FELIZ ANIVERSARIO (CUENTO) Entró en el café. La buscó sin - TopicsExpress



          

FELIZ ANIVERSARIO (CUENTO) Entró en el café. La buscó sin éxito, pero en ningún momento se preocupó, sabía por experiencia que no era una de las virtudes de Laura ser puntual. Eligió una mesa cerca de la ventana que daba a la calle por donde ella debería venir. Le gustaba mucho verla caminar, con ese apuro con que lo hacen quienes saben que alguien lleva un rato esperándolos. Se dedicó a mirar a los que pasaban, una mujer pelirroja con todos los atributos para ser considerada muy atractiva se encontró con sus ojos claros y le regaló una sonrisa amplia que él devolvió, pensando: quién te ha visto y quién te ve. — ¿Qué le sirvo? — preguntó el mozo. —Hola, buenas… Una Stella, puede ser. —Cómo no, enseguida, señor. — el mozo se alejó. El lugar era su preferido. Había visto mil veces cada una de las fotografías que poblaban las paredes y nunca se cansaba de volver a hacerlo. Había además recortes de diarios enmarcados, portadas de discos de los de antes, los de larga duración, pero por sobre todas las cosas siempre, siempre sonaba música, ese sonido poblado de una tristeza profunda que puede hacernos temblar y otras veces el sonido llevaba consigo un vigor que sin duda recordaba a su creador. Astor Piazzolla era el músico que más admiraba y desde hacía un tiempo también Laura había comenzado a disfrutarlo. El mozo llegó con la bandeja. Depositó la cerveza sobre la mesa, la destapó con pericia y acomodó unos platitos con palitos y maníes salados. —Muchas gracias, muy amable. —De nada, señor. Lo que necesite, ya sabe. Agradeció de nuevo con un movimiento de cabeza. Por los parlantes comenzó a sonar Buenos Aires hora cero y cada una de las notas del contrabajo que se iban mezclando con los acordes casi tímidos del piano hasta que el bandoneón irrumpió con su violento discurso lo llevó un año hacía el pasado. Ya había pasado un año, pensó, que locura. Si parece que fue ayer. No pudo evitar sonreír después de haber tenido un pensamiento que a él siempre le había parecido típico de los viejos. Será que me estoy volviendo viejo, que lo pario, pronunció a media voz y volvió a sonreír. Juan Montenegro no había sido nunca lo que se dice un ser acostumbrado a convivir con el éxito en lo que a relaciones de pareja se trataba. En los tiempos de la escuela secundaria y más tarde mientras estaba en la facultad lo sufrió bastante. Tuvo una que otra compañera efímera como las mismas noches que compartieron, pero ninguna llegaba para quedarse. Con el correr de los años dejó de preguntarse porqué y se dedicó a pleno a su profesión. Este esmero lo convirtió en un periodista respetado en el medio y en un especialista en policiales que se hundía siempre hasta el fondo en el barro de cada macabra historia en la que trabajaba. Dicho método lo llevó a tener muchos amigos entre la policía, los jueces y los abogados que tenían ganas de hacer bien su trabajo, los cuales no eran la mayoría. Entre sus amigos más íntimos con los que había charlado un millón de veces sobre su pasión por Piazzolla y con los que se había emborrachado dos millones de veces y compartido tres millones de asados se encontraban los hombres que caminaban por la otra vereda. Eran tipos a los que respetaba, de la vieja escuela que se dedicaban a lo que se dedicaban con la misma prolijidad con que un cirujano suturaba una herida abierta. Uno de esos hombres estaba ahora haciendo que sonara su celular. — ¡¿Qué haces Pelado, cómo va eso?! Lo que el Pelado tenía para decirle hizo que se parara de un salto, dejara un par de billetes sobre la mesa y esquivando personas y muebles saliera en busca de su auto. Laura, doce años menor que él, había aparecido en su mundo para tomarlo por asalto. Era una morocha de cabello largo que terminaba en unas ondas poco pronunciadas. De estatura media y dueña de una figura estilizada. Era amante de los ejercicios, pero lo era mucho más de las pastas, el asado y todo clase de postres. Su rostro era algo ovalado y lo que llamaba la atención de quien la miraba eran sus largas y oscuras pestañas, las que le ponían el acento perfecto a unos ojos grandes llenos de idéntica oscuridad. La muchacha que tenía dos fracasos matrimoniales, era madre de una niña de tres años, cuyo padre no quiso nunca darse por enterado. Esta situación no había provocado en ella el mismo efecto que tuvo para el que se convertiría en el amor de su vida y a quien, Romina, su hija, llamaría papá. Laura no se refugió en su trabajo para paliar el dolor de las malas elecciones y de la soledad. Tampoco eligió salir por ahí para ver si encontraba a alguien. Decidió seguir caminando la vida, un paso a la vez. Continúo con su oficio de fotógrafa el cual con los años la volvió célebre, pero por sobre todas las cosas puso empeño en el oficio de ser mamá. Para cuando