EL CURA HIDALGO DE RODILLAS. POR SALVADOR ABASCAL INFANTE. Pero en - TopicsExpress



          

EL CURA HIDALGO DE RODILLAS. POR SALVADOR ABASCAL INFANTE. Pero en seguida, deshonrando su propia sangre de gachupines, les declaraba a «sus amados conciudadanos», «que los gachupines, hombres desnaturalizados, habían roto los más estrechos vínculos de la sangre» por dejar a sus familias al venir a la América…, ignorando o callando que casi desde un principio el Gobierno español prohibió e impidió que vinieran sin sus mujeres los casados. Y unas cuantas horas después, en la noche de ese mismo día, secretamente mandaba degollar en la barranca del pie del cerro de las Bateas, a tres leguas de Valladolid, a 40 españoles, habiendo engañado a sus familias diciéndoles, lo mismo que a las víctimas, que se los llevaba a Guanajuato. Y tres días después, el 18 en la noche, al siguiente de haber él salido con su tropa para Guadalajara, por órdenes suyas, también secretas, fueron llevados 44 españoles al mismo cerro de las Bateas, para también se degollados. Y respecto a ellos se había usado el mismo engaño que con los primeros 40: se les llevaría a Guanajuato. 84 cadáveres degollados y totalmente desnudos, pues así se les degolló para que no mancharan las ropas con su sangre y poder usarlas o venderlas, fueron el sabroso pasto de las aves de rapiña. Un indio había sido el degollador en jefe. Hidalgo dirá en Chihuahua que en total fueron 60 aquellas víctimas. Pero fueron 84. Miente en esto, y también miente diciendo que aquellos degüellos se debían a «una condescendencia criminal con los deseos del ejército, compuesto de los indios y de la canalla». Su condescendencia fue su propio delirio satánico, sin importarle ni el cegar criminalmente aquellas vidas inocentes -porque confesará que lo eran-, ni el hacerlo sin ofrecerles antes un confesor. Dueño de Guadalajara, desde el día 11 de noviembre, “el Amo Torres”, José Antonio Torres, invita a Hidalgo, quien hacia allá sale de Valladolid el 17 de noviembre, llevando consigo, vestida de hombre, con el uniforme y las divisas de capitán, a una tierna señorita, Marina Gamba, que salió de Valladolid con Hidalgo por haberle ofrecido éste a la madre de ella que ya fuera de la ciudad le libertaría a su esposo, preso por ser español; pero no sólo no lo libertó, sino que en el camino lo mandó matar o permitió que se le matara. Iba aquella desdichada huérfana en coche, con una escolta de lanceros. Y el pueblo, que se agolpaba para verla, la llamaba la Fernandita, objeto de toda clase de fantasías. ¿Abuso de ella el mal Cura? Con éste iba, como querida, otra mujer, también vestida de hombre, Gabina, llamada “La Capitana“, por su conducta, se decía que de “heroína“, en Guanajuato, en la toma de la Alhóndiga de Granaditas. Felizmente, esta mujer, según carta escrita meses después desde San Luis Potosí, por la señora de Abasolo, acabó con “las recogidas“. El hecho cierto es que Hidalgo no podía prescindir de mujer. Y tenían que ser bonitas. En nada era vulgar. De manera triunfal es recibido Hidalgo en Guadalajara el 26 de noviembre. Olvida sus derrotas y se endiosa: da audiencia bajo palio; toma el título regio de Alteza Serenísima, olvidado también el igualitarismo de su amada Revolución francesa, y aun los sacerdotes no podían hablarle sino “con la rodilla hincada“, según declaración de Allende. Posesionado de su papel de Monarca, y Monarca sagrado como los de antaño, nombra Ministro de Gracia y Justicia al joven abogado don José María Chico, y Secretario de Estado y del Despacho al licenciado don Ignacio López Rayón, y con la firma de Allende -detestando éste el obligado acuerdo- acredita como Plenipotenciario y Embajador de ambos, y de los Ministros y de la Audiencia, ante el Gobierno de los Estados Unidos, a don Pascasio Ortiz de Letona, sin la menor idea de lo que acerca de México piensa el gobierno yanqui, que por lo pronto querrá reducir a la mitad su territorio; pero sabiendo Hidalgo muy bien, por agentes secretos, que el dicho Gobierno es su mejor aliado en el odio a los “gachupines”. Ordena también que se publique como órgano gubernamental un periódico, El Despertador Americano. ¡Soñaba Hidalgo con ser el libertador de toda la América Hispana! Don Pascasio, detenido como sospechoso en Molango -del actual Estado de Hidalgo-, y remitido a México, en el camino se suicidó. De debajo de la silla de su mula se le recogieron sus papeles de Plenipotenciario. Cuando, preso de Allende, se le hizo notar en aquellos documentos no constaba, contra lo que él aseguraba, que el fin del movimiento insurgente fuera «conservar» a la Nueva España «para su legítimo soberano, el señor don Fernando VII», sino «una absoluta independencia»; que, además, en esos mismos documentos se afirmaba que para conseguir la independencia, él mismo e Hidalgo, y los demás firmantes habían resuelto «o vivir en la libertad de hombres, bajo una constitución federativa semejante a la de los Estados Unidos», o, de lo contrario, «morir», reclamando «sus derechos naturales, usurpados por una tiranía cruel», soportada «por espacio de casi trescientos años», Allende declaró «que aunque» le fuera «vergonzoso decirlo, no había leído dichas credenciales cuando las firmó, sino que el licenciado Rayón le había hecho, de palabra, un resumen de su contenido, y que aunque al darse cuenta de que éste no