Sole Dn me hizo este pedidopor mensaje privado: Buenas tardes - TopicsExpress



          

Sole Dn me hizo este pedidopor mensaje privado: Buenas tardes David..querìa hacerle un pedido..porquè no publica su cuento Invierno me gustó mucho así podrìa compartirlo. Intentaré hacerlo aunque creo que es muy largo para publicarlo acá. EL INVIERNO El invierno se acercaba. No podía quejarse del otoño que estaba terminando. A la tristeza de las hojas caídas y los árboles que iban desvistiéndose, los había compensado con atardeceres creativos, sumergiéndose en profundidades que nunca antes había alcanzado o se había permitido durante la primavera y el verano, cuando escudándose en el ajetreo de la tumultuosa vida que su desventurado país le prodigara, había perdido -como su amigo poeta- “una punta de cosas, imperceptiblemente, como un fósforo”. Pero ya se evidenciaban helados anticipos: su memoria no funcionaba como antes, tenía que recurrir a complicados artilugios para llenar lagunas insospechadas. Un reloj que se cambiaba de muñeca, una agenda electrónica programada cada día. Sus piernas ya no respondían con la misma fuerza en las pedaleadas por sus amados cerros. La última vez que había ido con sus hijos a la quebrada de los arrayanes, ellos tuvieron que ayudarlo a él a cruzar el correntoso arroyo. Había notado la mirada que intercambiaron sus muchachos: seguramente recordaban cuántas veces el padre fuerte los había ayudado a cruzar; ahora, como a un viejito, como a un niño, ellos habían hecho cadena para que no se cayera en las piedras resbalosas, o lo arrastraran las frías aguas. La memoria de los sucesos inmediatos comenzaba a fallarle, cada vez más. ¿Cómo se llama el Ingeniero que tan amablemente lo acaba de invitar? ¿Qué es lo que vino a buscar a la biblioteca? Olvidaba y perdía cosas, de manera cada vez más alarmante. Entre bromas decía que se pasaba la mitad del día buscando lo que perdía durante la otra mitad. Pero la memoria de las lejanas vivencias, de los dulces o dolorosos recuerdos, lo embargaba a cada paso. Primero brumosamente, como presentándose, como diciéndole: “Acá hay algo...”. Después, ya vívidamente. Y a veces los hijos le veían el rostro distendido, los ojos auroleados de felicidad; a veces una mueca dolorosa en el barbado rostro del padre los preocupaba. “¿Qué te pasa, pa?”. “Nada, hijo, recuerdos, historias...”. Estaba en su reposera cuando la primera niebla lo visitó: “Ah, sí, era tan bonita... La quería tanto, como a una hermanita que había que proteger, cuidar”. Y empezaron a aflorar las imágenes, los recuerdos, las anécdotas. Se la habían “encargado”. “Cuidamelá” –le pidió doña Carmen. “Ha sufrido mucho desde que su padre la abandonó. Se ensimismó en un silencio que nunca pude develar, aunque supongo está poblado de hondas decepciones y dolores”. Le comentó entonces que ella había sido la niña de los ojos de su padre, la que había heredado su talento musical, la que había pasado horas y días y años con el piano bajo la mirada entre adusta y orgullosa del severo maestro y progenitor. Pero cuando la verdad estallara, cuando se supo que él tenía otra mujer y otra hija y que toda su vida había sido una enorme mentira, la promisoria púber se abismó en su soledad, se negó a tocar el piano nunca más, y les había dado mil dolores de cabeza a su madre y a su hermana, en una rebeldía insensata que seguramente tenía otro destinatario. Ya sin fuerzas para seguirla sosteniendo, la mandaban ahora con sus primos, a fin de que ellos la guiaran un poco y fuera viendo qué carrera universitaria seguiría, ya terminado su secundario. “Lo que me faltaba” se había dicho él, “hacer de niñero”. Pero no le desagradó mucho la idea: adivinaba en la jovencita un diamante a pulir. Lo atisbaba en su amplia frente despejada, en sus grandes y hermosos ojos melancólicos, en la