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bueno, después de esto que les conté tengo que poner Griselda: va aver aver copiar y pegar, un borrador, tampoco pretendan :) pero creo que este que tengo acá es el mismo que se publicó :) Griselda Era una casa de familia de clase media, típica del Buenos Aires de gusto francés de principios de otro siglo, de aquellas que aún se ven en los barrios, con sus veredas de sombras arboladas y sus balcones floridos. Había sido reciclada en los setenta con esmero y con el buen gusto de no cambiar nada del original. Tenía sus balcones floridos con macetas bien cuidadas, escalones de mármol limpio y en la puerta cancel, cortinas blancas bordadas al croché. La entrada principal, de hierro forjado y pintada en negro mate, daba a la Avenida Álvarez Thomas, casi esquina Plaza. Álvarez Thomas 1795. Aquella mañana, Griselda había estado en el gim más tiempo de lo acostumbrado. Sentía una preocupación sin saber el porqué, sin llegar a percibir los motivos de tal inquietud que penetraba turbadora en su mente y su tiempo, que la tenía nerviosa hacía más de una semana. Pensó que gastando energía podría volver a la normalidad de su rutina, que aunque no era tan buena, por lo menos la dejaba dormir tranquila. Su trabajo no era muy agotador, como otros de los que tenía referencia, de la una a cinco dando clases en una escuela pública, donde las exigencias no pasaban más allá de estar, de permanecer aquellas cuatro horas diarias, a la mañana el gim, a la tarde ordenaba la casa y a la noche escuchar a su marido, Carlos; luego dormir, una rutina, un camino conocido sin sorpresas. Abrió la puerta principal, subió trotando por la escalera, de a dos peldaños, se detuvo un instante en la puerta cancel, introdujo la pequeña llave, la giró un cuarto de vuelta a la izquierda y la casa quedó a su disposición. Dejó primero su campera de marca en el último escalón, se despojó de su remera blanca y la deslizó también a un costado. Siguió caminando hacia la ducha y en el trayecto se terminó de sacar el resto de la ropa, las medias, las zapatillas, e ingresó desnuda al toilete. Abrió la lluvia, esperó mientras el agua tomaba temperatura ideal, se enfrentó a un gran espejo que ocupaba toda una pared y miró en él su propio reflejo, sus piernas largas y esbeltas. A continuación se metió bajo el agua tibia. Se quedó unos minutos de más, con el chorro golpeando fuerte en su cara, hasta que, luego de un rato, envuelta en una toalla, salió resuelta, se sentó en el sillón de mimbre del balcón y tomó por fin un respiro. Buenos Aires se sentía calurosa, tal como había estado toda la semana anterior. Era un alivio saber que el viernes, dentro de tres días, comenzarían las vacaciones. Griselda tenía todo preparado de antemano y es por eso que no hubo sorpresas ni apuros cuando llegó el día esperado y comenzó a cargar sus valijas, cajas, bolsos en la 4x4. Dejó un pequeño espacio, no mucho, para las valijas de su madre, que le había dicho que eran dos. Vivirían esos días de vacaciones en la casa de mami, ya que no quería perder la rutina acostumbrada desde que era una niña. Sentía la casa de verano de sus padres en Mar del Plata como suya, y en realidad, prácticamente lo era, pero ahora, de casada, Carlos insistía en que alquilaran por una quincena algún departamento económico, para tener más privacidad, según argumentaba él. Finalmente, Griselda lo convenció y pasarían las vacaciones todos juntos. Ya habían reservado una puntera con vista al mar en el balneario y el suegro ayudaría con los gastos. No estaba tan mal, viéndolo desde el lado económico. Carlos descubrió que el hecho de ahorrase unos pocos pesos lo llenaba de felicidad. Cantaba en la ducha, la besaba al pasar, palmeaba su cola, hacía chistes. Ya estaba disfrutando las vacaciones antes de empezarlas. Aquel viernes de mediados de enero era su último día de oficina. Amaneció lloviznando. Carlos llegó contento al estudio y juntó todas sus fotos en una caja que había guardado de las últimas zapatillas que compró y a las cuatro de la tarde saludó a sus colegas que le desearon felices vacaciones lo abrazaron, le dieron algunos besos y él se marchó a su casa. Por momentos, cerca del mediodía, el día se había puesto feo, paraba de llover y asomaba un sol opaco y él por la ventana maldecía pidiendo a los santos que no lloviera en la costa porque quería aprovechar sus días sin perder uno solo de playa. El sábado a la mañana pasaron a buscar a los suegros, cargaron las dos maletas y salieron despacio. Doblaron por Alsina, tomaron Jujuy y a las pocas cuadras ya estaban en la autopista. A la altura de Quilmas ya estaba despejando. Tal vez en Buenos Aires seguiría lloviendo. A las dos de la tarde el sol salió con fuerza y comenzó a calentar. Pusieron el aire. Carlos mantenía el acelerador bien en el fondo y por momentos la aguja del velocímetro llegaba hasta el fondo de su