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HERMANOS Y HERMANAS EN NUESTRO AMADISIMO Y PURISIMO SR. JESUCRISTO DIOS VIENE LUGARES, ENCUENTRO Y MANIFESTACIÓN «Nos creaste, Señor, para Ti, Y nuestro corazón está inquieto Hasta que no descanse en Ti» San Agustín, Las Confesiones, Libro I, Cap. I, n. I Retomar la inquietud del corazón El Adviento es un tiempo litúrgico. Esto, aunque es algo evidente, nos dice mucho. La Liturgia, lejos de ser una secuenciación sacral del tiempo —como hacían las religiones primitivas con las estaciones del año—, es la misma vida de Cristo que se desenvuelve hasta la consumación de la historia, para nuestra progresiva conformación con el Hijo ya en esta tierra. Si el Adviento es tiempo de avivar la esperanza en «unos cielos nuevos y una tierra nueva según su promesa» (cf. 2 Pe 3, 13), es porque rememoramos en la Navidad el acontecimiento de la encarnación. Lo que esperamos —la salvación del único Salvador—, por tanto, ya lo hemos recibido en prenda y constatamos su progresivo despliegue hasta que llegue a plenitud. Ahora bien, en el correr de los días, en ocasiones, se hace complicado constatar que el Señor de nuestra vida viene a nuestro encuentro. Entre las muchas o pocas cosas que habitan nuestras horas se nos hace difícil encontrarlo, experimentarlo y, a veces, más todavía, expresarlo. Para agudizar nuestros sentidos, para calmar la sed y retomar nuestro corazón inquieto (S. Agustín), la Iglesia nos propone este tiempo de Adviento, donde tomamos conciencia de que el Señor viene continuamente. Las tres venidas de Cristo En este sentido, San Bernardo en su Sermón 5 en el Adviento del Señor —propuesto en el Oficio de Lectura para el miércoles de la primera semana de Adviento1— habla de las tres venidas de Cristo: • «En la primera Dios se manifestó en la tierra y convivió con los hombres»; en ella «vino en carne y debilidad» y por ella «fue nuestra redención»; no hay que olvidar que ya, por Cristo, estamos salvados. En adelante las citas corresponden a esta referencia. • «En la última, todos verán la salvación de Dios y mirarán al que traspasaron» […] «en gloria y majestad» y, en ella, Cristo «aparecerá como nuestra vida». • «La intermedia, en cambio, es oculta, y en ella sólo los elegidos ven al Señor en lo más íntimo de sí mismos, y así sus almas se salvan». En esta venida el Señor viene «en espíritu y poder», donde se nos presenta como «nuestro descanso y nuestro consuelo». Si bien, la primera es la que rememoramos en la Navidad y la última es la que esperamos en la Consumación final, la venida intermedia es la que expresa la venida constante de Jesús, que se traduce en la tensión entre la alegría de la primera y la esperanza de la última. Esta venida intermedia es la que es objeto de atención especial en este retiro e, incluso, en todos los Advientos. Si sólo hiciésemos memoria de la primera, no pasaría de ser un mero recuerdo; si sólo esperásemos la tercera, tan sólo sería futurología.2 En cambio, la segunda venida es expresión de que el Señor no se ha ido. Él no tiene que volver, sino que viene continuamente a nuestro encuentro. Esto es la señal auténtica de la experiencia de fe. No son ideas ni recuerdos, sino experiencia viva en nuestra carne de un encuentro. Por eso es importante que nos detengamos en ella y que sepamos dar razón, ahora y aquí, de nuestra esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). Para intentar profundizar en esta venida intermedia debemos detenernos en tres aspectos: • En primer lugar deberemos auscultar dónde se da Dios, cuáles son sus loci o topoi —como dirían los clásicos— ¿cuáles son sus lugares? ¿En dónde acampa? Para ello miraremos los lugares de la primera venida; los lugares donde vivió Jesús, en los que se encontró con la gente, tratando de descifrar qué significado pueden tener para nosotros. • En segundo lugar, después de ver y recordar los lugares dónde Dios se dio, deberemos mirar y escuchar cómo Dios se sigue encontrando con nosotros