su vida se le escapaba sin que ninguna medicina pudiese evitarlo a pesar de ser paciente de una de las clínicas con más prestigio en la ciudad , Laura, la fotógrafa que había sabido lo que era amar a otro ser sin ningún tipo de restricciones, ya había sobrepasado en un par de años las ocho décadas y estaba más que tranquila, ya que la muerte iba a encontrarla en la cama rodeada por sus cinco hijos: dos mujeres y tres varones, estos habían heredado los ojos claros y el porte de su padre. El primer encuentro de la pareja no hubiera podido jamás presagiar la larga vida que ambos compartirían y menos aún todas las pruebas que tendrían que sortear para seguir juntos. Era una mañana de primavera. La muchacha fiel a su costumbre estaba llegando tarde al primer día de su nuevo empleo, porque como explicó después al jefe de redacción del diario, en su descargo, el transito era un desastre y su madre vivía en la otra punta del mapa. Esto le complicaba bastante las cosas, según dijo para llegar a horario una vez que había conseguido dejar a su hija, sus juguetes y el bolso con todas las cosas que su madre iba a necesitar para pasar el día con la niña. Llegó a la playa de estacionamiento, divisó un espacio desocupado y pisó el acelerador como si fuera la última vez. El conductor de un Renault Megane azul noche se dirigía al mismo lugar por eso ambos vehículos no tuvieron más remedio que estrellarse mutuamente. — ¡¿Qué haces hijo de mil putas, sos ciego acaso?! – gritó Laura con toda su voz, mientras sacaba la cabeza por la ventanilla. —Disculpe señorita, — respondió Juan sin perder la paciencia — este espacio está reservado. El tono del hombre desarmó a la furibunda muchacha. Se había preparado para responder a las ofensas típicas que la enviarían a lavar platos y cosas por el estilo. Bajó del auto. En la pared pudo ver un letrero en el que se leía: Juan Montenegro. — ¡Uy! Te pido mil disculpas. — Laura siempre utilizaba el vos para tratar a la gente — Es mi primer día, venía apuradísima porque llego tarde y encima esto. — realizó en gesto con los brazos para abarcar toda la escena. —No se haga problema, esto — repitió el gesto de ella — son nada más que chapas. Las chapas se arreglan. —Hola, soy Laura. —se acercó para darle un beso en la mejilla. — La fotógrafa nueva. — ¡Ah! Sí… ¿Qué tal? La estábamos esperando. Yo soy Juan… —Sí, ya lo leí en el cartel. — estiró su mano izquierda en dirección al cartel. A Juan le pareció que sus manos eran hermosas. Cuando caminaban juntos por los pasillos hacia la oficina del director no fueron pocos los ojos que se posaron sobre la muchacha que había elegido enfundarse en un par de jeans ceñidos a más no poder. Al periodista no le habían pasado desapercibidas las curvas de la mujer, pero no les confirió demasiada importancia. En la calle, a diario, se cruzaba con mujeres que podían conseguir dejarlo sin aliento por unos segundos y eso no cambiaba en nada su realidad. Seguía siendo un hombre solo y cada vez más y más entristecido por esa condición. Ahora mientras manejaba estando atento a no cometer errores que pudieran hacerle perder tiempo recordó ese día y casi de inmediato los recuerdos lo llevaron a la primera vez que juntos visitaron el Astor café en donde Laura escuchó por primera vez Buenos Aires hora cero. Ella tenía un vestido negro que le llegaba un par de centímetros por debajo de las rodillas, era suelto. Llevaba sandalias y unos aros en forma de argollas, muy grandes. Apenas se había pintado los labios en un tono suave de rojo y sus ojos lucían delineados. El cabello estaba recogido en una muy estirada cola de caballo. Frenaba, aceleraba y cambiaba las marchas de forma mecánica. Recordó cada una de las frases que se dijeron y le pareció estar viendo las fotos que ella tenía de Romina guardadas en su celular. Desde aquella primera vez salieron con frecuencia. Fueron al cine, a veces al teatro. Muchas veces a cenar o a comer algo rápido en la hora del almuerzo. También fueron al circo de los hermanos Moyano y Romina no dejó de hablar de los payasos hasta que volvieron a llevarla quince días después. Un domingo por la tarde, los peores días en la vida de Juan, Laura lo llamó para decirle que lo esperaba en el parque. Cuando lo vio llegar corrió hacia él, lo abrazó largo y fuerte. —Te quiero, sabes. —le susurró al oído. El beso puso fecha de inicio a una relación que duraría para siempre. Una relación que estaría plagada de viajes, que los obligarían a permanecer separados por temporadas largas y no tanto. Una relación que les enseñaría que la felicidad se construye de a poco, con paciencia y con la firme determinación de que el otro es la persona que se ha elegido para compartir todos y cada uno de los momentos. Los buenos, alegres y dulces, pero también los otros, los malos, tristes y amargos. Juan podía sentir, en el bolsillo derecho del