Llamaradas de Recuerdos Capítulo Treinta y Cinco: Semanas de - TopicsExpress



          

Llamaradas de Recuerdos Capítulo Treinta y Cinco: Semanas de Lucha Al mirar retrospectivamente, me parece que aquella fue la peor época de mi vida. Hoy, ya no me cabe la menor duda de que todo lo que ocurrió en aquellos meses fue mi “prueba de fuego”, de la que me habló el espíritu. Si bien siempre me amañé para manejar las situaciones y hacer lo que me parecía más correcto, más de una vez me sentí desfallecer y maldije hasta el cansancio los problemas que se presentaban. No había sido lo mismo no saber qué le pasaba a mi hija cuando era pequeña, ni descubrirlo y tener que cambiar totalmente mi concepción de Dios y la vida, que verme enfrentada contra mi voluntad a los Santana. A pesar del tiempo transcurrido, a pesar de la ternura que me inspiraba Lili y la simpatía que sentía por Luciano, una parte de mí los seguía viendo como mis peligrosos enemigos, que ponían en riesgo la armonía de mi familia. Viéndolo objetivamente, mi problema no era distinto del de cualquier otra mujer en mi situación: mi vida eran mi marido y los chicos. Antes de eso, mi vida habían sido mis padres, mi hermana y mis amigos. Casi no me conocía a mí misma; hasta podría asegurar que yo, como Julia Medina, no existía. Siempre había sido “la hija de”, o “la amiga”, “la mujer de Walter” o “la mamá”. Y esto a pesar de mi carácter aparentemente fuerte, que me llevaba siempre a ser la líder de todos los grupos que integraba, ya fuera entre mis amigos de la infancia, o cuando trabajé como maestra, o en las reuniones de padres que se hacían en la escuela. Por más práctica y segura que fuera a la hora de proponer soluciones de índoles diversas, mis acciones siempre estaban motivadas por la presencia de un tercero. No me concebía como Julia, si no adosaba detrás algún título: “mujer de”, “mamá”, “hija”… Sobre todo “mamá”. Y ahí empezaba mi conflicto. Ya bastante complicado había sido criar a Amanda. Sus recuerdos y reclamos, su brillante inteligencia que terminó siendo un problema, el inexplicable eritema… Pero, dentro de todo, pude manejar eso. Amanda era una niña madura, obediente y encantadora, que lloraba, suplicaba y se enfermaba por personas lejanas que yo no conocía. La veía sufrir y me parecía injusto; yo sufría con ella por no poder hacer nada para ayudarla, pero ahora veo que no es que “sufría con ella”: le tenía lástima. Mi verdadero sufrimiento empezó el día que Cora nos contó que la familia de Elena ya había llegado; es decir, curiosamente, empecé a sufrir el día que Amanda tocó el cielo con las manos; el día que sus súplicas se escucharon y tuvo a su alcance aquello que había esperado por años. ¿Por qué empecé a sufrir yo? Por lógica, la felicidad de mi hija tendría que haberme hecho inmensamente feliz, pero la lógica no funcionó en este caso. Ver cómo Amanda pedía y peleaba por estar junto con su antigua familia me hacía sentir que la estaba perdiendo, y eso me provocaba una angustia indescriptible. La perdía si la autorizaba a estar con ellos, y la perdía también si se lo prohibía, porque Amanda se vengaba alzando cada vez más alto el muro que nos separaba. Y por eso, una parte de mí odiaba a los Santana. Me parecía que si ellos se hubiesen quedado en Brasil, mi vida ahora sería cómoda y tranquila. Involuntariamente, eran los responsables de todos los problemas que estábamos teniendo. Otras mujeres se pelean con sus maridos porque sospechan una infidelidad o porque no están conformes con el sueldo que les llevan a fin de mes. Yo discutía con Walter porque nunca lográbamos coincidir para ayudar verdaderamente a Amanda. Hay madres que se enojan con sus hijos porque traen malas notas, o son desordenados, o peleadores, o