VITA NUOVA (primera parte) - TopicsExpress



          

VITA NUOVA (primera parte) Dante Alighieri I En aquella parte del libro de mi memoria, antes de la cual poco podía leerse, hay un epígrafe que dice Incipit vita nova. Bajo este epígrafe se hallan escritas las palabras que es mi propósito reunir en esta obrilla, ya que no en su integridad, al menos sustancialmente. II Luego de mi nacimiento, el luminoso cielo había vuelto ya nueve veces al mismo punto, en virtud de su movimiento giratorio, cuando apareció por vez primera ante mis ojos la gloriosa dama de mis pensamientos, a quien muchos llamaban Beatriz, en la ignorancia de cuál era su nombre. Había transcurrido de su vida el tiempo que tarda el estrellado cielo en recorrer hacia Oriente la duodécima parte de su grado y, por tanto, aparecióseme ella casi empezando su noveno año y yo la vi casi acabando mis nueve años. Llevaba indumento de nobilísimo, sencillo y recatado color bermejo, e iba ceñida y adornada de la guisa que cumplía a sus juveniles años. Y digo en verdad que a la sazón el espíritu vital, que en lo recóndito del corazón tiene su morada, comenzó a latir con tanta fuerza, que se mostraba horriblemente en las menores pulsaciones. Temblando, dije estas palabras: Ecce deus fortior me, veniens dominabitur mihi. En aquel punto, el espíritu animal, que mora en la elevada cámara adonde todos los espíritus sensitivos del hombre llevan sus percepciones, empezó a maravillarme en gran manera, y dirigiéndose especialmente a los espíritus de la vista, dijo estas palabras: Apparuit jam beatitudo vestra. Y a su vez el espíritu natural, que reside donde se elabora nuestro alimento, comenzó a llorar, y, llorando, dijo estas palabras: Heu miser! quia frequenter impeditus ero deinceps! Y a la verdad que desde entonces enseñoreóse Amor de mi alma, que a él se unió incontinente, y comenzó a tener sobre mí tanto ascendiente nudo que procurase ver a aquella criatura angelical. Yo, pueril, andábame a buscarla y la veía con aparecer tan digno y tan noble que ciertamente podíansele aplicar aquellas palabras del poeta Homero: «No parecía hija de hombre mortal, sino de un dios.» Y aunque su imagen, que continuamente me acompaña, se enseñorease de mí por voluntad de Amor, tenía tan nobilísima virtud, que nunca consintió que Amor me gobernase sin el consejo de la razón en aquellas cosas en que sea útil oír el citado consejo. Pero como a alguno le parecerá ocasionado a fábulas hablar de pasiones y hechos en tan extremada juventud, me partiré de ello, y, pasando en silencio muchas cosas que pudiera extraer de donde nacen éstas, hablaré de lo que en mi memoria se halla escrito con caracteres más grandes. III Transcurridos bastantes días para que se cumplieran nueve años tras la supradicha aparición de la gentilísima criatura, aconteció que la admirable mujer aparecióseme vestida con blanquísimo indumento, entre dos gentiles mujeres de mucha mayor edad. Y, al entrar en una calle, volvió los ojos hacia donde yo, temeroso, me encontraba, y con indecible amabilidad, que ya habrá recompensado el Cielo, me saludó tan expresivamente, que entonces creíame transportado a los últimos linderos de la felicidad. La hora en que me llegó su dulcísimo saludo fue precisamente la nona de aquel día, y como se trataba de la primera vez en que sonaban sus palabras para llegar a mis oídos, embargóme tan dulce emoción, que apartéme, como embriagado, de las gentes, apelé a la soledad de mi estancia y púseme a pensar en aquella muy galana mujer. Pensando en ella se apoderó de mí un suave sueño, en el que me sobrevino una visión maravillosa, pues parecíame ver en mi estancia una nubecilla de color de fuego, en cuyo interior percibía la figura de un varón que infundía terror a quien lo mirase, aunque mostrábase tan risueño, que era cosa extraña. Entre otras muchas palabras que no pude y tal dominio, por la fuerza que le daría mi misma imaginación, que vime obligado a cumplir cuanto se le antojaba. Mandábame a me entender, díjome éstas, que entendí: Ego dominum tuus. Entre sus brazos parecíame ver una persona dormida, casi desnuda, sólo cubierta por un rojizo cendal, y, mirando más atentamente, advertí que era la mujer que constituía mi bien, la que el día antes se había dignado saludarme. Y parecióme que el varón en una de sus manos, sostenía algo que intensamente ardía, así como que pronunciaba estas palabras: Vide cor tuum. Al cabo de cierto tiempo me pareció que despertaba la durmiente y, no sin esfuerzo de ingenio, hacíale comer lo que en la mano ardía, cosa que ella se comía con escrúpulo. A no tardar, la alegría del extraño personaje se trocaba en muy amargo llanto. Y así, llorando, sujetaba más a la mujer entre sus brazos, y diríase que se remontaba hacia el cielo. Tan gran angustia me aquejó por ello que no pude mantener mi frágil sueño, el cual se interrumpió, quedando yo desvelado. Y a la sazón, dándome a pensar, noté que la hora en que se me presentó la visión era la cuarta de la noche y, por ende, la primera de las nueve últimas horas de la noche. Y, meditando sobre la aparición, decidí comunicarlo a muchos renombrados trovadores de entonces. Como quiera que yo me hubiese ejercitado en el arte de rimar, acordé componer un soneto, en el cual, tras saludar a todos los devotos de Amor, rogaríales que juzgasen mi visión, que yo les habría descrito. Y seguidamente puse mano a este soneto, que comienza: «Almas y corazones con dolor.» Almas y corazones con dolor, a quienes llega mi decir presente (y cada cual responda lo que siente), salud en su señor, que es el Amor. Las estrellas tenían resplandor el más adamantino y más potente cuando adivino el Amor súbitamente en forma tal que me llenó de horror. Parecíame alegre Amor llevando mi corazón y el cuerpo de mi amada cubierto con un lienzo y dormitando. La despertó mi corazón, sangrando, dio como nutrición a mi adorada. Después le vi marcharse sollozando. Este soneto se divide en dos partes. En la primera aludo y pido respuesta; en la segunda, indico a qué debe contestarse. La