ESTOY VERDE Dólar, una pasión argentina De: Alejandro Rebossio - TopicsExpress



          

ESTOY VERDE Dólar, una pasión argentina De: Alejandro Rebossio y Alejandro Bercovich Introducción Viajo por todo el mundo pero en la Argentina me siento como en casa. Incluso más a gusto que en el Ecuador o en Panamá, donde me honran con el curso legal y la circulación forzosa. Como dicen las estrellas de rock, ustedes son el mejor público que he tenido. Me ofrecen a gritos en las calles y me buscan hasta en las “cuevas”. Aunque el gobierno empezó a vapulearme en sus discursos y hasta me persigue cuando ando indocumentado, sé que la mayor parte de la sociedad me desea y me cuida cuando llego a sus manos. También estoy escondido en las casas, las cajas de seguridad y las cuentas cifradas en Suiza de empresarios y políticos. Algunos de ellos decían hasta hace cinco minutos que me atesoraban porque les daba la gana y desde fines de 2011 me ningunean y hacen malabares para borrarme de sus declaraciones juradas. Si pudieran, esos ingratos lo harían retroactivamente. Pero ahí estoy, molesto, en el pasado de todo argentino que haya ahorrado alguna vez para algo más que un auto usado. Soy una sombra verde gigantesca sobre este país condenado al éxito que el consenso de las commodities pintó de color verde soja y decoró con volutas de dorado megaminero. Me han intentado replicar miles de atormentados artistas clase B en todo el planeta a lo largo de un siglo entero, pero nadie lo hizo con tanto amor como Pablito, ese argentino que hace varias décadas estampó su firma con trazo micrométrico en el tronco del árbol que pintó con plumín en una copia de mí casi perfecta. Pocos me veneraron con el fervor de Héctor Fernández, el último falsificador de fama criolla, que llegó al paroxismo de untarme grasa de cerdo para que oliera a mi tinta original. No ocupo mucho lugar: apenas quince centímetros y medio de largo por menos de siete de ancho. Peso un gramo independientemente del valor que me imprima mi mamá, la Reserva Federal. Con una sola mano nos pueden cargar cuando nos juntamos de a un millón, como sueñan tantos, porque no superamos los diez kilos. Nadie podría decir que estoy excedido; durante milenios ustedes intercambiaron oro y hasta siguen diciendo que algo vale “su peso en oro” si es muy preciado, pero ignoran que diez kilos de oro valen apenas la mitad del millón que cabe en el mismo peso de mis billetes de cien. Si nos apilan a todos los que formamos ese “palito”, como nos dicen acá cariñosamente, medimos lo que un niño de escuela primaria: 1,24 metro. Mi maniobrabilidad me hace ideal para las coimas y los peajes non sanctos. Aunque mi primo europeo ocupa menos lugar en valijas y bolsillos porque sabe contar hasta quinientos y no frena en cien, como yo, ni en cincuenta, como mi cuñada británica, nunca logró desplazarme de los laberintos del bajo mundo. En la Aduana soy la moneda corriente, aunque siempre voy en un mismo sentido: me deslizan dentro de un pasaporte en Ezeiza para sobornar a un inspector de equipaje o me cuelan en la carpeta de un despachante ansioso por convencer al burócrata del puerto de que se haga el distraído frente al contrabando. En pocas ocasiones me han devuelto, indignados, los destinatarios de esas dádivas. La mayoría me acepta y guiña un ojo. Los hago felices. Disfruto haciéndolos disfrutar porque en la Argentina pasé algunos de mis mejores momentos. Volé gratis en aviones Fokker de su Fuerza Aérea durante la corrida de 2008, para que ninguno de ustedes se quedara sin poder comprarme, ni siquiera en las provincias más alejadas de Buenos Aires. Sentí el calor de las cinturas más codiciadas de la noche porteña cuando manos temblorosas de lascivia me engancharon en tangas microscópicas en los prostíbulos de Recoleta y Palermo. Me había pasado antes en mi tierra natal, pero no con mujeres así. Soy la paga habitual por la carne humana más deseada del mundo, como si hicieran falta más pruebas de lo poderoso que soy y lo poco que pueden contra mí la culpa y los escrúpulos. En estas pampas conocí también los excesos de esa vida disipada, cuando me enrollaron para tomar cocaína en los baños de esos mismos prostíbulos o cuando me salpicaron con sangre, con champán o con semen en habitaciones carísimas de los hoteles de lujo que frecuento. Pero soy versátil: de ese ambiente puedo saltar sin escalas y sin cambiarme de ropa a esperar paciente en las