EVOCANDO A JUAN MATEOS POPE GODOY Acaba de morir Juan Mateos. - TopicsExpress



          

EVOCANDO A JUAN MATEOS POPE GODOY Acaba de morir Juan Mateos. Mientras celebrábamos el funeral en la iglesia de los jesuitas de Málaga, se me fueron agolpando recuerdos y vivencias tenidas a los largo de muchos años. He sentido la necesidad de formularlos por escrito como un homenaje póstumo a este hombre entrañable, descomunal en tantos aspectos, cercano, austero y trabajador como no he conocido a otro. Muchas otras personas tienen sus propios recuerdos y experiencias con Juan en un trato más continuado y profundo. Sin duda. Lo que aquí expreso forma parte de mi propia historia personal. Mi primer contacto Conocí a Juan cuando yo era novicio o junior jesuita en 1952 o 53. Apareció por el noviciado del Puerto de Santa María con su humanidad exuberante, con su barba espesa y negrísima, sus 130 kilos de peso y 1,85 metros de altura. No es que entonces lo midiera, por favor. En esta reconstrucción incorporo datos posteriores que fui conociendo. Pero se comprende el impacto que causó en aquellos jóvenes jesuitas. Nos habló de las iglesias orientales, de los distintos ritos litúrgicos. Y celebró una misa en griego en donde comulgamos con pan normal y con vino. Cantaba muy bien y aquellas melodías de la liturgia oriental eran completamente nuevas para nosotros. En fin, me fascinó. Encerrado en mi tradición de rito romano y sin tener ningún otro punto de referencia, de repente tuve la impresión de que la iglesia era algo mucho más grande. Ya sé que al recordar, reconstruimos. Pero hubo algo que empecé a barruntar de forma difusa aunque muy atrayente: la tradición y los ritos de la iglesia que yo conocía no era la única forma de ser cristiano. Había otras muchas formas y, además, más antiguas que las nuestras. Pude captar otra cosa. Percibí en nuestros superiores jesuitas un cierto rechazo o desconfianza. De esto soy muy consciente. Aquellas "novedades" tan antiguas les producían recelo e inseguridad. Recuerdo la frase de unos de ellos: que se vaya él a su oriente que nosotros estamos muy bien aquí. Con el poco margen de maniobra que había en cuanto a posibilidad de información, empecé a leer lo que podía encontrar sobre las iglesias orientales. Algunos de mis compañeros empezaron a decirme "pope", es decir, un cura de rito griego. No tuve contacto personal con Juan Mateos. Pero sí me animé a traducir del griego una especie de "oficio parvo", que corrigió otro cura de rito oriental: Manuel Sotomayor. Hasta hicimos copias entre los jesuitas jóvenes, como otra forma de oración a la Virgen María. Mi curiosidad por estos temas continuó durante la filosofía. Allí se fue generalizando lo de "pope", porque ya empezaba a tener cierta autoridad entre mis compañeros en estos temas. Ahora me río de mi ignorancia de entonces (y de ahora). Pero en el país de los ciegos, ya se sabe. Al final de filosofía, en 1957, escribí una carta personal al general de los jesuitas, donde le pedía que me enviara a la misión oriental. Al cabo de un tiempo descubrí por primera vez y de forma fehaciente que los provinciales no hacen caso de los "mandatos" del general cuando no lo creen conveniente. Efectivamente, el provincial no me envió a la misión oriental a pesar de la clara indicación del general. Se me había cerrado este camino de salida. Por otra parte, durante los estudios de teología se estaba celebrando el Concilio Vaticano II. La efervescencia teológica era inmensa, apasionante y totalizadora. Ya no hacía falta la tradición oriental para relativizar muchas cosas de nuestra teología o de nuestra liturgia. El elemento crítico lo teníamos al alcance de la mano en nuestra propia tradición católica occidental. De nuevo con Juan Mateos. Ya me encontraba desvinculado de aquella afición oriental y llevaba un año de profesor en el colegio de Las Palmas. Sin previo aviso, el provincial de los jesuitas me dice que el general le ha pedido enviarme a Roma para ser profesor del Pontificio Instituto Oriental (el PIO, para entendernos). Perplejidad y desconcierto por mi parte. Me explica el provincial que han "recuperado" mi petición de hacía seis o siete años. Dada la necesidad de profesorado en el PIO buscaron gente interesada en temas orientales. Bueno, pues que me vaya para allá. Escribí a Juan Mateos explicándole mis miedos ante un cambio tan brusco y enorme. No le dio la menor importancia. En septiembre de 1966 llegué a Roma para iniciar estudios de especialización. Vivíamos en la misma casa, en el PIO. Dejo al lado otras muchas impresiones que se me agolparon