segunda parte empieza en «Las estrellas». A este soneto respondieron, con diversas sentencias, muchos, entre los cuales figuraba aquel a quien yo llamo el primero de mis amigos. Escribió entonces un soneto que empieza así: «Viste a mi parecer todo valor.» Y puede decirse que éste fue el principio de nuestra amistad, al saber él que era yo quien le había hecho el envío. Por cierto que el verdadero sentido del sueño mencionado no fue percibido entonces por nadie, aunque ahora es clarísimo hasta para los más ignorantes. IV A partir de aquella visión, comenzó mi espíritu natural a verse perturbado en su desenvolvimiento, pues mi alma hallábase entregada por completo a pensar en aquella gentilísima mujer. Así es que en breve tiempo tornéme de tan flaca y débil condición, que muchos amigos se apesaraban con mi aspecto y otros muchos se esforzaban en saber de mí lo que yo quería a toda costa ocultar a los demás. Y yo, apercibido para sus maliciosas interrogaciones, gracias a la protección de Amor, que me gobernaba según el consejo de la razón, respondíales que Amor era quien me había reducido a semejante estado. Mentábales Amor porque mi rostro lo denotaba de tal guisa, que fuera imposible encubrirlo. Y cuando me preguntaban: «¿Por causa de quien te ha destruido Amor?», mirábalos yo sonriendo y no les contestaba nada. V Aconteció un día que la gentilísima mujer hallábase en sitio donde sonaban alabanzas a la Reina de los Cielos y que yo me encontraba en sitio donde podía ver a mi bien. En medio de la recta que nos unía estaba una hermosa dama de agradable continente, la cual me miraba con frecuencia, maravillada de mis miradas, que a ella parecían enderezarse. Fueron muchos los que se percataron, hasta el punto de que, al partirme de allí, oí que a mi vera decían: «¿Ves cómo esa mujer atormenta a este hombre?» Y como la nombraran, comprendí que se referían a la que había estado en medio de la recta que, partiendo de la gentilísima Beatriz, terminaba en mis ojos, lo cual me animó en extremo, asegurándome de que mis miradas no habían descubierto mi secreto. Y a la sazón pensé escudarme con aquella hermosa dama para disimular la verdad. Tan lo conseguí en tiempo escaso, que las más de las personas que de mí hablaban creían saber mi secreto. Con aquella mujer escudéme por espacio de meses y hasta años. Y para fomentar la credulidad ajena, escribí ciertas rimas que no quiero transcribir aquí, aun cuando se referían a la gentilísima Beatriz; las omitiré, pues, a no ser que traslade alguna que más parezca en alabanza de ella. VI A tiempo que aquella dama servía para disimular el gran amor mío, sentí vehementes deseos de recordar el nombre de mi gentilísima señora, acompañándolo después de muchos nombres de mujeres más bellas de la ciudad- patria, por voluntad del Altísimo, de la mía-, compuse una epístola en forma de serventesio, que no transcribiré, y que ni tan sólo hubiera mencionado si no fuese para decir lo que, componiéndola, sucedió, por maravilla, o sea que no pude colocar el nombre de mi amada sino en el lugar noveno entre las demás mujeres. VII En tanto, he aquí que la mujer que por largo tiempo habíame servido para disimular mi pasión hubo de partirse de la susodicha ciudad y pasar a muy luengos países; por lo cual yo, al quedarme sin la excelente defensa, me desconsolé más de lo que hubiera podido creer al principio. Y pensando que si yo, de algún modo, no manifestaba dolor por su partida, las gentes hubieran advertido pronto mi fingimiento, decidí exponer mis lamentos en un soneto, que transcribiré, por cuanto mi amada fue causa inmediata de ciertas palabras que en tal soneto figuran, según advertirá quien lo conozca. Escribí, pues, este soneto, que empieza, «Vosotros que de Amor seguís la vía.» Vosotros que de Amor seguís la vía, mirad si hay lacería que se compare con mi pena grave. Escuchad mi clamor, por cortesía y en vuestra fantasía ved que soy del penar albergue y clave. Diome el Amor por grácil hidalguía -que no por virtud mía-, una vida tan dulce y tan suave, que a menudo la gente, nada pía, detrás de mí decía: “¿Por qué ese pecho de la dicha sabe?” Pero he perdido ya el fácil acento que el Amor me prestó con su tesoro; y tanto lo deploro que aun para hablar carezco de ardimiento. Mostraré, pues -cual quienes en desdoro ocultan por vergüenza su tormento-, por de fuera, contento, mientras por dentro me destrozo y lloro. Este soneto consta de dos partes principales. En la primera quiere llamar a los fieles de Amor con aquellas palabras del profeta Jeremías que dicen: O vos omnes qui transitis per viam, attendite et videte si est dolor sicut meus, y rogarles que tengan la bondad de escucharme. En la segunda refiero en qué situación me ha colocado Amor con otra intención que no muestran las partes extremas del soneto, y digo lo que he perdido. La segunda parte empieza en «Diome el Amor». VIII Poco después de partirse la hermosa dama plugo al Dios de los ángeles llamar a su gloria a una mujer joven y de muy bello aspecto que en la supradicha ciudad era muy estimada. Viendo yo su cuerpo yacente sin el alma entre otras muchas mujeres que lloraban lastimeramente, recordé que habíale visto en compañía de mi gentilísima amada, y no pude contener algunas lágrimas. Así llorando, decidí dedicar, unas palabras a su muerte, en virtud de haberla visto alguna vez con la dama de mis pensamientos. Algo de ello apunté en las postreras palabras que escribí, como verá claramente quien las lea. Fue entonces cuando compuse estos dos sonetos, el primero de los cuales comienza diciendo: «Puesto que llora Amor, llorad, amantes», y el segundo: «Muerte vil, de piedades enemiga.» Puesto que llora Amor, llorad, amantes al escuchar la causa del lamento. También las damas, con piadoso acento, como el Amor se muestran sollozantes. En mujer de bellezas relevantes la muerte vil ha puesto su tormento, ajando, no el honor, que es macilento, sino tales bellezas, más brillantes. Pero hízole el Amor gran reverencia, pues yo le vi de veras, no apariencia, gimiendo