Por AVELINO FIERRO No sé por qué me acostumbré a escribir - TopicsExpress



          

Por AVELINO FIERRO No sé por qué me acostumbré a escribir estos diarios los viernes desde la tarde al anochecer. Es fin de semana; está uno algo cansado. Y abatido, melancólico; inconscientemente se piensa en cómo han pasado rápidos y sigilosos, descalzos para no sentirlos, los días. Cambia la luz. Tienes más tiempo para escrutar cómo se mueve el mundo fuera de tu habitación: palomas, el aire a veces tan sutil, la estela de un avión, los distintos tonos del azul, nubes, ruidos que vienen de la calle, todo el arco del cielo para ti… Esas tardes de los viernes en las que todo puede empeorar más si, ojeando libros que te ayudan a escribir, encuentras versos como estos al final de uno de los poemas ingleses de Pessoa: “Esto es el Tiempo: ser para la nada, monstruo que en todos por igual se ceba; que dura más que el Sol, y sabe tanto Que no hay cifra que pueda ser mudada. Esto es el Tiempo, que a morir me lleva, seguro de esto sólo y de mi espanto.” Hoy me he despertado demasiado pronto, sobresaltado, a pesar de ser sábado. Soñaba que hacíamos las maletas y salíamos urgentemente para un tour de conferencias por todo el Estado. Éramos tres, vestíamos brillantes trajes de Kris Van Assche. Había una coordinadora mejicana gordita, con grandes cejas a lo Frida Kahlo, a la que yo no conocía. No me atrevía a decirle que no tenía preparada ninguna de las charlas, que Miguel Díaz no me había avisado a tiempo. Todas giraban en torno a lo mismo: “La Verdad en las diputaciones y ayuntamientos”. Yo no sé si era esa pesadilla o que mi cabeza estaba como una túrmix porque también había empezado a relacionar otros asuntos, lecturas, imágenes: ayer, de vuelta de la playa, mirando los correos, Javier Cardo había mandado otro de sus diseños: una mujercita con una pistola humeante que acaba de disparar contra alguien. Hacía dos días que yo había leído un cuento de Simenon. En él, también una joven, Dora Strevzki, polaca, ha disparado su pequeño revólver de nácar contra su amante. Todo debía de estar bullendo en mi cerebro hasta que me incorporé bruscamente en la cama. La vecina de abajo combate el insomnio haciendo limpieza a primerísima hora, y un gatito que las niñas han metido en casa había empezado a aullar. Todo eso y más: más imágenes de sueños menos recientes, de esos de las primeras horas de la noche: la Cospedal, desnuda sobre una silla, haciendo un numerito de cabaret, mientras Narcís Serra, vestido de chorizo, tocaba un enorme piano blanco y la nariz le crecía a cada nota. El vodevil se interrumpía cuando Vázquez Montalbán aparecía por una puerta lateral. No me gustan las novelas policíacas o de suspense; ya lo decía en la entrega anterior de estos diarios. Aunque sería mejor decir que no he leído gran cosa. Hace mucho tiempo compré algunas de Hammett en aquellas ediciones baratas de Bruguera que hoy se desintegran en la biblioteca. También sé que en el doble fondo de una estantería hay un montón de libritos de Agatha Christie: son de mi mujer. Pero el cuentecillo de Simenon (que viene en un folleto de la editorial Acantilado para anunciar que publicarán varios títulos) no estaba nada mal. Me gustó una frase del comienzo: “A las siete y media de la mañana la ciudad estaba lívida, el viento hacía correr a ras de suelo un polvillo de hielo.” Y se citaban los nombres de una bebida y de un guiso de la señora Maigret que me han llevado a consultar el diccionario. Sé que Vázquez Montalbán tenía en sus novelas como personaje a un detective, Carvalho, al que también le gustaba comer y cocinar, aunque las prisas le hacían recurrir frecuentemente al bocadillo de pescado “Señora Paca”, un bocadillo de pescados fritos, frío, con pimiento y berenjena. Y en el pan le ponía algo de tomate. A Montalbán, del que leí varias cosas –hasta poemas– que no tenían nada que ver con esas ficciones de intriga, le vi dos veces en mi vida. La primera en un bareto al lado de la playa de Sitges. Yo estaba todavía con el bañador mojado y una camisilla, sentado a una mesa para picar algo, oliendo a crema y con arena entre los dedos. Era un día tórrido de agosto. Él entró y se acercó a la barra. Pidió una cazuelita de callos. Y, la segunda, en un bar de moda, en Madrid, en la calle Fernando VI. Estábamos con Emiliano Ramos, en una mesa a la entrada. Frente a nosotros, Juan Benet, con dos chicas estupendas, acababa de pedir un whisky añejo, una botella. Vázquez llegó y miró con una expresión que me recordó a aquella otra del bar en la costa. Sonreía, parsimonioso, con gesto muy agradable y con sorna. Imagino que habrían quedado citados. Fue a sentarse con ellos. Yo me largué rápido. Demasiadas