El Hombre variable Philip K. Dick (Chicago, Estados Unidos, 16 de - TopicsExpress



          

El Hombre variable Philip K. Dick (Chicago, Estados Unidos, 16 de diciembre de 1928 - Santa Ana, California, EE. UU., 2 de marzo de 1982), más conocido como Philip K. Dick, fue un prolífico escritor y novelista estadounidense de ciencia ficción, que influyó notablemente en dicho género. Dick trató temas como la sociología, la política y la metafísica en sus primeras novelas, donde predominaban las empresas monopolísticas, los gobiernos autoritarios y los estados alterados de conciencia. En sus obras posteriores, el enfoque temático de Dick reflejó claramente su interés personal en la metafísica y la teología. A menudo se basó en su propia experiencia vital, reflejó su obsesión con las drogas, la paranoia y la esquizofrenia en novelas como A Scanner Darkly y SIVAINVI .4 I El Comisionado de Seguridad Reinhart subió rápidamente la escalera y entró en el edificio del Consejo. Los guardias se hicieron a un lado, y penetró en aquel lugar tan familiar. Las máquinas zumbaban. Reinhart, con el rostro extasiado y los ojos iluminados por la emoción, contempló el ordenador central SRB y estudió los últimos datos. —Hemos avanzado bastante en el último cuarto de hora —observó Kaplan, el jefe del laboratorio. Sonrió con orgullo, como si el mérito fuera exclusivamente suyo—. No está mal, Comisionado. —Les estamos alcanzando —replicó Reinhart—, pero con demasiada lentitud. Hemos de conseguirlo... y pronto. Kaplan tenía ganas de hablar. —Nosotros inventamos nuevas armas ofensivas, ellos mejoran sus defensas. ¡Y todo sigue igual! Un progreso continuo, pero ni nosotros ni Centauro podemos parar de crear nuevos inventos el tiempo necesario para estabilizar la producción. —Esto acabará —declaró Reinhart con frialdad— cuando la Tierra fabrique un arma para la que Centauro no encuentre defensa. —Hay una protección para cada arma. Una idea implica su contraria. Cae en desuso de inmediato. Nada dura lo bastante como para... —Lo que cuenta es el desfase —interrumpió Reinhart, irritado. Clavó sus duros ojos grises en el jefe del laboratorio, y Kaplan se calló—. El desfase entre su tecnología y la nuestra. El desfase varía. —Hizo un gesto impaciente en dirección a los bancos de datos—. Usted lo sabe muy bien. En aquel momento, las nueve y media de la mañana del siete de mayo de 2136, las máquinas indicaban una relación estadística de 21 a 17, favorable a Centauro. Las cifras, una vez analizados todos los datos, demostraban que Próxima Centauro rechazaría con éxito un nuevo ataque militar de la Tierra. La relación se basaba en el conjunto de datos recogidos por las máquinas SRB, recibidos constantemente desde todos los sectores de los sistemas de Sol y Centauro. 21-17 a favor de Centauro. Un mes antes, la ventaja del enemigo era de 24-18. Las cosas mejoraban, con lentitud pero sin tregua. Centauro, más viejo y menos vigoroso que la Tierra, era incapaz de rivalizar con el avance tecnológico de la Tierra, que reducía distancias. —Si declaráramos la guerra ahora —reflexionó en voz alta Reinhart—, perderíamos. No podemos arriesgarnos a un ataque abierto —una expresión de crueldad desfiguró sus atractivas facciones, hasta convertirlas en una máscara rígida—, pero las cifras nos son favorables. Nuestros inventos ofensivos van superando poco a poco a sus defensas. —Ojalá se desate pronto la guerra —convino Kaplan—. Todos estamos con los nervios a flor de piel. Esta maldita espera... Reinhart intuía que la guerra llegaría pronto. La atmósfera estaba cargada de tensión, el élan. Abandonó la sala de las computadoras y se apresuró por el pasillo hacia su bien vigilado despacho en el ala de Seguridad. Ya quedaba menos. Podía sentir el cálido aliento del destino, en su nuca..., una sensación agradable. Dibujó una sonrisa carente de humor en sus labios delgados, dejando al descubierto una fina hilera de dientes blancos que contrastaban con su piel bronceada. La idea le complacía, pues llevaba trabajando en ello mucho tiempo. El primer contacto, cien años atrás, había desatado un conflicto instantáneo entre las posiciones avanzadas de Próxima Centauro y las naves de exploración de la Tierra. Ataques relámpago, súbitas erupciones de fuego y rayos desintegradores. Luego se sucedieron los largos y tediosos años de inactividad, porque el contacto entre los enemigos exigía años de viaje, incluso desplazándose casi a la velocidad de la luz. Los dos sistemas estaban emparejados. Pantalla protectora contra pantalla protectora. Nave de guerra contra estación de energía. El imperio de Centauro rodeaba la Tierra como un anillo de acero irrompible, por más oxidado y corroído que estuviera. La Tierra necesitaba nuevas armas para romper el cerco. Reinhart divisó a través de las ventanas de su despacho interminables calles y edificios. Los terrestres hormigueaban por todas partes. Manchitas brillantes que eran naves de transporte, pequeños huevos en los que viajaban hombres de negocios y oficinistas enormes trenes en los que se hacinaban masas de obreros rumbo a las fábricas y los campos de trabajo. Y todos esperando el estallido de la guerra. Esperando el día. Reinhart conectó el canal confidencial del videófono. —Póngame con Proyectos Militares —ordenó secamente. Mientras la pantalla se iluminaba siguió sentado, tenso y erguido en la butaca. De repente, se materializó la voluminosa imagen de Peter Sherikov, director de la vasta red de laboratorios subterráneos enclavada bajo los Urales. Las grandes facciones barbudas de Sherikov se endurecieron cuando reconoció a Reinhart. Enarcó sus negras y pobladas cejas hasta que formaron una línea continua. —¿Qué quiere? Ya sabe que estoy muy ocupado. Tenemos mucho trabajo. No hace falta que vengan a molestarnos los... políticos. —Pensaba ir a verle —contestó Reinhart con displicencia. —Se ajustó su inmaculada capa gris—. Quiero una completa descripción de su trabajo y de los avances conseguidos. —Encontrará el informe rutinario, tramitado por los cauces habituales, en algún lugar de su despacho. Si se refiere a que desea saber exactamente lo que... —Eso no me interesa. Quiero ver lo que están haciendo. Espero que esté preparado para describirme su trabajo con todo lujo de detalles. Estaré ahí dentro de media hora. Reinhart cortó la comunicación. Las rotundas facciones de Sherikov oscilaron y se desvanecieron. Reinhart se relajó y dejó escapar su aliento. Le disgustaba trabajar con Sherikov. Nunca le había caído bien. El gran científico polaco era un individualista que se negaba a integrarse en la sociedad. Independiente, de ideas fijas. Consideraba al individuo como un fin en sí mismo, contrariamente a la Weltansicht, la condición orgánica aceptada. Sin embargo, Sherikov era el investigador más destacado, a cargo del Departamento de Proyectos Militares. Y el futuro de la Tierra dependía de ese departamento. Vencer a Centauro o seguir esperando, atrapados en el sistema solar, cercados por un imperio hostil y depravado, sumido en la ruina y la decadencia, pero todavía fuerte. Reinhart se levantó y salió del despacho. Atravesó el vestíbulo y abandonó el edificio del Consejo. Unos minutos más tarde surcaba el cielo de la mañana en su crucero de alta velocidad, camino de los Urales, camino de los laboratorios de Proyectos Militares. Sherikov le recibió en la entrada. —Escuche, Reinhart, no piense que voy a aceptar sus órdenes. No voy a... —Tranquilícese. —Ambos atravesaron los controles y entraron en los laboratorios auxiliares—. No se van a ejercer presiones sobre usted o su equipo. Es libre para continuar su trabajo como le parezca conveniente... de momento. Dejémoslo claro de una vez: mi propósito es integrar su trabajo en el conjunto de nuestras necesidades sociales. Mientras sea productivo... Reinhart dejó de pasear arriba y