en los primeros días. Pero hubo una experiencia que me impactó desde muchos puntos de vista. Casi al llegar, me dice Juan con toda sencillez: la teología que yo estudié no me sirve para nada. Supongo que tú habrás estudiado otra, ya cercana al concilio. Si te parece nos ponemos a caminar juntos. Empezamos de cero, nos lo cuestionamos todo, sin censuras y sin dar nada por seguro. Llegamos a donde lleguemos. Desde luego si llegamos a la conclusión de que todo esto no tiene sentido, pues nos vamos y se ha terminado. Me dejó abrumado. Me asombró su honestidad intelectual, su sencillez y su compañerismo. Su sentido de la igualdad y, al mismo tiempo, su capacidad crítica y su afán de búsqueda. Me emocioné. Vi en él una oferta de amistad incondicional que yo acepté ilusionadísimo. Él era mi profesor de liturgia oriental, pero era mucho más: un compañero y un amigo. Se dio la feliz coincidencia de que mi hermano Rufino coincidió aquel mismo año en Roma, enviado por su obispo de Arequipa para estudiar latín (¡!). Pero ésta es otra historia. El caso es que los tres hicimos una especie de equipo amigable, con amplias conversaciones sobre infinidad de temas. Era hermoso poder hablar sin reserva, sin controles mentales, haciéndose preguntas y aceptando que muchas veces no encontrábamos respuestas. Recuerdo aquel año como una etapa de apertura de mente, de búsqueda luminosa y tranquila, de horizontes dilatados, de amistad entrañable. Rufino y yo hemos recuperado muchos de estos recuerdos y sensaciones a la vuelta del funeral. En nuestra búsqueda teníamos muchas ventajas. Juan era un conocedor exhaustivo de la liturgia greco-ortodoxa y de la siríaca o caldea. Cuando le dije al profesor de siríaco en Paris (no recuerdo su nombre) que me enviaba el padre Juan Mateos, expresó una admiración absoluta hacia él y me dijo que, en su opinión, era uno de los cinco o seis especialistas en siríaco más prestigiosos del mundo. Por otra parte, quienes han conocido a Juan siempre han admirado en él su asombrosa memoria para retener textos y datos que resultan esclarecedores para cualquier análisis. Durante aquella primera etapa nos debatíamos sobre todo en temas teológicos. Salían sin un orden especial, sobre la marcha, desde las inquietudes personales y desde los cruces ocasionales con temas tratados en clase. Cuestiones como la infalibilidad del papa, los sacramentos (¡la confesión!), la indisolubilidad del matrimonio, los concilios, la tradición etc. etc. eran repensados, enriquecidos y apostillados con infinidad de datos históricos y litúrgicos que nos iban aclarando la mente y nos daban una especie de serenidad argumentativa para nuestro andar por casa en la fe y para poder hablar con otras personas. Podía poner muchos ejemplos. Vayan dos como muestra. Juan había encontrado un manuscrito inédito en siríaco, del siglo VI ó VII, con un rito específico de lavatorio de los pies para el jueves santo. El texto formula con toda claridad el perdón de los pecados. Se lo ofreció a un seminarista indio de rito malabar para que hiciera la tesis doctoral, dirigida por Juan. El seminarista estaba asustado porque este texto iba en contra del concilio de Trento por el tema de la confesión. Claro, Juan le respondió: ¡tú qué tienes que ver con Trento! Este texto es anterior en 900 ó mil años. Otro ejemplo. Existe una liturgia de la eucaristía en rito malabar donde no aparecen las palabras de la institución. Se formula una invocación a Dios para que envíe su Espíritu (la epíklesis) sobre los presentes y sobre el pan y el vino. Una pregunta obvia: al no formular las palabras de la "consagración", ¿no existe Eucaristía? ¿Se puede decir que estas comunidades cristianas han estado trece siglos sin que su Eucaristía sea "válida", porque no cumplen un requisito que Trento determinó varios siglos después? Es decir, tanto desde la reflexión teológica, como desde la historia y la liturgia, íbamos desmontando de forma concienzuda afirmaciones "dogmáticas" que habíamos aceptado más o menos tradicionalmente o que en clase se nos habían transmitido como algo ya incuestionable. Por supuesto, reconozco que yo tenía ya un cierto bagaje por mis años de teología. Temas como, por ejemplo, el sacerdocio "in aeternum" los llevaba yo claramente superados y desmitificados, si se me permite esta palabra, cuando llegué a Roma. El perfil humano de Juan Pero hay otros aspectos que me interesa subrayar. Al cabo de un cierto tiempo fui descubriendo en Juan una enternecedora fragilidad afectiva. Me iba aclarando a medida que profundizaba en el conocimiento de la comunidad jesuítica del