correspondía a los propósitos y a los conceptos que tenía él mismo, así lo manifestó a Rayón, éste le contestó que así convenía que fuese, porque los Estados Unidos tenía jurado auxiliar a todos los pueblos que intentasen su independencia». (Chávez Ezequiel, Hidalgo, pp. 57-58.) Don Ezequiel cree que tal propósito de los Estados Unidos lo adivinaron Hidalgo y Rayón con 13 años de anticipación a la Doctrina Monroe, que será expuesta por éste, en un Mensaje al Congreso de los Estados Unidos, el 2 de diciembre de 1823. Yo, en cambio, estoy seguro de que no hubo tal adivinación, sino pleno conocimiento directo, por el contacto que Hidalgo tenía con agentes secretos de los Estados Unidos, del propósito de éstos desde aquellos días. Allende pudo agregar en su causa: «que Hidalgo y los demás que firmaron dichos documentos, especialmente Rayón, abusaron de su buena fe»; y que «por lo que toca al Cura Hidalgo», no dudaba de «que su idea era engañar al pueblo y al mismo declarante». Hidalgo no había dejado de ser “el Zorro“, el falso, el engañador, el Tartufo. Fácilmente se comía vivo al ingenuo de Allende. (También a Samuel Ruiz se le podría llamar ahora “el Zorro“: maneja a su antojo a cuantos con él tratan: Marcos, Gobernación, los Jesuitas, la viuda de Mitterrand, su Coadjutor, los demás obispos.) En el “poder” que se le confirió a don Pascasio Ortiz de Letona se ve algo más, muy importante: «El estado actual nos lisonjea de haber conseguido lo primero» -se refiere a la libertad-«cuando vemos conmovido y decidido a tan gloriosa empresa a nuestro dilatado continente. Alguna gavilla de europeos rebeldes y dispersos no bastará a variar nuestro sistema, ni a embarazarnos las disposiciones que pueden decir relación a las comodidades de nuestra nación… Dado en nuestro Palacio Nacional de Guadalajara, a 13 del mes de diciembre de 1810». A los mismos Estados Unidos trata de engañar, haciéndoles creer que contaba con toda una América ex-Hispana y que los realistas que lo habían hecho trizas en Aculco no pasaban de ser una “gavilla“. Pero no mentía a lo loco sino a lo Tartufo. Por decreto del 29 de noviembre dicta varias medidas que destruían el sistema de impuestos, con una liberalidad irreflexiva y que de implantarse habría sido funesta. En otro decreto, del 1ª de diciembre, decía: «Me llenan de consternación las quejas que repetidamente se me dan de varios individuos, -ya de los que han merecido mis comisiones, ya de los que sirven en mis ejércitos- (!), por sus excesos en tomar cabalgaduras por los lugares de su tránsito, no sólo en las fincas de los europeos sino en las de mis amados americanos; y cuando mis intenciones en llevar adelante la justa causa que sostengo -(yo mero, y sólo yo)- no son otras que la comodidad, descanso y tranquilidad de la nación, no puedo ver con indiferencia las lástimas que ocasionan aquellos individuos… Y como sea esto un mal que deba cortarse de raíz, mando que ningún comisionado, ni otro individuo alguno de mis tropas, pueda de propia autoridad tomar cabalgaduras, efectos ni forrajes, sin que primero ocurra por lo que necesite, a los jueces respectivos del os lugares de su tránsito». Y se sobreentiende que en las haciendas de los españoles habrá manos libres, uñas libres. Y para demostrar su acendrado amor a la Guadalupana, el 12 de diciembre, el día de la Fiesta de Nuestra Señora, manda degollar a 48 españoles en las barrancas de Atenquique, también de noche, y en secreto; y manda que las noches siguientes sean degollados allí mismo más y más españoles, hasta completar el número de 350, según declarará él mismo en su causa, y sin poder justificarse de alguna manera, pues tendrá que reconocer: «que procedió criminalmente en la muerte que se les dio». De verdugo sirvió un torerillo, Marroquín, mal “Espada” pero de incansable y filoso puñal. De lo más ruin es que a algunos españoles les concedía “indultos“, es claro que a buen precio; y, sin embargo, no eran pocos los que unos días después eran también asesinados, no obstante el empeño de don Mariano Abasolo en salvarlos a todos, por lo cual, juntamente con su esposa, sufría sin remedio. La consistencia con que Hidalgo pensaba y procedía perversamente se palpa leyendo dos cartas por él dirigidas al Coronel insurgente don José María González Hermosillo con sólo una semana de intervalo entre ellas. El 3 de enero de 1811, le dice: «Usted procure realizar -(o sea vender)- cuanto le sea posible los bienes de los europeos, para cuyo saqueo he comisionado los sujetos que me expresa, y con esto socorra las urgencias de la tropa. Deponga usted todo cuidado acerca de los indultos y libertad de los europeos». O sea, comenta el benigno don Ezequiel, no pare usted mientes en las aparentes cortapisas que usted u otros crean que se ponen con tales indultos y con la libertad de los europeos de que a las veces de habla; deponga usted todo cuidado al respecto: «recogiendo usted todos los que haya por esa parte, para quedar seguro; y al que fuera inquieto, perturbador y seductor -(al solo juicio de Hermosillo)-, o a los que se les reconozcan otras disposiciones, los sepultará en el olvido, dándoles muerte en partes ocultas y solitarias, con las precauciones necesarias para que nadie lo entienda»; tal como él lo había hecho y los estaba haciendo y lo siguió haciendo -comenta don Ezequiel-, por su propia y personal voluntad. Y 7 