abajo. —Bonito, ¿verdad? —ironizó Sherikov. —¿Qué demonios es? —Lo llamamos Ícaro. ¿Recuerda el mito griego? La leyenda de Ícaro. Ícaro voló... Este Ícaro también volará, un día de éstos. —Sherikov se encogió de hombros—. Examínelo, si quiere. Supongo que es lo que vino a ver. Reinhart avanzó unos pasos. —¿Es el arma en la que han estado trabajando? —¿Qué le parece? En el centro de la sala se alzaba un cilindro achaparrado de metal, un gran cono gris oscuro. Un grupo de técnicos se dedicaba a empalmar cables. Reinhart vislumbró un sinfín de tubos y filamentos, un laberinto de cables, terminales y piezas que se entrecruzaban capa a capa. —¿Qué es? Reinhart se acomodó en un banco y apoyó la espalda contra la pared. —Una idea de Jamison Hedge, el mismo que desarrolló nuestros videotransmisores instantáneos interestelares hace cuarenta años. Trataba de encontrar un método para viajar más rápido que la luz cuando murió, destruido junto con la mayor parte de su trabajo. Después, la investigación fue abandonada, como si no tuviera futuro. —¿No se demostró que nada puede viajar más rápido que la luz? —¡Los videotransmisores interestelares lo hacen! No, Hedge desarrolló un sistema de propulsión más rápido que la luz. Consiguió lanzar un objeto a cincuenta veces la velocidad de la luz, pero a medida que el objeto aumentaba de velocidad, su tamaño disminuía y su masa se incrementaba. Esto estaba en consonancia con los conceptos de la transformación masaenergía, tan familiares en el siglo veinte. Llegamos a la conclusión de que en tanto el objeto de Hedge ganara velocidad, continuaría perdiendo tamaño y aumentando de masa, hasta que su tamaño sería cero y su masa infinita. Nadie puede imaginar un objeto semejante. —Siga. —Le contaré lo que sucedió. El objeto de Hedge continuó perdiendo tamaño y ganando masa hasta que alcanzó el límite de velocidad teórico, la velocidad de la luz. En este punto, el objeto simplemente dejó de existir, a pesar de que siguió aumentando la velocidad. Al carecer de tamaño, dejó de ocupar un espacio. Desapareció. Pese a todo, el objeto no se había destruido. Continuó su camino, ganando impulso a cada momento, alejándose del sistema solar y cruzando la galaxia en una trayectoria de arco. El objeto de Hedge entró en otro plano de existencia, más allá de nuestra capacidad de comprensión. La siguiente fase del experimento de Hedge consistía en buscar una forma de decelerar el objeto por debajo de la velocidad de la luz, a fin de devolverlo a nuestro universo. Consiguió su propósito. —¿Cuál fue el resultado? —La muerte de Hedge y la destrucción de casi todo su equipo. Su objeto experimental, al volver a entrar en el universo espaciotemporal, invadió un espacio ya ocupado por materia. Poseedor de una masa increíble, casi infinita, el objeto de Hedge estalló y causó un cataclismo titánico. Quedó patente la imposibilidad de llevar a cabo un viaje espacial con semejante propulsión. Todo espacio contiene virtualmente alguna materia. La vuelta al espacio originaría la destrucción automática. Hedge descubrió la propulsión superior a la velocidad de la luz y la forma de contrarrestarla, pero nadie ha sido capaz de emplearlas en la práctica. Reinhart se acercó al enorme cilindro metálico. Sherikov le siguió. —No lo entiendo —comentó Reinhart—. Acaba de afirmar que el experimento no es útil para los viajes espaciales. —Así es. —Entonces, ¿para qué sirve esto? Si la nave estalla en cuanto regrese a nuestro universo... —Esto no es una nave. —Sherikov sonrió levemente—. Ícaro es la primera aplicación práctica de los principios de Hedge. Ícaro es una bomba. —Así que ésta es nuestra arma —dijo Reinhart—. Una bomba. Una bomba inmensa. —Una bomba que se mueve a mayor velocidad que la luz. Una bomba que no existirá en nuestro universo. Los centaurianos no la podrán detectar o detener. ¿Cómo podrían? En cuanto sobrepase la velocidad de la luz cesará de existir... más allá de toda detección. —Pero... —Ícaro será disparada desde la superficie. Apuntará automáticamente a Próxima Centauro y aumentará de velocidad a cada momento. Cuando alcance su destino viajará a cien veces la velocidad de la luz. Ícaro será devuelta a nuestro universo en el mismo corazón de Centauro. La explosión destruirá la estrella y barrerá la mayoría de sus planetas..., incluyendo su cuartel general, el planeta Armun. Una vez lanzado, no hay forma de detener a Ícaro. No hay defensa posible. Nada puede neutralizarlo. Es un hecho que no admite objeción alguna. —¿Cuándo estará dispuesto? Los ojos de Sherikov llamearon. —Pronto. —¿Exactamente cuándo? El polaco titubeó. —De hecho, sólo hay una cosa que nos lo impide. Sherikov condujo a Reinhart al otro lado del laboratorio. Apartó de un empujón a un guardia. —¿Ve esto? —golpeó con la punta de los dedos una esfera del tamaño de un pomelo, abierta por un lado—. Es lo que nos detiene. —¿Qué es? —La torreta del control central. Este objeto hace que la velocidad de Ícaro descienda por debajo de la lumínica en el momento adecuado. Debe poseer una exactísima precisión. Ícaro permanecerá en la estrella alrededor de un microsegundo. Si la torreta no funciona a la perfección, Ícaro pasará al otro lado y estallará fuera del sistema de Centauro. —¿Cuánto falta para completar esta torreta? Sherikov se mostró evasivo y extendió sus grandes manos. —¿Quién sabe? Hay que montarla con un equipo infinitamente minucioso: aparatos microscópicos, cables invisibles a simple vista. —¿Podría fijar una fecha aproximada? Sherikov sacó del interior de su chaqueta un sobre de papel manila. —He reseñado los datos para las máquinas SRB, añadiendo una fecha de terminación. Introdúzcalos. Consigné un período máximo de diez días. Que las máquinas trabajen a partir de ello. Reinhart aceptó el sobre con cautela. —¿Está seguro de la fecha? No estoy convencido de que pueda confiar en usted, Sherikov. La expresión del científico se ensombreció. —Tendrá que arriesgarse, Comisionado. No confío en usted más de lo que usted confía en mí. No ignoro que le encantaría encontrar una excusa para echarme de aquí y colocar a uno de sus títeres. Reinhart examinó al polaco pensativamente. Sherikov era duro de pelar. Proyectos era responsable ante Seguridad, no ante el Consejo. Sherikov estaba perdiendo credibilidad, pero todavía representaba un peligro potencial. Tozudo, individualista, empeñado en no subordinar su bienestar al bien común. —De acuerdo. —Reinhart introdujo el sobre en su chaqueta—. Lo haré, pero será mejor que tenga razón. No permitiremos más errores. Caerán muchas cabezas en los próximos días. —Si las cifras cambian a nuestro favor, ¿dará la orden de movilización? —Sí —afirmó Reinhart—. Daré la orden en el momento en que las cifras cambien. De pie frente a las máquinas. Reinhart aguardaba los resultados. Eran las dos de la tarde. Hacía calor. En el exterior del edificio, la vida cotidiana del planeta se desarrollaba como de costumbre. ¿Como de costumbre? No exactamente. Había una sensación en el ambiente, una creciente excitación. La Tierra había esperado mucho tiempo. El ataque a Próxima Centauro iba a llegar... y cuanto antes mejor. El antiguo imperio centauriano ahogaba a la Tierra, confinaba a la raza humana en los límites de su sistema, como una vasta y sofocante red desplegada en el cielo; impedía a la Tierra alcanzar los relucientes diamantes que se veían en la lejanía... La situación era insostenible. Las máquinas SRB zumbaron y la combinación visible desapareció. Reinhart se puso tenso, el cuerpo rígido. Esperó. La nueva proporción se hizo visible. Reinhart jadeó. 