La diferencia entre Bush y Obama Por Pedro Díaz Arcia Se equivocó Carlos Marx cuando dijo, quizás irónicamente, que la historia se daba una vez en tragedia, y la otra en comedia. La tragedia universal, promovida por las ambiciones desmedidas de un sistema de explotación a lo largo de los siglos, culmina por ahora su ciclo en una órbita cerrada. La única diferencia entre el ex presidente estadounidense, George W. Bush, y el actual mandatario, Barack Obama, es que el primero nació en Connecticut, y el segundo en Hawai. Las esperanzadoras expectativas que surgieron a raíz del triunfo electoral de Obama en 2008, el contenido mesurado de sus discursos, su naturaleza mestiza, sus raíces emigrantes, sus edulcoradas promesas de campaña se hicieron sal y agua poco después de instalarse en Despacho Oval de la Casa Blanca como el primer negro que disponía del Poder Ejecutivo en toda la historia de Estados Unidos. Al escuchar ahora sus alocuciones cargadas de desespero por desatar ataques contra la soberanía de Siria sin dar tiempo a la búsqueda de alternativas de paz; tocando puertas acá y allá para incrementar el ejército de ocupación que “libere” al oprimido pueblo árabe, me pareciera oír viejas voces ordenando el toque de arrebato. En el discurso que Bush pronunció el 15 de marzo de 2003 justificó dramáticamente el inicio de los ataques contra Irak bajo la aparente convicción de que el régimen de Saddam Hussein poseía armas de destrucción masiva. Cuando en sus palabras aludió a un pasaje apocalíptico en el cual Bagdad habría ordenado años atrás un ataque con armas químicas contra una aldea kurda en Irak, donde “familias enteras murieron tratando de escapar a nubes de agentes neurotóxicos y de mostaza que llovían del cielo”, anticipaba lo que haría la jauría militar encabezada por Washington, sólo 5 días después, contra el país mesopotámico. En pocas horas, miles de toneladas de bombas homicidas llovieron sobre el cielo de Irak para dar paso a la invasión terrestre. La guerra, que no ha concluido internamente, ha dejado a sus espaldas la muerte de un millón de iraquíes. A estas alturas, considero importante recordar algunos antecedentes de lo sucedido en Irak. El 27 de enero de 2003, luego de dos meses de investigación, el equipo de inspectores que compareció ante el Consejo de Seguridad afirmó que no había encontrado pruebas de que el gobierno árabe tuviera armas de destrucción masiva. No obstante, pocos días después, el 5 de febrero, el secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, compareció ante los 15 miembros del órgano de la ONU para “presentar pruebas” de que el régimen de Bagdad sí poseía esas armas. Powell se prestó al “juego sucio” de la política exterior de su país avalando una vergonzante mentira. ¿Qué valor puede tener entonces para Estados Unidos el resultado de la investigación, sea el que sea, de los expertos de la ONU? ¡Lo decidido, decidido está! El 7 de marzo, Estados Unidos, Reino Unido y España, presentaron un proyecto de resolución al Consejo de Seguridad cuyo contenido daba un ultimátum a Saddam Hussein “para desarmarse antes del 17 de marzo o hacer frente a una posible guerra”. A pesar de los intentos de algunos países, entre ellos, Rusia, Alemania y Francia para la búsqueda de una solución negociada. Pero era conocido que la troika integrada por George W. Bush, el primer ministro británico Tony Blair, y el presidente del Gobierno español José María Aznar, había preparado cuidadosamente la escena del genocidio para abrir paso a los grandes capitales. La suerte de Irak, quiero decir su desgracia, era un hecho consumado: la cruzada antiterrorista se lanzó con impar voracidad contra lo que calificaba como uno de los principales “Ejes del Mal” para sumir al heroico pueblo iraquí en un martirio cínicamente anunciado. Cuando supe de la reciente presencia de Obama en Suecia pensé, erróneamente, que había ido a devolver su Premio Nobel de la Paz o a solicitar el de la guerra. Es que el mundo está lleno de equívocos.
Posted on: Fri, 06 Sep 2013 15:02:19 +0000
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