tratando de responder a la pregunta ¿qué entendemos por experiencia de Dios? ¿Cómo identificarla y tomar conciencia de ella? • Por último, trataremos de sugerir algunos ámbitos para comunicar tal experiencia de salvación. Cómo renovar nuestro encuentro con Dios y cómo ser testigos de ello. Lugares de Dios3 Para buscar los lugares preferidos donde Dios se encuentra, fijemos nuestra mirada en la primera venida. ¿En que lugares se encarnó Dios? ¿Dónde reveló su identidad? Primer lugar: Belén Dos evangelios —Mt y Lc— presentan el nacimiento de Jesús con una gran belleza plástica y al mismo tiempo con un profundo significado. Jesús nace en un pesebre porque no había sitio para su familia en las posadas; no cabe en ellas el que ahora viene de fuera. En Belén nace el Hijo de Dios, y se hace bebé: indefenso, inconsciente, pequeño, débil. No hay mayor debilidad que la de un bebé: cualquier otra criatura es más fuerte y resistente que un recién nacido (aunque sí sea cierto que un bebé posee enormes posibilidades de futuro). Dios se ha hecho debilidad. Belén nos muestra la debilidad de Dios. Cuando nace un príncipe todo el país se conmueve con la noticia. Cuando nace un crío en un pueblo todos los vecinos lo celebran. Pero Jesús no recibió ni los honores de un príncipe ni el eco de la vecindad. Nació extranjero. Belén nos muestra que Dios suele estar fuera, en el área que nosotros rechazamos por ajena. Nuestra tendencia es la de buscar a Dios “dentro” (dentro de la familia, de la comunidad, de la ciudad, de la Iglesia,...), pero parece que Dios también nos espera fuera y quiere hacernos salir. Curiosamente los evangelios no presentan la escena del nacimiento como un acontecimiento triste (¡qué vergüenza, el Hijo de Dios apartado de la ciudad!), sino todo lo contrario: no hay pasaje más alegre en todo el Nuevo Testamento que el del nacimiento del Mesías. En esa pobreza, en esa marginación, en ese silencio, en ese anonimato, Dios está. Allí hay alegría, allí los ángeles cantan llenos de júbilo. Allí: no en el palacio de Herodes, no en la corte del César. En Belén no caben los discursos. Ni las promesas de futuros prometedores. Los políticos no tienen sitio allí, porque ese lugar no conduce al éxito ni al poder. En Belén sólo cabe el acompañamiento silencioso, la alegría profunda, la pobreza humillante. Nuestro Belén El modelo de Belén nos recuerda la humildad de la presencia de Dios y de la propuesta de fe. Podríamos interrogarnos sobre estos dos aspectos. 3 Los cuatro primeros lugares los tomo de J. SOLS LUCIA, «Los nombres de Dios. Teología de la marginacion. • ¿Cómo y en dónde hacemos presente a Dios? Hoy día se buscan foros significativos —la universidad, los MCS, internet—, se convocan grandes manifestaciones o encuentros —de la juventud, de adolescentes…—, alzamos la voz cuando se nos quita presencia pública… pero parece que Jesús no fue de esa manera… • La propuesta de fe es algo sencillo; en Belén apenas unos pastores la acogieron. No hubo grandes conversiones, tan sólo una humilde alabanza… ¿Por qué seguiremos empeñados en ir «a lo grande»? ¿Por qué cae sobre nosotros el pesimismo cuando vemos que convocamos a pocos y se quedan menos? Jesús propuso pero no impuso… Segundo lugar: Nazaret De la vida de Jesús en Nazaret apenas sabemos nada. Sólo sabemos que la vivió. Y eso basta. Nazaret es el lugar del trabajo silencioso, anónimo. Allí se vive lo cotidiano sin que ello trascienda a ninguna alta esfera. Ningún historiador de hoy sabe nada de lo que ocurrió en aquel pueblo durante aquel tiempo. Simplemente la gente vivía. Si comparamos cuantitativamente los años de vida oculta de Jesús con los de vida pública, si comparamos sus tiempos de silencio y anonimato con los tiempos de anuncio público, podemos concluir que la vida de Jesús (la del Hijo de Dios entre nosotros) fue prácticamente la de un hombre callado, desconocido. Y del interior de ese silencio y de ese anonimato salió la relevancia del mensaje transmitido por Jesús y su misma