Terremoto del 8 de febrero de 1570: ruina de la ciudad de - TopicsExpress



          

Terremoto del 8 de febrero de 1570: ruina de la ciudad de Concepción (Historia General de Chile - Diego Barros Arana) El reino de Chile seguía al mando el gobernador Saravia. A los infortunios de la guerra se había añadido otro contraste de diversa naturaleza, un cataclismo espantoso, el primer gran terremoto que hubiesen experimentado los españoles en el suelo chileno. El 8 de febrero de 1570, miércoles de ceniza, a las nueve de la mañana, hora en que los vecinos de Concepción se hallaban en misa, sobrevino «repentinamente un temblor de tierra tan grande que se cayeron la mayor parte de las casas, y se abrió la tierra por tantas partes que era admirable cosa verlo, dice un cronista contemporáneo que probablemente fue testigo presencial de la catástrofe. De manera, añade, que los que andaban por la ciudad no sabían qué hacer, creyendo que el mundo se acababa, porque veían por las aberturas de la tierra salir grandes borbollones de agua negra y un hedor de azufre pésimo y malo que parecía cosa de infierno; los hombres andaban desatinados, atónitos, hasta que cesó el temblor. Luego vino la mar con tanta soberbia que anegó mucha parte del pueblo, y retirándose más de lo ordinario, mucho, volvía con gran ímpetu y braveza a tenderse por la ciudad. Los vecinos y estantes se subían a lo alto, desamparando las partes que estaban bajas creyendo perecer». El terremoto y la salida del mar, si bien produjeron la ruina casi completa de todos los edificios de la ciudad, no causaron desgracias personales. No encontramos en las antiguas relaciones ni en los documentos noticia de que hubiera perecido nadie en la catástrofe. Los habitantes de Concepción se refugiaron en las alturas inmediatas, y allí se establecieron provisoriamente con todas las precauciones necesarias para resistir cualquier ataque del enemigo. En efecto, los indios de los alrededores, creyendo a los españoles consternados por la pérdida de sus habitaciones, no tardaron en amenazarlos; pero hallaron a éstos en situación de defenderse. Antes de muchos días, los castellanos recibían un oportuno socorro que los ponía fuera de peligro. El licenciado Torres de Vera, que tenía el mando de las tropas, se hallaba fuera de la ciudad el día de la catástrofe, teniendo consigo un centenar de soldados. Calculando el peligro que podían correr los habitantes de Concepción, volvió en su socorro, e inmediatamente emprendió la construcción de un fuerte en que pudieran guarecerse. Las maderas de las casas que el temblor había derribado sirvieron eficazmente para la obra. Desde que estuvo afianzada así la seguridad de aquellos habitantes, el oidor Torres de Vera, con la determinación y el espíritu de un verdadero caudillo militar, volvió a hacer nuevas campeadas para dispersar las juntas de indios en las inmediaciones e impedir sus ataques. Aquella catástrofe avivó los sentimientos religiosos de los habitantes de Concepción. Cinco meses después de la ruina de la ciudad, el 8 de julio de 1570, los oidores de la Audiencia, el cura, el superior del convento de mercedarios, los miembros del Cabildo y los personajes más notables del vecindario, resolvían construir una ermita en el lugar en que se habían asilado después del temblor, declarar a perpetuidad días festivos no sólo el miércoles de ceniza sino el jueves siguiente, y celebrar cada año una procesión hasta ese sitio en que todos los acompañantes debían ir descalzos, para oír en la ermita una misa cantada. Los vecinos de Concepción contaban que los sacudimientos de tierra que durante cinco meses después del terremoto no habían cesado de repetirse, cesaron por completo desde el día en que se celebró este acuerdo; y en esta confianza cumplieron fielmente aquel voto. Nuevos y más espantosos terremotos debían venir más tarde a desvanecer las ilusiones forjadas por la devoción. Terremoto del 16 de diciembre de 1575 Ruina de las ciudades australes e inundación