desobedientes… Yo vivía temiendo las reacciones que ocasionaban en Amanda su contacto con los Santana. Ella, más que Walter o Leo, era el centro de mi vida, y mi estado de estar bien dependía de que Amanda fuera la niña dulce y educada a la que ya me había acostumbrado. No toleraba que las cosas no fueran como yo deseaba. *** Al empezar las vacaciones de invierno (un par de días después de que suspendiera su guerra de silencio), Amanda nos pidió para pasarlas en el Chaco, con Elena, Luciano y David. Su tono no fue prepotente ni lo planteó como exigencia: fue un pedido, casi una súplica. Yo hubiera cambiado las dos semanas por unos días, pero Walter se negó rotundamente. El mal comportamiento de Amanda la semana anterior lo había sacado de quicio. Ahora quería hacerle ver las consecuencias de haber sido tan caprichosa. No fue la mejor de las ideas. Después de haber llorado y suplicado por dos horas, Amanda volvió a encerrarse en su mutismo. Walter la castigó un par de días después, prohibiéndole ir al Chaco incluso conmigo y por pocas horas. Aquello generó un círculo vicioso, en el que Amanda respondía a la penitencia con más silencio y testarudez, negándose hasta a compartir las comidas con nosotros, con lo que complicaba aun más su situación, porque Walter estaba implacable. – ¿No quiere hablar? ¡Que no hable! En algún momento no le quedará más remedio que hacerlo. – ¿No quiere comer? Ya va a comer cuando sienta hambre. Eso respondía a mis comentarios. Me sorprendía que justamente él estuviese reaccionando de esta manera, cuando siempre se había caracterizado por su blandura. No le dije nada para no discutir su autoridad, especialmente ahora que por fin estaba asumiendo su papel de padre, pero no me parecía correcto lo que estaba haciendo. Enojarnos cuando Amanda exigía ir a Brasil había estado bien, dada la gravedad del caso. Pero esto no era para tanto. Más parecía que Walter se estaba desquitando con la niña, y no que trataba de disciplinarla. Pero reaccionando de manera inflexible y autoritaria no solucionaba nada. Naturalmente, no le permitió visitar a David el día de su cumpleaños. Elena había llamado la tarde anterior para avisar que habría torta y gaseosas; sería un festejo modesto y tranquilo, con algunos amigos de David de la escuela y toda la familia. No le aseguré poder ir, por unos “problemitas domésticos” que estaba teniendo, que requerían mi presencia en casa. Me llamó enormemente la atención que no ofreciera mandar a Luciano por la niña, pero fue un alivio tremendo que no lo hiciera. No habría sabido qué excusa poner en tal caso. De modo que Amanda no fue al cumpleaños. Pero no dudo que habrá telefoneado al muchacho para desearle felices catorce años. Pocos días después, la descubrí jugando con una vela encendida. La acercaba a su cara, a sus brazos y manos; hasta pasaba los dedos rápidamente por la llama... Quedé espantada. Lo primero que pensé fue que Amanda planificaba incendiarlo todo, para vengarse de nosotros por haberla separado de los Santana. Sin pérdida de tiempo, busqué todas las velas que había en la casa, las metí en una bolsa y las tiré a la basura. Luego me di cuenta de mi exageración, pero di por hecho que esa noche le brotaría el eritema. Antes de cambiarme para ir a dormir, fui a verla. Estaba perfectamente. Muy sorprendida, pero tan aliviada y contenta como la ocasión requería, fui a nuestro dormitorio y se lo conté a Walter. No había querido decirle antes lo de la vela para no angustiarlo, pero, como no había traído consecuencias, lo hice, incluso alegremente. En lugar de sentirse liberado como yo, Walter se pasó la noche insomne, levantándose a cada hora para comprobar que el eritema no se estuviese demorando. Al día siguiente Amanda se levantó temprano. Esperó a