identidad reveladora de Dios. Nuestro Nazaret Aquí podemos pensar en los tiempos de silencio, de preparación, de reflexión, de profundización que dedicamos a nuestra tarea evangelizadora. ¿Son suficientes? Quizá vivimos demasiado preocupados en transmitir y no veamos los frutos por una insuficiente interiorización del mensaje. Nos sabemos las cosas de memoria, las decimos y vivimos de memoria, pero cuando nos preguntan, con inocencia, por el «por qué» o por el «cómo lo vivimos», nos quedamos al descubierto… Tercer lugar: Galilea En Galilea Jesús inició su actividad pública y allí escogió a sus discípulos. En Galilea, y más tarde en otras regiones, Jesús anunció la inminencia del Reino, la paternidad de Dios, y liberó a muchos oprimidos de su angustia. Galilea es el lugar de la curación eficaz, del anuncio público, de la cooperación de algunos, de la incomprensión de muchos. Nuestra Galilea Galilea es el terreno de la acción eficaz. Ojo, de la acción eficaz, no de actividad desenfrenada. El amor no es eficaz si se desparrama caprichosamente y quizá andemos volcados en iniciativas que se multiplican y que no son eficaces… Cuarto lugar: Jerusalén En Jerusalén Jesús es acusado injustamente, condenado grotescamente, ejecutado vergonzosamente. El Hijo de Dios es maltratado, insultado y crucificado. Jerusalén es el lugar del desconcierto, del fracaso. Y ese lugar es el punto central de la Historia de Salvación. Dios entroniza allí donde los hombres escupimos. Nuestro Jerusalén Éste es de los lugares más difíciles de habitar y muchas veces es mal entendido. Jerusalén nos interroga por el límite de nuestra entrega ¿hasta dónde? ¿Hasta la cruz? ¿Hasta el desprecio y el abandono de los más cercanos?... pero ojo, quizá ahora sintamos que la sociedad nos crucifica pero ¿será por nuestro testimonio? Quinto lugar: los márgenes de nuestra vida Como vemos, los lugares de Dios tienen mucho que ver con los márgenes y los límites. En los límites de un Imperio, en los límites de una religiosidad, en los límites de una sociedad… no es de extrañar que la experiencia de Dios haya sido descrita como accesible en momentos límites de la existencia —experiencias cumbre o peak experiences—; en situaciones donde la vida misma grita, en positivo o en negativo, por ensancharse: la muerte, el amor, la desesperanza, el servicio, el dolor… son momentos en los que la vida parece que «se nos da de sí» y nos lleva hasta el margen de lo soportable. En esos momentos Dios quizá se esté dando… Ahora bien, si constatamos que uno de los lugares preferidos de Dios es la marginalidad ¿por qué nos cuesta tanto frecuentarla? Y no, no hay que irse a la periferia de las ciudades o los barrios marginales. La misma vida que tenemos está llena de periferias: Márgenes negativos y positivos • La familia: quizá alguna discusión por cosas importantes o, en el fondo, absurdas, va distanciando las relaciones; si ocurre dentro del mismo techo probablemente dure un tiempo, si no, puede que la distancia se acreciente. O esos bellos momentos donde vemos que todos van encontrando su sitio en la vida; esas bellas conversaciones entre padres e hijos o entre hermanos donde la sinceridad y el amor se pueden tocar… • La vida de la comunidad: el lugar donde comparto aquello que me mueve (Dios), desde la que realizo acciones por los demás como testimonio, donde me formo y comparto. Pues ahí también hay periferias… el hecho de no ponerse de acuerdo en cosas de funcionamiento, una comunicación insuficiente y superficial en los momentos donde hay que poner la carne en el asador, las envidias, intolerancias… todo ese conjunto de cosas que ponen distancia, que acrecientan los márgenes y hacen que los límites sean casi inexpugnables. O en positivo, esas ocasiones donde vemos los frutos del Espíritu en los demás; donde celebramos triunfos o compartimos fracasos; cuando, con extrema sencillez, vemos que Jesús está en medio de la comunidad. • Las amistades: la tendencia hacia el dominio, tanto de los