pantalón, el anillo que había comprado para darle a Laura como su primer regalo de aniversario. Le quemaba como si fuese una brasa. Se obligó a concentrarse, a no pensar que podía perderla. No iba a perderla. Como le ocurría con frecuencia las historias llegaban hasta él por datos que alguien le había pasado a alguien hasta que en la cadena aparecía una persona de su entorno que lo llamaba por teléfono. El dato que hoy ponía en peligro a Laura estaba relacionado con la banda del Flaco Carmona, un mal bicho que había pasado casi la mitad de la vida preso. La escuela de las rejas le enseñó todo lo que sabía y lo rodeo de camaradas que lo idolatraban dispuestos a cumplir hasta la más mínima de sus órdenes. Era un zar dentro del penal que se movía a su antojo. No levantaba jamás un dedo para hacer nada, sus súbditos estaban para eso. Disfrutaba mucho presenciando las palizas y demás vejaciones que soportaban los recién llegados. Era un personaje con historia. Una historia que un periodista que se iniciaba en el oficio quería contar. No le fue sencillo a Juan que su jefe de redacción le diera el visto bueno para llevar adelante su proyecto, pero lo consiguió. Ingresó a la cárcel gracias a favores que la policía y personal penitenciario le debían al mítico jefe de Montenegro, por esos días uno más entre un mundo de seres desconocidos dentro de la profesión. No se libró de las golpizas. Recibió un sinfín de piñas y patadas, pero sus manos y piernas no estuvieron quietas. Las hazañas del nuevo llegaron hasta los oídos del Flaco Carmona, quien lo recibió en su círculo íntimo. Fue así que para el momento en que la banda planeaba lo que se recordaría como una de las fugas más temerarias de la historia carcelaria, el periodista a quien todos conocían por Rocky, haciendo alusión a su desempeño triunfal con los puños, era uno de los que integraba el proyecto de irse. Todos los pasos dados por la banda fueron documentados en cuadernos que cada semana le traía su abogado para retirar el anterior ya completo. Nadie se enteró de la fuga. Está se llevó a cabo con éxito y Rocky, una vez en la calle dio parte a las autoridades. Carmona supo enseguida que no podía haber sido otro más que Rocky quien los vendiera. Lo que Juan Montenegro había recopilado en sus notas se convirtió en un grupo de artículos que llegaron inclusive hasta inspirar una mini serie para la televisión. Manuel Benítez, el Pelado, era un ladrón de autos que tenía una deuda de por vida con Juan. El periodista había pagado los gastos de una costosa cirugía sin la que su hijo mayor, entonces un niño, hoy todo un hombre, no hubiera podido volver a caminar después de haber sido atropellado por un conductor que manejaba borracho. Fue una casualidad que viera como subían a los empujones a Laura a una Toyota Hilux gris. —Vamos a seguirlos. — le dijo a su hijo— Acá está pasando algo jodido. La casa a la que llegaron era uno de los conocidos aguantaderos del Flaco. Desde ahí Benítez entendió todo. Diez minutos más tarde cuando Juan apareció supo que había llegado la hora de cerrar para siempre una etapa de su vida. Serían o el Flaco o él, pero jamás Laura. — ¿Trajiste fierros? —quiso saber el periodista. —Nene, anda a buscar los fierros al auto. La puerta cedió a la segunda de las patadas y los tres hombres entraron dispuestos a todo. Los Benítez se encargaron rápido de los tipos que habían traído a Laura. —Juancito, hermano. ¿Cómo andás, tanto tiempo? — declaró el Flaco Carmona que había aparecido por el pasillo trayendo a la mujer como su escudo. — ¡Soltala Flaco! La cosa es entre vos y yo. Ella no tiene nada que ver. —Si es tu mina tiene todo que ver, Juancito… Todo que ver. Los ojos de la mujer la mostraban tranquila. La mirada fue sutil, pero Juan supo que iba a hacer algo. —Era un pendejo Flaco. Vi la oportunidad y la aproveche, nada más. — ¡Nada más, pedazo de cabrón! Te traté como a uno de los míos y mirá cómo me lo pagaste, hijo de puta. Laura tomó impulso y pisó el pie derecho de Carmona con toda la fuerza de su rabia y su miedo. Eso hizo que el Flaco aflojara la tensión del brazo que le rodeaba el cuello. — ¡Tirate! —ordenó Montenegro. Los disparos fueron precisos. El Flaco estaba muerto antes de caer al suelo. Laura lloraba y lo besaba. Lloraba, lo besaba y lo abrazaba. —Perdoname, mi amor. Esto ha sido culpa mía. Ya paso, ya paso. —Andá tranquilo yo me arreglo con la cana. —dijo el Pelado. Una vez dentro del auto y cuando llegaron al primer semáforo en rojo Juan dijo metiéndose la mano en el bolsillo: — ¡Ah! Me olvidaba. Feliz aniversario. Te amo. Laura apretó con fuerza el estuchito cuadrado de terciopelo azul que ella sabía contenía el anillo que habían visto unos meses atrás en la vidriera de la joyería Maxwell. Rodolfo Tornello.
Posted on: Wed, 17 Jul 2013 00:13:39 +0000

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