ESCRITORES PARA ESCRITORES Están los escritores que escriben - TopicsExpress



          

ESCRITORES PARA ESCRITORES Están los escritores que escriben para el pueblo y están los otros, que son los que enseñan a escribir a los escritores. A mí me gustan esos, los segundos. Los que la pelean todo el tiempo, encerrados en su casa, avinagrados y encefalosos. Me pone muy nervioso leer escritores de apoyavaso. Lejos de ayudar a consagrarlos lo que hago es degradarlos hasta sorberles el alma y el jugo que no tienen en las pelotas. Me dan asco los escritores de la imagen, los escritores de la estética, los escritores que imitan a otros escritores porque anhelan sus premios, sus pocos pesos que han ganado transpirando. Los siento cuando están cerca; los siento cuando se me aproximan... los siento y entonces me descompongo. Los rabio. Todos tenemos al menos un admirado, se sabe. Todos admiramos a un otro. Pero casi ninguno de nosotros está dispuesto a sufrir como tocó sufrir a él o a ella para conseguir la claridad que los distinguió de los demás, es decir, del resto de los escritores. Queremos los premios pero no queremos los sufrimientos. Queremos la comodidad y el conocimiento sin salir, siquiera, de casa para conseguirlos. Lo que queremos es, en realidad, la postura final: la sonrisa que acaba la película que cuenta su biografía... ¡Hipócritas! Desesperado y siendo un pelotudo de veinte años (porque a los veinte años, en la edad moderna, se es un pelotudo) pensé que lo mejor era concurrir a un taller de escritura; ¡peor aun!: se llamaba “taller literario”... ¡Como si la literatura fuese un animal cazable y domesticable... un asunto para corregirlo y ajustarlo a quién sabe cuáles preceptos y bases que la dictaminan! Bah... temas gramaticales... ¡”Talleres gramaticales” debieran de llamarse y denominarse! Porque en realidad no ayudan a nadie, ni lo alientan, a escribir sino que hacen todo lo contrario: destruir lo que los mueve a dejar por escrito lo que sienten, insinuándoles que ser un escritor es como ser un actor famoso: rubio y tetón, tarado pero pijudo, inquieto pero maleable, sin talento pero fiestero... Pero como a los veinte años, en la edad moderna, uno es un pelotudo, lo que hice fue buscar un conducto de salida para mi inquietud que creía que en escribir había o podía haber algo así como una solución. Lo primero que hice fue buscar en el diario que nos llegaba a casa: la casa de mis padres... El diario tenía, claro, un suplemento de cultura: que era la mejor manera de acercarse a lo peor de la cultura. Y yo no sabía nada de cultura... Así fue que agarré viaje y me subí a la propuesta que dictaba un anuncio pequeño que decía: “Juan Bataglia: taller literario”. Llamé por teléfono: -Hola, quiero anotarme en el taller de escritura. -Muy bien, ¿quién habla? -Ariel. Ariel Bistagnino. -Muy bien. -¿Entonces...? -La próxima clase es el martes a las veinte horas. Cobramos todo el mes por adelantado. -¿De cuánto tiempo es la garantía? -No entiendo -dijo ella. -Claro... Ustedes brindan un taller de literatura, ¿verdad? -Sí, así es. -Bueno, entonces: ¿cuánto tiempo se toman para convertirme a mí en un escritor? -No entiendo. “¡Puta!”, pensé, “si no entiende esto que le digo en un contexto perfecto de castellano, ¿qué piensa enseñarme con toda esa incomprensión?” -Lo que digo es: ¿cuánto tiempo tengo para reclamar si una vez finalizado el curso no me convierto en un escritor? -Eh... Ninguno... se me ocurre. -¡Cómo!... Si cobran por un servicio... deben garantir el servicio que brindan... ¿no? -¿De qué me habla, señor? -El martes estoy ahí. -Muy bien. Salí de la fábrica de gaseosas el martes que me habían apuntado por teléfono. Una vez que me sacaba la ropa de trabajo ya me sentía algo más normal. Pero con la ropa de trabajo puesta el universo se me volvía gris. Me subí al auto y encaré para Recoleta, para asistir a mi primera clase de “taller literario sin garantía”. Ahí, con el conocimiento de hoy, de haberlo tenido, lo que debería haber