El Librecambismo. La demostración de las respectivas - TopicsExpress



          

El Librecambismo. La demostración de las respectivas consecuencias del proteccionismo tarifario y del libre intercambio constituye la piedra maestra de la economía clásica. El teorema resulta tan claro, tan obvio y tan indiscutible que ningún argumento pudieron oponerle los enemigos del liberalismo que no fuera de inmediato demolido. La verdad, sin embargo, es que hoy tropezamos por todas partes con barreras proteccionistas, cuando no se trata de expresas prohibiciones a la importación. Incluso en Gran Bretaña, la patria del librecambio, el proteccionismo progresa de modo incontenible. La autarquía gana, día a día, más y más adeptos. Incluso países pequeños, como Hungría o Checoslovaquia, pretenden, al amparo de altas tarifas y de vetos a la importación, independizarse del resto del mundo. La política comercial exterior de Estados Unidos consiste en imponer los suficientes gravámenes aduaneros a toda mercancía producida barata en el extranjero hasta lograr igualar su precio con el correspondiente producto americano. Lo que realmente resulta grotesco es que todos los países quieran restringir las importaciones y, al mismo tiempo, ampliar sus exportaciones. Tal política no puede sino perturbar la división del trabajo en el plano internacional y concomitantemente reducir la productividad laboral en general. A comienzos del siglo pasado, el capital y el trabajo se movían libremente, en términios generales, dentro de cada nación, pero su desplazamiento de un estado a otro era francamente difícil. Resultaba por tanto, justificable la distinción entre comercio interior y comercio exterior, ya que, en el primer caso, era posible el movimiento del capital y del trabajo, no siéndolo en el segundo. De ahí que los clásicos se plantearan y aspiraran a resolver la siguiente pregunta: ¿qué efectos produce el librecambismo de bienes de consumo entre dos países, supuesta la inmovilidad de capital y trabajo entre los mismos? Ricardo dio cumplida respuesta a la interrogante. Según él, la producción se distribuye entre las diferentes naciones de suerte que cada país dedica sus recursos a fabricar aquello en que tiene mayor ventaja competitiva respecto a los demás. Les preocupaba entonces a los mercantilistas el pensar que, en régimen de libertad, un país de pobres condiciones naturales productivas importaría más que exportaría, perdiendo así al final todo su dinero metálico; de ahí que recomendaran decretar tarifas proteccionistas y prohibiciones importadoras antes de que se produjera tan deplorable situación. Los clásicos demostraron que tales temores carecían totalmente de base. En efecto, demostraron que, aunque una nación fuera inferior a todas las restantes en todas sus ramas productivas, no por eso llegaría a importar más de lo que exportara. La escuela clásica puso de manifiesto, del modo más brillante e incontroversible -hasta el punto de que nadie se ha atrevido a discutir abiertamente el asunto-, que incluso las naciones más favorecidas ganan importando de países peor dotados incluso aquellas mercancías que ellas podrían producir mejor, ya que merced a tales importaciones pueden dedicar sus recursos a fabricaciones para las que gozan de superior capacidad aún. Es cierto que la enorme potencialidad productiva del capitalismo ha conseguido enmascarar, hasta ahora, el problema. Pero es indudable que, hoy en día, todo el mundo viviría mejor en ausencia de tarifas proteccionistas, que no hacen sino desplazar la producción de lugares donde la labor humana es más fecunda a otros donde lo es menos. En un régimen librecambista, el capital y el trabajo se emplearían allí donde más produjeran. De los viejos centros productivos seguirían utilizandose sólo aquellos que, por una u otra razón, continuaran siendo rentables. El desarrollo de los medios de transporte, la mejora tecnológica y la exploración de nuevas zonas abiertas al comercio dan lugar a que continuamente se descubran ubicaciones más productivas que las anteriormente conocidas, lo que provoca el desplazamiento geográfico de los centros de producción. Tanto el capital como el trabajo tienden a abandonar las zonas de menor productividad y acudir, en cambio, a las de mayor fecundidad. Sin embargo, tales migraciones de capital y trabajo presuponen no sólo un libre comercio de artículos de consumo, sino además la ausencia de obstáculos que impidan a los factores de