PIO. Era un ambiente cerrado y enrarecido, de incomunicación casi monacal. Cada miembro vivía en su investigación particular y los contactos eran muy tipificados y formalistas. Me llamó la atención que "los padres" preferían guardar silencio y escuchar una lectura durante las comidas… para no tener que hablar. El caso es que las mesas eran de cuatro y aquello favorecía teóricamente la comunicación. Sólo había un espacio reglado después de la comida para tomar café en la sala. Eso sí, con su timbre para terminar y sus horarios estrictos. Muchos años viviendo en ese contexto terminan por marcar a una persona. Más de una vez le dije a Juan: -Pero, ¿cómo has aguantado todos estos años así? En consonancia con este ambiente, resultaba traumática la cerrazón intelectual de los profesores. Lo digo sin acritud, pero con toda la seriedad que conlleva esta afirmación. Para mí fue deprimente encontrarme con un mundo intelectual tan hermético, que contrastaba con el amplio horizonte que había tenido durante los años de teología en Granada. (¡Y yo que pensaba que Roma era el no va más de apertura a todas las corrientes intelectuales!). En esa convivencia diaria fui comprobando que Juan era duro en el trato humano. La resistencia de la gente a nuevas ideas lo crispaba. El tema era más grave porque defendía sus afirmaciones con datos verificables e irrefutables de historia, de patrística o de liturgia. Me contó que en una ocasión se fue a la habitación de un profesor y le llevó un libro abierto con el texto de un santo padre, absolutamente idéntico a lo que él había citado durante el café. Nunca se lo perdonó ese buen profesor, también español y que era profesor mío. Había otro punto. A Juan le gustaba sacar temas de interés y de hondura en aquellas conversaciones de sobremesa. Pero otras personas preferían hablar de bagatelas y de novedades curiales del Vaticano. También aquello era motivo de tensión. Me sentía con mucha confianza con Juan para decirle: -Juan, no entres al trapo. Deja a la gente vivir su vida. Y me sorprendía que él me hacía caso. Fue suavizando sus posturas, hasta por instinto de conservación, pare evitar tensiones. Nosotros dos rozábamos la frontera, por decirlo así. Éramos los únicos que salíamos a la calle sin sotana (¡!). Había gente que no podía soportar este "descaro". A los actos comunitarios internos íbamos, desde luego, con sotana, pero cada cual se la quitaba en su cuarto. Eso significa que los alumnos lo veían sin sotana en su despacho. Ahora lo vemos como detalles ridículos, pero vivir dentro de ellos con la presión diaria a lo largo de muchos años deja impactos importantes en nuestra psicología. Como forma de supervivencia, Juan y yo teníamos dos costumbres establecidas. Después del desayuno (que se hacía desde luego en silencio y con sotana), íbamos a su cuarto. Allí tocaba Juan un rato la guitarra, una afición que tanto lo relajaba, nos fumábamos un cigarrillo (¡el dichoso tabaco del que me quité hace tiempo) y cada uno a su trabajo. Por la tarde, nos dábamos todos los días un paseo de una hora por Roma. A veces cogíamos un autobús hasta un lugar determinado y volvíamos andando. Como escribí en otra ocasión, "Con él conocí la ciudad, su historia, sus entresijos artísticos y clericales, su grandeza y su corrupción." Como tenía aquel memorión y aquella cultura tan descomunal, me contaba infinidad de detalles interesantes sobre cada calle o palacio. Por supuesto, que a mí se me han ido olvidado. La investigación bíblica La especialidad de Juan Mateos era la liturgia oriental. Los estudios que seguía realizando de forma continuada le daban un conocimiento muy privilegiado del griego y del siríaco. Sin embargo, respecto a los contenidos teológicos o pastorales de la liturgia, me decía más de una vez: no dicen nada que valga la pena. Es decir, aquel trabajo de investigación se convertía en un trabajo de erudición y hasta de prestigio científico en un ámbito muy especializado, pero sin ninguna repercusión vital y sin ninguna incidencia sobre la realidad. La curiosidad humana es ilimitada y el campo donde puede realizarse es también ilimitado. Otra cosa es que esos conocimientos o esos "descubrimientos" tengan un dinamismo transformador de la realidad. Pienso que la "casualidad" vino en ayuda de Juan en una situación de agotamiento de su etapa investigadora. El Vaticano II había abierto muchas puertas y había roto muchas barreras. Era difícil volver a cerrarlas. Una reivindicación que ahora nos parece tan lejana fue introducir las lenguas vernáculas en la liturgia. La curia vaticana seguía encerrada en