que Walter se marchara al negocio, y recién entonces apareció en el comedor, con Luciana en los brazos. Cabizbaja y malhumorada, me preguntó si yo le levantaría el castigo si ella volvía a hablar. Le respondí mientras le preparaba el desayuno. – Este es un castigo más impuesto por tu papá que por mí, Amanda. Con él tendrías que hablar. Si querés una ayuda de mi parte, volvé a ser la nena que nosotros conocemos y queremos. Y si en un primer momento tu papá dice que no, respetá su decisión, esperá unos días, y después tratá de nuevo. Acordate de que fuiste vos la que llevó las cosas a este extremo. Al principio, tu papá solamente había dicho que no a tu pedido de pasar las dos semanas en el Chaco. Si no te hubieras encaprichado de esta manera, ahora podrías estar yendo aunque sea por unas horas. Ella insistió. – ¿Tú me lo levantarías? Amanda sabía que la inflexibilidad de Walter tenía un límite, que no le costaría derrumbar. Pero quería asegurarse de que no se hallaría después frente a mi negativa. – Si papá te levanta el castigo, yo misma te llevo al Chaco –prometí. Una amplia sonrisa le iluminó el rostro. Pero convencer a Walter no le resultó tan fácil. Yo no me pude dar cuenta antes, porque Walter era el gran simulador: podía estarle pasando una aplanadora por arriba y él, invariablemente, seguiría con su frío razonamiento lógico, según el cual nunca nada se le podía salir de control, pero el estrés por las situaciones que veníamos viviendo con la niña esta vez lo había hecho estallar, hasta el punto de volverlo irracional. Finalmente, tuve que intervenir a favor de la niña. Me parecía que si no habíamos dudado en castigarla por su mal comportamiento, tampoco podíamos dejar de premiarla ahora que estaba poniendo lo mejor de sí para complacernos. – Me sorprende que justamente vos digas esto –me reprochó él, sin dejarme terminar–. Julia, Amanda no está interesada en darnos el gusto a nosotros. Lo único que quiere es que le levantemos el castigo para volver a esa casa. ¡Haría cualquier cosa por lograrlo! Tenía razón. No obstante, insistí. Mi temor era que la niña se cansara y volviera a las andadas: que se escapara, que se aislara otra vez de nosotros o que inventara un nuevo desquite, algo que realmente no pudiéramos manejar. – ¿Y vos me echaste en cara que cedí a su capricho el día del eritema intenso? Ahora no está su salud en juego. ¿Qué nos importa que se encierre en su pieza o se saltee una comida? Le estás dando a Amanda un poder sobre nosotros que no tiene, Julia. Preferí no insistir más, porque me estaba desdiciendo de todo lo que antiguamente le había criticado. Si Amanda había llevado las cosas a este límite, que ella arreglara su propia situación. *** Walter finalmente cedió, pero las condiciones fueron que recién volvería a esa casa cuando comenzaran las clases, una vez por semana, y no se quedaría a dormir. Yo la llevaría y la traería de vuelta. No estaba dispuesto a tolerar discusiones de ningún tipo: lo tomaba o lo dejaba. Amanda aceptó, brincando de alegría. Estaba más que ansiosa por ir, pero temía despertar nuestro enojo, por lo que apenas si se animó a preguntarme cuándo tendría yo un tiempito para llevarla. Como yo tenía yoga tres veces por semana, lo dejamos para el jueves. Debió ser una ocasión muy importante para la niña, pues cuando me levanté de la siesta había terminado de hacer las tareas de la escuela, se había bañado y peinado, y tenía puesto uno de sus mejores vestidos. Apenas reprimía su impaciencia preguntándome una y otra vez en qué podía ayudarme, para que termináramos cuanto antes, así ya nos íbamos y aprovechábamos toda la tarde. Como siempre, se llevó la muñeca. Jamás olvidaré ese día. En la casa solamente estaban Luciano y David. Nos recibieron alegremente. Más