belleza exótica de ese rostro límpido que enmascaraba su honda congoja en una displicencia simulada. Él era ya un aventajado estudiante universitario, y estaba convirtiéndose en el líder reconocido de su carrera. Comenzaban a agitarse nuevamente las aguas del movimiento estudiantil, y él encabezaba una tendencia que por fuera de cualquier estructura partidaria, pretendía llevar a los estudiantes desde el cuestionamiento activo de la deformación que recibían en sus aulas, a la progresiva toma de conciencia del rol social que debían jugar, retomando las banderas de la reforma del 18 y uniéndolas con las de la gran revuelta que se acababa de vivir en Francia. Marx, el Che Guevara, la heroica lucha vietnamita, Politzer y su cuestionamiento a la psicología tradicional, la Psicología Concreta que trataba de ocuparse del Hombre Concreto antes que de abstracciones teóricas, Marcuse, Mao Tse Tung, Freud, Sartre, Fromm, la CGT de los Argentinos, Agustín Tosco, los grupos de estudio y debate, todas eran referencias en esa búsqueda incesante de nuevos horizontes, de hombres nuevos. La “niña” a su cargo, que había llegado a mitad del 68 a Córdoba, asistía ya a las tumultuosas asambleas estudiantiles (antes de estar inscripta siquiera en alguna carrera), donde él era ya un orador destacado. Cambió el rosario debajo de su almohada, por noches en vela estudiando marxismo; acortó sus polleras hasta hacerlas minifaldas diminutas, mostrando sus hermosas piernas. Asistió a las asambleas donde su protector era el orador fundamental para oponerse a los exámenes de ingreso: “Es cierto que los ingresantes vienen con deformaciones mucho más graves que los errores de ortografía que usted aduce como justificativo del ingreso limitacionista; pero la Universidad es corresponsable como parte integrante del Sistema Educativo Argentino, tercera instancia de un sistema que debiera estar perfectamente articulado, y de cuyas fallas ustedes pretenden hacer responsables a los que no son sino sus víctimas” arengó en una clase del Curso de Ingreso, entre aplausos sostenidos que -como siempre- sonaban como música en su oído. “Cómo te aplaudieron” –le dijo su protegida, ahora ingresante de la carrera que él ya estaba terminando. Comenzó a guiarla en sus estudios, en sus lecturas. Admiró la valentía y la tranquilidad con la que ella comenzó a participar en las primeras y grandes agitaciones estudiantiles y populares. Sus pequeñas manos portando ladrillones para apedrear a las fuerzas represivas, le provocaron una sonrisa. Cuando se puso de novia con un líder de izquierda, bastante mayor que ella, pensó que realmente alguien importante la valoraba en lo que ella valía. Cuando el líder de izquierda la dejó como quien tira un trasto inservible generando en ella nuevos sufrimientos, procuró calmarla y acompañarla solidariamente. Enfrentó violentamente a algún amigo que pretendió aprovecharse de lo linda que era y lo mal que estaba. Era su hermanita menor, hermosa, lúcida, valiente, sufriente. Llegó a ser aventajada alumna en las Comisiones que él tenía a su cargo; si no atendía debidamente, la retaba. Cuando sacaba 10 en un práctico, se enorgullecía. Formó parte del Grupo de Estudio que él contribuyó decididamente a formar con los profesores que habían sido cesanteados por la dictadura de Onganía. Era más bien callada, no aportaba mucho en los debates que se generaban, pero él siempre advertía en sus ojos el destello inteligente de aprobación o desacuerdo ante las posturas que se oponían. Ella fue la encargada de comunicarle que su padre estaba muy enfermo, y que debía viajar urgente. Ella fue la que lo acompañó devotamente cuando la desolación de la muerte de ese ser tan amado, se hizo presente en su vida. Sólo ella supo de la “soledad cósmica” que lo atenazó largamente. Nadie más lo supo, él siguió militando y