días después, le decía: «Pienso que con moderación, buen trato y desinterés se hace usted aun de la gente más bárbara de esos países, para lo que necesite y pueda ser útil en las presentes circunstancias»; para que le sirvan de cómplices y verdugos. Erróneamente, don Ezequiel ve inconsistencia, contradicción, entre esas dos misivas de Hidalgo, en las que yo veo una perfecta y perversa consistencia. Y para tranquilizar a sus cortesanos que pudieran darse cuenta exacta de su maldad les cuenta Hidalgo, como un buen ejemplo que imitar, la matanza de las Vísperas Sicilianas del 30 de marzo de 1282: espantosa siembra de cadáveres de franceses que le había devuelto a Sicilia la libertad: lección y propuesta que Allende rechazara indignado. Es claro que era profunda, diabólica, la perversión de Hidalgo, que le daba el mayor gusto posible a Satanás, el “homicida” por antonomasia de profesión: «Ille homicida erat ab initio» (Juan VIII,44). Gracias a Dios contra Hidalgo batallaba gran número de resueltos y patriotas mexicanos. Y en medio de aquella orgía de sangre no dejaba de gozar carnalmente, hasta bailando ante su corte con las más lindas mujeres de Guadalajara. Muy distinto del pensamiento de Hidalgo era el de Allende: éste creía que tanto las autoridades de España como las de la Nueva España habían traicionado a su legítimo Rey Fernando VII; y le era evidente que todo soldado, como él, y aun todo buen súbdito del Monarca, le debían ser leal y levantarse contra quienes lo hubieran traicionado. Po lo cual su grito de guerra era «¡Viva Fernando VII!», con el afán de libertarlo de los traidores. Pero Allende no tenía verdadero talento ni suficiente arrastre personal, por lo cual desde un principio había quedado supeditado al Zorro. En consecuencia, el ¡Viva Fernando VII! había ido desapareciendo hasta ser definitivamente suplantado por el terrible y malvado grito de ¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines! En Guanajuato Hidalgo le había pedido al Ayuntamiento, sentado él bajo el dosel, que lo reconociera como Capitán General de la América, no sólo de la Nueva España; carácter con que había auto-proclamado en los campos de Celaya; y pocos días después, al resistirse varios regidores a aceptar los nombramientos que Hidalgo les extendía, explicándoles que no entendían cómo «conciliar las ideas de independencia que (él) vertía, con el juramento de fidelidad que tenían prestado al Rey», «Hidalgo prorrumpió diciendo que Fernando VII era un ente que ya no existía; que el juramento de fidelidad a tal ente ni podía obligar ni obligaba». Y Allende, ocupadísimo en impedir siquiera en algo los desmanes de la horda y en mantener la disciplina de sus soldados, no se daba cuenta de lo que Hidalgo hacía y decía. Ya en Valladolid por primera vez, «habiendo percibido -según declaró en su proceso- que ya no era del agrado de Hidalgo que se mentase el nombre de Su Majestad, se quejó de este proceder a los prebendados de aquella Santa Iglesia, Michelena y Zarco; y en Guadalajara, habiéndole» llamado la atención al «Doctor Maldonado, porque en su periódico intitulado El Despertador Americano no se contaba con el Señor don Fernando VII, que era el principal objeto de la insurrección», contestóle Maldonado «que eso no le parecía bien a Hidalgo, de cuyas resultas el declarante consultó con el mismo doctor Maldonado y con el Gobernador de la Mitra, el señor Villaseñor, si sería lícito dar un veneno (a Hidalgo), para cortar esta idea suya y otros males que estaba causando, como los asesinatos que de su orden se ejecutaban en dicha ciudad, con los muchos más que amenazaba su despotismo, el cual (intentó de darle el veneno) no pudo ejecutar por lo mucho que el Cura se reservaba de él, pues por lo demás, aprobándole su idea Maldonado y Villaseñor, compró el veneno, por medio de Arias, y lo repartió entre su propio hijo -(el de Allende)- y el mismo Arias, para aprovechar la ocasión que se presentase a cualquiera de los tres»; y agregó que «aún en su equipaje» podría «hallarse la parte del veneno que se reservó para el efecto». ☧ Sabedores Hidalgo y Allende de que los Generales realistas Calleja y Cruz marchaban contra Guadalajara, no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que más conviniera; pero, prevaleciendo la determinación del Cura, salieron con sus soldados y su chusma al encuentro del enemigo. Después de varios importantes incidentes, y aun con cierta dificultad, Calleja y Cruz marchaban contra Guadalajara, no pudieron ponerse de acuerdo sobre lo que más conviniera; pero, prevaleciendo la determinación del Cura, salieron con sus soldados y su chusma al encuentro del enemigo. Después de varios importantes incidentes, y aun con cierta dificultad, Calleja y Cruz ganaron la batalla del Puente de Calderón el 17 de enero de 1811. “Los ejércitos” de Hidalgo fueron allí deshechos. Además, el brigadier Calleja había recobrado a Guanajuato, el 25 de noviembre, entró en Guadalajara el 21 de enero, y el 5 de marzo en San Luis Potosí, mientras el brigadier don José de la Cruz recuperaba Valladolid el 28 de diciembre; el gobernador de Sonora, don Alejo García Conde, vencía a Hermosillo en San Ignacio Piaxtla el 8 de febrero, y don Manuel Ochoa recobraba Zacatecas el 17 de febrero; y al mismo tiempo surgía y triunfaba una espontánea contra-revolución en San Blas el 31 de enero, en San Antonio