que alegres, el término exacto sería felices. David me saludó con dos besos y un cálido “¿Cómo está usted, Julia?” , y de inmediato corrió escaleras arriba, seguido por Amanda. Luciano me invitó a la sala de estar. Llamó a Mabel, le pidió dos cafés, y se disculpó un momento. Regresó un minuto después, con los libros que yo le había prestado. – ¿Tendría otros, Julia? Estos fueron muy interesantes, y me quedé con ganas de leer más. – ¡Claro! –asentí, gratamente sorprendida–. Como le dije, tengo un estante lleno. Incluso podría ir un día a mi casa, a elegir los que más le gusten. – Posiblemente vaya, pero confío más en que usted sabrá darme los mejores. Luciano había quedado deslumbrado. Mientras me describía sus impresiones, me parecía verme a mí misma en la época en que compré el primer libro. Su euforia había sido la mía. Y esto que él hacía ahora conmigo, era lo que yo siempre quise hacer con Walter. Me pregunté por qué generalmente las cosas nunca se daban como uno las soñaba. Yo hubiera pagado mi peso en oro con tal de poder sentarme un día con mi marido, a conversar acerca de lo que decían los libros. Pero Walter jamás quiso ni ojearlos. Y ahora, finalmente, había alguien sentado a mi lado, entusiasmado y expectante, dispuesto a opinar y escucharme. Pero (siempre tenemos un pero) no era Walter. Era el padre de Luz. En principio, los libros le habían servido a Luciano para ver el mundo con otros ojos. Ya no culpaba a Dios por el hambre, la pobreza, la injusticia, la enfermedad… Siempre se había rebelado contra la idea de someterse a lo que “Dios” había elegido para su propia vida; le parecía cruel que “Dios” le diera tanto a algunos y tan poco a otros, que hiciera nacer niños sanos y otros enfermos, que permitiera el asesinato y el suicidio. Pero si lo veía como la cosecha obligatoria de una siembra voluntaria, las cosas cambiaban radicalmente. Aun en el caso de haber elegido uno mismo, desde el plano espiritual, pasar por una pesada prueba para evolucionar más rápido, era decisión de uno mismo, no una imposición externa. Claro que era muy diferente ver las cosas en general, a aplicarlas a un caso particular. Detrás de la euforia estaban el miedo y la incertidumbre. Escuchar a Luciano era retroceder a la época de mis propias cavilaciones y vacilaciones. – Eso quiere decir que Luz nació de nuevo; que tiene otros padres, otra familia… Se me hizo un nudo en el estómago. – En el mejor de los casos, sí. Habrá leído que no todos los espíritus reencarnan de inmediato. Algunos no quieren, otros no saben… Pero, tarde o temprano, todos regresan al plano terreno. – Supuestamente, yo tendría que analizar esto con la cabeza, pero no puedo. En uno de los libros dice que todos los espíritus son libres e independientes; que no tienen familia, sino que, de acuerdo con lo que vendrán a aprender, buscan los padres que más les convienen. Pero en el otro, el de los casos, la mayoría de los pacientes encontró que en su vida actual, seguía teniendo cerca alguno de sus seres queridos u odiados de vidas pasadas. Estoy tentado de empezar a fantasear con que me encontraré con mi hija en vidas próximas, pero, a la vez, me parece una versión refinada de encontrarme con ella en el paraíso. ¿Usted qué opina, Julia? – Me parece que cada uno de nosotros elige no sólo a sus padres, sino todo: el lugar, la época, lo que ha de vivir… Es posible que en algunas vidas nos reencontremos con viejos seres queridos, pero da igual, porque de todas formas no lo recordamos de manera consciente. Además, el objetivo es evolucionar, no seguir recreando siempre los mismos escenarios y conflictos. Concretamente, no teníamos la menor idea de lo que sería evolucionar; sabíamos que se trataba de romper con la rueda de las encarnaciones