pensado fue: “¡nada bueno podés encontrar en Recoleta, pichón! ¡¿A dónde vas...?!” Iba, como pelotudo ignorante de un oficio al que pretendía entrar sin herramientas cabales, hacia la horca que intentaba decapitar “prolijamente” la tibia sospecha de que yo podía decir algo que nadie más podía decir, y, lo peor, con elementos nuevos, elementos nuevos y directos, dejando de lado la precariedad que ostentan las posturas primaverales... Llegué una hora antes de lo acordado y, ya que estaba en Recoleta, me dije que lo mejor era recorrer un barrio en el que nunca iría a vivir aunque los medios de subsistencia me fuesen suficientes para pagarlo algún día. Nunca iba a vivir en Recoleta, lo supe esa noche. Lo supe esa noche de invierno, esa noche en que desesperado por escribir malentendí lo que había que hacer y me lancé directo hacia ese embrollo de mierda que se llama: “taller literario”. Desesperado, uno llega a lugares oscuros: la astucia personal radica en tomar lo que sirve y desechar lo que no sirve. Yo, esa noche, lo deseché todo. Y si todavía sobrevivo... ¡me declaro bueno! El barrio no estaba nada mal... sobre todo para personas que decidieran dejar en la hitoria del mundo algo que no le interesaba a nadie. ¡Todavía no lo sabía!, pero esa noche yo iba a descubrir cada una de las cosas que un escritor no debe llevar a cabo jamás. Uno por uno, me fueron mostrados los errores en los que conviene caer rápido, bien rápido, para sacarse de encima lo que no sirve para nada... lo que no sirve para expresar... o, lo pongo de esta manera: todo lo que sirve para expresar asuntos que nos son conocidos a todos y de los que ya estamos cansados de recibir de manera liviana, de la misma forma que se acomoda a todas las formas y que no logra salir de la forma real, de la forma verdadera... que, a fin de cuentas, es como queremos recibir la información... ¡Siempre estuve bien lejos de los profesores de la escuela que no tenían nada nuevo ni intenso que contarme!... ¡Siempre!... ¡Eso es un dato... ¿no?! “Recoleta...”, pensaba mientras lo caminaba... “¡qué barrio de mierda!...” Me sentí orgulloso por primera vez del barrio en el que había nacido. ¡Gran barrio! Pero no lo voy a nombrar porque cuando uno lo que quiere es escribir lo que tiene que hacer es matar a todos antes de hacerlo... Todos significa todos. Todos es: mamá, papá, hermanos, hermanas, tíos, abuelos, primos, hijos (si los hay), Dios, Diablo, vecinos... etc. ¡El universo entero debe morirse cuando nos sentamos delante de la máquina a escribir... ¡Todos muertos!... ¡Así empieza simpre la historia! ¡Matar a todos para poder hablar de todos con libertad! Porque... jejeje... si algo no permite la vida ajena es que nosotros la veamos con libertad visual... y, sin libertad visual no hay libertad de conclusión, y entonces lo que se entiende es que no hay libertad para nada que no se haya matado primeramente antes de ponerse a escribir a su respecto. ¡Mato a todos y, entonces, puedo escribir de todos! No hay otra forma. No se puede escribir de lo que nos importa y nos compromete porque lo que nos importa y nos compromete es un objeto que intentamos cuidar y proteger. Y con la protección se muere la crítica... ¿Entendiste algo, pelotudo? Toqué el timbre, nunca toqué un timbre con menos seguridad de mí mismo que la que tuve ese día. Pero lo toqué. Lo toqué fuerte. “El gran conocimiento literario se me iba a brindar por sólo $400 mensuales”. ¡Qué bueno sería, ¿no?!... Digo, sería muy bueno acceder al conocimiento de la escritura pagando una cuota gorda, bien gruesa, de equis cantidad de pesos que seguro consiguió mamá o papá. ¡La vida fácil! ¡Paga mamá!... ¡Paga papá!... ¡Se lo merecen esos hijos de putas...! ¡Cuando uno se pone a escribir ya sabe, o debe saberlo, que son sus padres los que se merecen el latigazo!... Yo digo: “¡decíle a tu vieja o a tu viejo que venga y pague todos los destrozos que yo hice, sobre todo adentro mío, cada vez que estuve desesperado!” ¡¿Con qué moneda, con qué aleación, se