otros hacia mí, como de mí hacia los otros: «siempre hay que hacer lo que tú digas», o lo que yo diga… las amistades interesadas que no llenan nuestro corazón y, por supuesto, no queremos llenar con nuestro corazón. O en positivo, cuando no volcamos en lo dolores y preocupaciones de las personas queridas; una llamada de teléfono, un gesto de cariño y apoyo incondicional… • El trabajo: Es el lugar donde compartimos ilusiones y proyectos. En ocasiones hacemos lo que «queremos» —coincide con nuestra vocación—, en otras no tanto. Este lugar puede estar lleno de relaciones superficiales y funcionales, puede que los criterios con los que nos manejemos poco tengan que ver con el Evangelio, puede que olvidemos que las personas que tenemos al lado, o delante, son eso, personas… y esto desde la perspectiva cristiana es sinónimo de «hijo de Dios» ¿los trato como tal? ¿Los cuido como se «merecen»? ¿Son objeto de mi testimonio? Quizá marque con ellos excesivamente las distancias, los márgenes… o quizá viva agradecido por la propia vida y la gente se dé cuenta de ello, le guste trabajar con nosotros porque encuentra «algo» diferente: nuestro testimonio sencillo y cercano de una vida llena por el Evangelio. • Las relaciones «no catalogables»: ese mundo de relaciones de un momento; gente con la me cruzo en la calle, en el trabajo… ¿qué miradas doy? ¿Qué gestos de cortesía realizo? Son los desconocidos de mi vida que también son objeto de testimonio y de amor. Qué sensación más agradable cuando pedimos las cosas cortésmente en cualquier tienda, cuando somos capaces de hacer un gesto de generosidad a un desconocido, sabiendo que él no nos dará recompensa alguna… • Las tendencias del carácter: esas pequeñas inclinaciones que cada uno sabe… Pequeñas cosas que nos van apartando de los demás, de Dios y del proyecto que Él nos propone: vanidad, soberbia, individualismo, indolencia… o, en positivo, esa capacidad para relativizar cualquier imprevisto o circunstancia dolorosa, para sacar una sonrisa, para crear comunión a nuestro alrededor… • La relación con Dios: esa oscuridad que en ocasiones nos embarga. Ese interrogante que hace temblar nuestra oración… ¿Estaré dejando hablar a Dios? ¿Estaré a su escucha verdaderamente? ¿Iré caminando por dónde Dios quiere?... o esos momentos en los que uno se siente desbordado de cuidados y cariños de Dios, en los que nada, absolutamente nada, puede hacer temblar o perder la esperanza… Sin duda nuestra vida está llena de periferias, de márgenes y límites, positivos y negativos. ¿Por qué no re-conocer —volver a conocer y visitar— nuestras tinieblas? ¿Por qué no hacernos cotidianos de lo maravilloso de la vida? Quizá ahí Dios nos esté esperando para ser «objeto» de nuestra experiencia. Encuentro con Dios Y pongo la palabra «objeto» entre comillas porque Dios nunca se da como objeto o cosa, accesible a cualquiera de forma automática. Dios se da como Presencia; como encuentro, como salida de sí personal que requiere de acogida, aceptación y reconocimiento.4 Fijémonos de nuevo en el modelo de Belén: Dios se encarna, asume una naturaleza que, hasta entonces, no era la que le pertenecía. Se encarna para ser ofrecido como modelo de hombre perfecto —por eso nos llamamos cristianos: seguidores de Jesús, el Cristo—. Su presencia no se impone, pues si no, la fe no sería libre. Su presencia se propone «esperando» la acogida del hombre. Podríamos decir que Dios también vive en Adviento: Él espera la acogida de cada persona. Su «esperanza» es recoger a todos en torno a sí. Esta salida de Dios está llamada a ser experiencia en cada uno de nosotros y a ser acogida por la fe; aunque bien sabemos que no es la única respuesta: la increencia y la indiferencia son actitudes que van de la mano de la aceptación de Dios. Por eso, si antes hemos realizado una «topografía de Dios» describiendo en qué lugares se puede dar, conviene considerar ahora en qué consiste la experiencia de fe, el encuentro con Dios. Una precaución/tentación siempre