dirigiendo su facultad como siempre, como si nada en su vida hubiera pasado. Pero todo esto entró en hibernación aquella vez que ella le dijo “¿Sabés qué soñé anoche? Que estaba de novia con vos.” “Cruz diablo” -se dijo- . “Claro, ella ha perdido a su padre, y ahora me transfiere ese enorme amor que le ha tenido justamente a mí, que cumplo tan bien ese rol paternal de protector, de guía, de palabra afectuosa pero firme, de esto está bien pero esto no.” Él no sentía ninguna atracción por ella como mujer; era su hermanita, ese carboncito que le habían confiado y que con la altísima temperatura de las luchas estudiantiles y populares y de las esclarecedoras lecturas dirigidas, se estaba convirtiendo en ese diamante que él intuyera. Puso entonces prudente distancia, y ella -calladamente- la respetó. Tiempo después, volvieron a ser hermano mayor y hermanita menor, maestro y discípula, líder y adherente, amor fraterno y amor fraterno. “¿Cómo fue? ¿Cuándo fue? Ah, sí, yo me estaba por ir a trabajar una semana al frío sur de la provincia, y la invité al cine.” Habían ido a ver “Lord Jim”, en el “Lumière”, ese cine club universitario construido a lo estudiante en una cancha de pelota-paleta, sin ningún declive. Ella tuvo un grandote sentado adelante, y tuvo que ladearse constantemente a la izquierda, donde él estaba, y por primera vez y durante largo rato, no tuvo otro remedio que olerla, husmearla, olfatearla, presentirla por primera vez como mujer, como hembra de un aroma embriagador, cautivante. Profundamente perturbado, se escudó en la mala copia de la película para argumentar que no podía dar opinión al término de la función: en realidad, ni sabía qué habían visto. Al día siguiente estaba viajando. Jovita, Laboulaye, los fríos pueblos de la pampa cordobesa, tuvieron a ese transitorio empleado de vialidad haciendo el censo de sus guadalosas rutas. Ahorró un poco de dinero de los viáticos, durmiendo en las casillas que le proporcionaba la Dirección de Vialidad, helándose y tiritando, calentándose tan sólo con el recuerdo fascinado de lo que había experimentado esa noche. De golpe, y sin nada que lo anunciara previamente, se sentía embelesado, deslumbrado, alucinado. ¿Podría ser? ¿Cómo sería? Imaginó una vida en común (nunca jamás encararía una relación para pasar el rato): él escribiendo, ella tocando el piano al lado del fuego de un hogar, los hijos formándose bajo ese otro fuego de la honda sensibilidad social, científica, artística, que ellos serían capaces de transmitirles. Se sorprendió imaginándose al hacer el amor con ella, hundiéndose en el cobijo de ese cuerpo que recién ahora se permitía reconocerlo no sólo como bello, sino también particularmente atrayente. Recordó la única vez que se había pescado una mirada un tanto lasciva, al admirar las desnudas y hermosas piernas que la mínima falda dejara al descubierto, cuando ella sentada al borde de su cama lo acompañara silenciosamente, en esos días de insondable tristeza tras la muerte de su padre. Había sacudido su cabeza, rechazándose, y ella le había preguntado qué le pasaba. “Nada, no sé muy bien qué estoy sintiendo” –argumentó, y ella evidentemente entendió que no quería hablar del inmensurable dolor que lo abrumaba. De regreso en la ciudad, la invitó nuevamente al cine. Esta vez fue al “Sombras”. “La guerra ha terminado”, fue el magnífico preámbulo de la sorpresa que evidenciaron los enormes y primorosos ojos de ella cuando él le dijo: “Te mentí cuando te dije que los había extrañado. Te extrañé. No hice otra cosa que pensar en vos todo el tiempo. ¿Te parece que podríamos intentar ser algo más que amigos, y ver qué pasa?” –le dijo con la absoluta seguridad de un “¡Sí!” atronador. Pudo disimular su decepción con un “Por supuesto” ante el pedido de ella que la dejara pensar, que se sorprendía enormemente con su