cabe el hecho tremebundo. Y a menudo a los cielos se volvía donde ya para siempre residía la que no tuvo par en este mundo. Este soneto se divide en tres partes. En la primera llamo e incito a los fieles de Amor para que lloren, les comunico que su señora llora y les digo la causa de que llore, a fin de que estén más dispuestos a escucharme; en la segunda refiero dicha causa, y en la tercera hablo de los honores que a dicha mujer hizo Amor. La segunda parte empieza en «También las damas;» la tercera, en «Pero hízole el Amor.» Muerte vil, de piedades enemiga, De pesares amiga, juicio que se resuelve pavoroso, ya que heriste mi pecho doloroso, acude presuroso y en tu daño mi lengua se fatiga. Si de merced te quiero hacer mendiga, conviene que yo diga tu proceder, que siempre es ominoso; no permanece a gentes misterioso, mas no hallaré reposo hasta que el mundo amante te maldiga. De la tierra arrancaste con falsía cuanto a una dama embelleció galana: su juventud lozana tronchaste cuando amante florecía. Su nombre no diré; sólo diría su virtud y su gracia soberana. Quien al bien no se afana, jamás espere haber su compañía. Esté soneto se divide en cuatro partes. En la primera llamo a la muerte con algunos de los nombres más apropiados; en la segunda, dirigiéndome a ella, expreso la causa que me impele a vituperarla; en la tercera la vitupero, y en la cuarta me dirijo a una persona indefinida, aunque para mi entendimiento esté definida. La segunda parte comienza en «Ya que heriste»; la tercera, en «Si de merced», y la cuarta, en «Quien al bien». IX Unos días después del fallecimiento de aquella dama aconteció que hube de partirme de la antedicha ciudad y encaminarme hacia donde se hallaba la gentil mujer que había sido mi defensa, si bien el término de mi andar no estaba tan lejos como ella. Y aun cuando iba yo en nutrida compañía, me disgustaba el andar en tal manera, que los suspiros no podían desahogar la angustia que mi corazón sentía a medida que me alejaba de mi bien. Entonces, el dulcísimo sueño que me tiranizaba gracias a mi gentilísima amada se me apareció en la imaginación cual peregrino ligeramente vestido con groseros harapos. Parecía afligido y miraba al suelo, salvo cuando, al parecer, dirigía sus ojos hacia un río de aguas corrientes y cristalinas que se deslizaba cerca del camino que yo seguía. Creí que me llamaba para decirme estas palabras: «Vengo de ver a la dama que por tanto tiempo fue tu defensa, y sé que no volverá; pero traigo conmigo el corazón que yo te hice dedicarle y lo llevaré a otra dama que te defienda como aquélla te defendía.» Y, como la nombrase, conocíala perfectamente. «Empero -añadió-, si por ventura refirieses algo de lo que te he comunicado, hazlo de suerte que no se entrevea la simulación de amor que practicaste con aquélla y que te convendrá practicar con otras.» Dijo, y desapareció súbitamente la visión, no sin haber influido grandemente sobre mí. Aquel día cabalgué con aspecto demudado, muy pensativo y suspirando pródigamente. Al día siguiente di principio a este soneto que empieza: «Cabalgando anteayer por un camino.» Cabalgando anteayer por un camino, rumbo que en modo alguno me placía, di con Amor en medio de mi vía con ligero sayal de peregrino. Por su talante le juzgué mezquino, cual sí hubiera perdido jerarquía; el trato de la gente rehuía, entre suspiros, pálido y mohino. Mas diciendo mi nombre así me hablaba: “Vengo de lejos, donde se encontraba tu pobre corazón en ministerio, que te devuelvo para verte gayo.” Y entonces me ganó turbio desmayo mientras Amor fundíase en misterio. Este soneto se divide en tres partes. En la primera refiero cómo encontré a Amor y qué me pareció; en la segunda refiero lo que me dijo, aunque no enteramente, por miedo a descubrir mi secreto; en la tercera refiero cómo desapareció. La segunda parte empieza en «Mas diciendo mi nombre»; la tercera, en «Y entonces me ganó». X A mi regreso dediquéme a buscar a la dama que mi dueño habíame indicado en el camino de los suspiros. Para abreviar, diré que en corto tiempo le hice de tal modo mi defensa, que muchos hablaban de ello más de lo prudente, lo cual me apesadumbraba sobre manera. Y por causa de estas lamentables habladurías, que me inflamaban con el vicio, mi discretísima amada, que fue debeladora de todos los vicios y soberana de todas las virtudes, encontrándome al paso, negóme su dulcísimo saludo, en que yo cifraba toda mi felicidad: Por eso, aun cuando me salga de mi actual propósito, quiero dar a entender los benéficos efectos que su saludo obraba en mí. XI Cuando la encontraba, dondequiera que fuese, con la esperanza de su magnífico saludo, no sólo me olvidaba de todos mis enemigos, sino que una llama de caridad hacíame perdonar a todo el que me hubiese ofendido. Y si alguien me hubiera preguntado entonces algo, mi respuesta, con humilde apostura, hubiera sido: «Amor.» Cuando ella estaba próxima a saludarme, un espíritu amoroso, destruyendo todos los otros espíritus sensitivos, impulsaba hacia afuera a los apocados espíritus del rostro, diciéndoles: «Salid para honrar a vuestra señora», y se quedaba él en lugar de ellos. Así, quien hubiera querido conocer a Amor, hubiera podido hacerlo mirando la expresión de mis ojos. Y cuando saludaba mí gentilísimo bien, no solamente Amor era incapaz de ensombrecer mi inefable dicha, sino que con semejante dulzura reducíase a tal estado, que mi cuerpo, en un todo sometido a su poder, manifestábase a menudo cual cosa inerte e inanimada. De lo cual se colige claramente que en su salud estaba mi felicidad, la cual muchas veces sobrepujaba y excedía a mis facultades. XII Mas, volviendo a mi propósito, debo decir que, al negarme tal felicidad, fue tanto mi dolor que, partiéndome de la gente, retiréme a solitario paraje donde bañar el suelo con muy amargas lágrimas. Y una vez hubo remitido este llanto, encerréme en mi estancia, donde podía lamentarme sin ser oído. Allí, implorando misericordia a la dama de las cortesías y exclamando: «Ayuda, Amor, a tu siervo», me dormí como un