7 a 6. ¡A favor de la Tierra! No habían pasado ni cinco minutos cuando ya la alerta roja que anunciaba la movilización de emergencia se había encendido en todas las dependencias del gobierno. El Consejo y la presidenta Duffe habían sido convocados a una reunión inmediata. Todo sucedía muy rápido. Sin embargo, no había dudas, 7 a 6, favorable a la Tierra. Reinhart se apresuró a poner sus papeles en orden para la reunión del Consejo. El mensaje confidencial atravesó el laboratorio central hasta llegar a las manos del oficial en jefe. —¡Mire esto! —Fredman depositó el mensaje sobre el escritorio de su superior—. ¡Léalo! Harper lo recogió y lo leyó con rapidez. —Parece que va en serio. No creí que viviríamos para verlo. Fredman salió del despacho, corrió por el pasillo y entró en la sala de la burbuja temporal. —¿Dónde está la burbuja? —preguntó, mirando alrededor. —Ha retrocedido doscientos años en el pasado —respondió uno de los técnicos—. Estamos obteniendo interesantes datos sobre la guerra de mil novecientos catorce. De acuerdo con el material, la burbuja ya ha... —Olvídelo. Se acabó el trabajo rutinario. Haga volver la burbuja al presente. A partir de este momento, todo el equipo queda a disposición del mando militar. —Pero... la burbuja se regula automáticamente. —Hágala volver manualmente. —Es arriesgado —advirtió el técnico—. Si la emergencia lo requiere, supongo que podríamos cortar el automático. —La emergencia lo requiere todo —señaló Fredman con énfasis. —Pero las cifras podrían cambiar —dijo, inquieta, Margaret Duffe, presidenta del Consejo—. Pueden invertirse en cualquier momento. —¡Es nuestra oportunidad! —estalló Reinhart—. ¿Qué demonios le ocurre? Hemos esperado años. Un murmullo excitado se elevó del Consejo. Margaret Duffe, mostrando preocupación en sus ojos azules, vaciló. —Reconozco que tenemos la oportunidad, al menos estadísticamente, pero las nuevas cifras acaban de aparecer. ¿Cómo sabemos que se van a mantener? Se apoyan sobre la base de una única arma. —Se equivoca. No acaba de comprender la situación. —Reinhart se controló con un gran esfuerzo—. El arma de Sherikov invirtió la proporción en nuestro favor, pero las cifras nos han ido favoreciendo durante meses. Sólo era cuestión de tiempo. Era inevitable, antes o después. No se trata tan sólo de Sherikov; es un factor más. Cuentan los nueve planetas del sistema solar..., no un hombre solo. Uno de los consejeros se levantó. —La presidenta ha de tener en cuenta que todo el planeta arde en deseos de terminar la espera. Todas nuestras actividades en los últimos ochenta años se han dirigido a... Reinhart se acercó a la esbelta presidenta del Consejo. —Si no autoriza la guerra, la gente se sublevará. La reacción pública será violenta, muy violenta. Y usted lo sabe. Margaret Duffe le dedicó una fría mirada. —Usted desencadenó la alerta para forzarme. Sabía muy bien lo que hacía. Sabía que, una vez dada la orden, los acontecimientos se precipitarían. Un clamor unánime estremeció las filas del Consejo. —¡Hemos de aprobar la guerra...! ¡Fue nuestro compromiso...! ¡Es demasiado tarde para retroceder! Los gritos y las voces airadas aumentaron de volumen. —Soy tan favorable a la guerra como cualquier otro —declaró Margaret Duffe—. Sólo estoy exigiendo moderación. Una guerra entre sistemas es algo muy grave. Vamos a la guerra porque una máquina dice que tenemos una probabilidad estadística de ganarla. —Es absurdo declarar una guerra si no la podemos ganar —dijo Reinhart—. Las máquinas SRB nos informan de las posibilidades. —Nos dicen que tenemos la oportunidad de ganar, pero no nos garantizan nada. —¿Qué más podemos pedir, aparte de una buena ocasión de ganar? Margaret Duffe apretó los dientes. —De acuerdo, ya les oigo. No interferiré en la aprobación del Consejo. Procederemos a la votación. —Sus fríos e inteligentes ojos se posaron sobre Reinhart—. Especialmente porque la alerta de emergencia ha llegado a todos los ministerios del gobierno. —Bien. —Reinhart se alejó, aliviado—. Está decidido. Iniciaremos la movilización total. Se tomaron las medidas cuanto antes. Las siguientes cuarenta y ocho horas bulleron de actividad. Reinhart asistió a una reunión militar informativa, presidida por el comandante de la flota Carleton, en los salones del Consejo. —Observen nuestra estrategia. —Carleton trazó un diagrama en la pizarra—. Sherikov ha declarado que la bomba MRL (Más Rápida que la Luz) tardará unos ocho días en estar preparada. La flota apostada en las cercanías del sistema de Centauro aprovechará este tiempo para tomar posiciones. Mientras la bomba se dispara, la flota iniciará operaciones contra las naves centaurianas que queden. Muchos no sobrevivirán a la explosión, por supuesto, pero con Armun destruido no costará demasiado liquidarlos. Reinhart sustituyó al comandante Carleton. —Informaré sobre la situación económica. Todas las fábricas de la Tierra se dedican a la producción de armas. Eliminado Armun, provocaremos insurrecciones masivas en las colonias centaurianas. Cuesta mucho mantener un imperio de dos sistemas, incluso con naves que se aproximan a la velocidad de la luz. Surgirían cabecillas locales por todas partes. Queremos disponer de armas para ellos, y naves que los localicen ahora, cuando aún nos queda tiempo. Más tarde diseñaremos una política unitaria a la que se puedan acoger todas las colonias. Nuestro interés es más económico que político. No nos importa la clase de gobierno que tengan mientras nos proporcionen los productos que necesitamos, al igual que lo hacen nuestros ocho planetas. Carleton siguió con su informe. —Una vez dispersada la flota centauriana se iniciará el instante crucial de la guerra: el desembarco de hombres y material desde las naves estacionadas en puntos clave del sistema de Centauro. En esta fase... Reinhart se marchó. Parecía imposible que sólo hubieran pasado dos días desde que se dio la orden de movilización. Todo el sistema estaba vivo, y funcionaba con febril actividad. Se habían resuelto muchísimos problemas..., pero todavía quedaban bastantes. Entró en el ascensor y subió a la sala de las SRB, para ver si se había producido algún cambio en los datos de las máquinas. Comprobó que eran los mismos. Hasta ahora todo iba bien. ¿Conocían los centaurianos la existencia de Ícaro? Sin duda, pero no podían hacer nada. Al menos, en el plazo de ocho días. Kaplan se acercó a Reinhart para enseñarle los últimos datos. El jefe del laboratorio escudriñó los papeles. —Hay un informe muy divertido. Tal vez le interese. Tendió el mensaje a Reinhart. Provenía de Investigaciones Históricas: 9 de mayo de 2136. Les comunicamos que al retornar la burbuja temporal al presente, utilizamos por primera vez el mando manual. Hubo ciertos problemas, y una cantidad de material del pasado fue transportada a nuestros días. Este material incluía un individuo de comienzos del siglo veinte que escapó del laboratorio inmediatamente. Aún no ha sido puesto bajo custodia. Investigaciones Históricas lamenta este incidente, atribuible a la emergencia. E. FREDMAN Reinhart devolvió el informe a Kaplan. —Interesante. Un hombre del pasado... que cae en medio de la mayor guerra jamás vista. —Ocurren cosas extrañas. Me pregunto qué pensarán las máquinas. —No me lo imagino. Quizá nada. Reinhart salió de la sala y se dirigió a su despacho. En cuanto estuvo en él llamó a Sherikov por el videófono, utilizando la línea confidencial. Aparecieron las marcadas facciones del polaco. —Buenos días, Comisionado. ¿Cómo van los preparativos para la guerra? —Bien. ¿Cómo va el montaje de la torreta? Un ligero aire de preocupación ensombreció el rostro de Sherikov. —De hecho, Comisionado... —¿Qué sucede? —preguntó Reinhart con brusquedad. —Ya sabe cómo son las cosas —divagó Sherikov—. Sustituí mi equipo por operarios robot. Son mucho más diestros, pero no pueden tomar decisiones. El asunto exige algo más que pericia. Exige... —buscó la palabra— ...un artista. Reinhart montó en cólera. —Escuche, Sherikov. Tiene ocho días para completar la bomba. Los datos introducidos en las máquinas SRB contenían esta información. La proporción siete a seis se basa en esta estimación. Si