propuesta. Dos días después le decía que sí, y le confesaba que había despertado a almohadazos a su compañera de departamento, para contarle jubilosa la propuesta. “Ahora sí que no creo más en la amistad del hombre y la mujer” –dijo la amiga. Recordaba luego el entrañable beso. No habían pasado ni tres semanas, sin embargo, cuando él le planteó y ella aceptó que dejaran, que no perdieran la hermosa amistad que los había unido. Increíblemente (o no), toda la riqueza de esa relación se había diluido como por encanto. Pasar de hermanita menor a compañera, a mujer, a amante, no había resultado. Incómodos silencios se habían instalado entre ellos; una especie de prohibición incestuosa dificultaba sus relaciones; no sentía ya la vocación de maestro que hasta ese entonces había asumido al guiar sus lecturas, al recitar sus poemas, al desarrollar sus opiniones. Ella había perdido -al menos ante sus ojos- esa frescura lúcida que él tanto valorara; no lo miraba orgullosamente cuando él -con ese fuego que lo caracterizaba- debatía en una asamblea, arengaba en una toma del decanato, desarrollaba una crítica al plan de estudios de la carrera. Se separaron con un beso en la mejilla, prometiéndose tratar de restablecer la deteriorada red que los había unido fraternalmente. Él suspiró aliviado. Fantaseó con una rubita encantadora a la que había pescado más de una mirada arrobada ante sus brillantes oratorias. Aunque sacudió su cabeza diciéndose: “Es tiempo de estar solo.” Una semana después se sorprendió al abrir la puerta de su departamento y encontrarse con ella, que lo miraba desde sus enigmáticos y preciosos ojos: “Vos sos alguien muy importante para mí, esta relación es para mí algo inapreciable. Yo la quiero pelear. No bajemos los brazos a las primeras dificultades. Te pido que lo intentemos. ¿Puede ser?” Él le sonrió con cariño. Sabía que no era posible, pero no se lo podía decir, no podía hacerla sufrir. Ella solita ya se daría cuenta. “Bueno, si te parece, lo intentemos...”, dijo. Frunció el entrecejo. ¿Qué siguió después? ¿Qué pasó con esa hermosa jovencita, tan clara en su deseo, tan confundida en su decisión de pelear y de pretender lo que era imposible de lograr? En ese momento su esposa cortó su ensimismamiento, al entrar al estudio. “¿Qué hace mi viejito?” dijo, mimosa. “Nada, recuerdos, historias... Cosas que se me han perdido, imperceptiblemente, como un fósforo, como decía un querido amigo mío.” “¿Sabés que yo también estuve recordando?” dijo con una sonrisa cómplice la querida madre de sus hijos. “¿Sí...? ¿Qué...?” se interesó él. Ella demoró la respuesta; sus hermosos ojos se perdieron en sus recuerdos. “Me acordaba… cuando toqué la puerta de tu departamento, y te dije que mi relación con vos era algo muy importante para mí, y que yo quería pelearla.” Se produjo un dilatado silencio. Él la miró largamente. Y ahora sí, en tropel, las imágenes se sucedieron. ¡Era ella! ¡No la había perdido! ¡Y estallaron en su memoria maravillada las luchas, los hijos, las alegrías, los dolores, las decepciones, los logros, las caídas, los exilios, los regresos, los encuentros, los fracasos, las pasiones... “¿Vos me vas a acompañar en el frío invierno que se avecina?” le dijo, casi implorante. Ella pareció no comprender. Lo miró francamente. Lo abrazó en silencio. “Mi querido. En el invierno, y en la primavera, y en el verano, y otra vez en el invierno. No sé qué haría sin vos.” “¿Sabés qué? -dijo él- ¡Te agradezco, te agradezco tanto!” “¿Que te acompañe?” –preguntó ella. “Sí, pero más: que la hayas peleado. ¡Gracias! ¡Qué hermoso que no bajaste los brazos! Gracias.” Sí, ella lo acompañaría, como lo hacía desde tantos años antes. Lo ayudaría a transitar mejor el frío invierno que se avecinaba.
Posted on: Thu, 24 Oct 2013 21:54:59 +0000

Trending Topics



Recently Viewed Topics




© 2015