzó hacia la casa, masticando chicle. Indiferentes, Julián y yo, proseguimos viaje. Pasaron unos días y, contrario a mi costumbre, salí solitario por aquel sendero que pasaba frente al criadero de aves. Vi que de frente venía Stella en su bicicleta. Nos miramos y ella sonrió diciendo el acostumbrado “chau”. Yo seguí un trecho y de pronto sentí que alguien venía detrás de mí, era ella. -¿Dónde vas?, preguntó, siempre sonriendo. -Ando por andar, respondí. -¿Te puedo acompañar?, dijo con entusiasmo. -¡Dale!, contesté apresurando el pedaleo de la bici. Estuvimos una hora recorriendo el camino que desembocaba en una estancia de una gente de apellido Snork. Había un añejo ombú al costado del camino. Nos detuvimos a descansar un poco. Conversamos de la escuela, de los compañeros de cada uno y de los gustos de helados. En un momento determinado ella hizo la pregunta que yo, sin saber porque, estaba esperando: -¿Tenés novia? -No -Yo tampoco tengo novio, contestó. Hicimos un silencio de unos minutos. Luego nos miramos los dos a la vez. Mi corazón palpitaba en forma acelerada, creo que mis manos traspiraban y en la boca del estómago sentía el mismo temblor de cuando en primer grado me llevaron a ver al Rey Leiva. Entonces ella encendió la mecha: -¿Y si nos ponemos de novio?, dijo mirándome fijo. Yo no contesté. Stella, sin sacarme la mirada de los ojos, fue acercando lentamente su boca a la mía. Era la primera vez que mis labios tenían contacto con otros labios. Fue algo suave, como aterciopelado. Stella entreabrió su boca y me acercó más hacia ella con una mano en mi nuca. Yo atiné a colocarle la palma de mi mano en su mejilla derecha. Estuvimos así unos instantes. Luego se retiró y se rió. También sonreí y ella me dijo: -¿Viste?, ya estamos de novio, ¡vamos! -¿Adónde?, le dije -A bicicletear… ¿o que estábamos haciendo? -Pero… y bueno, vamos. Dudé porque creía que ponerse de novios era algo más que un beso en la boca. Esa muchachita no se había dado cuenta que yo jamás había tenido una experiencia así. De todas maneras me recompuse y sentí como una especie de confusa alegría por lo sucedido. Al otro día, en el recreo, junté en ronda a mis compañeros y les conté con detalle los “apasionados e innumerables besos” que nos dimos con Stella. Sé que ninguno de ellos me creyó absolutamente nada. Pero daba lo mismo, algo había pasado. Me sentía distinto, ¡tenía novia y quería contárselo a todo el mundo! Incluso estaba a punto de hacerle un comentario a Zulma. ¿Y por qué no? Quizás pudiera darle celos. Pero, ¿que haría con Stella? Bien, no sé, ya vería. Que fácil se me hacia levantar castillos de arena. Hasta me veía ya grande y casado con Stella, llevándola en un auto lujoso a pasear por la ciudad de Buenos Aires. Por ahí se me cruzaba que Zulma, el amor imposible de mi infancia, nos veía de la mano y se disponía a pelear con ella para recuperar mi amor. Que imaginación tenía aquel niño de campo nacido en una casaquinta de las afueras del pueblo. No tardé en chocar contra la pared de la realidad, para colmo, delante de todos mis amigos. Fue dos días después de aquella aventura. Salíamos de la escuela con los chicos. Avanzábamos por la calle 25 de Mayo. Justo al llegar al Bar de Di Yorio venía Stella. No venía sola. La acompañaba un chico alto, rubio, de ojos bien celestes. Ella sonreía embelesada mientras el muchacho le colocaba un brazo por sobre el hombro. Ni siquiera la miré. Sentí que algo se había roto dentro de mi pecho y también sentí las cargadas de mis amigos: -¡Ahí va tu novia, Jorge! -Pero, ¿el que va con ella, sos vos?, ¡que cambiado que estás! Evidentemente mis compañeros eran ingeniosos. Sentí “bronca” en ese momento. Ganas de que me tragara la tierra. El mundo, mi mundo, se había desplomado en dos días. ¿Hasta cuándo duraría la amargura de aquel desengaño amoroso? Hasta cruzar la estación, como fue siempre en esos años inolvidables. A las dos de la tarde el sol de junio sanaría todos los males en el cabeza a cabeza al lado del Kiosco de Carmelo. Y un rato más tarde el picado en el Raver aplicaría una terapia superior a la que se pudiera encontrar en el diván del mejor psiquiatra. Hoy, lamentablemente, mi bicicleta “Aurorita” rueda en los caminos de la nostalgia. No está el Kiosco de Carmelo, y se quedó muy lejos de mi vida el potrero del Raver. Ahora las heridas que se abren tardan un poco más en curarse. Solo las curan, a veces, los recuerdos simpáticos como este. No puedo describir el rostro de Stella, pero nunca he olvidado su beso, mi primer beso, al pie de un viejo ombú, bajo el tibio sol de junio, en Cardales.
Posted on: Sat, 07 Sep 2013 13:21:31 +0000

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