Béjar el 1 de marzo, en Monclova el 17 de marzo: quedando así pacificado el Norte. De huida hacia los Estados Unidos, en la Hacienda del Pabellón, cerca de Aguascalientes, Hidalgo fue alcanzado por Allende, Arias y otros jefes, que lo despojaron del mando con amenazas de muerte, pero secretamente, porque siempre «lo hacían aparecer como principal cabeza». Desde Saltillo continuó la marcha -16 de marzo-, en 14 coches los jefes, escoltados por 1,500 hombres -los únicos que les quedaban-, provistos de artillería y municiones, creyendo que cruzarían un país dominado todavía por insurgentes, cuando menos en Coahuila. Los realistas preparaban la emboscada en que caerían los fugitivos, que, guiados por dos espías -Felipe Enrique Neri y Sebastián Ramírez-, fueron llevados hasta las Norias de Baján, cerca de las cuales esperaban Elizondo desde el 20 de marzo con 342 hombres y 300 lazos. En eso, les llegó un correo, que los persuadió de que, siendo escasa el agua -de cuya falta habían sufrido mucho-, «era conveniente que los coches y gentes principales se fueran adelante». Conforme iban llegando a un lugar bien escogido por los realistas, los revolucionarios eran cogidos y amarrados hasta donde alcanzaron los lazos. Hidalgo intentó resistir. Allende y otros dispararon contra sus aprehensores, y la mayoría se rindió, impotente, abandonados por Iriarte, que mandaba el grueso de la columna a la retaguardia y que huyó a Saltillo, pudiendo haber combatido y vencido a los aprehensores, pues llevaba él más gente que éstos. Los prisioneros fueron 893, 40 los muertos; y se les quitaron 24 cañones, 18 tercios de balas, 22 cajones de pólvora, 5 carros de municiones, 2 guiones, 1 bandera con la cruz de Borgoña (!), más de 700 barras de plata y mucho dinero en plata y oro, algo así como «dos millones por todo o algo más, según su cuenta de ellos». En Monclova se les clasificó: para Chihuahua, residencia del Comandante General de las Provincias Internas, se destinó a los principales jefes, en total 30; para Durango a los eclesiásticos, excepto Hidalgo, en total 10; y para Monclova el resto, del que fueron fusilados allí algunos de los militares antiguos con grado, siendo condenados a presidio los demás, juntamente con los soldados; y los paisanos o simples civiles fueron distribuidos entre los artesanos y en las haciendas. La marcha de Monclova a Chihuahua duró un mes, penosísima, a través del desierto, mostrándose Hidalgo como indiferente. Cuenta fray Gregorio de la Concepción que una de las muchas veces que les cayó en la tarde un torrencial aguacero, no pudiendo valerse de sus manos, por llevarlas atadas, «para taparse se acurrucó cuanto pudo bajo su capa blanca» y viéndolo Hidalgo, le dijo: «¡Qué bonito estas! ¡Pareces borrego cuatezón; pero aguántatela, que por la patria tenemos que sufrirlo todo!» ¿Se lo dijo con ironía o en serio? De cualquier manera, aún no elevaba su pensamiento a Dios. Los días 7,8 y 9 de mayo y 21 y 27 de junio se le somete a un estrecho interrogatorio, pero sin atormentarlo en ningún momento ni física ni psicológicamente. (Estoy siguiendo y seguiré a don Ezequiel A. Chávez, en cuanto a datos objetivos.) Su propósito único fue siempre la independencia absoluta de México, aunque haciendo creer, sobre todo al principio, que luchaba como súbdito de Fernando VII, pero sin un solo español europeo en América. A la pregunta de quién lo había hecho «juez competente de la conveniencia de la independencia del reino», contestó: «que él mismo se ha erigido juez de esa conveniencia, sin contrabalancear la teoría con los obstáculos de las pasiones y de la diferencia de intereses que siempre se encuentran en la ejecución de tales empresas (y) que no podía faltar a la suya»; y en seguida habla confusamente: que «reconoce su imprudencia», pues desde «los primeros pasos se vio precisado a los excesos» que se le imputaban. Por fin, ¿se vio precisado a cometer esos excesos por sola imprudencia o fue el principal responsable de ellos? Aquí le faltó valor y sinceridad para confesar sus crímenes, debidos no a mera imprudencia sino a su reconcentrado odio a los “gachupines”. A una nueva pregunta sobre sus propósitos, contestó mintiendo, pues dijo que su ánimo «siempre fue el de poner el reino a disposición del señor don Fernando VII, siempre que saliese de su cautiverio». Y luego, al contestar la pregunta 38 se contradice, aunque no muy claramente, pues tuvo que confesar que en un manifiesto dirigido al pueblo se propuso «probar que el americano debe gobernarse por americano, así como el alemán por el alemán, etc.». No podía negar que había echado mano de la propiedad ajena, sin que a ninguno de los insurrectos se le despojara de sus bienes; pero dijo que eso fue porque «no es lo mismo cortar de lo ajeno que de los propio»; y en cuanto a los caudales tomados de la Iglesia aseguró que lo fueron en calidad de préstamos «que de los bienes de la nación se le satisfarían»: intención que sí es de creérsele. hasta por conveniencia. Explicó que para extender su movimiento no había tenido «más que enviar comisionados por todas partes, los cuales hacían prosélitos a millares por dondequiera que iban». Dijo que en Atotonilco «tomó una imagen de la Virgen de Guadalupe» -esto se lee en la respuesta a la 12ª pregunta-, «y la puso en manos de uno, por parecerle a propósito para atraerse a la gente». Así es que