no logra... —No se excite, Comisionado. —Sherikov se agitó, molesto—. La completaremos. —Así lo espero. Llámeme tan pronto como haya terminado. Reinhart cortó la conexión. Si Sherikov le fallaba, acabaría con él. Toda la guerra dependía de la bomba MRL. La pantalla se iluminó de nuevo. Se formó el rostro de Kaplan, lívido y descompuesto. —Comisionado, le ruego que acuda a la sala de las SRB. Ha sucedido algo. —¿Qué? —Ya se lo enseñaré. Reinhart, alarmado, salió corriendo de su despacho. Encontró a Kaplan parado frente a las máquinas. —¿Cuál es el problema? —preguntó Reinhart. Echó una ojeada a la pantalla de datos. No habían sufrido alteración. Kaplan le tendió un informe. —Lo introduje hace un momento en las máquinas. En cuanto vi los resultados, lo quité. Es el párrafo que le mostré, el que nos enviaron de Investigaciones Históricas, sobre el hombre del pasado. —¿Qué ocurrió cuando lo introdujo? Kaplan se alteró, inquieto. —Se lo enseñaré. Lo haré otra vez. Exactamente como antes. —Depositó la tarjeta magnética en la cinta transportadora—. Observe los dígitos. Reinhart miró, tenso y rígido. Nada sucedió de momento. Continuaba parpadeando la relación 7- 6. Después... las cifras desaparecieron. Las máquinas hicieron una pausa. En seguida se iluminaron cifras nuevas. 4-24 a favor de Centauro. Reinhart jadeó, horrorizado. Las cifras se borraron, y surgieron otras: 16-38 a favor de Centauro. Luego, 48-86. 79-15 a favor de la Tierra. Después, nada. Las máquinas zumbaban, pero no ocurrió nada. Nada en absoluto. Ninguna cifra. Un espacio en blanco. —¿Qué significa esto? —musitó Reinhart, aturdido. —Es fantástico. No pensábamos que esto podría... —¿Qué ha pasado? —Las máquinas son incapaces de integrar los datos. No se obtiene lectura alguna. No pueden utilizarlos para el cálculo de probabilidades, y se borran todas las demás cifras. —¿Por qué? —Es..., es una variable. —Kaplan temblaba, pálido, tenía los labios lívidos—. Algo de lo que no se puede deducir nada. El hombre del pasado. Las máquinas no lo integran. ¡El hombre variable! II Thomas Cole estaba afilando un cuchillo con la amoladera cuando se desencadenó el tornado. El cuchillo pertenecía a la señora que vivía en la gran casa verde. Cada vez que Cole pasaba por allí con su carreta Fixit, la señora le daba algo para afilar. En cierta ocasión le invitó a una taza de café, café oscuro y caliente de una vieja cafetera. Le gustó el detalle; disfrutaba del buen café. El día estaba encapotado y lluvioso. Los negocios no iban bien. Un automóvil había asustado a sus dos caballos. Cuando hacia mal tiempo, muy poca gente salía a la calle, de modo que deba bajar de la carreta y llamar a los timbres. Con todo, el hombre de la casa amarilla le había dado un dólar por reparar su nevera eléctrica. Nadie lo había conseguido, ni siquiera el empleado de la fábrica. El dólar cundiría mucho. Un dólar era casi una fortuna. Supo que era un tornado antes de que se abatiera sobre él. Todo estaba silencioso. Se hallaba inclinado sobre su piedra de afilar, con las riendas entre las rodillas, absorto en su trabajo. Se había esmerado con el cuchillo; ya estaba terminado. Escupió sobre la hoja, lo alzó para ver si... y el tornado llegó. En un segundo le rodeó por completo, una espesura grisácea. La carreta, los coches y él parecían encontrarse en un punto tranquilo, situado en el centro del tornado. Se movían con gran silencio entre la niebla gris. Y mientras se preguntaba qué hacer, y cómo devolvería el cuchillo a la anciana, se produjo un choque repentino y el tornado le arrojó al suelo. Los caballos relincharon de terror, tratando de mantener el equilibrio. Cole se levantó en seguida. ¿Dónde estaba? La espesura grisácea había desaparecido. Por todos lados se erguían paredes blancas. Una luz intensa, similar a la del sol, iluminaba la escena. La yunta inclinaba la carreta con su peso; equipo y herramientas cayeron al suelo. Cole enderezó la carreta y saltó al pescante. Y por primera vez vio a la gente. Hombres uniformados de rostros blancos y estupefactos. ¡Y una sensación de peligro! Cole dirigió los caballos hacia la puerta. Atronaron el suelo con sus cascos, acero contra acero, mientras atravesaban la puerta y dispersaban a los perplejos hombres en todas direcciones. Desembocaron en un amplio vestíbulo de un edificio parecido a un hospital. Más hombres, surgidos de todos lados, convergieron en el vestíbulo. Gritaban y movían los brazos, excitados, como hormigas blancas. Un rayo violeta oscuro pasó cerca de su cabeza; chamuscó una esquina de la carreta, y brotó humo de la madera. Cole sintió miedo. Azuzó a los aterrorizados caballos. Se estrellaron violentamente contra una gran puerta. La puerta cedió... Estaban en el exterior y el sol se extendía sobre ellos. La carreta se ladeó durante un segundo estremecedor, a punto de volcar. Después, los caballos galoparon a mayor velocidad y atravesaron un espacio abierto, en dirección a una lejana mancha verde. Cole sujetaba con firmeza las riendas. A su espalda, los hombrecillos de cara pálida habían salido y permanecían agrupados de pie, gesticulando frenéticamente. Oyó sus débiles chillidos. Pero se había escapado. Estaba a salvo. Frenó los caballos y respiró con tranquilidad. Los bosques eran artificiales. Algún tipo de parque, exuberante, descuidado. Una densa jungla de plantas retorcidas. Todo crecía en desorden. El parque estaba vacío. No había nadie. Por la posición del sol calculó que amanecía o atardecía. El perfume de las flores y de la hierba, la humedad de las hojas, indicaban la mañana. Caía la tarde cuando el tornado le arrebató. Y el cielo estaba encapotado y lluvioso. Cole reflexionó. Resultaba claro que se había desplazado un buen trecho. El hospital, los hombres de caras blancas, la extraña iluminación, el acento de las palabras que había captado..., todo hacía suponer que ya no se encontraba en Nebraska, quizá ni siquiera en Estados Unidos. Había perdido algunas herramientas durante la huida. Cole reunió lo que quedaba, dividió en grupos las herramientas y las acarició con ternura. Había perdido algunos escoplos y formones, así como la mayoría de las piezas más pequeñas. Cogió lo que se había salvado y lo volvió a colocar en la caja con todo cuidado. Recuperó una sierra de punta, le quitó el polvo con un trapo aceitado y la guardó en la caja. El sol trepaba lentamente en el cielo. Cole levantó la vista y se protegió los ojos con su mano encallecida. Era un hombre muy alto, ancho de hombros. Iba sin afeitar y su ropa estaba sucia y raída, pero sus ojos eran claros, de color azul pálido, y sus manos esbeltas. No podía quedarse en el parque. Le habían visto adentrarse en esa zona y le estarían buscando. Algo cruzó velozmente el cielo a increíble altura. Un diminuto punto negro que se desplazaba con inverosímil celeridad. Un segundo punto le siguió. Los dos desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. No hacían el menor ruido. Cole frunció el ceño, preocupado. Los puntos le inquietaban. Tendría que volver a ponerse en marcha..., y buscar comida. Su estómago ya empezaba a gruñir y a quejarse. Trabajo. Podía hacer muchas cosas: cuidar jardines, afilar, moler, reparar máquinas y relojes, arreglar toda clase de objetos domésticos, incluso pintar, y otros trabajos esporádicos, como carpintería. Podía hacer cualquier cosa, lo que le pidieran, a cambio de comida y unas pocas monedas. Thomas Cole arreó los caballos y siguió adelante. Iba encorvado en el pescante, con la vista atenta, mientras la carreta Fixit rodaba sobre la hierba enmarañada, atravesando la jungla de árboles y flores. Reinhart puso el crucero a toda velocidad, seguido por un segundo vehículo, una escolta militar. La tierra se deslizaba bajo él, una mancha verde y gris. Contempló los restos dispersos de Nueva York, un retorcido y confuso montón de ruinas