Querida María, estés donde estés, quería contarte que estuve - TopicsExpress



          

Querida María, estés donde estés, quería contarte que estuve haciendo una función en el bar que da a la calle Rosas, supongo que habrás estado en una de esas mesas, desde acá siempre siempre se te extraña.... Comparto tu cuento, comparto tus palabras..... Desde del bar (cuento) por MARIA MASERONI Llega todos los jueves, a la misma hora. A las 6. Se sienta en aquella mesa, junto a la ventana que da a la calle Rosas, pide un café o un cortado - nunca un té -, algo dulce y un vaso de agua generoso (así le dice, generoso). Mientras espera que le sirva, saca su agenda, revisa y toma notas. A veces lee, ensimismada. Me sonríe por un instante cuando llego con su café o su cortado, su vaso de agua generoso, su porción dulce. Es meticulosa. Cuida que no caigan migas en la mesa, sacude el saquito de azúcar antes de cortarlo, después lo enrolla hasta hacerlo chiquito y lo pone en el cenicero. Casi con seguridad no es fumadora. Parece estar pensando continuamente y por momentos pierde los tristes ojos en algún punto, más allá. En la cocina es la de los jueves. Para mí es un pequeño enigma. Muchas veces contuve el impulso de preguntarle por qué sólo ese día, porqué a la misma hora, porqué apenas veinticinco minutos. Pero no me animo. Y sospecho que nunca voy a saltar ese cerco. Apareció otra vez. Puntual como siempre. Creo que está haciendo tiempo. Es una buena hipótesis. ¿Tiempo para qué? Los de la cocina dicen que es una loca, de esas que tienen manías raras, como controlar varias veces la llave del gas o caminar siempre por la vereda impar o leer novelas de amor los días de lluvia. Yo no creo que sea maniática. Confieso que lo del sobrecito de azúcar da como para pensar en un trastorno, algo menor. Lo que sí creo es que ella intuye mi intriga. La manera especial de decir hola, ciertas sonrisas, ciertas complicidades en las miradas, como si de antemano se imaginara que yo me pregunto por su espera. Pero ella tampoco saltará el cerco. Hoy no vino. Me sorprendí esperándola, mirando el reloj y oteando la calle detrás de los vidrios (los de la cocina se dieron cuenta). Me hice un cortado y enrollé el sobrecito, para ver qué sentía. Viene de trabajar y hace un curso, toma clases de inglés o de cocina o hace un taller de esos que llaman literarios. Necesita pasar el rato y eligió sentarse aquí porque el lugar adonde va está cerca o porque le gustan las viejas mesas de madera o tal vez por azar. Esta tarde, después de 3 meses, acopiando mi escasa valentía, le pregunté si el cortado estaba bien. Nada más que por justificar la pregunta inventé un desperfecto en la máquina de café y hablé de los peligros de sobrecalentar el agua. Ella me miraba mansamente, como disculpando la obviedad de mi torpe estrategia. El cortado está bien, como siempre..., me contestó. El-cortado-está-bien-como-siempre, seis palabras seguidas que me dejaron escuchar por primera vez su voz apagada, casi como un susurro. Quería que siguiera hablando pero no se me ocurría nada, ni una pregunta, ni un comentario banal. Me quedé estúpidamente de pie, esperando, hasta que me llamaron de otra mesa. Desde que empujó la puerta supe que le había pasado algo importante. No podría arriesgar si malo o bueno. Pero sí inquietante. Algo en la manera de llamarme y cierta ansiedad que nunca había visto en ella la delataron. Consultó el reloj tres o cuatro veces y me pidió si por favor no podía conseguirle aspirinas. No leyó, ni consultó sus notas aunque sí se ocupó del sobrecito de azúcar: lo apretó tanto entre sus dedos que casi lo hace desaparecer. Después clavó la mirada en la ventana, apoyó el mentón sobre la palma derecha y se dedicó a dar respiraciones profundas a intervalos regulares. Se fue 5 minutos antes de lo habitual y ni siquiera pude preguntarle si el café estaba bien. Hace dos semanas que no la veo. ¿Y si se enfermó? ¿Y si encontró otro lugar, otra ventana, otra mesa? ¿Y si no vuelve más? Inventé la mejor excusa que pude soportar y cambié mi turno sólo para tener las tardes libres y recorrer los bares buscándola. Terminé revisando los ceniceros en busca de prolijos sobrecitos de azúcar plegados sobre sí mismos. Me di cuenta que la cosa había llegado demasiado lejos, cuando empecé a sentir sobre los hombros miradas de recelo y gestos amenazantes. Volví a mi horario habitual, a mi rutina de tazas que van y vienen, a ver las iguales manos igualmente levantadas que me llaman para pedirme lo mismo. He notado lo desprolijos que son algunos clientes, como derraman el azúcar y vuelcan un poco de café en el plato, como corren la silla ruidosamente, como ensucian los ceniceros, como se conforman con el pequeño sorbo de agua que les corresponde. Me molestan los que hablan demasiado fuerte, los que leen el diario y los que están apurados. Acabo de darme cuenta de que nunca los había mirado. Ayer fue jueves y a su hora, a las 6, el salón estaba casi vacío. Un hombre de unos ochenta años, vestido con sombrero de fieltro y saco a cuadros, entró y, no sin dificultad, se sentó eligiendo justo la mesa de la ventana sobre la calle Rosas. Me desesperé. Pensé que si volvía y veía su lugar ocupado, tal vez decidiera irse. Corrí hasta el pobre viejo y con un farfullo de incomprensibles explicaciones lo cambié de mesa. Los de la cocina se animaron a advertirme que estaba yendo demasiado lejos. Empecé a leer. Hice un gran esfuerzo para recordar el nombre de algunos de los libros que solía verle a ella sobre la mesa. Pero no saqué nada en limpio. A falta de algo mejor, decidí ir a una librería cualquiera y terminé comprando uno como quien compra ropa: describí para qué lo quería, cuanto tiempo diario podía dedicarle, de qué trabajaba; especifiqué que no debía ser ni muy grande ni muy costoso porque seguramente en la cocina terminaría manchándose. La señorita de lentes que me atendió me miraba con una mezcla de asombro y compasión, pero fue respetuosa y se mostró muy dedicada. Me sugirió uno de cuentos breves, en edición rústica, convenientemente llamado Desde el bar. Le hice caso. Me hubiera dado lo mismo cualquiera. Sigue sin aparecer. Conseguí trabajo en una librería de textos usados. Los jueves, después de mi horario, voy hasta un bar que está por ahí cerca, me siento a la misma mesa, una junto a la ventana, pido cortado o café - nunca un té - algo dulce y después de enrollar prolijamente mi sobrecito de azúcar, me dedico a escribir durante más o menos media hora. Desde la barra, unos ojos me miran intrigados. Intuyo que quieren preguntarme algo. Pero creo que nunca saltarán ese cerco. María Maseroni (Buenos Aires, 1965), licenciada en Comunicación Social. Fue periodista, cronista en medios gráficos y en la producción de contenidos para programas de radio y televisión. En 1989 se inició como redactora publicitaria, trabajando para diversas agencias de Rosario. Fue Directora de Planeamiento Estratégico para Nazer C.E, y ha sido responsable de las estrategias creativas para clientes prestigiosos. Colaboró como asesora en dramaturgia para diversos grupos teatrales y ha escrito además textos teatrales. Y fue mi amiga...
Posted on: Tue, 22 Oct 2013 16:36:24 +0000

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