no lo hizo por amor a la Virgen de Guadalupe, ni menos para enarbolarla como enseña de unidad nacional, sino para arrastrar gente suficiente que le permitiera coger a todos los gachupines, militantes y pacíficos, sin distinción, viniéndole al mismo tiempo o poco después la idea de matar a cuantos pudiera. Este Hidalgo es el verdadero, el que sí existió, Mons. Schulemburg, no el que Su Señoría se imagina y presenta o por ignorancia supina o para engañar a la gente. [Nota de B&T: Mons. Schulemburg falleció en el año 2009] Declaró que los asesinatos que en Valladolid y Guadalajara mandó cometer «se ejecutaban en el campo, a horas desusadas para no poner a la vista de los pueblos un espectáculo tan horroroso…», sólo, como los saqueos, por «una criminal condescendencia» con «el ejército, compuesto de los indios y de la canalla» -(contestación a las preguntas 16, 17 y 20)-: pero reconociendo «que procedió criminalmente». Y es clarísimo que más criminalmente de lo que él mismo confiesa, pues si los indios y la canalla de “sus ejércitos” le hubieran exigido aquellos asesinatos, no los habría ordenado tal como los ordenó: en secreto, a horas desusadas y en lugares lejanos de sus cuarteles. Por otra parte, aquella canalla él mismo la había engendrado: antes de su «¡Viva la Virgen de Guadalupe y mueran los gachupines!» y de su «Cojan, hijitos, cojan, que todo es vuestro», no había canalla en la Nueva España aunque hubiera delincuentes. Confesó «que su inclinación a la independencia fue lo que lo obligó a decidirse con tanta ligereza o llámese frenesí»: frenesí que yo califico con un término muy suave: atolondramiento. Y atolondrado había sido siempre en todo y para todo, de lo cual no se curará sino ante la evidencia de su rotundo fracaso y de que va a ser ejecutado. En seguida, al preguntársele «qué seguridad tenía de que su proyectada independencia no acabaría lo mismo que había empezado, por absoluta anarquía o por un igual despotismo», contestó: «que ninguna tenía y que ahora ha palpado por la experiencia que seguramente hubiera terminado en estas dos cosas»; y agregó espontáneamente que: «por lo mismo quisiera que a todos los americanos se les hiciera saber esta su declaración, que es conforme a todo lo que siente en su corazón, y a lo mucho que desea la felicidad verdadera de sus paisanos». En consecuencia, cuando el juez comentó que, conforme a lo que llevaba declarado, «fue grande imprudencia y temeridad esperar ningún bien para la felicidad del reino, de esta independencia buscada por medio de la insurrección»; y que «lo único prudente, acertado y equitativo hubiera sido esperarla de las Cortes Generales y extraordinarias de la monarquía para las cuales estaban nombrados diputados… por todas las provincias», Hidalgo contestó que eso era «muy cierto»; y habiéndole preguntado el juez cómo conciliaba «con la doctrina del Evangelio y con su estado (eclesiástico) causar la ruina del comercio, minería, artes y agricultura, abriendo la puerta a la irreligión, al estrago de las costumbres y a la exaltación de las pasiones», dijo que nada de lo que contiene la pregunta se podía «conciliar con la doctrina del Evangelio y con su estado, y que» reconocía y confesaba «de buena fe que su empresa fue tan injusta como impolítica, y que ella» había «acarreado males incalculables a la religión, a las costumbres y al Estado en general y muy particularmente a esta América: tales que el gobierno más sabio y vigilante no podría repararlos en muchos años», de todo lo cual, sabiéndose responsable, pedía a todos perdón, «y a los pueblos, por el mal ejemplo que les había dado», y pidiendo que todo esto se hiciera del conocimiento de todo el mundo. (Páginas 19 y 20 del tomo I de la Colección de Documentos para la Historia de la Guerra de Independencia de México, de Hernández y Dávalos, citada por Ezequiel A. Chávez, pp. 70-74.) Y para asegurar que tan necesaria y noble confesión fuera del conocimiento del mundo entero, escribió un Manifiesto de su puño y letra, fechado el 18 de mayo -1811- y luego ratificado en todas sus partes el 7 de junio, expresando su ansia de «llorar día y noche» por «los que» habían «fallecido de su pueblo» por causa suya y por todos los males que había originado, y a la vez “bendecir” las misericordias interminables del Señor que le habían permitido entender sus yerros y arrepentirse de ellos, pues «mis pensamientos -decía- tienen a mi corazón en un tormento insoportable», aunque «la noche de las tinieblas que me cegaban se han convertido en luminoso día, y en medio de mis justas prisiones, me presenta tan perfectamente los males que he ocasionado a la América, que el sueño se ha retirado de mis ojos y mi arrepentimiento me ha postrado en cama». Estas y otras exclamaciones demuestran lo profundo y la verdad de su dolor. Aun los pecados de su juventud acudían a su conciencia; pero sobre todo sus últimos crímenes lo hacían escribir: «Ah, americanos, mis compatriotas; europeos, mis progenitores; y sobre todo, insurgentes, mis secuaces, compadeceos de mí… veo la destrucción de este suelo, que he ocasionado: la ruina de los caudales que se han perdido; la infinidad de viudas y huérfanos que he dejado, la sangre que con tanta profusión y temeridad se ha vertido, y lo que no puedo decir sin desfallecer, la multitud de almas que, por seguirme, estarán en los abismos». (Chávez, op. cit., p. 