su defensa numantina del latín. Pero los curas empezaron a tomar iniciativas por su cuenta. En España se daban muchos casos de hacer las lecturas en castellano (¡!) y el peligro que vio la jerarquía española es que aquello se desmadrara. Por eso, decidió normalizar la situación. Y un primer paso era tener una traducción oficial de los textos bíblicos. En 1964 el entonces obispo Enrique Tarancón encargó a Alonso Schökel y a Juan Mateos la traducción al castellano de los textos bíblicos usados en la liturgia. Era una elección muy acertada, desde luego. Alonso era un gran especialista en Antiguo Testamento, gran conocedor del hebreo, además de poeta. Y Juan era un gran conocedor del griego, aunque su especialidad no era el Nuevo testamento. Se trataba de hacer una traducción lo más fiel al texto original y con el destino específico de ser leída en voz alta. Al fin y al cabo, los libros de la Biblia se habían escrito para ser leídos en voz alta y para ser comentados. Se mantenía la fidelidad al objetivo inicial. Se comprende la ilusión y el empeño que pusieron los dos especialistas en hacer una traducción lo más fiel, exacta y armoniosa posible. Participé en alguna de aquellas reuniones, donde se aportaban ideas, fórmulas, expresiones castellanas que buscaban la máxima fidelidad al texto original y la máxima cercanía al lenguaje habitual de la gente. Pero no recuerdo, en qué momento se estaba de la etapa que explico a continuación. Cuando Alonso y Juan presentaron su traducción a la Conferencia Episcopal Española, el responsable último de la liturgia revisó aquellos textos y, sin previo aviso ni consulta a los autores, corrigió algunos pasajes que le parecieron más o menos extraños, volviendo a la traducción tradicional. Se comprende el malestar de los autores. Alonso y Juan fueron madurando la idea de hacer una traducción completa de la Biblia. Las "correcciones" impuestas a su traducción de los textos litúrgicos fue un factor determinante. A Juan se le abrieron unos horizontes ilimitados en plena madurez de preparación intelectual y de capacidad creadora. Y también, por qué no decirlo, en una situación de asfixia mental, porque su campo litúrgico no daba para más. A todo esto, yo seguía mi propio camino personal que no voy a detallar aquí. Al terminar el curso 69, ya tenía clara mi decisión: dejaba Roma y me volvía a Andalucía para incorporarme al grupo de jesuitas en trabajo manual. Recuerdo mi conversación con Juan Mateos como uno de los momentos más duros de mi propia experiencia personal. Juan se encontraba de nuevo solo en aquella casa, como había estado durante tantos años, sin poder hablar con nadie desde la amistad y la confianza. Profundamente emotivo como era, vivió mi decisión como una especie de deserción personal. –Tú me has traicionado, me dijo. Ahora, tras su muerte, aquella frase tiene especial resonancia en el recuerdo. Resulta que su hermano Carlos, al despedirnos tras el funeral, medio en broma medio en serio, me volvió a repetir, 33 años después: Pero tú lo abandonaste. Allí en Roma, intenté explicar a Juan, de la manera más cariñosa posible, que mi decisión no era nada fácil. Eso sí, cada persona debe abrirse a los nuevas realidades que se le presentan. Recuerdo que mi conversación con el provincial internacional de Roma, para explicarle también mi decisión, fue muchísimo más fácil. Aunque se opuso mucho más, los términos de la relación se situaban a otro nivel. Allí no había sufrimiento por ninguna de las dos partes. El provincial veía el problema desde la perspectiva de perder un profesor y yo desde la búsqueda de un compromiso cristiano específico. Toda opción supone una o muchas renuncias. La opción de abandonar Roma significó un desgarro muy hondo para mí. En aquel momento pensé que mi contacto y mi amistad con Juan se irían desvaneciendo con el tiempo, porque soy malísimo para escribir cartas (bueno, ahora con lo del correo electrónico la cosa ha cambiado). Eso sí, antes de venirme de Roma le insistí muchas veces a Juan en que si quería traducir la Biblia tenía que volverse a España y residir en España. Necesitaba volver a hablar y oir hablar castellano. Tenía que recuperar los modismos, las expresiones populares y todo ese cúmulo de riqueza idiomática que se va difuminando cuando vives mucho tiempo hablando y pensando en otra lengua. El reencuentro Mira por dónde, al cabo de unos pocos años, nos encontramos de nuevo, primero en Granada y después en Córdoba. Por fin, había vuelto a España para dedicarse exclusivamente a sus investigaciones bíblicas. Al principio, hasta su jubilación, volvía