niño entrelloroso luego del castigo. En medio de mi sueño parecióme ver en mi estancia, y sentado junto a mí, a un joven puesto de blanquísimo indumento, que, muy preocupado al parecer, me contemplaba en el lecho. Y, cuando me hubo mirado algún tiempo, parecióme que me llamaba suspirando para decirme estas palabras: Fili mihi, tempus est ut proetermitantur simulacra nostra. Y entonces me pareció conocerle, pues llamábame cual muchas veces me había llamado ya en mis sueños. Mirándole, parecióme asimismo que lloraba lastimeramente y que esperaba de mí alguna palabra, por lo cual, convencido de ello, comencé a hablarle de esta manera: «¿Por qué lloras, noble señor?» A lo que respondióme: Ego tanquan centrum, circuli cui simili modo se habent circunferentiae partes; tu autem non sic. Entonces, meditando sus palabras, hallé que me había hablado con gran oscuridad, por lo cual procuré decirle lo siguiente: «¿Por qué, señor, me hablas tan oscuramente?» Y me repuso, ya en lengua vulgar: «No preguntes sino cosas útiles.» Comencé, pues, a hablar con él del saludo que se me negó y le pregunté la causa de esta negativa, a lo cual respondióme del siguiente modo: «Nuestra Beatriz oyó, hablando de ti con algunas personas, que la dama que te indiqué en el camino de los suspiros había sido enojada por ti, lo cual motivó que la gentilísima Beatriz, contraria a que se causen molestias de este linaje, no se dignara saludarte, creyendo que habías molestado. Por esto, aunque realmente ha tiempo que conoce tu secreto, quiero que le rimes unas palabras diciéndole el señorío que sobre ti ejerzo gracias a ella, y cómo a ella te consagraste desde tu más tierna infancia. Invoca por testimonio a quien lo sabe, y yo, que soy éste, gustosamente daré fe, con lo cual advertiré tus verdaderas intenciones y consiguientemente se percatará de que estaban engañados quienes le hablaron. Haz que tales versos sean indirectos para no hablarle directamente, como si no fueras digno de ello. Cuida, en fin, de mandárselos a donde yo me encuentre y pueda dárselos a entender, así como de revestirlos con suave armonía, en la que intervendré cuando fuere menester.» Pronunciadas estas palabras, desvanecióse y se truncó mi sueño. Luego, rememorando, inferí que la visión había acaecido en la novena hora del día. Y antes de salir de mi estancia me propuse componer una balada en la que cumpliría lo que mi señor habíame impuesto. Así, escribí esta balada, que empieza: «Balada, corre, que al Amor te envío.» Balada, corre, que al Amor te envío; con él junto a mi dama te adelantas, y de mi afecto, que en tus versos cantas, hable después con ella el dueño mío. Balada mía: irás tan cortésmente que, aunque sin compañero, podrías presentarte do quisieras; mas si deseas ir seguramente a Amor busca primero porque no es bueno que sin él te fueras. Pues la dama que manda en mi albedrío contra mis ansias hállase enojada, y si no vas de Amor acompañada temo que te reciba con desvío. Con dulce son, cuando estés junto a ella comienza de este modo, si su permiso concederte quiere: “El que me envía a vos, señora bella, anhela que ante todo sus disculpas oigáis si las tuviere... Amor, el grato acompañante mío, quizá le hizo mirar otras doncellas pensando en vos; mas al mirar en ellas no desertó de vuestro señorío.” Dile: “Su corazón, señora, tuvo en vos fe tan entera que a daros gloria fue siempre inclinado. Muy temprano fue vuestro y se mantuvo.” Y si no te creyera, pregúntelo al Amor, que está enterado. Cuando te vayas, con acento pío, suplicando perdón, por si la enojas, di que morir me mande, y sin congojas satisfará mi vida su albedrío. Y a quien de toda compasión es clave le dices que argumente, quedándose, en favor de mi persona. cuarta era ésta: la mujer por quien Amor así te asedia no es como las demás mujeres, cuyo corazón fácilmente se puede ganar. Y cada una de tales consideraciones me acuciaba tanto, que estaba yo como quien quiere irse y no sabe por dónde. Si intentaba buscar un camino en el que todas las consideraciones coincidiesen, tal camino era también muy desfavorable para mí, pues tenía que invocar a la Piedad y arrojarme en brazos de ella. Y en tal situación viniéronme deseos de rimar y compuse este soneto, que empieza: «Hablan de Amor mis muchos pensamientos.» Hablan de Amor mis muchos pensamientos, pero con varia y múltiple tendencia, pues mientras uno alega su potencia, otro halla en la virtud sus argumentos; ni oculta la esperanza sus contentos, ni dejo de llorar con gran frecuencia. Sólo al pedir piedad tienen tangencia dentro del corazón tantos acentos. Puesto en el trance de escoger, me pierdo; cuando pretendo hablar, no sé qué diga; y con ello me encuentro siempre en duda. Por eso, si deseo algún acuerdo, conviéneme apelar a mi enemiga, la Piedad, gran señora, por mi ayuda. Este soneto puede dividirse en cuatro partes. En la primera digo y expongo que todos mis pensamientos son de amor; en la segunda afirmo que son diversos, y muestro diversidad; en la tercera digo en qué parece que anden todos los acordes, y en la cuarta digo que, deseando hablar de Amor, no sé por qué pensamiento decidirme, y si quiero abarcarlos todos necesito llamar a mi señora la Piedad, enemiga mía. Y digo «señora» casi irónicamente. La segunda parte empieza en «Pero con varia»; la tercera, en «Sólo al pedir», y la cuarta, en «Puesto en trance» XIV Tras esta porfía de tan diversos pensamientos, acaeció que mi gentilísima amada acudió a un lugar en que estaban reunidas muchas mujeres hermosas y adonde yo fui llevado por un amigo que creía hacerme un gran obsequio conduciéndome a sitio donde tantas mujeres mostraban su hermosura. Pero yo, ignorando a qué había sido conducido y confiándome a la persona que me había llevado a las postrimerías de la vida, le dije: «¿Para qué hemos venido junto a estas damas?» A lo que me contestó: «Para que sean más dignamente servidas.»Lo cierto era que se habían congregado allí para acompañar a una bella señora que aquel día habíase desposado y a quien, con arreglo a usanza de