75.) Y nótese que no se dirige nada más a los habitantes de la Nueva España, sino a los americanos todos, como compatriotas suyos, pues bien entendía ya que sus crímenes tenían trascendencia inevitable en toda la América Hispano-india. Y seguía, mostrando lo más íntimo de su pena, de su arrepentimiento y de confianza en la misericordia de Dios: «La santidad de nuestra religión, que nos manda perdonar y hacer bien a quien nos hizo mal, me consuela, porque espero que os compadeceréis de mí. Perdonadme unos, las víctimas, los males que os he inferido, y libradme vosotros, insurgentes, de la responsabilidad horrible de haberos seducido. Cierto de la misericordia del Señor, lo que me aflige son los prejuicios que he originado». Exhortaba luego a sus secuaces a reconocer de nuevo a las autoridades contra las que se había rebelado; y prorrumpía, pensando de nuevo en Dios: «Con qué satisfacción me arrojaré en los brazos de un Dios que si como justo me debe sentenciar, como padre piadosísimo me llama, y me da tiempo para que, desengañando al mundo, y arrepintiéndome, se vea en la suave precisión de decidir mi eterna suerte, según las promesas que nos ha hecho de que en cualquier día que el pecador se convierta, echará en perpetuo olvido sus iniquidades». Todavía más, todo con una fe muy ortodoxa y pura y un profundo arrepentimiento: «Estas prisiones que me ligan, y veo con reconocimiento, me convencen de que si El no me hubiera ayudado, ya habitara mi alma en los infiernos: el horror con que se me presenta la sangre que por mí se ha derramado, y el que me causa en la devastación de este florido reino, no puedo negar son aquellos auxilios con que (Dios) ponía a la vista de Israel, lo malo y amargo que es haberle dejado». Sabe muy bien que si no fuera por la Misericordia de Dios, por su real arrepentimiento, tendría que sufrir «los tormentos del abismo… porque son mayores las culpas con que los merecí. Si un Dios infinito en sus perfecciones toleró lo que es más que el mismo infierno, ¿por qué no he de recibir gustoso lo que merezco, en satisfacción de su justicia…?». Pero: «Ni aun estos suplicios me aterran, a presencia de sus Misericordias, sé que el día que un pecador se arroja a sus pies, se regocija todo el cielo; sé que El es el mismo que a la oveja perdida, cuando la encuentra, no la pone al arbitrio de los lobos, sino (que), amoroso, la coloca sobre sus hombros, y que al hijo que había sido el oprobio de su familia lo recibe con ternuras tan singulares que pueden causar emulación a sus hijos más sumisos». Acepta plenamente la pena capital, su ejecución, y aun con alegría: «Quiero morir, y muero gustoso porque ofendí a la Majestad Divina, y a la humanidad y a mis prójimos: deseo y pido que mi muerte ceda para gloria de Dios y de su justicia, y para testimonio el más convincente de que debe cesar al momento la insurrección, concluyendo estas mis últimas y débiles voces con la protesta de que he sido, soy y seré por toda la eternidad católico cristiano». Su conclusión de que «debe cesar al momento la insurrección» es perfectamente lógica y moralmente necesaria, sin dejar por esto de ser valerosa. Y a la misma conclusión llegará Morelos aunque con otras palabras, en su “Retractación” de los días 10 y 11 de diciembre de 1815, corroborada con su escrito del 12, en que le revela al Virrey Calleja los lugares en que los insurgentes tenían guardados materiales de guerra y dinero, habiendo hecho otras revelaciones en sus declaraciones de los días 28, 29 y 30 de noviembre y 1º de diciembre. (Virginia Guedea, José María Morelos y Pavón -Cronología-, pp. 208-221. UNAM. México. 1981.) Y termina Hidalgo de esta cristiana manera: «Espero que las oraciones de los fieles de todo el mundo -(de todas las naciones porque sabe que el escándalo de sus crímenes cundió por todas ellas)-, con especialidad de las de estos dominios, se interpongan para que, dándome el Señor y Padre de las Misericordias una muerte de amor suyo, y dolor de mis pecados, me conceda su beatífica presencia». Este último Manifiesto de Hidalgo, íntegramente auténtico, pues todo él está escrito de su puño y letra, de dos cosas convence: Primera: Hidalgo no es el iniciador de la Independencia sino exactamente del retraso de ella por los terribles males que a la Patria le causó: males que, según él mismo confesó, no se podrían reparar sino en mucho tiempo por un gobierno cristiano y estable; y precisamente por las condiciones en que la dejó no será posible la constitución de tal clase de gobierno: quedan sembrados en todas partes, en los mismos espíritus, los dientes del dragón, y desolado el país en lo material. El milagro realizado por don Agustín de Iturbide será, tendrá que ser efímero. Segunda: en cambio, Hidalgo mismo nos enseña que la salvación del alma depende de un acto sincero y profundo de humilde contrición y de filial confianza en la infinita Misericordia de Dios: acto del que serán incapaces soberbios endemoniados como Melchor Ocampo, que la ofrecérsele un sacerdote para que arreglara sus cuentas con Dios, sabiendo que irremisiblemente se le iba a fusilar en aquellos momentos, contestó: Muchas gracias; no lo necesito, porque «yo estoy bien con Dios y Dios está bien conmigo». Siendo que quien con él estaba bien era Satanás, como estuche que era de miserables bajezas: por libertino, como mal padre, como perseguidor de