presente La reflexión sobre la experiencia es ardua y difícil. No sabemos muy bien cómo definirla y caracterizarla —más aún la experiencia de Dios— y, sin embargo, todos la tenemos. ¿Qué es la experiencia? ¿Lo que percibo por los sentidos? ¿lo que he vivido y queda en la memoria?... Hablamos de experiencias y sucedidos, enlazándolos con ideas que tenemos en la cabeza, con maestría y erudición, con el peligro de que sean éstas últimas las que ocupen nuestra vida, olvidando lo que un día las provocó. sobre esta cuestión y distinguió entre el «asentimiento nocional» y el «asentimiento real», haciendo caer en la cuenta de que hay cosas —la fe en particular— que no pueden que «saberse de memoria» para ser vividas, si no que hay que haberlas experimentado. Experiencia, por tanto, no es «saber» muchas cosas, aunque sean bellas y válidas y tengamos atracción hacia ellas. En la misma línea K. Rahner, en el Curso Fundamental sobre la fe, avisaba del mismo peligro a los teólogos y también, ¿por qué no?, a cualquier creyente: «Precisamente nosotros los teólogos estamos siempre en peligro de hablar sobre el cielo y la tierra, sobre Dios y el hombre mediante un arsenal casi ilimitado de conceptos religiosos y teológicos. En la teología hemos podido adquirir la habilidad extrema en ese hablar y, sin embargo, no haber entendido realmente desde la profundidad de nuestra existencia aquello sobre lo que verdaderamente hablamos. Y en este sentido la reflexión, el concepto, el lenguaje, también implica necesariamente la dirección hacia el saber originario, hacia la experiencia originaria».6 Éstas no son sino expresiones modernas de la oración de Job al final de su libro: «Antes te conocía de oídas, ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5), donde el Santo de la paciencia, caía en la cuenta de la distancia que en ocasiones se da entre lo que se confiesa y la experiencia que provoca tal confesión. Estando, pues, atentos a no olvidar el término último de nuestra experiencia, de no olvidar a Dios, nos detenemos en aquello que podemos; en nosotros mismos. El encuentro con Dios7 De muchos modos y maneras ha sido descrita la experiencia del encuentro con Dios. En el fondo de todas ellas hay dos movimientos que se suceden de manera indivisible: un des-centramiento y un re-centramiento. • Un descentramiento de todo lo que había sido central en la vida: pensamientos, sentimientos y opciones. Cuando hemos sido conscientes, aunque sólo fuese por un instante, de la presencia originante de Dios, todo pasa a un segundo plano. Lo que era importante ya no lo es; lo que era motor y motivación, queda relativizado; lo que era objeto de búsqueda, queda desvalorizado. • Y todo eso pasa a ser vivido desde un nuevo centro. Es lo que Martín Velasco llama «actitud teologal»8, donde se tiene a Dios por término y fundamento de todo lo que se vivencia, provocando con ello una inversión radical en la manera de vivir y enfocar toda la vida. «De ver a ser visto, de llamar a ser llamado, de buscar a ser buscado» (E. Biser). Como escribió el gran teólogo protestante K. Barth en su Introducción a la teología evangélica: «Antes de que el individuo conozca algo en absoluto, se encuentra a sí mismo conocido y, consiguientemente suscitado y llamado al conocimiento»9. Quizá esto nos pasó un día, tomamos conciencia de ello y desde entonces bastó para reconducir nuestra vida. Pero ¿Por qué vivir de rentas? Es conocida la frase de Rahner —que se refería a nosotros pues fue escrita en 1960: «el cristiano (más propiamente el hombre piadoso, religioso) del mañana será místico o no será»10. 6 K. RAHNER, Curso Fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona, 62003, 34. 