producción su desplazamiento de un país a otro. Esto, desde luego, en modo alguno acontecía cuando se elaboró la primitiva teoría librecambista; barreras de todo orden perturbaban la movilidad de capital y trabajo; los capitalistas eran reacios a invertir en el extranjero, por múltiples razones, entre las que destacaban la ignorancia de las circunstancias locales y la falta de seguridad en lo referente a la paz y el orden en el correspondiente país; a los trabajadores también les costaba abandonar el solar patrio, no sólo por carecer de idiomas, sino además por causas de tipo legal, reliogoso, etc. La teoría librecambista clásica sostiene que existen países que de momento gozan de mayores riquezas en el orden productivo que otros. Si no hay interferencia gubernamental, agrega la doctrina, cada nación hallará su lugar en el mundo y producirá lo más posible independientemente de cuáles sean sus recursos naturales en relación con los que disfruten otros territorios. Habrá, desde luego, unas regiones más ricas que otras, pero es éste un hecho que ninguna medida política puede variar. La naturaleza, sin apelación, así lo ha determinado. El liberalismo se enfrentó directamente, desde un principio, con este hecho, y para darle la mejor solución posible elaboró la teoría del libre cambio internacional. Pero la situación cambió radicalmente entre la época de Ricardo y ese período de sesenta años anteriores a la gran guerra durante la cual el librecambismo hubo de estudiar nuevos supuestos, ya que, a lo largo del siglo XIX, paulatinamente, pero cada vez en mayor grado, habían ido suprimiéndose los obstáculos que anteriormente perturbaban la libre circulación de capital y trabajo. Resultábale mucho más fácil al capitalista, en la segunda mitad de la pasada centuria, invertir su dinero en el extranjero que lo había sido cuando Ricardo escribía. La ley y el orden prevalecían, sobre bases más firmes, en amplias zonas; había más conocimiento del extranjero, de hábitos y costumbres; y la difusión de la sociedad anónima por acciones permitía distribuir y, por ende, reducir los riesgos personales. Exageraríamos, desde luego, si dijéramos que, al comenzar el presente siglo, el capital gozaba de la misma movilidad entre naciones que en el territorio patrio. Había problemas, pero nadie admitía ya que los fondos destinados a la inversión debían quedar forzosamente en el país. Lo mismo sucedía con el factor trabajo. Durante la segunda mitad del siglo XIX salieron de Europa para ultramar sumas por valor de miles de millones, dedicándose a inversiones socialmente más rentables que las que las mismas cantidades podían hallar en el viejo continente. Las circunstancias, a la sazón, habían cambiado con respecto a las que la teoría clásica del librecambismo contemplaba, es decir, la inmovilidad de capital y fuerza laboral. Por eso la diferencia entre comercio exterior e interior vino prácticamente a desvanecerse. Si capital y trabajo gozan de libre movilidad, tanto en lo internacional como en lo interior de cada país, desaparece toda razón para distinguir el comercio nacional del extranjero. Lo que de aquél predicaban los clásicos resultaba igualmente aplicable a éste. El librecambismo lo único que hace es inducir a la producción a ubicarse en aquellos lugares cuyas circunstancias resultan relativamente más favorables, dejando de aprovecharse otros lugares donde producir lo mismo resulta más costoso. El capital y el trabajo tendían a desplazarse, consecuentemente, de aquellas zonas donde las condiciones de producción eran menos propicias a otras más favorables, o sea, en resumen, de la superpoblada y altamente explotada Europa, hacia América y Australia, que ofrecían grandes nuevas posibilidades. Sin embargo, hay que reconocer que tampoco faltaban los problemas. Aquellos países europeos que controlaban zonas coloniales podían enviar a sus connacionales a u ltramar sin mayores dificultades. Por ejemplo, a los súbditos ingleses les era fácil trasladarse a Canadá, Australia o Sudáfrica. Tales emigrantes conservaban nacionalidad y ciudadanía en su nueva residencia. El planteamiento, en cambio, ya no era el mismo para un alemán, por ejemplo, el cual, abandonada su patria, se hallaba inmerso en un país y una sociedad extranjeros. Se convertía en súbdito de una potencia extraña, resultando indudbale que, en un par de generaciones, sus descendientes dejarían de considerarse alemanes, quedando absorbidos por su nueva patria. Al