UN GOLPE DE SUERTE. capitulo I Todos coincidieron en que era una - TopicsExpress



          

UN GOLPE DE SUERTE. capitulo I Todos coincidieron en que era una mina afortunada porque en un arranque puramente irracional, entré a la agencia de juegos de la esquina del trabajo y compré un entero de la lotería. Yo, que no participaba ni en la quiniela semanal de la oficina, me vi de un día para otro con un importante capital y la disyuntiva de seguir trabajando como auxiliar contable o escoger una actividad independiente. Mi trabajo era un bunker que me protegía de la indigencia e impedía la subordinación a llámese padres, hermanos mayores con profesiones exitosas u hombres arcaicamente machistas que no toleraban la independencia femenina. Los consejos familiares llamándome a la reflexión me dieron el coraje de abandonar la fortaleza en la que me cobijé durante tantos años -seré pusilánime, pero también rebelde-, de modo que me compré un auto, un terreno en la localidad de Rioseco –que me describieron bucólica y pacífica- y, con la colaboración de mi hermano menor recién recibido de arquitecto y sin las ínfulas de los mayores, construí una casita adonde pensaba desarrollar una ocupación aún no definida porque lo que restaba de mi fortuna no me aseguraría una renta vitalicia. Después de la excitación del traslado y la edificación, caí en la cuenta de que Rioseco era un lugar paradisíaco pero poco idóneo para instalar algún negocio. Mi casa estaba alejada del pueblo y ni siquiera había investigado la cantidad de habitantes con que contaba. Tendrías que haber hecho un análisis de mercado antes de instalarte, dijo mi papá que tenía una empresa próspera. ¿Ahora me lo decís cuándo ya levanté mi casita?, pensé. —Ya encontraré una actividad rentable —aseguré sin traslucir mi inquietud. —Nena —dijo mamá—, en última instancia vendés la casa y te volvés con nosotros hasta que encuentres otro empleo. ¡Ah, no! Yo no me rendiría tan pronto. Estaba decidida a no trabajar más para otros y a no reconocer que algunas de sus advertencias habían sido acertadas. —Mañana me daré una vuelta por el pueblo y me pondré al tanto de sus necesidades —expresé con suficiencia. —Yo estuve leyendo algo sobre el pueblo —señaló Horacio, mi hermano mayor—. No cuenta con más de mil habitantes, por lo que tendrás que pensar en que tu negocio no se va a expandir demasiado… —Ya veré —dije porfiada y decidida a no visitarlos más hasta resolver el aprieto. En mis incursiones por el poblado averigüé que contaba con novecientos setenta y cinco habitantes y diez por llegar (según Don Aparicio el cura local). En el centro había una plaza rodeada por la escuela, la comisaría, el centro municipal, la iglesia, la sede del club social y una confitería. Por los alrededores, un histórico almacén de ramos generales -antecesor del supermercado- y una cantina frecuentada por los masculinos del lugar. A la entrada del almacén, varias cabinas telefónicas, computadoras para conectarse a Internet y dos cajeros automáticos. Un anacronismo para este lugar, consideré. Me decidí por la confitería y me acerqué a la barra: —Hola —dije con mi mejor sonrisa—. Me llamo Nola y acabo de mudarme. ¿Se puede almorzar aquí? La empleada respondió a mi saludo y asintió. —Usted debe ser la dueña de la casa blanca —observó. —Tuteame —le dije—. No soy tan vieja. ¿Cuál es tu nombre? —Delia. ¿Así que se… te vas a dedicar a escribir? La miré extrañada. ¿De dónde había surgido ese rumor? —En realidad, todavía no he decidido que voy a hacer. Tal vez instalar un vivero —fue lo primero que se me ocurrió. —No te lo aconsejo. Hay uno en las afueras que provee de plantas a todo el pueblo —hizo un silencio—. Entonces doña Lucía entendió mal —entonó. —¿Y quién es doña Lucía? —La dueña del almacén. Le preguntó a tu capataz por qué te construías la casa tan lejos del pueblo y le dijo que necesitabas un lugar retirado para escribir. Mi carcajada la sorprendió. ¡Si Grego se enteraba de que lo habían llamado capataz…! ¡Y la soltura para zafar de la pregunta de la mujer…! —Disculpame —dije para que no se ofendiera—. El capataz es mi hermano arquitecto y lo convencí con ese argumento para que aceptara construirme la casa alejada del bullicio. Me gusta la naturaleza —agregué para enfatizar mi decisión. —El lugar es hermoso, pero demasiado solitario —opinó dudosa—. Un poco arriesgado para una mujer sola y joven. —Me dijeron que Rioseco es un sitio muy seguro —insistí. —Lo es. El comisario tiene mano dura y nadie quiere arriesgarse a cometer faltas. Pero a veces algunos indeseables de los alrededores merodean por aquí. —Bueno —dije encogiéndome de hombros—, espero que no se les ocurra acercarse a mi casa. Estuve charlando con Delia hasta