subsiguiente de Valdivia (Historia General de Chile, Diego Barros Arana) A fines de abril de 1575 llegaba a La Serena el licenciado Gonzalo Calderón, nombrado por el Rey teniente de gobernador del reino. Era un abogado joven e impetuoso que venía envanecido con las prerrogativas de su cargo, y que llegó a pretender que sus facultades no eran inferiores a las del Gobernador. Desde que se trasladó a Concepción a tomar la residencia a la Audiencia, comenzaron a nacer dificultades de detalle, que luego se hicieron extensivas a sus relaciones con el mismo Quiroga. Pero éstos no eran, en realidad, los más serios problemas de la situación. Las necesidades y apremios de la guerra, mantenían la alarma en la colonia, imponían sacrificios de toda naturaleza y preocupaban todos los ánimos. Al poco tiempo de iniciado el gobierno de Quiroga, dos fenómenos naturales, que los supersticiosos españoles llamaban prodigios, vinieron a producir el pavor y a hacer nacer los más tristes presentimientos. El 17 de marzo de 1575, a las diez de la mañana, se hizo sentir en Santiago un sacudimiento de tierra de poca intensidad, pero de bastante prolongación, que conmovió los edificios y que sin derribar ninguno, abrió algunas paredes. El pueblo tomó este temblor por aviso de Dios. Antes de terminar ese año, ocurrió en Valdivia otro terremoto mucho más tremendo en sus sacudimientos y en sus estragos. El 16 de diciembre, hora y media antes de oscurecerse, «comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo, yendo siempre el terremoto en crecimiento sin cesar de hacer daño, derribando tejados, techumbres y paredes, con tanto espanto de la gente, que estaban atónitas y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario. No se puede pintar ni descubrir la manera de esta furiosa tempestad que parecía ser el fin del mundo, cuya prisa fue tal que no dio lugar a muchas personas a salir de sus casas, y así perecieron enterradas en vida, cayendo sobre ellas las grandes máquinas de los edificios. Era cosa que erizaba los cabellos y ponía los rostros amarillos, el ver menearse la tierra tan aprisa y con tanta furia que no solamente caían los edificios sino también las personas, sin poderse tener en pie, aunque se asían unos de otros para afirmarse en el suelo. Además de esto, mientras la tierra estaba temblando por espacio de un cuarto de hora, se vio en el caudaloso río, por donde los navíos suelen subir sin riesgo, una cosa notabilísima, y fue que en cierta parte de él se dividió el agua corriendo la una parte de ella hacia la mar, y la otra parte río arriba, quedando en aquel lugar el suelo descubierto de suerte que se veían las piedras. Ultra de esto salió la mar de sus límites y linderos, corriendo con tanta velocidad por la tierra adentro como el río de más ímpetu del mundo. Y fue tanto su furor y su braveza, que entró tres leguas por la tierra adentro, donde dejó gran suma de peces muertos, de cuyas especies nunca se habían visto en este reino. Y entre estas borrascas y remolinos se perdieron dos navíos que estaban en este puerto, y la ciudad quedó arrasada por tierra, sin quedar pared en ella que no se arruinase». Los habitantes de la ciudad de Valdivia se vieron reducidos a vivir a campo raso, expuestos a las lluvias, privados de alimentos y sin creerse allí mismo seguros, «porque por muchas partes, se abría la tierra frecuentemente con los temblores que sobrevenían cada media hora, sin cesar esta frecuencia por espacio de cuarenta días». Los caballos, los perros, los animales todos, corrían de un punto a otro aterrorizados, y aumentando la confusión y el pavor. El terremoto se había hecho sentir en todas las ciudades australes, y en todas ellas causó los más terribles estragos. «En un momento, dice el gobernador Quiroga, derribó las casas y templos de cinco ciudades, que fueron: la Imperial, Ciudad rica (Villarrica), Osorno, Castro y Valdivia, y salió la mar de su curso ordinario, de tal manera que en la costa de la Imperial se ahogaron