7 Tomamos estas reflexiones a partir de J. MARTÍN VELASCO, El fenómeno místico. Estudio comparado. ¿Qué somos nosotros? ¿Creyentes que han ido estructurando su vida con hábitos religiosos o creyentes que mantienen siempre viva su experiencia teologal? Quizá sea momento en este Adviento de volver al encuentro con Jesús, de volver a percibir su presencia como Buena Noticia, como noticia de salud, de bienestar, de fortaleza, de salvación. Dios, en su Espíritu, sigue saliendo a nuestro encuentro para ser el fundamento de todas nuestras experiencias ¿Qué nos ata? ¿Qué nos impide salir de nosotros y de nuestras costumbres para buscarle y ser encontrados por Él? El Adviento no es sólo tiempo de espera y de esperanza; es tiempo de reencuentro con el Dios que viene, con el «Dios [que está] con nosotros» (Is 7, 14). Es momento de que vuelva a nacer, en nuestra profundidad, aquel encuentro que tanta vida nos dio. Peligro y antídoto de la experiencia personal Ahora bien, el hecho de poner el acento en la experiencia personal del encuentro con Dios corre el riesgo —y más hoy en día— de acentuar en exceso la subjetividad. Éste es un peligro para las generaciones jóvenes y no tan jóvenes. Todos conocemos las consecuencias de su exceso: individualismo, relativismo, incomunicación; en el fondo de todas ellas, una profunda realidad que atenaza: la soledad. Pero la experiencia cristiana de Dios por muy personal, íntima e, incluso, verdaderamente incomunicable que sea, lejos de provocar tales efectos los previene en su raíz. Ésta tiene una dimensión esencial irrenunciable: la comunión. • En primer lugar porque Dios mismo es comunión —Trinidad— de personas diferenciadas, pero no anónimas ni incomunicables. ¿puede acaso una persona abierta y social suscitar relaciones cerradas y exclusivas…? El Dios cristiano tampoco. • En segundo, porque toda comunicación de Dios en la historia lanza hacia la comunidad, cuando no se da dentro de ella. o En el Antiguo Testamento Dios elije mediadores para establecer, recordar o renovar la Alianza con su pueblo: reyes, jueces, profetas tienen esta misión. o En el Nuevo Testamento la vida terrena de Jesús es una claro ejemplo (los discípulos, las comidas, la relación con paganos o excluidos…) y las apariciones del resucitado, bien se dan en comunidad (Mc 16, 14- 20, Mt, 28,19; Lc 34, 36), o bien, cuando son personales, los testigos tienen a la comunidad como primer destinatario de su testimonio (Mc 16, 7. 9. 13; Mt 28, 8; Lc 24,9. 33). • Por último, porque la fe proviene ex auditu (cf. Rom 10, 17), proviene de la escucha atenta de su Palabra, que tiene como lugar privilegiado la proclamación de la Escritura en la Asamblea. Lejos está, pues, la experiencia cristiana de Dios del individualismo. Tanto en su origen como en su destino remite a la comunión, a la comunicación, a la expresión. Es más, lo único constatable quizá no sea su origen, cuanto sus efectos. Manifestación del encuentro con Dios Por estos motivos nos centramos en la expresividad del encuentro con Dios, en su manifestación. A Dios no se le puede tocar, ver, oír, pero sí podemos constatar los efectos que produce su encuentro. Este momento práctico es uno de los rasgos característicos de la experiencia de fe cristiana. Como dijo Gregorio de Nisa: «contemplar a Dios es seguir a Dios»11. El seguimiento reviste una concreción insuperable, pues consiste en ser memoria viviente de Jesús. Lo que él hizo con todos —discípulos, alejados, verdugos—; el fondo que quería transmitir en sus parábolas —el buen samaritano (Lc 10, 25-37), el hijo pródigo (Lc 15, 11-32)—; la forma de hablar o hacer —la mirada compasiva al joven rico (Lc 18, 18-27) o a la multitud hambrienta (Mc 6, 34)—, son modelo de referencia para ser expresión del encuentro con Dios. Practicar a Dios… En este sentido, el teólogo de Lovaina Adolphe Gesché, en uno de sus escritos se permitirá la expresión «practicar a Dios»12. Esto es lo que el creyente debe hacer en su sociedad. Hacer presente a Dios, como Él se auto-presentó en su Hijo. Recordemos aquel aviso en Mt 25 donde se nos indica que eso no fue un hecho del pasado y que estamos llamados a hacer lo mismo que Él hizo: «cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25, 40). Vemos pues una reciprocidad en la «práctica de Dios»: Por una