cada seis meses a Roma para sus clases de liturgia. Comprendo que Juan pudiera resultar monocorde y hasta obsesivo para las personas que lo trataban con mucha frecuencia. Pero cuando yo lo visitaba iba con una andanada de preguntas y devoraba literalmente sus respuestas. Es la persona con la que más he aprendido. Siempre me fascinó su capacidad de síntesis, además de otras cualidades que ya he resaltado. Una de las veces en que estuvo genial fue en Aguadulce (Almería) en uno de los cursillos de verano donde, sobre la marcha y después de cenar, hizo un síntesis sobre los sacramentos, la jerarquía, la organización eclesiástica y su confrontación con los Evangelios. He comentado varias veces aquella tertulia. Recuerdo su charla como uno de los placeres mentales más gratificantes por su luminosidad argumentativa y su orientación cristiana "radical", es decir que iba a la raíz. En Juan percibía yo también una especie de urgencia vital. Tenía la obsesión de recuperar el tiempo perdido. Su proyecto era tan ambicioso que le faltaba tiempo. Resultaba asombrosa su capacidad de trabajo: ni domingos, ni fiestas ni casi vacaciones. Su tarea era siempre la misma, todos los días de la semana y todos los meses del año, con rarísimas y contadas excepciones. Tenía muy claro que si quería profundizar en su tarea investigadora no podía dispersarse. Quizá por esta razón nunca se ocupó de la institución eclesiástica. No tenía tiempo para eso. Veía muy claro que lo importante era el mensaje de Jesús, el Reinado de Dios. A partir de ese pilar, quedaba relativizado todo lo demás. No valía la pena de perder energías en esos debates. Todavía en Granada recibió una especie de "aviso" de la Conferencia Episcopal Española más o menos extrañada por alguna de sus traducciones. Se mostraba desde luego inquieta por la interpretación del prólogo del Evangelio de San Juan. Y le pidió que explicara cómo compaginar esa explicación con "la preexistencia del Verbo". La respuesta de Juan fue sencilla y escueta. –Por una parte, no soy teólogo, sino filólogo, traductor y exegeta. En cualquier caso, la Escritura es la "norma normans", el punto de referencia. Deberán ser los teólogos quienes adapten su teología a la Escritura y no al revés. Y a la petición de que se pasara por Madrid para dar explicaciones, Juan se excusó elegantemente: -Ya a mi edad, no estoy para esos trotes. Los proyectos de Juan seguían siendo inmensos. Una de las veces hablaba conmigo como en voz alta a propósito de los dos primeros fascículos publicados del Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento. Hacía sus cuentas y decía: -A dos fascículos por año… hasta los 95 años. Y se sentía con ilusión y con fuerzas para esta tarea. No me resisto a formular otra percepción. Cuando hablabas con él, lo que destacaba no era el especialista, el filólogo, el traductor… Todo eso era verdad y en grado excepcional. Pero lo que realmente afloraba era la voz del creyente. En el sentido más literal de la palabra, era un "sabio", es decir, la persona que iba saboreando todos los conocimientos y los filtraba a través de su propia experiencia cristiana. Lo que transmitía era experiencia, vivencias personales. Este era uno de los secretos en cu capacidad de conectar con la gente. La añoranza más grande que me queda al revivir a Juan Mateos es que se encontraba en pleno vigor mental y creativo, con toda su deslumbrante memoria, con una visión de conjunto fascinante y unas síntesis sobrecogedoras… Todavía podía haber aportado mucho, muchísimo más. Nos quedan, eso sí, sus libros. Su inmensa producción. Sus traducciones y sus comentarios a los evangelios de Juan y Marcos. Incansable hasta el último momento en corregir detalles, en puntualizar tal o cual palabra, en revisar de nuevo el texto desde el principio al fin. Ahora, cuando leo algunos pasajes, recuerdo sus palabras, su explicación, el motivo por el que ha cambiado tal o cual expresión. Mi experiencia más positiva es que personas así nos hacen un poco mejores, más generosos y más coherentes. Actúan como bondadosa interpelación de nuestros proyectos y de nuestras dedicaciones. Dejan un poso de serenidad y de optimismo. De entusiasmo, así lo vivo, y hasta de privilegio por haber conocido y compartido parte de tu vida con una persona de esta talla humana y cristiana. Eso que él repetía tanto y con tantas variantes: la plenitud humana significa llegar a la plenitud divina. Eso es llegar a ser hijo o hija de Dios. Pope Godoy. Hace apenas 10 años...
Posted on: Sun, 29 Sep 2013 01:02:39 +0000

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