casi cien ánimas de indios, y en el puerto de Valdivia dieron al través dos navíos que allí estaban surtos, y mató el temblor veinte y tantas personas entre hombres, mujeres y niños». Quiroga agrega que, por su parte, había hecho todo lo posible por reparar aquellos males. «Yo he mandado hacer plegarias y procesiones, dice, suplicando a nuestro Señor aleje de sobre nosotros su indignación». Como si la cosas no fueran suficientemente difíciles para los conquistadores de la época, los indios de la región, tranquilos y pacíficos hasta entonces, pero hastiados, sin duda, de los malos tratamientos que les daban los españoles, e incitados a la rebelión por las tribus que sostenían con tan buen éxito la resistencia, se aprovecharon de la perturbación producida por el terremoto, tomaron las armas y emprendieron la guerra en marzo de 1576 con poca fortuna en el principio, pero con la más decidida resolución. En medio de lucha y de la situación precaria y miserable a que los sometía la destrucción de sus casas y los demás estragos causados por el terremoto de 16 de diciembre, los vecinos de Valdivia pasaron todavía por otro cataclismo no menos peligroso y aterrorizador que el mismo terremoto. Al oriente de la ciudad, en las faldas de la cordillera, el sacudimiento de la tierra había desplomado un cerro, precipitándolo sobre la caja del río que sale del lago de Riñihue y va a formar el río de Valdivia. Esos materiales formaron una especie de dique que atajaba el curso de las aguas. Subsistió este estado de cosas durante cuatro meses, aumentando considerablemente los depósitos del lago; pero a fines de abril de 1576, las aguas detenidas, engrosadas extraordinariamente con las copiosas lluvias del otoño, rompieron ese dique y corrieron con gran estrépito, desbordándose en los campos vecinos, arrancando los árboles que encontraban a su paso y arrastrando las chozas de los indios de todas las inmediaciones. En Valdivia, los efectos de esta inundación fueron verdaderamente desastrosos. El capitán Mariño de Lobera, que desempeñaba este año el cargo de corregidor, en previsión de este accidente, había dispuesto que los vecinos de la destruida ciudad, establecieran sus habitaciones provisorias en una altura inmediata. «Con todo eso, cuando llegó la furiosa avenida, puso a la gente en tan grande aprieto que entendieron no quedara hombre con vida, porque el agua iba siempre creciendo de suerte que iba llegando cerca de la altura de la loma donde está el pueblo; y por estar todo cercado de agua, no era posible salir para guarecerse en los cerros, si no era algunos indios que iban a nado, de los cuales morían muchos en el camino topando en los troncos de los árboles, y enredándose en sus ramas. Lo que ponía más lástima a los españoles era ver a muchos indios que venían por el río encima de sus casas, y corrían a dar consigo a la mar, aunque algunos se echaban a nado y subían a la ciudad como mejor podían. Esto mismo hacían los caballos, y otros animales que acertaban a dar en aquel sitio procurando guarecerse con el instinto natural que les movía. En este tiempo no se entendía en otra cosa sino en disciplinas, oraciones y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua, aplacando al Señor que la movía. Cuya clemencia se mostró allí como siempre, poniendo límite al crecimiento, a la hora de medio día, porque aunque siempre el agua fue corriendo por el espacio de tres días, era esto al peso a que había llegado a esta hora, sin ir en más aumento como había ido hasta entonces. Finalmente, fue bajando el agua al cabo de tres días, habiendo muerto más de mil y doscientos indios y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chacras y huertas, que fuera cosa inaccesible». EL LAGO RIÑIHUE SE DESBORDA Tal como estuvo a punto de ocurrir en Mayo de 1960, el cataclismo desplomó un cerro vecino a la salida del lago Riñihue, afluente del río Valdivia, lo que provocó la acumulación de una inmensa cantidad de agua, al no poder bajar normalmente