que el local comenzó a llenarse. Confieso que me desmoralicé un poco ya que los habitantes del lugar parecían tener cubiertas todas sus necesidades. Los lugareños vivían de la explotación de sus campos y constituían los dos tercios de la población. El resto trabajaba para ellos atendiendo sus casas o sus negocios. Delia se había afincado allí con su madre porque el pueblo de donde era oriunda estaba desapareciendo. Almorcé una hamburguesa casera con ensalada y volví a mi casa porque el almacén había cerrado hasta la tarde. Mientras confeccionaba la lista de compras, escuché ruidos en el patio delantero. Me asomé y me topé con un enorme perro negro que movió la cola nomás verme. No traía collar ni identificación, así que pensé que no tenía dueño. Le acerqué la mano con cautela y después de olerla me dio unos lengüetazos. Lo acaricié y entré a la casa en busca de agua y algún resto de comida por si tenía hambre. Y tenía. Devoró todo lo que le puse, tomó agua y se estiró en la galería delante de la entrada. Admito que, después de la consideración de Delia, su presencia me transmitió una sensación de tranquilidad. A las cinco enfilé hacia el almacén. Me aprovisioné de alimentos frescos, congelados y enlatados; artículos de limpieza y una bolsa de alimento para el supuesto caso de que el can siguiera en la casa. Y me sometí al interrogatorio de doña Lucía que pretendía conocer hasta mi árbol genealógico. Para contestar preguntas invasivas me parecía a mamá, que habla mucho pero dice poco. La dueña del almacén averiguó algo pero quedó con la sensación de que mi vida no tenía secretos para ella. Cuando volví a casa, allí estaba el fiel Sombra. El nombre se lo puse por el color y porque me seguía adonde fuera. El único límite que respetaba era el interior de la vivienda. Así estrené mi primer día en solitario. En las siguientes visitas al centro, conocí al cura y a las jóvenes maestras de la escuela primaria, Marité y Silvina. Los niños del lugar cursaban el secundario en la ciudad más cercana aunque estaba proyectado ampliar el edificio escolar para dictarlo en el pueblo. Con el correr de los días mi presencia dejó de ser tema de conversación para los autóctonos que ahora me saludaban familiarmente cuando caminaba por sus calles o me veían pasar en el auto. Yo seguía detrás de la utopía de una actividad rentable aunque no con el mismo ímpetu del comienzo. Disfrutaba de mi casa, de mi independencia, del entorno natural, de mis nuevas amigas y de mi fiel compañero. Hasta que tanta paz fue quebrantada por un grupo de inadaptados. Esa noche me acosté muy tarde porque estaba estrenando la conexión a Internet. Después de charlar con mi familia y prometer que los invitaría a cenar el fin de semana, me di un baño y me tumbé en la cama casi dormida. Me despertaron los ladridos furiosos de Sombra y sonidos que reconocí como gritos y estrépito de vidrios rotos a medida que emergía del sueño. Me puse la bata y me arrimé a la ventana sin encender la luz del dormitorio. Abajo distinguí varias siluetas que se movían alrededor del perro azuzándolo con palos. Sin meditarlo, me vestí con rapidez, encendí el farol delantero y salí de la casa. —¡Sombra! –grité para que acudiera a mi lado. El animal se volvió gruñendo a las figuras que se habían inmovilizado ante mi aparición. —¿Quiénes son ustedes? Ninguno contestó. El grupo estaba conformado por cuatro hombres y tres mujeres jóvenes que se mantenían apartadas de los que molestaban a Sombra. —Les advierto que están en el patio de mi casa, o sea en propiedad privada —dije en tono firme. —¿Y que pensás hacer? —me desafió uno. —Llamar a la policía. —Para cuando lleguen te habremos pasado entre los cuatro —amenazó avanzando hacia mi. Se me acabó la valentía. Abrí la puerta, le hice un gesto al perro para que entrara, y alcancé a cerrar antes de que el individuo nos diera alcance. Una lluvia de piedras rompió los cristales de las ventanas que no estaban enrejadas. Corrí a la planta alta y me refugié en el dormitorio con Sombra. Estaba asustada. Temblando, marqué el número de la comisaría y me pareció que pasaba la eternidad hasta ser atendida. —¡Soy Nola García! —grité—. ¡Están asaltando mi casa y ya rompieron todos los vidrios de las ventanas! —Tranquila —dijo una voz grave—. En cinco minutos estaremos allí —y cortó la comunicación. ¿Allí? ¿Cómo sabría este tipo adónde vivía? Ni siquiera me preguntó la dirección. Abajo se escuchaban las voces de los que ya habían ingresado a la casa. Cuando forcejearon con el picaporte, Sombra dejó oír un gruñido cavernoso. Busqué un objeto que me sirviera para defenderme y sólo encontré el velador que estaba sobre la mesa de luz. Lo desconecté de un tirón, y me puse al costado de la