parte, su presencia e identidad en lo más pequeño, excluido y marginal. Por otra, que nuestra práctica debe tener esos lugares o personas como principales destinatarios. En palabras de Balthasar: «Así practica un cristiano: pone en circulación los dones recibidos a favor de los semejantes, […] como acto de concentración retrospectiva —haced esto en memoria mía— pero siempre con miras a la expansión del mundo».13 En función de este hacer, el cristiano atisba y anticipa su destino. La relación, el conocimiento de Dios, no puede separarse de la relación con los hombres. De igual manera, en función de ésta relación, quienes no conocen a Dios y están al margen de la fe podrán hacerse una primera idea, semejante e icónica de Él. El creyente es por esto sujeto de responsabilidad, pues su imagen de Dios y su «práctica de Él» mostrarán la plausibilidad de ser hombres según Dios quiere. Podríamos decir, sin forzar mucho las cosas, que nuestro testimonio puede ser revelación de Dios y de su proyecto para los otros o puede ocultarlos; con las consecuencias que ello puede tener para los demás y para nosotros… Sin duda acertó Schleiermacher cuando dijo que «El hombre no puede ofrecer otro don más precioso a su semejante que el de aquello que ha discurrido consigo en lo más íntimo de su ánimo, con ello otorga lo más grande que hay: la mirada serena y abierta a un ser libre».14 ¿A qué estamos esperando? ¿Dónde podremos encontrar mayor alegría para nosotros y para los demás? … desde el carisma salesiano En este sentido traigo a mi memoria una de las frases que Don Bosco recordó a uno de sus clérigos: «Tampoco tú te olvides: Salve, salvando, sálvate»15. Corrigiendo cierto pelagianismo en su formulación —pues la salvación sólo la otorga Dios, aunque podamos colaborar con nuestras obras—, Don Bosco invita a salvarse, salvando a los demás. Desde nuestra comprensión teológica podríamos decir, sin traicionar el pensamiento de Don Bosco, que la experiencia de fe y de salvación —del encuentro con Dios que viene—, se actualiza y se expresa en la propuesta de fe y de salvación que realizamos, en nuestro caso, especialmente a los jóvenes y a las clases populares. Y, a la inversa, por este testimonio se renueva nuestra experiencia de Dios; comunicando los bienes de la salvación facilitamos su crecimiento y su renovación; en los destinatarios y en nosotros. Desde aquí surgen terribles cuestiones: si no damos testimonio a nuestros destinatarios, ¿acaso podremos volver a aquella experiencia originaria? ¿Acaso pondremos los medios necesarios para re-centrar nuestra vida teologal? ¿Acaso podremos vivir un Adviento en el que Dios viene si nos apartamos de uno de sus lugares favoritos para nosotros? ¿Acaso podrán otros tener un primer acceso a la manifestación de Dios? La práctica y el testimonio, como vemos, no son un añadido a la experiencia de Dios; son su expresión y concreción —que, recordemos, de eso se trata en Adviento, en volver a acoger a Dios que viene en su «segunda venida»— y, también pueden ser su origen. Vemos, pues una circularidad: en nuestro «manifestar» retomamos la «experiencia» que nos movió un día a ser testigos. Desde esta perspectiva no tendría que haber dicotomías entre contemplación y acción; las múltiples tareas que realizamos no tendrían que desgastarnos —espiritualmente . Ser testigos de Dios Para concluir recojo algunas llamdas para vivir este tiempo de Adviento-Navidad- Epifanía: • Estamos llamados a una conversión de la mirada y de nuestras actitudes para poder buscar a Dios allí donde Él quiere darse: en el margen, en lo olvidado, en el límite. • Estamos llamados a «poner entre paréntesis» lo que sabemos de Dios y de Jesús y renovar nuestro primer encuentro. • Estamos llamados a re-centrar nuestra vida y volver, de nuevo, a aquella experiencia originaria que un día nos convirtió en testigo. FRANCISCO GREMO ARNAUDO DISEÑADOR INDUSTRIAL
Posted on: Thu, 01 Aug 2013 22:40:08 +0000

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