la supradicha ciudad, habían de acompañar asimismo la primera vez que se sentara a la mesa en la morada de su esposo. Por complacer a mi amigo decidí permanecer con él al servicio de aquellas damas; pero, seguidamente, parecióme sentir un pasmoso temblor que, comenzando en el lado izquierdo de mi pecho, extendíase súbitamente por todo mi ser. Hube de apoyarme disimuladamente en un pintado friso que rodeaba toda la estancia. Entonces, temeroso de que los, demás reparasen en mi temblor, alcé la vista y, mirando a las damas, vi entre ellas a la gentilísima Beatriz. Y fueron de tal modo aniquilados mis espíritus por la fuerza que Amor adquirió viéndome tan próximo a mi bellísima dama, que sólo quedaron con vida los de la vista, si bien parecían fuera de su sitio, como si Amor quisiera ocupar su lugar nobilísimo para ver a la admirable señora. Y aunque yo me hallaba demudado, mucho dolíanme estos traviesos espíritus de la vista, que, lamentándose fuertemente, decían: «Si Amor no nos lazara fuera de nuestro sitio, podríamos estar mirando a esa maravillosa mujer como están mirándola los ojos de los demás.» A todo esto, muchas de aquellas damas, advirtiendo mi transfiguración, dieron en asombrarse y empezaron a burlarse de mí, hablando con mi amada, por lo cual mi equivocado amigo cogióme de la mano, me sacó fuera de la presencia de dichas señoras y me preguntó qué me pasaba. Yo, más tranquilo ya, resucitados los espíritus muertos, repuestos los lanzados, respondí a mi amigo de este modo: «Puse los pies en esa parte de la vida más allá de la cual no se puede pasar con propósito de volver.» Y, separándome de él, tornéme a la estancia de los llantos, en la cual, llorando avergonzado, me decía: «Si mi amada conociera, mi estado, no creo que se mofara así de mi persona, sino que sentiría gran compasión.» Y, mientras lloraba, decidí escribir unas palabras en que, dirigiéndome a ella, significara la causa de mi transfiguración y le manifestara que yo sabía perfectamente que ella la ignoraba, así como que, de haberla conocido, se hubiera compadecido de mí. Naturalmente, decidí escribirlas con el deseo de que por ventura llegasen a sus oídos. Y compuse, por ende, este soneto, que empieza: «¡Oh mujer que mil burlas aderezas!» ¡Oh mujer que mil burlas aderezas con tus amigas viendo mi figura! ¿Sabes que vengo a ser nueva criatura en la contemplación de tus bellezas? Si lo supieras, toda gentilezas fuese quizá la mofa que me apura, que Amor, pues tu visión me, transfigura cobra tantos arrestos y fierezas, que ataca aciagamente mis sentidos -ora parecen muertos, ora heridos-, dejándome tan sólo que te vea. Cariz, por consiguiente, muestro ajeno, si bien en mi persona es donde peno el mal que en mi dolor se regodea. No divido en partes este soneto, porque la división se hace solamente para aclarar el sentido de la cosa dividida, y como es sobrado evidente por su motivada causa, no necesita división. No obstante, entre las palabras donde se manifiesta la materia de este soneto, hay las dudosas, como cuando digo que Amor mata todos mis espíritus, menos los de la vista, que permanecen con vida, si bien desplazados de sus funciones; pero esta duda, imposible de resolver por quien no sea tan devoto de Amor como yo, no lo es para quienes lo son, ya que éstos ven claramente lo que resolvería lo dudoso de esas palabras. Por lo demás, no me toca resolver dicha duda, ya que mi lenguaje resultaría entonces inútil o verdaderamente superfluo. XV Después de la reciente transfiguración, asaltóme un pensamiento tenaz que no me daba punto de reposo y me argüía de esta manera: «Si pasas en tan lamentable estado cuando te hallas cerca de tu amada, ¿por qué procuras verla? Si ella te preguntara algo, ¿qué le contestarías, suponiendo que para contestarle tuvieses libres tus facultades?» Pero un humilde pensamiento respondía así: «Si no me cohibieran mis facultades y tuviese desenvoltura para contestar, diríale que, en cuanto me pongo a considerar su admirable belleza, me acomete un deseo tan poderoso de verla, que destruye y aniquila cuanto en mi memoria se le pudiera oponer. Así es que los padecimientos pasados no son obstáculo para que procuré verla.» Y movido por estos efectos decidí escribir unas palabras en que, al mismo tiempo que me excusara de semejante reprensión, hablase también de lo que me ocurre acerca de ella. Compuse, pues, el soneto que empieza: “Cuanto vive en mi mente halla la muerte.” Cuanto vive en mi mente halla la muerte si me aproximo a vos, amada mía, y Amor me dice en vuestra cercanía: “Huya quien por morir se desconcierte.” El corazón exangüe y casi inerte, en el color del rostro da su guía. Y las piedras, mirando mi agonía, “¡Que muera al punto!”, claman con voz fuerte. ¡Cómo peca quien viéndome en tal guisa mi alma desconsolada no conforta mostrando que el penar mío le apena! Y es que neutralizáis con vuestra risa mi mirada, en sus pésames absorta, y que, anhelando muerte, se envenena. Este soneto se divide en dos partes. En la primera expreso la causa en virtud de la cual me abstengo de acercarme a mi amada; en la segunda refiero lo que me ocurre por acercarme a ella. Esta segunda parte comienza en «y Amor me dice». Y esta misma segunda parte se divide en otras cinco, según diversas materias. En la primera expreso lo que Amor, aconsejado por la razón, me dice cuando estoy cerca de ella; en la segunda manifiesto el estado del corazón por el aspecto de mi rostro; en la tercera indico cómo pierdo toda tranquilidad; en la cuarta afirmo que peca quien no se apiada de mí, cosa que, en cierto modo, me consolaría y en la última explico por qué debiera compadecérseme, que es por la expresión lastimera de mis ojos, expresión lastimera desvirtuada, ya que no se manifiesta a otros, por las mofas de ella, que mueve a imitación a quienes tal vez verían mi lamentable estado. La segunda parte comienza en «El corazón»; la tercera, en «Y las piedras»; la cuarta, en: «¡Cómo peca!», y la quinta, en «Y es que neutralizáis». XVI Después de haber escrito este soneto, entráronme