suelda esa desesperación?!... jejeje (te acuno como lo hice con mi hijo)... ¡Bebo tu sangre, que intenta escribir...! ¡La bebo de un sólo trago! Bajo con ese trago viejos malestares y actuales corroboraciones. ¡Salúd! ¡Salúd! ¡Salúd! ¡Salúd!... ¡Acá tengo esta herramienta literaria (digo y me agarro con ambas manos la poronga) hecha de carne para que tus padres, que pagan, y tus profesores de literatura, que mienten, se la agencien! ¡Toda para ellos! “No creo que ninguno acuda a utilizarla”, pienso pero más que nada siento. Así, desesperado por sentir y transcribir, toqué el timbre de la casa de Juan Bataglia. Juan iba a enseñarme cómo tenía yo que escribir. Y yo me iba a dejar. Como cuando te la meten adentro del culo bien de prepo, yo lo iba a dejar... porque lo que yo quería era escribir... y dentro de ese huracán pensamentoso, estaba dispuesto a todo... ¡Si era necesario que me cogieran yo iba a permitir!... Pero siempre, ¡y ojo acá!, simpre, pensando en la crítica... ¡así que mejor te convenía que si me ibas a violar lo hicieras con la suficiente intensidad como para dejarme muerto y sin reflejos como para neutralizar mis impulsos naturales (¡vaya a saber uno debidos a qué!) de dar devolución de tu acto... ¡No bancarías, ¡nunca!, el vuelto que te puedo dar! Juan Bataglia abrió la puerta de su casa... bueno, de su departamento... y me invitó a pasar. Agradecí con un gesto corto y, una vez parado adentro del living, quise cagarme de risa... ¡No había lugar para nadie! Yo no sabía bien cuántas personas, alumnos, él degeneraba cada martes, pero sabía que si venían dos más además de mí íbamos a estar bastantes incómodos. Esa incomodidad, ahora que lo pienso, era lo más cerca que ese tipo iba a estar durante toda su vida de la escritura... Bueno, como había llegado temprano fui el primero y como primero lo que hice fue acomodarme en lo que yo pensé era el mejor lugar para un taller literario, es decir, cualquier lugar que me hiciera transparente cuando llegaran los demás alumnos experimentados... Elegí un lado de un sillón doble y ahí y así me quedé: esperando algo que me habían prometido por teléfono... A los cinco minutos cayó una mina y se me sentó al lado. Tres minutos después de ella, el turno de los martes estaba completo: había llegado el tercer alumno. “¡Tenés suerte”, pensé, mientras lo miraba a Bataglia, “de no dedicarte a conferenciar para ganarte la vida...” Ahí estaba yo, sumido en un sillón de terciopelo con dos personas, más el que dirigía eso, soñando que me esfumaba como una porción de vapor. -Bueno... Bienvenidos los nuevos -dijo her professor. -Gracias -dijo la mujer que había llegado recién. Ahí pensé: “¡Así que los martes de taller literario que no tiene garantía tienen un sólo alumno...” El tipo, Bataglia, her professor, me miró pero yo no respondí. Bataglia apoyaba el culo sobre un silloncito que parecía para un rey. Tenía una cara que demostraba estar tan cómodo que a mí me dio por mirar mi propio asiento. ¡Él estaba sobre nosotros!, se notaba. Y, lo peor, apoyaba las piernas sobre un pequeño taburete y así, así de cómodo, nos miraba de reojo. ¡Pedazo de hijo de puta!... -Bueno... hoy vamos a hablar de surrealismo -dijo. Me puse colorado. Yo de eso no sabía nada. Ni la mano me animé a levantar. Her professor leyó en voz alta la definición. ¡El momento había llegado!... ¡Había que exponerse!... Me dejé llevar. Las otras dos alumnas movieron el culo sobre el sillón y yo lo entendí como un gesto de sabiduría, de conocimiento enciclopédico. ¡No paraban de retorcerse como lagartos, como alumnos que esperan un exámen para, lo saben, el que han estudiado. Yo no había estudiado nada de nada. Yo sólo estaba ahí, esperando recibir la menor cantidad de castigo a mi inteligencia, el menor caudal de información que indicase que mi mentalidad y mis propósitos dentro de la literatura eran absurdos. ¡Yo, lo entiendo ahora, no sabía qué hacía ahí! Pero me obligaron a defenderme... Digo defenderme porque después, un minuto