invadido por hierbas y maleza. Las grandes guerras atómicas del siglo veinte habían convertido virtualmente toda la zona costera en una interminable extensión de escoria. Escoria y maleza. Y, de súbito, el caos que había sido Central Park. Divisó Investigaciones Históricas. Reinhart aterrizó en la pequeña pista detrás de los edificios principales. Harper, el oficial en jefe del departamento, se reunió con Reinhart en cuanto aterrizó. —Francamente, no entendemos por qué le concede tanta importancia a este asunto —declaró Harper, intranquilo. Reinhart le dirigió una fría mirada. —Yo juzgaré lo que es importante o no. ¿Fue usted quien dio la orden de recuperar la burbuja manualmente? —Lo hizo Fredman, de acuerdo con las instrucciones que usted le dio para facilitar... Reinhart se encaminó a la entrada del edificio de investigaciones. —¿Dónde está Fredman? —Dentro. —Quiero verle. Vamos. Fredman salió a su encuentro. Saludó a Reinhart con calma, sin demostrar la menor emoción. —Lamento haberle causado problemas, Comisionado. Intentamos adaptar la estación a la situación bélica. Trajimos de regreso la burbuja tan pronto como pudimos. La policía no tardará en detener a ese hombre. —Quiero conocer todos los detalles de lo ocurrido. —No hay mucho que contar. —Fredman se agitó, inquieto—. Di la orden de cancelar el sistema automático, y recuperamos la burbuja manualmente. Cuando enviamos la señal, la burbuja se hallaba en la primavera de mil novecientos trece. Al abandonar el pasado bruscamente, se llevó consigo una extensión de tierra en la que estaban parados el hombre y su carreta. El hombre, por supuesto, fue traído al presente dentro de la burbuja. —¿Ninguno de sus instrumentos detectó que la burbuja llevaba un peso suplementario? —Estábamos demasiado excitados para atender a las lecturas. La burbuja se materializó en la sala de observaciones media hora después de activar el control manual. La descargamos de energía antes de saber lo que había dentro. Intentamos detenerle, pero salió con la carreta al vestíbulo, arrollándonos a todos. Los caballos estaban aterrorizados. —¿Cómo era la carreta? —Tenía una especie de rótulo pintado con letras negras en ambos lados. Nadie tuvo tiempo de leerlo. —Siga. ¿Qué ocurrió después? —Alguien le disparó un rayo Slem, pero falló. Los caballos le sacaron del edificio. Cuando llegamos a la salida estaba a mitad de camino del parque. —Si aún está en el parque, no tardaremos en cogerle —reflexionó Reinhart—, pero debemos ser precavidos. Sin más palabras dio media vuelta y se encaminó hacia su nave. Harper correteó detrás de él. Reinhart se paró junto a la nave. Hizo señas a unos guardias gubernamentales de que se acercaran. —Pongan bajo arresto al personal ejecutivo de este departamento. Serán juzgados por alta traición. —Sonrió con ironía al rostro mortalmente pálido de Harper—. Estamos en guerra. Tendrán suerte si salen con vida. Reinhart montó en su aparato y se elevó en el cielo. La escolta militar le siguió. Reinhart sobrevoló el mar de escoria gris, la extensa zona devastada. Pasó sobre un cuadrado verde en medio del océano gris. Lo estuvo mirando hasta que desapareció. Central Park. Vio vehículos policiales y transportes de tropas que volaban hacia el cuadrado verde. Cañones pesados y vehículos de superficie avanzaban en columnas hacia el parque desde todas direcciones. Pronto capturarían al hombre. Pero, entretanto, las máquinas SRB no funcionaban. Y de la información suministrada por las SRB dependía la guerra. La carreta llegó al extremo del parque a mediodía. Cole descansó un momento y permitió a los caballos pacer en la espesa hierba. La silenciosa extensión de escoria le intrigaba. ¿Qué habría sucedido? Nada se movía. Ni edificios, ni señales de vida. Hierba y maleza brotaban ocasionalmente en algunos puntos de la superficie plana, pero, aun así, el espectáculo le hacía estremecer. Cole condujo la carreta hasta la escoria y examinó el cielo. Fuera del parque no tenía dónde esconderse. La escoria era llana, uniforme, como el océano. Si le localizaban... Un enjambre de diminutos puntos negros cruzó el cielo, acercándose rápidamente. Al cabo de un instante se desviaron a la derecha y desaparecieron. Más aviones, aviones metálicos sin alas. Los vio alejarse. Media hora después divisó alguna cosa más adelante. Cole disminuyó la marcha de la carreta y forzó la vista. La escoria llegaba a su fin. Había alcanzado su límite. A continuación empezaba un terreno oscuro en el que crecían hierbas y matojos. En el horizonte se dibujaba una fila de edificios, casas, o cobertizos. Casas, probablemente, pero muy diferentes de las que conocía. Las casas eran iguales unas a otras. Varios centenares, como pequeñas cáscaras verdes. Todas tenían un jardín con césped, un sendero, un porche delantero y algunas hileras de arbustos rodeándolas. Todas eran iguales, y diminutas. Sí, pequeñas cáscaras verdes. Condujo con cautela la carreta hacia las casas. No parecía haber nadie en las cercanías. Penetró en una calle abierta entre dos filas de casas. Los cascos de los caballos resonaban en el silencio. Estaba en algún tipo de ciudad, pero no se veían niños ni perros. Todo estaba limpio y silencioso, como una maqueta o una exposición. Su inquietud creció. Un joven que caminaba por la acera le miró, asombrado. Iba extrañamente vestido, con una capa parecida a una toga que le llegaba hasta las rodillas como único atavío. Y sandalias. O algo similar a sandalias. Tanto la capa como las sandalias eran de un singular material semiluminoso. Centelleaba a la luz del sol. Más que tela, metal. Una mujer regaba las flores en el extremo del jardín. Se enderezó cuando los caballos se aproximaron. Sus ojos se dilataron de asombro..., y luego de pánico. Su boca dibujó una silenciosa O y la regadera se deslizó de sus dedos y cayó sobre la hierba. Cole se sonrojó y volvió la cabeza al instante. ¡La mujer apenas iba vestida! Chasqueó las riendas y obligó a los caballos a correr. La mujer se le quedó mirando. Cole echó un vistazo breve y apresurado hacia atrás... y azuzó al tiro de caballos con un grito ronco, las orejas coloradas. No se había equivocado. La mujer sólo llevaba un par de pantalones cortos transparentes, nada más. Una íntima pieza del mismo material semiluminoso que brillaba y centelleaba. El resto de su menudo cuerpo estaba totalmente desnudo. Aflojó el paso de la carreta. Era bonita. Cabello y ojos castaños, gruesos labios rojos. Una hermosa silueta. Cintura breve, piernas suaves, flexibles y delicadas, pechos abundantes... Rechazó el pensamiento con furia. Tenía que encontrar un trabajo. Los negocios... Cole detuvo la carreta Fixit y saltó á la acera. Eligió una casa al azar y avanzó con precauciones. La casa era atractiva, poseía una cierta belleza, pero parecía frágil, al igual que las otras. Subió al porche. No había timbre. Lo buscó, tanteando con la mano sobre la superficie de la puerta. Al instante oyó un «clic, un golpecito seco a la altura de sus ojos. Levantó la vista, sobresaltado. Una lente desaparecía tras la sección de puerta que se cerraba. Le habían fotografiado. Mientras reflexionaba sobre lo sucedido, la puerta se abrió de súbito. Un hombre se recortó en el umbral, un hombre de gran envergadura con uniforme de color canela que bloqueaba el acceso ominosamente. —¿Qué quiere? —preguntó el hombre. —Busco trabajo —murmuró Cole—. Cualquier tipo de trabajo. Puedo hacer de todo. arreglar lo que sea, reparar objetos rotos... Lo que sea. —Diríjase al Departamento de Empleo de la Junta de Control de Actividades Federales —dijo el hombre con tono seguro—. Ya sabe que toda la terapia ocupacional se canaliza a través de ellos. —Observó a Cole con curiosidad—. ¿Por qué se ha puesto esos vestidos tan antiguos? —¿Antiguos? Caramba, yo... El hombre desvió la mirada y se fijó en la carreta Fixit y en los dos adormecidos