emociones, demasiado cerca de dos mitos, demasiado para un chico de provincias recién llegado a la capital. Siempre le agradeceré un consejo gastronómico: no hay que fumar entre plato y plato. No sé dónde pude leerlo: ¿en Triunfo? ¿o ya en la época de El País, quizá del tiempo en que la crítica de cocina la hacía Juan Cueto en aquellos cuadernillos naranjas que aparecían cosidos en un suplemento del fin de semana, cuando pasábamos con frecuencia por Madrid al ir o volver a las islas y comíamos en el Bogotá o íbamos a la librería Paradox, donde trabajaba aquella dependienta que le gustaba a Secundino? Yo he seguido ese consejo al dedillo. Es lo mismo que dice Cunqueiro, en un párrafo que sé de memoria y que me repito muchas veces para degustarlo, aunque el plato no sea de mi agrado: “El mejor día para comer la lamprea es por febrerillo loco o los primeros días cuaresmales. En un mediodía frío, en un comedor pequeño y caliente, cuatro amigos que sepan estar callados hasta los postres, que no fumen hasta el café. Por la ventana se verá llover y se oirá cómo pasan los hombros del viento rozando los cristales.” Aquí estoy, digo, un poco aturdido, escribiendo a la vez que se perfila la raya del horizonte. Amanece. En el centro de la mesa, iluminados por la luz del flexo, están los libros que llevé a la playa, que he dejado sobre ella, sin colocar, desde que ayer deshice la maleta: una antología de poetas jóvenes españoles, el cuadernillo sobre Simenon, el Diario de Gide. Y cerca está una novelita, “La primera investigación de Maigret”, editada en los cincuenta en Barcelona y que compré en una librería de viejo porque tiene un bonito dibujo en la cubierta, del tipo de los de Saul Bass. No sé, no, no lo creo. No creo que me mude tanto el metabolismo. Aunque ya sé que a ciertas edades se sufren cambios. A algunas mujeres se les sube la cintura, pierden curvas y se quedan como más rectas. Y yo ya he echado barriga y quién sabe si no empezaré a leer novelas de detectives. Lo pienso ahora, soñoliento, ya digo, despelujado, vistiendo –perdón por esta intimidad, por aproximarme tanto a ti, lectora– una camisetilla de algodón, de tirantes, como un uniforme de escritor italiano del sur, napolitano, que escribe con seudónimo novelas policíacas por entregas. La puse ayer, de madrugada, entre sueño y sueño terrorífico, al notar algo de frío en los riñones. Había otra frase en El hombre de la calle –así se titulaba el cuento–, que también subrayé a lápiz: “Un viento helado barría el Sena. El agua tintineaba en la proa de las chalanas en movimiento, porque los pedacitos de hielo entrechocaban como si fueran lentejuelas.” Puede que todo ello, la Cospe en bolas, estas estampas parisinas invernales… me destemplaran y me hicieran poner la camiseta por la que ahora asoman los pelillos del pecho, entre los que destacan dos, canosos, más largos y tiesos que los demás. Maldormido no está uno para escribir ni para tomar decisiones. Aunque, pensándolo bien, quizá ni lo uno ni lo otro; yo sé lo que me digo. Porque a Gide le gustaba Simenon. En el Diario cuenta que lee clásicos o contemporáneos en alemán o inglés, pero que acaba de devorar de un tirón ocho de sus libros a razón de uno al día. Es una anotación de enero de 1944, en Fez, donde ha pasado los últimos meses, en casas de amigos, en bibliotecas ajenas y ha visto a los aliados entrar en la ciudad. Leeré, pues, alguna novela policíaca. Al fin y al cabo siempre me gustaron los comics de Jacques Tardi –en muchos de ellos nieva sobre París– con guiones de Léo Malet y otros autores de novela negra. Y también llevaré estos folios tal cual al diario. Para Gide, lo que explica la vivacidad de Stendhal, es que no espera que la frase esté toda ella formada en su cabeza para escribirla. Y estos tres folios están escritos, como decía hace unos días Muñoz Molina en su blog, en una entrada titulada “Arte sonámbulo”, con los ojos entornados, dejándome llevar a la manera inconsciente en que lo haría un sonámbulo. Y están sin corregir. Pero la corrección sí debe hacerse, como él dice, con los ojos muy abiertos, con los cinco sentidos. Al final de su artículo, que imprimí porque si leo en pantalla se me aventan las palabras, dejé escrita una frase, la moraleja con la que yo quería resumir sus ideas: “Escribir sin sentirlo y corregir con los cinco sentidos”. Y, al lado, dejé otra, un tanto absurda, que me pareció que me iría bien para incluirla en un cuento con personajes que estén muy enamorados: “A veces pienso tanto en ti, que luego me hago daño al tragar”. Un tanto absurda, sí. Pero bueno, yo sé lo que me digo.
Posted on: Sun, 15 Sep 2013 15:08:27 +0000

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