puerta. Ahora la estaban pateando y con seguridad en poco tiempo cedería. Mi amigo canino se había silenciado y esperaba con el cuerpo tenso listo para saltar. El crujido de la madera se confundió con el sonido de la sirena policial que aumentó rápidamente de volumen. Ahora los asaltantes usaban sus pies para correr. Desde la ventana vi partir el auto de los vándalos y acercarse el móvil de la comisaría. Me animé a bajar cuando estacionó. Aún conservaba el arma improvisada en la mano al abrir la puerta, acto fútil porque cualquiera podía colarse por las ventanas. Un hombre joven y corpulento, de gesto autoritario, me miró, puso la mano sobre la cabeza de Sombra y entró a mi destrozado hogar. —¡Los dejó escapar! —exclamé—. ¿No tendría que haberlos perseguido? —Creo que ves demasiadas películas policiales —dijo sin dejar de inspeccionar el lugar. Lo que más me fastidió fue el tuteo y el tonito socarrón del comentario. Me dirigí hacia el hombre mayor que lo acompañaba: —Dígame, comisario, ¿cómo van a hacer para identificarlos? —El comisario es él, señorita —me contestó con respeto. Me dejé caer mudamente en el único asiento que había quedado entero. El piso estaba sembrado de cristales rotos, a la computadora la habían estrellado contra el piso, los sillones estaban tajeados y el relleno de asientos y respaldos asomaba entre las hendeduras de cuero. Recién ahí caí en la cuenta de la violencia a la que había estado expuesta. El policía revisó toda la casa y se plantó delante de mí. —Juzgo que no van a volver esta noche, pero por prevención mi ayudante hará guardia en la planta baja. ¿Te atacaron físicamente? —En primer lugar le agradezco su oportuna llegada, en segundo lugar no me tocaron, y en tercer lugar le agradeceré que se dirija a mí como la señorita García —dije poniéndome de pie. Creo que por dentro se mataba de risa con mi declaración, pero me contestó: —Está bien, señorita García. Te dejo en buenas manos —le hizo un gesto a su colaborador y se dirigió a la puerta. —¡Que no me tutee, quise decir! —chillé mientras salía. Después de la descarga sonora volví a desplomarme sobre el sillón y calibré los destrozos de objetos y mobiliario. —Destruyeron mi casa… —me salió con voz llorosa. —¿Por qué no intenta dormir? —dijo mi custodio con bonhomía. —Porque tengo más ganas de llorar que sueño—contesté desanimada. —Entonces llore, m’hija —sugirió afable—. Después de que se tranquilice podrá descansar. —Voy a barrer —decidí. —Mejor no, señorita García. No conviene modificar la escena del delito. El comisario la querrá exhibir delante de los responsables. —Si los dejó huir, no sé cómo los identificará —murmuré disgustada. —Tenga paciencia. Él los va a encontrar para que respondan. En este pueblo todos tienen claro que deben hacerse cargo de sus acciones —afirmó. No podía dormir ni limpiar. Miré a mi alrededor buscando a Sombra que había desaparecido silenciosamente. Me levanté ante la atenta mirada del policía y me dirigí al exterior. —¡Sombra! —llamé varias veces pero el animal no respondió al reclamo—. ¿Le habrá pasado algo? —le pregunté a mi eventual compañero. —Debe haber seguido al comisario —opinó—. ¿Por qué no entra? Me facilitará la tarea de cuidarla. Miré al pobre hombre condenado a la vigilia y sonreí por primera vez en la noche. —Bueno, si vamos a compartir esta velada, me gustaría saber su nombre —le dije. —Soy el subcomisario Alonso —se presentó. —Y yo, para usted, Nola. Si no destruyeron la cocina, lo invito a tomar un café. Hasta la cocina no habían llegado. Le pedí que se acomodara en un taburete y preparé la infusión. Aceptó de buen grado las galletitas que puse en un plato y poco después estábamos charlando pocillo humeante por medio. —Invirtió mucho en esta casa. Podría haber comprado una en el pueblo —observó. —Quería un lugar alejado del ruido y con un terreno amplio —expliqué—. Todas las inmobiliarias coincidieron en que Rioseco era una zona segura por excelencia. —Lo es. Hace tiempo que no tenemos un incidente como este. —¿Por qué está tan confiado en que el comisario los encuentre? —Porque un delito impune debilitaría su autoridad. Quienes entran a Rioseco deben ajustarse a sus reglas. —¿Qué son…? —Respeto por los demás y sus propiedades. —Mmm… —murmuré poco convencida. El reloj de la cocina indicaba las tres y media de la mañana. La conversación me había relajado y la somnolencia se apoderó de mí. Ahogué un bostezo que no pasó desapercibido para Alonso. —Acuéstese, Nola —insistió—. Aún faltan varias horas para la mañana. —Se quedará solo… —Es mi trabajo —sonrió. —Está bien. Cuídese —dije mientras enfilaba hacia la escalera.
Posted on: Mon, 24 Jun 2013 21:09:59 +0000

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