Reich alemán se le planteó, efectivamente, la disyuntiva de si le convenía o no esa operación de exportación de gentes y capitales. Debemos reconocer que, a mediados del siglo pasado, el asunto presentaba diferentes facetas por lo que atañía a Gran Bretaña y a Alemania. Para Inglaterra, la cuestión se limitaba a permitir la salida de un cierto número de hijos suyos hacia las colonias británicas, lo cual no presentaba mayores dificultades. A Alemania, en cambio, se le planteaba el problema, según decíamos, de dilucidar si debía contemplar pasivamente cómo sus súbditos emigraban hacia las colonias británicas, hacia Sudamérica y otras naciones, donde, evidentemente, como la experiencia demostraba ampliamente, tales personas abandonarían por entero su germanismo, integrándose en aquellas nuevas sociedades a las que accedían. El imperio Hohhenzollern, que, en los años sesenta y principios de los setenta, había ido evolucionando marcadamente hacia el liberalismo, dio de pronto un giro, volviendose al proteccionismo para defender la agricultura y la industria del país contra la competencia extranjera, por considerar peligrosa la aludida tendencia migratoria. Tal política tarifaria permitió, hasta cierto punto, al campesino alemán aguantar la concurrencia de quienes en el este europeo y en otras partes del mundo cultivaban tierras mejores; y a los industriales, el formar carteles a cuyo amparo vendrían en el mercado interior a altos precios que les facultaban para hacer dumping en el exterior, vendiendo por debajo de sus competidores. Los alemanes, sin embargo, no consiguieron alcanzar aquellos objetivos que, mediante el retorno al proteccionismo, pretendían alcanzar. La capacidad exportadora de Alemania se hacía cada vez más difícil, a medida que los costos de la producción y de la vida en general aumentaban en el país precisamente a causa de la aludida política proteccionista. Es cierto que la economía germana progresó manifiestamente durante las tres primeras décadas de la nueva política económica. Pero ese avance se habría producido de todas maneras, aun en ausencia de las barreras proteccionistas; pues su causa provenía de las nuevas tecnologías aplicadas a las industrias químicas y siderúrgicas que comenzaban así a aprovechar mejor los grandes recursos naturales del país. Lo curioso es que, debido a las medidas antiliberales imperantes que restringen gravemente la movilidad del factor trabajo en la esfera internacional y que igualmente dificultan el desplazamiento de capitales entre países, estamos volviendo a la situación típica de comienzos del siglo pasado, cuando por primera vez se formuló la teoría librecambista, mientras nos apartamos cada vez más de las condiciones propias del fin de la centuria. Vuelven a verse obstaculizados los movimientos de capitales y, aún más, las migraciones laborales. Dadas las presentes circunstancias, un comercio de bienes de consumo enteramente libre no podría ya provocar desplazamientos importantes de mano de obra; obligaría, eso sí, a cada país a dedicarse a aquellas producciones para las cuales las condiciones locales resultaran relativamente más favorables. Pero, independientemente de los precondicionantes exigidos por un óptimo desarrollo del comercio internacional, conviene aquí advertir que las tarifas lo único que consiguen es impedir que las actuaciones económicas se practiquen allí donde las circunstancias naturales y sociales resultan más convenientes, desplazándolas a otros lugares de inferior fecundidad. El resultado social que el proteccionismo provoca invariablemente es la evidente reducción de la productividad del esfuerzo humano. No niegan los librecambistas la real y efectiva existencia de esas penas y calamidades a las que los gobernantes pretenden dar solución apelando a la protección tarifaria. Lo que dicen es que ese mecanismo al que imperialistas y proteccionistas recurren resulta ineficaz para curar aquellos males, por lo que proponen una técnica distinta; eso es todo. Siempre buscando la paz (dicho seas incidentalmente), abogan por que esos emigrantes alemanes, italianos y demás, que, en ciertas áreas, han sido tratados como ciudadanos de segunda, puedan vivir dignamente en cualquier parte, sin tener que abjurar de su nacionalidad, lo cual sólo podrá conseguirse a través de la aceptación de la filosofía liberal. Ludwig von Mises.
Posted on: Tue, 06 Aug 2013 01:29:31 +0000

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