caballos. —¿Qué es eso? ¿Qué clase de animales son? ¿Caballos? —El hombre se frotó la barbilla y examinó a Cole con atención—. Qué extraño. —¿Extraño? —murmuró Cole—. ¿Por qué? —Hace cien años que no hay caballos. Murieron todos en el curso la Quinta Guerra Atómica. Por eso es extraño. Cole se puso en guardia. Advertía algo en los ojos del hombre, cierta dureza, una mirada perspicaz. Cole retrocedió hacia el sendero. Tenía que ser precavido. Algo iba mal. —Ya volveré —musitó. —Hace cien años que no hay caballos —repitió el hombre, y se acercó a Cole—. ¿Quién es usted? ¿Por qué viste así? ¿Dónde consiguió ese vehículo y los dos caballos? —Ya volveré —repitió Cole, alejándose. El hombre extrajo algo de su cinturón, un delgado tubo de metal. Se lo tendió a Cole. Era un documento enrollado, una fina hoja de metal en forma de tubo. Palabras, un tipo desconocido de caligrafía. No pudo descifrarla. La foto del hombre, filas de números, cálculos... —Me llamo Winslow, y soy el director de la Oficina Federal para la Conservación de Materias Primas —dijo el hombre—. Hable rápido, o dentro de cinco minutos llegará un coche de Seguridad. Cole se movió... rápido. Recorrió a grandes zancadas el sendero, en dirección a la calle. Algo le golpeó con fuerza. Un muro de fuerza se estrelló contra su rostro. Quedó tendido en el suelo, aturdido y desconcertado. El cuerpo le dolía y sufría convulsiones, que fueron disminuyendo poco a poco. Se puso en pie temblorosamente. La cabeza le daba vueltas. Se sentía débil, destrozado, al borde del colapso. El hombre se aproximaba. Cole montó en la carreta, jadeando y con ganas de vomitar. Los caballos se lanzaron adelante. Cole salió despedido contra el pescante, mareado por los movimientos del vehículo. Se apoderó de las riendas y consiguió enderezarse. La carreta aumentó de velocidad y dobló una esquina. Las casas quedaban atrás. Cole azuzó con sus escasas fuerzas al tiro de caballos, respirando entrecortadamente. Las casas y las calles se convertían en manchas borrosas a medida que la carreta corría más y más de prisa. De pronto se terminaron la ciudad y las casitas aseadas. Se hallaba en una especie de autopista, bordeada por grandes edificios y fábricas. Figuras, hombres que le contemplaban boquiabiertos. Al cabo de un rato, las fábricas se desvanecieron. Cole aflojó las riendas. ¿Qué había dicho el hombre? La Quinta Guerra Atómica. Los caballos extinguidos. Carecía de sentido. Y tenían cosas de las que no sabía nada. Campos de fuerza. Aviones sin alas..., silenciosos. Cole rebuscó en sus bolsillos. Encontró el tubo de identificación que el hombre le había entregado. Se lo había llevado sin darse cuenta. Desenrolló el tubo y lo examinó. La escritura le resultaba extraña. Pasó mucho rato estudiando el tubo. Luego, advirtió algo en la esquina superior derecha. Una fecha: 6 de octubre de 2128. La visión de Cole se hizo borrosa. Todo giró a su alrededor. Octubre, 2128. ¿Sería posible? El documento estaba allí, en su mano. Una fina hoja de papel metálico. Como una chapa. No había duda: estaba escrito en la esquina de la hoja. Cole enrolló el tubo despacio, abrumado por la certeza. Doscientos años. Parecía imposible. Pese a todo, las cosas empezaban a encajar. Estaba en el futuro, a doscientos años de su época. Sumido en estos pensamientos, no advirtió el veloz vehículo negro de Seguridad que descendía rápidamente hacia la carreta. El videófono de Reinhart zumbó. Lo conectó en seguida. —¿Sí? —Informe de Seguridad. —Pásemelo. Reinhart esperó con impaciencia a que la pantalla volviera a iluminarse. —Soy Dixon, del Comando Regional Occidental. —El oficial carraspeó y ordenó sus papeles—. El hombre del pasado ha sido localizado alejándose de la zona de Nueva York. —¿En qué parte de la red? —Fuera. Evadió el dispositivo montado alrededor de Central Park al entrar en una de las pequeñas ciudades que limitan con la zona de escoria. —¿Evadió? —Supusimos que evitaría las ciudades. La red no consiguió abarcar todas las ciudades, por supuesto. Reinhart apretó las mandíbulas. —Siga. —Penetró en la ciudad de Petersville pocos minutos antes de que la red se cerrara alrededor del parque. Lo rastreamos, pero no encontramos nada, por supuesto. Ya se había ido. Una hora después recibimos un informe de un residente de Petersville, un oficial del Departamento de Conservación de Materias Primas. El hombre del pasado había llamado a su puerta en busca de trabajo. Winslow, el oficial, le entretuvo con la intención de capturarle, pero se escapó en la carreta. Winslow llamó a Seguridad inmediatamente, pero ya era demasiado tarde. —Téngame al corriente de lo que pase. Hemos de atraparle... cuanto antes. Reinhart desconectó el aparato. Se sentó en la butaca a esperar. Cole vio la sombra del vehículo de Seguridad y reaccionó sin demora. Un segundo después la sombra pasó sobre él. Cole saltó de la carreta; corriendo y tropezando. Rodó por el suelo, alejándose lo más posible de la carreta. Hubo un destello cegador y un rayo de luz blanca. Un viento caliente se precipitó sobre Cole. Le levantó y sacudió como a una hoja. Cerró los ojos y relajó el cuerpo. Rebotó contra el suelo varias veces. Grava y piedras le arañaron la cara, las rodillas y las palmas de las manos. Cole chilló, presa del pánico. Sentía arder su cuerpo. Se estaba consumiendo, quemado por el cegador globo blanco de fuego. El globo se expandió, aumentó de tamaño, hinchándose como un sol monstruoso, inflado y deformado. Había llegado el fin. No quedaba la menor esperanza. Apretó los dientes... El globo se desvaneció gradualmente. Chisporroteó, titiló y quedó reducido a cenizas. Un olor ácido impregnaba el aire. Sus ropas ardían y humeaban. Bajo él sentía la tierra caliente, seca, agostada por la descarga. Pero estaba vivo. Al menos, por un rato. Cole abrió los ojos poco a poco. La carreta habla desaparecido, y en el lugar donde estaba se veía un gran agujero, un hueco irregular en el centro de la autopista. Una fea nube, negra y ominosa, flotaba sobre el hoyo. En lo alto, el avión sin alas volaba en círculos, rastreando posibles señales de vida. Cole continuó extendido; luchando por recobrar la respiración. Pasó el tiempo. El sol se desplazaba en el cielo con agonizante lentitud. Debían de ser las cuatro de la tarde, según el cálculo mental de Cole. Dentro de tres horas se haría de noche. Entonces, si aún estaba vivo... ¿Habría visto el avión cómo saltaba de la carreta? Yació sin moverse. El sol de la tarde caía sobre su cuerpo inmóvil. Se sentía enfermo, mareado y febril. Tenía la boca seca. Algunas hormigas se deslizaron sobre su mano. La inmensa nube negra empezaba a disiparse y se convertía en un glóbulo informe. La carreta había desaparecido. El pensamiento le atormentaba y latía en su cerebro, mezclándose con los trabajosos latidos de su pulso. Había desaparecido. Destruida. Sólo quedaban cenizas. La revelación le aturdía. El avión abandonó la búsqueda y se perdió en el horizonte. El cielo estaba despejado de obstáculos. Cole consiguió a duras penas ponerse en pie. Se limpió la cara con manos temblorosas. Le dolía todo el cuerpo. Escupió un par de veces para aclarar su garganta. Era probable que el avión enviara un mensaje. Vendría gente a buscarle. ¿Adónde iría? Una cadena de colinas, una distante masa verde, se alzaba a su derecha. Tal vez podría llegar hasta ellas. Se puso en camino. Tenía que comportarse con cautela. Le buscaban... y llevaban armas. Armas increíbles. Sería afortunado de seguir con vida cuando el sol se pusiera. Su yunta, la carreta Fixit y todas sus herramientas habían desaparecido. Cole investigó en sus bolsillos. Extrajo algunos pequeños destornilladores, un par de pinzas, un poco de cable, un poco de soldadura, la piedra de afilar y, por fin, el cuchillo de la anciana. Le quedaba muy poco instrumental. Lo había perdido casi todo, pero