hacia el mar. Al cabo de cuatro meses, esta "represa" accidental cedió con las consecuencias previsibles para los lugareños. El capitán Mariño de Lobera, corregidor de Valdivia, dispuso la evacuación de todos los habitantes y sus efectos a las partes altas, previendo el desenlace. Esto aminoró un poco los afectos de la avalancha. Dejemos que él mismo lo cuente: "Tanto por la cantidad de agua acumulada, como por estar el lugar alto, salió bramando y hundiendo el mundo sin dejar casa de cuanta hallaba por delante que no llevase consigo. Y no es nada decir que destruyó muchos pueblos circunvecinos anegando a los moradores y a los ganados, mas también sacaba de cuajo los árboles por más arraigados que estuviesen. Y por ser esta avenida a medianoche, cogió a toda la gente en lo más profundo del sueño, anegando a muchos en sus camas, y otros al tiempo que salían dellas despavoridos. Y los que mejor libraran eran aquellos que se subieron sobre los techos de sus casas, cuya armazón era de palos cubierto de paja y totora como es costumbre entre los indios. Porque, aunque las mismas casas eran sacadas de sus sitios, y llevadas por la fuerza del agua, con todo eso por ir muchas de ellas enteras como navíos, iban navegando como si lo fuera y así los que iban encima podían escaparse, mayormente siendo indios, que es gente muy cursada en andar en el agua." Los habitantes refugiados en las partes altas se encontraron pronto rodeados por la avenida. Las casas pasaban arrastradas por la corriente, muchas con sus pobladores encima de ellas, e iban a perderse en el mar. Los indios se desprendían de los ranchos, al aproximarse a los islotes: algunos lograron salvarse ganando a nado su riberas; el golpe de los troncos de los árboles mató a muchos, y los más, murieron enredados en las ramas o arrastrados por el ímpetu de la corriente: "Esto mismo hacían los caballos, y otros animales, que acertaban a dar en aquel sitio, procurando guarecerse entre la gente con el instinto natural que les movía"..."En ese tiempo no se entendía otra cosa, sino en disciplinas, oración y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua, aplacando al Señor que las movía"..."Finalmente, fue bajando el agua al cabo de tres días, habiendo muerto más de mil doscientos indios, y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chacras y huertas, que fuera cosa inaccesible." VERSIÓN MAPUCHE Cada vez que temblaba, los aborígenes corrían a los cerros (donde habitaba el Ten Ten) con sus hijos y comida para varios días transportada en platos de madera sobre sus cabezas. Le temían al gran diluvio, que ya había ocurrido antes, debido a que el dios de las aguas, una enorme culebra llamada Cay Cay, hacía salir las aguas del mar súbitamente para sorprender y destruir al dios de la tierra (Ten Ten o Tren Tren) acabando de paso con toda la gente. Ten Ten les había aconsejado ascender hasta los cerros más altos para no ser convertidos en peces, animales marinos o rocas a los que no lo hicieran. Ya una vez había ocurrido tal cosa años atrás, cuando Cay Cay hizo subir las aguas de tal manera que aún los hombres en las cimas de los cerros peligraban ser inundados. Tuvo entonces Ten Ten que hacer subir los cerros para salvarlos. Tan alto subió los cerros, hasta cerca del sol, que los hombres comenzaron a sufrir insolación, de la que se salvaron cubriendo sus cabezas con los platos de madera en que habían llevado sus víveres. Cay Cay no pudo más y tuvo que replegarse lleno de rabia, con terribles bramidos, prometiendo vengarse. Las aguas inmediatamente volvieron a sus niveles normales. Cuentan los cronistas que después de ese episodio los mapuches celebraron nguillatunes e incluso habrían sacrificado un niño para ofrendarlo, descuartizado, al dios de las aguas. TERREMOTOS EN CHILE TERREMOTO DE SANTIAGO 13 de Mayo de 1647 No hacía mucho tiempo que el nuevo gobernador, don Martín de Mujica, había recibido el mando de Chile. Su gestión estaba siendo más que rescatable, fundando pueblos