deseos de, decir también algo referente a cuatro aspectos de mi estado, los cuales me parecía no haber manifestado nunca. El primero de ellos es que muchas veces condolíame porque la fantasía impulsaba a mi memoria para que considerase en qué estado me dejaba Amor. El segundo es que Amor, a menudo, me asaltaba dé súbito tan fuertemente, que sólo vivía para pensar en mi amada. El tercero es que, cuando esta lucha de Amor se movía contra mí, yo, completamente pálido, andaba buscando a mi amada, creyendo que con verla estaría defendido en la batalla y olvidando lo que me ocurría al aproximarme a tan gran beldad. El cuarto es que el hecho de verla, no solamente no me defendía, sino que acababa desbaratando lo poco que de vida me restaba. Así, pues, compuse este soneto que empieza: «Muchas veces revélase a mi mente.» Muchas veces revélase a mi mente el estado a que Amor me a sometido, y en fuerza de emoción pienso y me pido: “¿Sufrirá más dolor algún viviente?” Pues me acomete Amor tan diestramente que casi me derriba sin sentido, no dejándome más que un desmedido aliento que por vos razona y siente. Buscando salvación, lucho a porfía, hasta que en postración sin valentía, busco en vos el remedio que apetezco. Y cuando al contemplar alzo los ojos, me ganan los temblores y sonrojos mientras, yéndose el alma, desfallezco. Este soneto se divide en cuatro partes, correspondientes a los cuatro aspectos a que se refiere; pero como han sido enumerados más arriba, me constreñiré a indicar cada parte por su comienzo. La segunda empieza en «Pues me acomete»; la tercera, en «Buscando salvación», y la cuarta, en «Y cuando al contemplar». XVII Escritos los tres sonetos últimos dirigidos a mi amada y en los que le refería mi estado, creí oportuno callar ya, pues me pareció haber hablado bastante de mí. Y comoquiera que después dejé de dirigirme a ella, convínome tratar materia nueva y más noble que la pasada. Diré, con la mayor brevedad posible, lo que fue motivo de ella, ya que es agradable de oír. XVIII Muchas personas, por mi solo aspecto, habían comprendido el secreto de mi corazón. Y varias damas que estaban Congregadas para deleitarse con la mutua compañía eran conocedoras de mis afectos, por cuanto todas habían presenciado muchas de mis turbaciones. Pasando yo, llevado por el azar, cerca de las gentiles señoras, llamóme una de ellas, que por cierto era de gratísimo hablar. Cuando llegué a donde estaban y vi que mi gentilísima dama no se hallaba allí, me serené, las saludé y preguntéles qué se les ofrecía. Había muchas mujeres, algunas de las cuales reían entre sí, mientras otras me miraban esperando mis palabras y otras mantenían coloquios. Una de éstas, volviendo hacia mí sus ojos y llamándome por mi nombre, hablóme así: «¿Con qué fin amas a tu dama, que no puedes sostener su presencia? Dínoslo, porque seguramente la finalidad de ese amor será algo no visto jamás.» Pronunciadas estas palabras, no solamente ella, sino todas las otras mujeres, mostraron sus deseos de esperar mi respuesta. Y entonces les hablé así: «La finalidad de mi amor, ¡oh dama!, se cifra en saludar a la mujer que sabéis, y en ello consiste mi felicidad, término de todos mis anhelos. Mas desde que le plugo negarme su saludo, Amor, que es mi señor, ha puesto mi felicidad entera en algo que no puede fallirme.» Rompieron entonces aquellas damas a hablar entre sí, de manera que yo creía oír sus palabras entrecortadas de suspiros, tal como a veces vemos caer la lluvia mezclada con copos de nieve. Y cuando hubieron hablado algún tanto, la misma dama que antes me habló, díjome lo siguiente: «Te rogamos que nos digas dónde se halla tu felicidad.» Y díjeles respondiendo: «En las palabras de alabanza a mi amada.» Y repuso mi interlocutora: «De ser cierto cuanto dices, las palabras con que nos has referido tu situación las habrías pronunciado con ese propósito.» Y me partí de aquellas damas meditando lo oído, casi avergonzado, diciendo para mí: «Ya que tanta felicidad hallo en las palabras que loan a mi dama, ¿por qué he hablado de otras cosas?» Y decidí tomar siempre, en adelante, por motivo de mis palabras, cuanto fuera elogio de mi gentilísima amada. Reflexionando, pensé que me había lanzado a grave empresa para mí, por lo que no me atreví a empezar. Y así estuve algunos días, con ansia de hablar y con temor de quebrar mi silencio. XIX Aconteció, pues, que andando por un camino junto al cual se deslizaba un río clarísimo, sentí tantos deseos de expresarme, que comencé a pensar en qué modo lo haría. Y pensé que lo oportuno era hablar de ella dirigiéndome a otras mujeres, pero no a cualesquiera, sino a las que son bellas y distinguidas. Entonces mi lengua se movió como espontáneamente para decir: «¡Oh damas que de amor tenéis idea!» Y con gran alegría retuve tales palabras en mi memoria para tomarlas por principio de lo que dijese. Ya vuelto a la supradicha ciudad, tras varias jornadas de meditación, comencé una canción con aquellas palabras, dispuesta como se verá al tratar de su división. La canción empieza, en efecto: «¡Oh damas que de amor tenéis idea!» ¡Oh damas que de amor tenéis idea! Hablaros de mi dama yo pretendo. Y no agotar su elogio es lo que entiendo, sino tan sólo descargar mi mente. Cada vez que la elogio cual presea, Amor me hace sentir con tal dulzura, que, de obrar con sutil desenvoltura, enamorara de ella a toda gente. Y no aspiro a loar sublimente por si caigo- contraste- en la vileza; me ceñiré a tratar de su belleza, para lo que merece, brevemente, ¡oh señoras amables!, con vosotras, pues no dijera, cuanto os digo, a otras. Llama un ángel al célico intelecto y le dice: “En el mundo verse puede un ser maravilloso, que procede de un alma que hasta aquí su luz envía.” El cielo, que no tiene más defecto, pide a Dios si tal guisa le concede y el total de los santos intercede. Tan sólo la Piedad abogacía interpone por mí. Mas Dios decía: “Sufrid, dilectos míos, con paciencia, que no acuda tan presto a mi presencia, pues hay quien en la Tierra la porfía, y dirá en el