la Iglesia y como traidor a la Patria con el tratado McLane-Ocampo: estas dos últimas bajezas en complicidad con Benito Juárez, cuya alma viera bajar al Infierno el Obispo de León, Don José María Diez de Sollano. Suprema lección es esta de Hidalgo; pero no por ella es Padre de la Patria y mucho menos en el sentido de “Iniciador de la Independencia”. Es un buen Maestro cristiano para bien morir; no lo es para bien vivir cristianamente, ni patrióticamente. Y conviene tener en cuenta que él no cometió el pecado contra el Espíritu Santo que consiste en pecar con ganas y con la presunción del perdón de Dios a última hora: si lo hubiera cometido no habría tenido perdón. Simplemente pecaba “con frenesí“, atolondradamente, pero sin ulterior pensamiento. Sin oración, fatalmente degenera la acción, y sobre todo en un sacerdote. (Mateo XXVI,41.) ☧ Sentenciado a muerte el 26 de julio, habiendo confirmado ante varios testigos cuanto había escrito en su Manifiesto -una prueba más de su autenticidad-, el día 29 se efectuaron las ceremonias de la degradación eclesiástica, necesaria para poder ser ejecutado, viéndosele siempre tan sereno que parecía indiferente. La víspera de su ejecución pasó muchas horas en la capilla, orando a ratos y a ratos reconciliándose con un sacerdote, según testimonio de su custodio, el teniente Armendáriz. Este es el Cura Hidalgo histórico, el que debería ser presentado por el Clero como ejemplo a los más tremendos pecadores, sobre todo a los culpables de crímenes de lesa Religión y de lesa Patria. Y su Proclama-Testamento claramente nos indica -quizá estando su alma todavía en el Purgatorio- su vivísimo deseo de tal presentación. No se sabe qué día había escrito con carbón en la pared de la capilla estas palabras: «la lengua guarda el pescuezo», ¿con referencia a qué momentos? No se sabe. Y aquel mismo día 29 escribió con carbón dos décimas, dedicadas una al cabo Ortega y la otra al mallorquino Melchor Guaspe, alcaides de su prisión, que lo trataron con delicadeza. Dice así la primera: Ortega, tu crianza fina, tu índole y estilo amable siempre te harán apreciable aun con gente peregrina. Tiene protección divina la piedad que has ejercido con un pobre desvalido que mañana va a morir, y no puede retribuir ningún favor recibido. ☧ Ni se le pedía que lo retribuyera. Y la segunda, mutilada no sé por quién ni cuándo: Melchor, tu buen corazón ha adunado con pericia, lo que pide la justicia y exige la compasión. … Das consuelo al desvalido, en cuanto te es permitido; partes el postre con él, y agradecido Miguel te da las gracias rendido. ☧ Su serenidad siguió siendo absoluta porque absoluta era ya la tranquilidad de su conciencia en paz con Dios. Pocas horas antes de la ejecución, el desayuno que se le sirvió fue menos abundante que de ordinario, y lo reclamó. ¿Inconsciente? No: Tranquilo y hasta humorista. Muy bien sabía que ya iba a ser ejecutado. Cuenta el teniente Armendáriz que a la primera descarga, «el dolor lo hizo torcerse un poco… por lo que se le zafó la venda de la cabeza, y nos clavó aquellos hermosos ojos que tenía». Con la segunda descarga «se le rodaron unas lágrimas muy gruesas». Ni con la tercera descarga terminó su vida: «quizá sería -agrega Armendáriz- porque los soldados temblaban como unos azogados». Era el 30 de julio de 1911, teniendo Hidalgo 58 años, 2 meses y 22 días: en la plenitud de su vida. ☧ Arriba consigné los datos de don Ezequiel A. Chávez, en su Hidalgo, sobre el proceso de la Inquisición contra el Cura de Dolores. Veamos el «Dictamen sobre las Excomuniones del Cura Hidalgo», pronunciado por Jesús García Gutiérrez, José Bravo Ugarte y Juan B. Iguíniz a petición del Arzobispo de México don Luis María Martínez: «El proceso contra el Cura Hidalgo. Consta con toda certeza que el 16 de julio de 1800 abrió la Inquisición una investigación sobre la vida, costumbres y doctrinas del cura Hidalgo por denuncia formal que hizo Fr. Joaquín Huesca; que en octubre de 1801 lo denunciaron los carmelitas de Valladolid; que a mediados de 1807 el Pbro. D. Manuel Castilblanco lo denunció ante el Comisario de S. Miguel el Grande y que el 15 de marzo de 1809 lo acusó Fr. Manuel Bringas». Y este proceso no se concluyó. Pero, por otra parte, en el edicto de «D. Manuel Abad y Queipo (…). obispo electo y gobernador de este obispado de Michoacán» se lee lo siguiente: «… usando de la autoridad que ejerzo (…) declaro que el referido D. Miguel Hidalgo y sus secuaces (…) son perturbadores del orden público y perjuros y han incurrido del orden público y perjuros y han incurrido en la excomunión del canon Si quies, suadente diabolo, por haber atentado contra la persona y libertad del sacristán de Dolores, del cura de Chamacuero y de varios religiosos del Carmen de Celaya, aprisionándolos y manteniéndolos arrestados. Los declaro excomulgados vitandos-(o sea ya estaban juris et de jure excomulgados)- (…)» Y hubo otros atentados, posteriores al edicto de Abad y Queipo: en la “Declaración del Cura Hidalgo” hecha en Chihuahua en mayo de 1811 ante su juez, de lee que: «aquel ha reprendido al P. Corona en Guadalajara y ha llegado a arrestarlo, porque predicó contra la insurrección y porque no repicó cuando la toma de S. Blas»; y que en Guadalajara: «fueron ejecutados de su orden» como 350 españoles, «entre ellos un lego carmelita y un dieguino, si mal no se acuerda -(el propio