en las zonas agrícolas del centro del país, construyendo obras públicas y fomentando la agricultura y, en especial, la crianza de caballos. La relación con los indígenas pasaba por una época de paz y bonanza. Era otra la prueba que el destino le tenía preparada. El día 13 de Mayo de 1647 había transcurrido sereno y templado. A las diez y media, aproximadamente, de la noche, cuando muchos pobladores, y desde luego, todos los niños, se habían acostado ya, un horrísono estrépito sobrecogió de súbito a los infelices santiaguinos, y de inmediato se inició un fortísimo sacudimiento de la tierra, tan violento, que los muros de los edificios comenzaron a agrietarse desde su base y a ceder las amarras de los techos. El calamitoso derrumbe fue iniciado por las torres de las iglesias, a las que pronto siguieron los mismos templos y muchas de las casas. Unas quedaron completamente en el suelo; otras, sin tejados, y las pocas que permanecían en pie amenazaban derruirse de un momento a otro. Del cerro Santa Lucía se desprendieron grandes peñascos, que causaban aún más pavor a los sobrevivientes. Según los oficiales reales, el movimiento intenso duró tres credos rezados; según el señor Gaspar de Villarroel (a la sazón obispo de Santiago), no más de medio cuarto de hora (siete minutos). A pesar de que la noche era clarísima, pronto la nube de polvo de los escombros la obscureció por completo. Como las murallas, en general, se derrumbaron hacia afuera y las casas eran casi todas de un piso, muchos habitantes lograron ganar la calle o los inmensos patios interiores. Otros quedaron atrapados al encajarse las puertas y ventanas, y algunos se salvaron en los huecos y umbrales, mientras intentaban arrancarlas de quicio. A esta trabazón de puertas debieron la vida las monjas clarisas y las agustinas, pues los corredores se vinieron al suelo mientras las paredes maestras aguantaban. Doña Ana de Quiroga, sublime heroína de la jornada, madre de nueve hijos, logró salvar ocho, y, cuando regresaba con el más pequeño, un lienzo de muralla aplastó a madre e hijo. En medio de la confusión y del espeluznante concierto de lamentaciones que son de suponer, algunos vecinos fueron capaces de arrancar de los escombros a sus deudos. El obispo Villarroel se disponía a cenar en ese momento con el amanuense franciscano fray Luis de Lagos, y ambos quedaron sepultados, más protegidos por las vigas de la casa derruida, que, providencialmente, habían dejado un hueco. La tierra seguía temblando. Una ola de locura colectiva amenazaba a los sobrevivientes. Se esperaba la repetición del terremoto; otros temían que se abriese la tierra y se los tragase a todos, y no pocos suponían que el epílogo de la jornada sería la aparición de un volcán que acabara por abrasar los últimos restos vivos de los pobladores. Gritos estentóreos dominaban los lamentos de los heridos pidiendo confesión. Con un estoicismo de epopeya, el obispo Villarroel, herido, organizó lo que, dentro de la mentalidad de la época y del estado de exaltación religiosa que la catástrofe provocaba, era la primera necesidad: "Dispuse en la plaza - dice - cuarenta o cincuenta confesores, entre clérigos y frailes. Repartidos por las calles muchos, para los enfermos y heridos. Y con estar yo herido en la cabeza, sin tomar la sangre ni tener con que cubrirla, estando en cuerpo como salí, no dejé de confesar." Se corrió la voz de que en el derruido templo de La Merced se había mantenido en pie el tabernáculo, y con los elementos que pudo, el obispo improvisó un altar mayor en medio de la plaza. Al Cristo de la iglesia de San Agustín..."hallándole con la corona de espinas en la garganta, como dando a entender que le lastimaba una tan severa sentencia...; conmovido el pueblo con su antigua devoción y este reciente milagro, le trajimos en procesión a la plaza, viniendo descalzos el obispo y los religiosos, con grandes clamores, con muchas lágrimas y universales gemidos". El milagro estriba, no tanto en el hecho de