infierno a los precitos: “¡La esperanza yo vi de los malditos!” Por mi dama suspiran en el cielo; quiero, pues, referiros su nobleza. La que mostrar pretenda gentileza acompáñase de ella en la salida que en todo pecho vil infunde un hielo con que mata los viles sentimientos, y quien logra mirarla unos momentos se queda ennoblecido o sin la vida, y el digno de mirar a mi elegida experimenta al punto su potencia porque es su saludar beneficencia que hasta la ofensa estólida liquida. A más, Dios otra gracia le ha otorgado: no puede mal morir el que le ha hablado. “Siendo mortal -Amor en sí repite-, ¿cómo tan bella puede ser y pura?” La vuelve a contemplar y en sí murmura que hízola Dios sin norma de costumbre. Con la perla su fina tez compite; color grato en mujeres, con mesura. Compendia lo mejor de la Natura. De todas las bellezas es la cumbre. Al lanzar de sus ojos clara lumbre surgen de amor espíritus radiosos que hieren en la vista a los curiosos y al corazón infligen pesadumbre. Su boca, donde Amor está presente, nadie puede mirarla fijamente. ¡Oh canción mía! Sé que irás hablando, a muchas damas una vez lanzada. Te ruego, ya que estás aleccionada como hija del Amor, joven y pía, que por doquier digas suplicando: “¿Qué senda llevárame a la persona cuya alabanza lírica me abona?” Y si tu acción no quieres ver baldía, esquiva a todo ser sin cortesía, no fíes, de poder, tus intereses sino a la dama y al varón corteses que te señalarán la buena vía. Y puesto que al Amor verás con ella, recomienda al Amor mi gran querella. Para que se entienda mejor esta canción, la dividiré más cuidadosamente que las composiciones anteriores. Ante todo, haré tres partes: la primera es proemio de las palabras siguientes; la segunda es el tema de que se trata, y la tercera viene a ser auxiliar de las precedentes. La segunda empieza en «Llama un ángel»; la tercera, en «¡Oh canción mía!» La primera parte se divide en cuatro. En la primera explico a quién y por qué deseo hablar de mi amada; en la segunda, lo que me parece, cuando pienso en sus merecimientos y cómo hablaría de ella si me atreviera; en la tercera, cómo debo hablar de ella para no verme impelido por obstáculos, y en la cuarta, dirigiéndome de nuevo a quien quiero hablar, explico la causa de que me dirija a ellos. La segunda empieza en «Cada vez»; la tercera, en «Y no aspiro», y la cuarta, en «¡Oh señoras amables!» Después, al decir: «Llama un ángel», empiezo a hablar de mi amada. Esta parte se divide en dos. En la primera explico cuánto la estiman en los cielos, y en la segunda, cuánto la estiman en la Tierra. Esta, que empieza en «Por mi dama», se divide en dos. En la primera explico lo referente a la nobleza de su alma, enumerando algunas de las poderosas virtudes que de su alma proceden; en la segunda explico lo referente a la nobleza de su cuerpo, enumerando algunas de sus bellezas. Esta, que empieza en «Siendo mortal», se divide en dos: en la primera trato de algunas bellezas, concernientes a toda persona; en la segunda trato de algunas bellezas que conciernen a determinadas partes de la persona. Esta segunda parte, que empieza en «Al lanzar de sus ojos», se divide en dos: en una hablo de su boca, que es término de amor. Y para que se disipe todo pensamiento impuro, recuerde el lector que más arriba queda escrito que el saludo de tal mujer, función de su boca, fue término de mis anhelos mientras lo pude recibir. Luego, al decir: «¡Oh canción mía!» añado una estrofa a manera de auxiliar, en la cual manifiesto lo que de esta mi canción espero. Y comoquiera que esta última parte es fácil de entender, no me entretengo en más diversiones. No niego que, para hacer más inteligible esta canción, convendría establecer más subdivisiones; sin embargo, quien no tenga bastante ingenio para entenderla con las divisiones hechas, no me disgustará si la deja estar, pues, en verdad, temo, con las divisiones establecidas, haber facilitado, a demasiados su inteligencia, si acaso la canción llega a oídos de muchos. XX Una vez divulgada, en cierto modo, esta canción, como la oyese cierto amigo mío, sintióse inclinado a rogarme que le dijera qué es Amor, pues quizá, por las palabras oídas, esperaba de mí más de lo que yo merecía., Y pensando yo que después de lo tratado era oportuno decir algo de Amor, así como en la conveniencia de atender a mi ami go, decidí escribir unas palabras en que de Amor tratase. Entonces compuse este soneto, que empieza: «Escribió el sabio: son la misma cosa.» Escribió el sabio: son la misma cosa el puro amor y el noble entendimiento. Como alma racional y entendimiento, sin uno nunca el otro vivir osa. Hace Naturaleza, si amorosa, de Amor, señor, que tiene su aposento en el noble sentir, donde contento por breve o largo término reposa. Como discreta dama, la Belleza se muestra, y tanto place a la mirada, que los nobles sentires son deseo: por su virtud, si dura con viveza, la fuerza del amor es desvelada. Igual procede en damas galanteo. Este soneto se divide en dos partes. En la primera hablo de Amor en cuanto es en potencia; en la segunda hablo de él en cuanto de potencia se reduce en acto. Esta segunda parte empieza en «Como discreta dama». La primera parte se divide en dos: en la primera manifiesto en qué sujeto se encuentra esta potencia; en la segunda explico cómo han nacido este sujeto y esta potencia y cómo uno se halla en relación con otro igual que la materia con la forma. La segunda empieza en «Hace naturaleza». Luego, al decir: «Como discreta dama», explico cómo dicha potencia se reduce a acto; primero cómo se reduce en el hombre, y después -al decir; «Igual procede»- cómo se reduce en la mujer. XXI Una vez traté de Amor en los susodichos versos, sentí apetencia de escribir, también en alabanza de mi gentilísima amada, unas palabras mediante las cuales mostrara no solamente cómo por ella se despierta Amor en caso de que esté dormido, sino cómo ella le hace acudir allí donde no está en potencia. Y entonces compuse este soneto que empieza: «Mora Amor en los ojos de mi amada.» Mora