después, Her professor, de leer el significado diccionárico de la palabra surrealismo, nos invitó a todos los participantes de ese gran lugar desconocido para el mundo donde y en el cual se desarrollarían los grandes escritores del mañana, a escribir... Bataglia, después de leer en un libro, que no había escrito él, dos líneas de mierda, lo que hizo fue instarnos a escribir. ¡Quedé paralizado! Mi cara demostraba mi desconcierto. Y era tan profundo mi gesto de desconcierto que una de las alumnas, las más jovata, me vio y trató de tranquilizarme: “No te preocupes... ¡Escribí cualquier cosa que se te ocurra!... Vas a ver, al final de la clase (“¿clase?”, pensé... “¿vos decís que esto es una clase?”), cuando cada uno lea lo que escribió (“¡¿hay que leer, también?!”), vas a entender que lo que escribimos, cada uno de nosotros, tiene que ver con el tema que tratamos en clase”. “¿Vos decís...?”, le quise preguntar, pero lo tenía a her professor demasiado cerca... Apenas her professor instó a escribir, todos escribieron... ¡todos menos yo!... Yo estaba en medio de un limbo tántrico: sentía que me tocaban las pelotas pero no podía acabar. Los veía escribir y escribir sobre las hojas de los cuadernos que habían traído a “su taller literario” y yo me sentía el pendejo más insolente de las letras y el pelotudo más grande del universo. Pero, como el hábitat condiciona, después de tres minutos de ver que toda la gente que yo tenía a mi alrededor escribía, me dije: “¡Dale, pelotudo! ¡Escribí!” Y eso hice. Primero pensé en qué carajos iba a escribir... Para mí, hasta ahí, hasta ese taller, escribir se hacía solo y en casa... y si no tenías casa lo tenías que hacer en la calle... ¡pero jamás adelante de otros!... ¡me sentía la persona más equivocada del mundo! “¡Esto no es escribir!...”, y los miraba escribir; “¡estamos más cerca de un curso de circo que de un curso de escritura!” Pero estaba tan desesperado que me dejé envolver por ellos y por su pelotudo objetivo... Finalmente, abrí el cuaderno que había llevado y escribí algo. Escribí una definición; empecé como empiezan las definiciones: con dos puntos... y lo borré en seguida. Yo quería reescribir la definición de Surrealismo o por lo menos erradicarla si era eso lo que sentía. Lo hice. Creo, ahora, que lo hice bien. Sentí que lo había hecho bien cuando me supe apartado, cuando me supe discriminado y vapuleado por los especímenes que componían el taller, incluído, dentro de estos, her professor. Con la misma fuerza que todo llega, llegó el momento de leer: ¡todos habían escrito una poesía! No podía creerlo... ¡Así no es la poesía! Recordé a mi profesora de litaratura de la escuela secundaria, que nos repetía versos y más versos de García Lorca. La recordé de golpe. Pero más fuerte me vino la imagen de él, de García Lorca, y también me cayó la ficha de que jamás podría haber escrito ninguno de sus poemas en las condiciones en las que yo me encontraba. “¡Así que para ustedes la poesía es como mear...!”, pensé. Pensé. Pensé. Pensé y escribí en mi cuaderno: Si el surrealismo es una deformación de la realidad, lo descarto de mi vida. No entiendo cómo se puede entregar toda una vida de creación personal a un modo que esquiva la forma directa para pretender sentir orgullo en una forma de decir indirecta. Si cuando me vienen las palabras lo que hago es buscar otras para decir lo que estas palabras querían decir, lo que estoy haciendo es degenerar su genuina forma de llegar a mí. Cuando terminé de leer, her professor me miraba con cara de culo y las alumnas con cara de no haber entendido nada. Terminó la clase. Entendí que la clase había terminado cuando Bataglia bajó sus pantorrillas del taburete. ¡Qué pedazo de hijo de puta!... ¡Daba las charlas con los pies apoyados en un taburete...! Hoy en día mi seguridad literaria se complementa con una comprensión: nadie, ni Google, reconoce a Juan Bataglia como escritor.
Posted on: Mon, 25 Nov 2013 21:40:32 +0000

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