Cura Hidalgo)-, que no sabe si era lego o sacerdote»; y añadió: «que es cierto que a ninguno de los que mataron de su orden se les formó proceso, ni había sobre qué formárseles, (pues) bien conocía que estaban inocentes» (Hernández y Dávalos, op. cit.). Y es claro, digo yo, que el haber dicho que levantada la censura del Canon si quies, suadente diabolo…, el Canónigo Conde de Sierra Gorda, en Valladolid, al acercarse el Cura Hidalgo, por puro miedo, careció absolutamente de efecto. Excomulgado estaba el Cura y excomulgado siguió hasta que se arrepintió de todos y cada uno de sus pecados y crímenes y fue absuelto, en vísperas de ser ejecutado. Y absuelto quedó aun de la dicha excomunión, pero no antes. En artículo de muerte el excomulgado es absuelto en confesión por cualquier sacerdote, aun de excomunión reservada al Papa, en la que Hidalgo había incurrido. -énfasis añadido- (El dicho Canon es el número 15 del II Concilio de Letrán, X Ecuménico, de 1139.) Nota de B&t: Cf: «La “excomunión” de Hidalgo» por la Dra. en historia, Guadalupe Jiménez Codinach El del Cielo fue el único buen Robo de los muchos cometidos por Hidalgo. ☧ De los 30 revolucionarios conducidos a Chihuahua fueron pasados por las armas: el ex-generalísimo Hidalgo (30 de julio de 1811), el generalísimo Allende, el capitán general Jiménez y el general Juan Aldama, los mariscales Santa María, Lanzagorta, Zapata y Camargo; los brigadieres Portugal, Carrasco y Mariano Hidalgo, el Ministro de Gracia y Justicia José María Chico, el torero verdugo Marroquín, etc.: en total 22. Seis fueron condenados a presidio, siendo el principal Abasolo, que murió en el Castillo de Santa Catalina de Cádiz el 14 de mayo de 1816; y 2 no fueron sentenciados. De los 10 eclesiásticos de Durango sólo escapó con vida el carmelita Fr. Gregorio de la Concepción, por tener causa pendiente en San Luis Potosí; los demás fueron fusilados en la Hacienda de San Juan de Dios el 17 de julo de 1812, después de la muerte del Obispo Olivares, que se negó a degradarlos; y no estando degradados, el Intendente Bernardo Bonavia ordenó que para fusilárseles se les quitaran sus vestiduras eclesiásticas y no se les tirase a la cabeza. La ejecución que me parece injusta es la de Allende, porque él obró de buena fe, en nombre de Fernando VII y en todas las ocasiones trató de evitar y de impedir los desmanes de Hidalgo y de las chusmas. Las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez, «que se había cuidado de dejar intactas no dirigiendo a ellos los tiros, fueron llevadas a Guanajuato y colocadas en jaulas de fierro en cada uno de los ángulos de la Alhóndiga de Grabaditas, sus pendidas de unas barras que sobresalen a la cornisa. (…) El cadáver de Hidalgo y los de sus compañeros fueron sepultados en la capilla de la Tercera Orden de San Francisco de Chihuahua, de la que en el año 1824 fueron trasladados con las cabezas, que se quitaron del lugar en que estaban en Guanajuato, a la Catedral de México, en la que enterraron con gran solemnidad debajo del Altar de los Reyes, en la bóveda destinada antes a los Virreyes, y después a los Presidentes de la República (…)». (Alamán, Lucas, Historia de México, t. II, pp. 194-195. JUS.) Nota de B&T: Comparar esta nota del Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México -INEHRM- General era en Europa la costumbre de exhibir en la picota, en lugar público, las cabezas de los grandes delincuentes, y dejarlas allí por mucho tiempo, para escarmiento. A fines del siglo XVIII estaba todavía en la picota, en Francfort, la cabeza de un delincuente político, desde 1616. (Goethe, Obras Completas, t. II, p. 1541. Aguilar.) Tal costumbre tenía su remota raíz en la Roma Republicana: las cabezas de Marco Antonio, de Julio César y de otros eminentes políticos habían sido exhibidas, como si fueran de criminales políticos, en la Columna Rostral, en el Foro de Roma. Quien quitó de los ángulos de la Alhóndiga de Granaditas las cabezas, las calaveras, mejor dicho, del Cura calavera y de Allende, Aldama y Jiménez fue don Atanasio Bustamante, al entrar a Guanajuato, durante el movimiento de Independencia, el 24 de marzo de 1821. Lo hizo con la expresa aprobación de Don Agustín de Iturbide, el Libertador, y seguramente logró que fueran aceptadas y guardadas en alguno de los templos de la dicha ciudad. Y cuerpos y cabezas -los cuerpos desde Chihuahua y las cabezas desde Guanajuato- fueron trasladados, como dice Alamán, a la Catedral de México, en 1824. Desde la otra vida -quizá todavía desde el Purgatorio-, Hidalgo debe de haber aceptado el primer destino de su cabeza, por estrictamente justo; agradecido el traslado de su calavera a la Catedral de México, considerándolo inmerecido; y lamentando el último destino ante los indeseables homenajes de un Estado ateo y de turbas anárquicas, consolándose con la certeza de que con la insurrección de la carne vendrá el definitivo complemente de su liberación y gloriosa cabal demonstración. De los restos de Morelos no se sabe donde están. ¿Se los llevó su hijo Almonte a París? Pero ni allí se han hallado. Esto lo sé por el señor Profesor Salmerón. Nota de B&T: Ya se ha establecido y verificado que los restos de Morelos (entre otros) se encuentran en la Columna de la Independencia (ver reporte)
Posted on: Fri, 13 Sep 2013 18:46:13 +0000

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