sería más difícil localizarle sin la carreta. Les sería más difícil localizarle si se desplazaba a pie. Cole apresuró el paso. Atravesó los campos en dirección a la lejana cadena de montañas. Reinhart recibió la llamada casi de inmediato. El rostro de Dixon se formó en la pantalla del videófono. —Tengo un nuevo informe, Comisionado. Buenas noticias. El hombre del pasado fue visto saliendo de Petersville, en la autopista trece, a unos quince kilómetros. Nuestra nave lo bombardeó sin demora. —¿Acabaron..., acabaron con él? —El piloto no advirtió signos de vida después del disparo. El pulso de Reinhart casi se detuvo. Se hundió en la butaca. —Por tanto, ¡está muerto! —Aún no podemos asegurarlo hasta que examinemos los restos. Un vehículo de superficie se dirige hacia el lugar de los hechos. Completaremos el informe en breve plazo. Le pondremos al corriente en cuanto lo tengamos. Reinhart extendió la mano y apagó la pantalla. ¿Habían matado al hombre del pasado? ¿O había escapado de nuevo? ¿Lo cogerían alguna vez? ¿Había alguna posibilidad de capturarlo? Y, entretanto, las máquinas SRB seguían silenciosas, inactivas. Reinhart se hundió en la butaca, dispuesto a esperar el inminente informe del vehículo de superficie. Caía la tarde. —¡Vamos! —gritó Steve, corriendo como un poseso detrás de su hermano—. ¡Vuelve! —Cógeme. Earl bajó corriendo la ladera de la colina, dejó atrás un almacén militar, saltó una valla de neotex y aterrizó en el patio trasero de la señora Norris. Steven, casi sin aliento, chillando y jadeando, persiguió a su hermano. —¡Vuelve! ¡Devuélveme eso! —¿Qué te ha cogido? —preguntó Sally Tate, cortando el paso a Steven por sorpresa. Steven se paró y trató de recuperar el aliento. —Me ha robado mi videotransmisor intersistémico. —Su carita se contrajo en una mueca de rabia y tristeza—. ¡Será mejor que me lo devuelva! Earl se acercó, dando un rodeo por la derecha. La cálida oscuridad del anochecer le hacía casi invisible. —Aquí estoy —anunció—. ¿Qué piensas hacer? Steven le miró con hostilidad. Sus ojos se fijaron en la caja cuadrada que Earl sostenía en las manos. —¡Devuélvemela, o se lo diré a papá! —Oblígame —rió Earl. —Papá te obligará. —Será mejor que me la des —dijo Sally. —Cógeme. Earl emprendió la huida. Steven apartó de un empujón a Sally y se precipitó sobre su hermano. Chocó contra él y lo dejó tendido en el suelo. La caja salió despedida de las manos de Earl, rebotó sobre el pavimento y se rompió junto a un poste indicador luminoso. Earl y Steven se incorporaron lentamente. Miraron con tristeza la caja rota. —¿Lo ves? —chilló Steven con lágrimas en los ojos—. ¿Ves lo que has hecho? —Tú lo hiciste. Me empujaste. —¡Tú lo hiciste! Steven se agachó y recogió la caja. Se aproximó al poste luminoso y se sentó pata examinarla. Earl avanzó unos pasos. —Si no me hubieras empujado, no se habría roto. Se hacía de noche con mucha rapidez. La cadena de colinas que se alzaban sobre la ciudad estaban envueltas casi por completo en la oscuridad. Se habían encendido algunas luces. La noche era cálida. Las puertas de un vehículo de superficie se cerraron con estrépito a lo lejos. Transportes aéreos llenos de obreros que volvían de trabajar en las grandes fábricas subterráneas zumbaban en el cielo. Thomas Cole caminó con parsimonia hacia los tres niños que conversaban junto al poste luminoso. Andaba con dificultad a causa de la fatiga y el dolor. A pesar de que ya era de noche, todavía no se consideraba a salvo. Estaba agotado y hambriento. Había caminado mucho. Y necesitaba comer algo... pronto. Cole se detuvo a escasa distancia de los niños. Los tres estaban absortos y atentos por la caja que Steven tenía sobre las rodillas. Se callaron de repente. Earl alzó los ojos lentamente. La enorme silueta de Thomas Cole parecía más amenazadora recortada contra la luz mortecina. Sus largos brazos pendían flojamente a lo largo de su cuerpo. Las sombras ocultaban su rostro. Su cuerpo era una masa informe, indistinta. Una gran estatua amorfa, erguida en silencio a pocos pasos, inmóvil en la semioscuridad. —¿Quién eres? —preguntó Earl con voz insegura. —¿Qué quiere? —inquirió Sally. Los niños se apartaron, nerviosos—. Lárguese. Cole se aproximó. Se inclino un poco. El resplandor del poste luminoso hizo visibles sus rasgos: nariz larga y ganchuda, pálidos ojos azules... Steven se puso en pie de un salto sin soltar el videotransmisor. —¡Fuera de aquí! —Esperad. —Cole les dirigió una sonrisa tímida. Su voz era seca y áspera—. ¿Qué tenéis ahí? —Señaló con sus largos y esbeltos dedos—. ¿Qué es esa caja? Los niños enmudecieron. Steven habló por fin. —Es mi videotransmisor intersistémico. —Pero no funciona —añadió Sally. —Earl lo rompió. —Steven miró de reojo a su hermano—. Earl lo tiró y lo rompió. Cole sonrió. Se acomodó en el borde de la curva y suspiró, aliviado. Había andado demasiado. Le dolía todo el cuerpo. Estaba cansado y hambriento. Estuvo sentado durante un buen rato, demasiado exhausto para hablar. Se secó el sudor del cuello y de la cara. —¿Quién eres? —preguntó Sally—. ¿Por qué llevas ese traje tan raro? ¿De dónde vienes? —¿De dónde? —Cole miró a los niños de uno en uno—. De muy lejos. Muy lejos. Meneó la cabeza de un lado a otro, intentando despejarse. —¿Cuál es tu terapia? —preguntó Earl. —¿Mi terapia? —¿Qué haces? ¿Dónde trabajas? Cole respiró hondamente y dejó escapar el aire poco a poco. —Arreglo cosas, toda clase de cosas. Lo que sea. —Nadie arregla cosas —se burló Earl—. Si se rompen, las tiras. Cole no le escuchó. Una súbita necesidad le obligó a ponerse de pie. —¿Sabéis dónde puedo encontrar trabajo? Lo arreglo todo: relojes, máquinas de escribir, neveras, ollas y cacerolas. Goteras en el techo. Todo. Steven le tendió su videotransmisor intersistémico. —Arregla esto. Hubo un silencio. Los ojos de Cole se posaron despacio sobre la caja. —¿Eso? —Mi transmisor. Earl lo rompió. Cole cogió la caja. Le dio vueltas y la expuso a la luz. Frunció el ceño y se concentró. Sus largos y ágiles dedos exploraron la superficie. —¡Te la va a robar! —exclamó Earl. —No. —Cole meneó la cabeza—. Soy de fiar. Sus dedos sensibles encontraron los tornillos que mantenían la caja sujeta. Los desenroscó con pericia. La caja se abrió y reveló su complicado interior. —La ha abierto —susurró Sally. —¡Dámela! —pidió Steven, algo asustado—. Quiero que me la devuelvas. Los tres niños observaron a Cole con aprensión. Cole rebuscó en su bolsillos. Sacó sus diminutos destornilladores y las pinzas. Los dispuso frente a él. No hizo el menor gesto de devolver la caja. —Quiero que me la devuelvas —rogó Steven. Cole levantó la vista. Sus pálidos ojos azules contemplaron a los tres niños que estaban de pie en la oscuridad. —Te la voy a arreglar. ¿No me lo pediste? —Quiero que me la devuelvas. —Steven se apoyaba en un pie y luego en el otro, indeciso y dudoso—. ¿De verdad que la puedes arreglar? ¿Funcionará otra vez? —Sí. —De acuerdo. Arréglala. Una débil sonrisa iluminó el rostro fatigado de Cole. —Espera un momento. Si te la arreglo, ¿me traerás algo de comer? No lo voy a hacer gratis. —¿Algo de comer? —Comida. Necesito comida caliente. Incluso un poco de café. —Sí —asintió Steven—, te la traeré. —Estupendo, eso es estupendo. —Cole devolvió su atención a la caja que tenía entre las rodillas—. En ese caso, te la arreglaré, y te la arreglaré bien. Sus dedos volaron, palpando, explorando, examinando, comprobando cables y relés. Investigaron el videotransmisor intersistémico. Descubrieron cómo funcionaba. Steven se precipitó en el interior de la casa a través de la puerta de emergencia. Avanzó de puntillas hacia la cocina, tomando toda clase de precauciones. Pulsó los botones de la cocina al azar; el corazón le latía desacompasadamente. El horno empezó a zumbar. Los indicadores se desplazaron hasta señalar el fin de la operación. El horno se abrió y apareció