terrenas a través de un sendero de espiritualidad, pero ignorábamos cómo llegar a ese sendero. Aun así, por más abstracto que fuera, era una idea interesante y renovadora, más relacionada con uno mismo que el hecho de cumplir estrictamente una serie de órdenes y mandamientos para no provocar la ira y el castigo de un Dios externo. Al obedecer ciegamente a Dios, uno se ganaba el paraíso bajo el precio de vivir según parámetros ajenos, incluso reprimiendo y negando experiencias que darían gusto atravesar. Al vivir bajo las reglas de Karma, todo estaba permitido, excepto provocar el mal en los demás, pero había que aceptar y soportar las consecuencias de lo que uno mismo hacía, porque en eso radicaba el aprendizaje. – Me pregunto qué tendrá que ver con mi evolución el haber perdido a mi hija. Hasta en eso nos parecíamos. Ambos habíamos buscado respuestas y nos habíamos deslumbrado por los libros por el mismo problema. Yo tuve que aceptar que mi hija no era mía en realidad: era una masa de vida que llegó a mis manos con una personalidad, gustos y necesidades que se habían desarrollado durante múltiples encarnaciones, sin que yo tuviera nada que ver. Luciano tenía que hacerse a la idea de que su hija no era suya: Luz era hija de la Vida, y por el breve instante cósmico de nueve años, le había hecho el regalo de brindarle su presencia y compañía, antes de abrir sus alas y continuar en su propio sendero de evolución. El problema era el mismo, según finalmente comprendí, pero cada uno lo sufría desde diferentes ángulos. – Eso es algo que solamente usted puede descubrir. A mí, personalmente, el problema que tuve me empujó a salir a buscar respuestas, porque no me servían ni me alcanzaban las explicaciones que para el resto de la gente son perfectas. Fueron perfectas para mí también, en una época en la que todo era perfecto. Si nunca hubiese tenido ese problema, hoy yo sería una mujer distinta; más materialista y superficial, porque no vería al mundo desde la trascendencia. Leí una vez que los occidentales tuvimos siempre la manía de medir el tiempo en minutos, días, meses…, a lo corto, y que también trabajamos para resultados a corto plazo. Los chinos, por el contrario, medían el tiempo por años, por generaciones, y trabajaban pensando en resultados a largo plazo. Creo que algo de eso me pasa desde que descubrí el primer libro. Todo un universo maravilloso se extendió ante mí, y ya no me limito al aquí y ahora, sino que trato de ver más allá: qué hubo antes de mí, para llegar a la mujer que soy ahora, pero, sobre todo, ver qué estoy sembrando, porque eso es lo que cosecharé inexorablemente en el futuro, a lo mejor ya cuando Julia se haya perdido dentro de mi conciencia. Conversamos hasta que se hizo la hora de regresar. Si no hubiera sido porque Walter y Leo estaban esperándonos, me habría quedado un rato más. Si bien con mi instructora de yoga y mis compañeros conversábamos sobre Karma y reencarnación, Luciano era la primera persona con la que podía realmente compartir mis ideas; podía comprenderlo, porque yo había pasado por lo mismo que él. La gente del yoga solamente teorizaba sobre lo que había leído: estaban de acuerdo en algunas cosas, disentían en otras, pero les faltaba el vivenciamiento, que nos daba a Luciano y a mí la certeza de la convicción de que realmente había un propósito y un sentido en aquella doctrina. Una vez más, me pareció una broma del destino que de entre tanta gente que me rodeaba, fuese justamente Luciano quien estuviese recibiendo mi ayuda, pero por primera vez me planteé la necesidad de verlo de otra manera. A lo mejor no era ninguna broma. A lo mejor era, simplemente, el destino.
Posted on: Wed, 04 Dec 2013 20:38:08 +0000

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