alcancías de los niños inocentes que me reciben como regalo de sus abuelitos, amarretes o no, que me instalan sin saberlo en lo más profundo de sus costumbres. Desde chiquitos, así, aprenden que para ahorrar me necesitan a mí. Y que siempre, desde la época de sus antepasados, el que apostó por mí ganó. No importa si es verdad o no; con que lo interioricen me alcanza. Nada pueden contra eso los decretos ni las cadenas nacionales de una Presidenta que ya volverá, con el caballo cansado como dicen ustedes, a respetarme y a confesar que también me quiere. Voy de mano en mano por los recodos más remotos y los pliegues más recónditos de la argentinidad. No les escapo a los trabajos más sucios: viajé en chalecos de tracantes sudorosos y en valijas de secuestradores armados, torcí leyes laborales, soborné a periodistas y sindicalistas, me cambiaron por drogas en las fronteras más calientes de Formosa y Misiones y en las nuevas cocinas de paco de José León Suárez. Hasta monté en jet ski por un caño pluvial en Acassuso —¡empatámela!— y casi nadie denunció mi ausencia, porque muy pocos podían justicar de dónde me habían sacado antes de que me robaran de ahí. Algunos economistas dicen que mi era está llegando a su n. Que yo representaba el 70% de las reservas de los bancos centrales del mundo hace una década y que esa proporción ya cayó al 60%. Que el enemigo chino —ni lo nombraré— va a terminar por reemplazarme. Cuando los escucho me río a carcajadas. Nací en plena guerra civil y sé que lo que hace fuerte a una moneda no son las reservas que “amarroque” su banco emisor sino la fuerza que tenga para imponerla. Y yo tengo detrás no solo al ejército más poderoso del mundo, sino también a un país que gasta más en armamento que los diez que le siguen juntos. También cuento con ustedes, los argentinos, que me valoran por lo que soy. Al menos desde los setenta, cuando aparezco en cada casa que se compra y en cada cálculo que hace un empresario antes de invertir. Soy democrático y transversal, pero no siempre justo. Ayudo al oficinista de clase media a “cancherear” delante de sus compañeros porque me trajo de un cajero uruguayo al precio turista y me cambió en la peatonal Florida a la cotización blue. Hago que el rico que lleva siete generaciones viviendo bronceado y sin trabajar pague más barato su BMW descapotable al precio o"cial y que el pobre inmigrante me adquiera al doble de ese valor para mandarme como remesa a sus hijos en Tarija o en Encarnación. He sido vehículo de la fuga de capitales que hundió a este país en la eterna promesa incumplida del desarrollo y también facilité las más brutales transferencias de ingresos contra los trabajadores, que, sin embargo, saben apreciarme. No por nada iban corriendo, casco de construcción en mano, a comprarme a los “arbolitos” del microcentro cada vez que cobraban una quincena en los meses de la hiperinflación de los ochenta. Morí muchas veces en incendios, choques y naufragios. Acá, en mi segundo hogar, he perecido víctima de la inclemente humedad, enterrado prematuramente como el protagonista del cuento de Edgar Allan Poe. Me han carcomido termitas y polillas, por lo cual muchas más veces debí soportar el hedor de la naftalina o el encierro de una bolsa al vacío, con"nado dentro de paredes, cajas de luz vacías o caños ciegos. También olí a orégano, a marihuana y a bosta de vaca, según qué comerciante ilegal me quisiera ocultar en sus alforjas de la mirada indiscreta del fisco. En algunas ocasiones me salvaron a tiempo en Casa Piano, donde todavía cuelga el cartelito ochentoso que invita a traer mis ejemplares “deteriorados” y recibir a cambio cerca de la mitad de su valor original. Por momentos les guardo rencor por no ponerme en los bancos, como hace todo el mundo. Pero entonces evoco esas bóvedas oscuras donde tantas veces intentaron travestirme en pesos, cambiarme por bonos o retenerme con feriados bancarios. Recuerdo sus martillos percutiendo las cortinas de esos bancos desde afuera, clamando a los “chorros” que devolvieran sus ahorros, mientras otros que nunca me habían visto pasaban hambre porque yo valía cada vez más. Ni ustedes ni muchos que me fugaron antes martillaban por ellos. Por mí sí. Y no los culpo. En definitiva, ¿cómo puedo yo andar calificando las conductas de los hombres, si solo soy un fetiche creado por ellos?
Posted on: Tue, 09 Jul 2013 05:13:07 +0000

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