una bandeja de pescado humeante. El mecanismo se desconectó. Steven se apoderó del contenido de la bandeja y lo transportó en brazos por el pasillo hasta la puerta de emergencia, y de ahí al patio, que estaba a oscuras. Consiguió llegar al poste luminoso sin dejar caer nada. Thomas Cole se enderezó cuando divisó a Steven. —Aquí está —anunció Steven al llegar a la curva. Depositó su carga sobre el suelo—. Aquí está la comida. ¿Has terminado? Cole le tendió el videotransmisor intersistémico. —Está listo. Menudo destrozo. Earl y Sally le miraron con los ojos abiertos de par en par. —¿Funciona? —preguntó Sally. —Por supuesto que no —manifestó Earl—. ¿Cómo podría funcionar? Es incapaz de... —¡Conéctalo! —Sally le dio un codazo a Steven—. A ver si funciona. Steven llevó la caja bajo la luz para examinar los mandos. Apretó el botón principal. La luz indicadora se iluminó. —Se enciende —dijo. —Di algo. —¡Hola! ¡Hola! Llamando el operador seis, zeta, siete, cinco. ¿Me oyen? Aquí el operador seis, zeta, siete, cinco. ¿Me oyen? Thomas Cole se sentó a comer, en la oscuridad, lejos del resplandor del poste luminoso. Comió en silencio, con auténtico placer. Buena comida, bien cocinada y sazonada. Bebió un envase de zumo de naranja, y luego una bebida dulce que no reconoció. No sabía qué clase de comida era, pero le daba igual. Había caminado mucho y todavía le quedaba un largo trecho por delante, antes de que amaneciera. Tenía que adentrarse en las colinas antes de que saliera el sol. El instinto le decía que estaría a salvo entre los árboles y la enmarañada vegetación..., al menos relativamente a salvo.. Comió con voracidad y sin parar. No levantó la vista hasta que terminó. Después se puso en pie y se secó la boca con el dorso de la mano. Los tres niños habían formado un círculo y manipulaban el videotransmisor intersistémico. Estuvo contemplándoles un rato. Ninguno apartaba la atención de la cajita. Estaban absortos en lo que hacían. —¿Y bien? —preguntó Cole por fin—. ¿Funciona bien? Steven le miró al cabo de un momento, con una extraña expresión en el rostro. Asintió lentamente. —Sí. Sí, funciona. Funciona muy bien. —Estupendo —gruñó Cole. Se desplazó fuera del alcance de la luz—. Así me gusta. Los niños siguieron con la mirada la figura de Thomas Cole hasta que hubo desaparecido por completo. Después se miraron entre sí, y luego la caja que Steven tenía entre las manos. La miraron con una mezcla de respeto y temor creciente.. Steven echó a caminar hacia su casa. —He de enseñársela a mi papá —murmuró, extasiado—. Ha de saberlo. ¡Alguien tiene que saberlo! III Eric Reinhart examinó el videotransmisor cuidadosamente, dándole vueltas una y otra vez. —Así que escapó de la explosión —admitió Dixon a regañadientes—. Debió de saltar de la carreta justo antes de que le alcanzara. —Escapó —asintió Reinhart—. Es la segunda vez que se le escapa. —Apartó a un lado videotransmisor y se inclinó bruscamente hacia el hombre que esperaba de pie con inquietud al otro lado de su escritorio—. Dígame otra vez su nombre. —Elliot. Richard Elliot. —¿El nombre de su hijo? —Steven. —¿Sucedió anoche? —Alrededor de las ocho. —Siga. —Steven llegó a casa. Actuaba de una manera extraña. Llevaba consigo su videotransmisor intersistémico. —Señaló con el dedo la caja que reposaba sobre el escritorio de Reinhart—. Eso. Estaba nervioso, excitado. Le pregunté si algo iba mal. Estuvo un rato callado. Parecía muy trastornado. —Elliot inspiró una larga bocanada de aire—. Entonces me enseñó el videotransmisor. Me di cuenta en seguida de que era diferente. Como sabe, soy ingeniero electrónico. Lo había abierto una vez para colocar pilas nuevas. Conocía bastante bien sus entresijos. —Elliot vaciló—. Comisionado, lo habían cambiado. Alambres removidos, los relés conectados de manera diferente, faltaban piezas, otras nuevas improvisadas en lugar de las viejas... Por fin descubrí lo que me hizo llamar a Seguridad. El videotransmisor... funcionaba de veras. —¿Funcionaba? —Verá, no era más que un juguete. Su alcance se limitaba a unas pocas manzanas, para que los niños pudieran llamarse desde sus casas; una especie de videófono portátil. Comisionado, probé el videotransmisor, apreté el botón de llamada y hablé en el micrófono. Yo... me comuniqué con una nave, una nave de guerra situada más allá de Próxima Centauro... a unos ocho años luz de aquí. La distancia máxima a la que operan nuestros videotransmisores. Entonces llamé a Seguridad, sin pensarlo dos veces. Reinhart estuvo callado un rato. Por último, golpeó con la punta de los dedos la cajita. —¿Usted se comunicó con una nave de la flota... con esto? —Exacto. —¿Cuál es el tamaño de los videotransmisores normales? —Pesan unas veinte toneladas —anunció Dixon. —Eso es lo que me temía. —Reinhart movió la mano con impaciencia—. Muy bien, Elliot, gracias por la información. Eso es todo. Un policía de Seguridad condujo a Elliot fuera del edificio. Reinhart y Dixon intercambiaron una mirada. —Esto es grave —dijo secamente Reinhart—. Posee cierto talento, ciertos conocimientos de mecánica. Genio, tal vez, para hacer algo semejante. Recuerde de qué época llega, Dixon: principios del siglo veinte. Antes de que empezaran las guerras. Fue un periodo único. Había vitalidad, ingenio. Fue una época de desarrollo y descubrimientos increíbles. Edison, Pasteur, Burbank, los hermanos Wright. Inventos y máquinas. La gente manejaba con inusitada habilidad las máquinas, como si poseyeran algún tipo de intuición... de la que nosotros carecemos. —Quiere decir... —Quiero decir que una persona de estas características que llega a nuestro tiempo es negativa en sí misma, haya o no guerra. Es demasiado diferente. Parte de otros presupuestos. Tiene habilidades que a nosotros nos faltan, por ejemplo, su capacidad para arreglar cosas. Nos deja fuera de juego. Y con la guerra... »Ahora empiezo a comprender por qué las máquinas SRB no podían integrarlo. Nos resulta imposible comprender este tipo de persona. Winslow dijo que buscaba trabajo, cualquier trabajo. El hombre dijo que podía hacer de todo, arreglar lo que fuera. ¿Sabe a qué me refiero? —No —dijo Dixon—. ¿Qué significa? —Nosotros no sabemos arreglar nada, nada de nada. Somos seres especializados. Cada uno tiene su propia ocupación, su propio trabajo. Yo entiendo del mío, usted del suyo. La evolución tiende a una especialización cada vez más grande. La sociedad humana es una ecología que obliga a la adaptación. La progresiva complejidad impide que ninguno de nosotros adquiera conocimientos fuera de nuestro campo personal... Me resulta imposible entender lo que está haciendo el hombre que trabaja a mi lado. Demasiados conocimientos acumulados en cada campo. Y demasiados campos. »Este hombre es diferente. Lo arregla todo, hace de todo. No trabaja a partir del conocimiento, ni a partir de la preparación científica..., la acumulación de hechos clasificados. No sabe nada. No se trata de un proceso mental, una forma de aprendizaje. Trabaja guiado por la intuición... Su poder reside en sus manos, no en la cabeza. Es un factótum. ¡Sus manos! Como un pintor, un artista. En sus manos... Atraviesa nuestras vidas como la hoja de un cuchillo. —¿Y el otro problema? —El otro problema es que ese hombre, este hombre variable, anda huido en las montañas Albertine. Nos llevará muchísimo tiempo encontrarle. Es inteligente... en una forma extraña. como un animal. No será fácil atraparle. Reinhart despidió a Dixon. Al cabo de un momento reunió los informes que tenía sobre el escritorio y subió a la sala de las SRB. Estaba cerrada y protegida por un anillo de guardias de Seguridad. Peter Sherikov, con los brazos en jarras y la barba temblorosa por la cólera, discutía airadamente con los policías. —¿Qué ocurre? ¿Por qué no puedo
Posted on: Mon, 02 Sep 2013 08:05:49 +0000

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