haber caído la corona de espinas hasta el cuello (lo cual es más bien atribuible a la terrenal fuerza de gravedad), sino al hecho de que habría resultado imposible volver a subirla hasta la frente del Cristo. Al amanecer el día 14 el fervor religioso rayaba en el delirio; los enemistados se reconciliaron; en pocos días se celebraron doscientos matrimonios de parejas hasta entonces amancebadas (convivientes); y el episodio de la cárcel lleva los extremos a lo sublime: los reclusos, algunos convictos de delitos graves libraron providencialmente ilesos; mas, a pesar de desaparecer guardianes y muros, ninguno se atrevió a darse a la fuga, tan sobrecogidos por el espanto estaban. Los jesuitas levantaron otro altar improvisado en la calle, donde los mejores oradores de la orden fustigaban a la muchedumbre enloquecida. "Sus palabras eran dardos que penetraban y saetas agudas que herían y traspasaban los corazones...Fue tan grande la emoción, tantas las lágrimas, tan grandes los alaridos y lamentos, tan frecuentes las bofetadas y los golpes de pecho, que a los predicadores les era necesario hacer pausas hasta que acabasen de llorar y se acabase el ruido de los clamores para poder proseguir, porque con tanto gemido no se podía percibir. Allí se mesaban los cabellos; allí se daban públicamente bofetadas, confesando a veces ser ellos la causa por la cual Dios había enviado tan espantoso castigo. De allí salían los hombres a cortarse las compuestas melenas y a vestirse sacos. De allí iban las mujeres a dejar las galas y los afeites, que son los ídolos en que idolatran..." Según documentos oficiales de la Audiencia: "Fue necesario detener a los que furiosamente se arrojaban sobre sus cadáveres inertes, queriéndoles resucitar con bramidos, como los leones a sus cachorros; los huérfanos que simplemente preguntaban llorosos por sus padres, y los que peleando con los altos promontorios de tierra que cubrían a sus hermanos, sus hijos, sus amigos, se les antojaba que los oían suspirar, presumían llegar a tiempo de que no se les hubiera apartado el alma, y los hallaban hechos monstruos, destrozados, sin orden en sus miembros, palpitando las entrañas y las cabezas divididas. Entraban en carretadas, mal amortajados y terriblemente monstruosos los difuntos a buscar sepultura eclesiástica en los cementerios de los templos; y verlos arrojar a las sepulturas sin ceremonias, con un responso rezado, hacía otra circunstancia gravísima de pena." El aspecto de la ciudad era aterrador. De las seiscientas casas que se habían hecho en el discurso de más de cien años, apenas quedaban algunas en pie. También habían caído los edificios públicos y casi todos los templos, aplastando a más de seiscientos habitantes. Los sobrevivientes quedaban a la intemperie y sin alimentos en el comienzo de un invierno que iba a ser excepcionalmente crudo. Frente a los duros imperativos de las circunstancias, oidores y el Cabildo tomaron de inmediato una serie de medidas de carácter práctico: se utilizaron las acequias para barrer los escombros y restablecer el tráfico; se trajo ganado y se persiguió violentamente el abuso en los precios; trabajaron, en suma, día y noche para levantar edificios provisionales. El vecindario, repuesto de la inicial y lógica postración, reaccionó con vigorosa energía, improvisando ramadas con palos, bohíos y ranchos de paja. Durante una larga temporada, Santiago volvió a presentar el aspecto de la fundación en los tiempos de Pedro de Valdivia. El estoicismo de los santiaguinos iba a sufrir nuevas pruebas con las lluvias torrenciales que siguieron al terremoto y que produjeron costosas inundaciones. En Santiago nevó tres días desde el 23 de Junio. Las emanaciones de los mal enterrados cadáveres (el deterioro de las condiciones higiénicas, realmente) provocaron una epidemia de tifus que duró más de un año y que llevó a la tumba a más de dos mil personas.
Posted on: Thu, 27 Jun 2013 06:46:58 +0000

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