Amor en los ojos de mi amada por lo cual cuanto mira se ennoblece. Aquel a quien saluda se estremece: todo mortal le lanza su mirada. Si ella baja la faz, el todo es nada, el ánimo en quejumbre desmerece, muere soberbia, cólera perece. ¡Oh mujeres, le cumple ser loada! Toda humildad y toda dulcedumbre nace oyendo su voz pura y afable. Dichoso el hombre que la vio primero. Cuando sonríe -que su boca es lumbrese magnifica y hácese inefable porque es algo divino y hechicero. Este soneto consta de tres partes. En la primera explico cómo dicha mujer reduce a acto la mencionada potencia con la nobleza que emana de sus ojos, y en la tercera explico lo mismo con referencia a su nobilísima boca; pero entre ambas partes hay otra cosa menor que, por decirlo así, se auxilia en la precedente y en la siguiente y que empieza en «¡Oh mujeres!», mientras la tercera empieza en «Toda humildad». La primera parte se divide a su vez en tres. En la primera digo cómo tiene la virtud de embellecer todo cuanto mira, lo cual equivale a decir que conduce a Amor en potencia allí donde no está; en la segunda digo cómo reduce en acto a Amor en los corazones de todos aquellos a quienes ve, y en la tercera digo cómo reduce en acto a Amor, en los corazones de todos aquellos a quienes mira. La segunda empieza en «Aquel a quien saludo»; la tercera, en «Todo mortal». Luego, al decir «¡Oh mujeres!», doy a entender a quién tengo intención de hablar, invitando a las mujeres para que ayuden a rendir pleitesía a mi amada. Después, al decir: «Toda humildad», repito lo ya dicho en la primera parte, pero con referencia a dos funciones de su boca, una de las cuales es su dulcísima voz y otra su admirable sonrisa, si bien no digo de ésta cómo actúa en otros corazones, pues la memoria no puede recordarla ni recordar sus efectos. XXII No muchos días después, por voluntad del Señor de los Cielos (que ni a sí mismo se privó de la muerte), abandonó esta vida, seguramente para ir a la eterna gloria, el que fue padre de la maravillosa y nobilísima Beatriz. Y como semejante partida causa dolor en quienes, habiendo sido amigos de quien se va, se queda; como no hay amistad más íntima que la de un buen padre con un buen hijo y la de un buen hijo con un buen padre; como mi amada era extremadamente buena y su padre- según general y justificadamente se cree- extremadamente bueno, es natural que mi amada sintiese un amarguísimo dolor. Y como, según costumbre de la antes referida ciudad, las mujeres reúnense con las mujeres y los hombres con los hombres en ocasión de estos tristes acaecimientos, fueron muchas las mujeres que se congregaron donde Beatriz lastimeramente lloraba. Aconteció, pues, que encontré a varias mujeres que allí tornaban y les oí repetir palabras quejumbrosas de mi amada, entre ellas las siguientes: «Llora de tal suerte como para que muera de compasión quien la vea llorar.» Alejáronse después aquellas mujeres, y quedéme tan triste, que de vez en vez bañaba mis mejillas alguna lágrima, que yo disimulaba llevándome con frecuencia las manos a los ojos. Al punto hubiérame ocultado, de no hallarme por donde pasaban la mayor parte de las mujeres que de ella separábanse. Así es que permaneciendo en el mismo sitio, oí a otras mujeres, que pasaron junto a mí y que iban diciendo: «¿Cuál de nosotras podrá tener alegría habiendo oído quejarse tan dolorosamente a esta mujer?» Luego pasaron otras que decían por mí: «Ese hombre llora igual que si la hubiera visto como la hemos visto nosotras.» Y otras, después, dijeron también por mí: «Se ha alterado tanto, que no parece el mismo.» Y al paso de otras mujeres oía yo palabras de este estilo referentes a ella y a mí. Luego, meditando, decidí escribir unos versos, muy justificados, en los que resumiría cuanto de aquellas mujeres había oído. Y como gustosamente las hubiera interrogado, de no haber tenido reproches, escribí, cual si las hubiera interrogado y me hubieran respondido. Así es que compuse dos sonetos. En el primero, pregunto según sentía deseos de preguntar, y en el segundo expongo la respuesta utilizando lo que oí, como si me lo hubieran dicho contestando. El primero empieza: «Vosotras que traéis lacio semblante», y el segundo: «¿Eres tú quien loaba su hermosura?» Vosotras que traéis lacio semblante, bajos los ojos y el dolor marcado, ¿de dó venís con rostro tan ajado que compasión inspirará al instante? ¿Tal vez tuvisteis a mi Amor delante con el rostro por llantos anegado? Damas: decidme ya lo sospechado viendo vuestro dramático talante. Y si venís de sitio tan piadoso, tomaos junto a mi breve reposo para comunicarme lo que sea. Veo que vuestros ojos tienen llanto y en vosotras observo tal quebranto que por ende mi ser se tambalea. Este soneto se divide en dos partes. En la primera, tras la invocación, pregunto a dichas mujeres si vienen de junto a ella, anticipándoles que lo creo así al ver que vuelven ennoblecidas; en la segunda ruégoles que me hablen de ella. La segunda parte empieza en «Y si venís». He aquí el otro soneto tal como anteriormente se ha referido: ¿Eres tú quien loaba su hermosura hablando con nosotras muy frecuente? Nos lo pareces por tu voz doliente, aunque se haya mudado tu apostura. Mas ¿por qué en el llorar tu alma se apura hasta dar compasión a extraña gente? ¿La viste tú llorando, y en tu mente patética membranza se figura? Deja, pues, que llorando caminemos sin que livianamente nos calmemos, ya que su llanto nuestro oído hería. Tanto a la compasión mueve su cara, que quien con atención la contemplara llorando ante tu dama moriría. Este soneto consta de cuatro partes, que corresponden a los cuatro modos de hablar entre sí que tuvieron las mujeres por quienes contesto. Pero como arriba están harto claras, no me entretengo en referir el contenido de cada parte, sino que me limito a separarlas. La segunda empieza en «Mas ¿por qué en el llorar»; la tercera, en «Deja, pues», y la cuarta, en «Tanto a la compasión».
Posted on: Sat, 23 Nov 2013 19:03:13 +0000

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