recorrido. El vehículo europeo último modelo, a pesar de su tamaño de 4x4 se desplazaba casi volando, no se sentía el roce de las ruedas sobre el asfalto como un billar, y el sonido agradable de la música opacaba toda clase de ruidos extraños; solo, si se ponía atención, podía escucharse un leve silbido del ventilador del aire acondicionado. Habían concluido el trayecto de autopista, que había sido maravilloso, pero ahora el piso perfecto había desaparecido y se sentían, por momentos, los sonidos clásicos del asfalto deteriorado, y sin tener en cuenta que viajaban ahora por la ruta común de doble mano, Carlos, igualmente, trataba de mantener la velocidad que traía en la autopista con el pedal del acelerador tocando el fondo. La tarde fresca se fue trasformado en tarde calurosa. Afuera, aunque ellos no lo notaban, reinaba un agobiante calor. La monótona línea del asfalto tomaba colores cambiantes y a lo lejos, espejismos de agua clara formaban pequeños charcos brillantes que no existían. En Dolores, a la suegra se le ocurrió pasar a visitar a su hermana que vivía en Pinamar. Insistió. Y aunque Carlos estuvo a punto de negarse, le siguió la corriente. Griselda le regaló una sonrisa cómplice y tomó decidido la bifurcación a Pinamar. Otra vez ruta de doble mano. Ya estaban casi por llegar. Habían pasado Madariaga y restaban menos de treinta kilómetros hasta la casa de la tía Margarita. Pinamar 30 Km, según el cartel indicador, faltaba poco, nada, para llegar. La mamá sacó el mate, armó una repisita que tenía y comenzó a cebar mate y a charlar. Carlos no la soportaba cuando hablaba tanto; lo ponía nervioso, tampoco le gustaba esa costumbre primitiva del mate, todos poniendo la boca en una bombilla como en un beso grupal, él prefería el café, o tomar mate solo, o un vino tinto, una cerveza fría. Pero trataba de aguantar lo más posible para no incomodar a Griselda, que continuamente le venía diciendo que bajara la velocidad y ya lo tenía cansado también con eso. Giró la cabeza para devolverle el mate, y tal vez decirle algo, algún sarcasmo, una ironía. Decirle a su suegra que por favor, que se callara la boca, que se duerma, que coma, que cante, que se rasque, lo que fuera, que falta poco, que ya casi llegamos, pero por favor señora, porfi, cállese la boca, termine de decir incoherencias ¿no podía haber esperado hasta llegar, faltando apenas treinta kilómetros? Es el problema de la gente, la mayoría no soporta las conversaciones de las suegras. Y esos mates ya conocidos y lavados de los domingos y las lasañas y el póquer toda la tarde y el viaje de vuelta a casa y el lunes otra vez al estudio a escuchar las mentiras de sus colegas, y en eso estaba su mente cuando al camión, al camionero, se le ocurrió pasar. Un error de cálculo que a cualquiera le puede pasar. Carlos a más de doscientos. El camionero no podía imaginar que Carlos viajaba a más de doscientos, pensando en su suegra, distraído y buscando la manera de hacerla callar. No hubo tiempo de maniobra. Tiempo de nada. ¡Cuidado! alcanzó a decir la suegra. Y esas fueron sus últimas palabras. El suegro quedó desmayado y no se enteró de nada. Griselda salió despedida y se incrustó de cabeza en la cuneta inundada. No se sabe si murió ahogada o del golpe, porque también se pudo haber matado antes de ahogarse y entonces si estaba muerta no respiraba y si no respiraba no se hubiera ahogado porque no le entraría agua a los pulmones, o sí, porque en estos accidentes es todo tan rápido que nunca se sabe bien. Carlos quedó clavado en la cabina. Primero golpeó contra el vidrio de su propio vehículo, después contra el vidrio del camión, después contra la cabeza del camionero y después los dos contra los hierros retorcidos de las distintas auto partes que componían los dos vehículos. El pico de la pava estaba tirado en el asfalto y nadie sabe cómo fue a parar el pico solo allí, desprendido del resto de la pava. Lo único positivo de toda esta situación, lo rescatable, es que la suegra se quedó callada como por arte de magia, ni una palabra se escuchaba, solo una rueda emitía su sonido al girar. El resto, el entorno, silencio. Nada. Habría pasado un mes, más o menos, ya estaba terminando la primera quincena de febrero. Serían cerca de las seis de la tarde. Las sombras de los edificios lamían las playas de Mar del Plata y desde el mar las olas acariciaban suave. No había viento, ni siquiera una brisa. En uno de los grupos, varias señoras tomaban mate con sus maridos. Rowena sacó una pastafrola del canasto de mimbre con guardas azules y rosas. Les convidó a todos y dejó luego la bandeja con la mitad restante sobre la mesita. Instintivamente cortó una porción más para Rubén. Sentía su presencia. Él estaba tentado, Rubén. Rowena percibió su sonrisa cristalina y miró al cielo suavemente. Sin saber porqué, Rubén estaba tentado de la risa, como si hubiera fumado o algo. Tal vez su inconsciente le avisaba que ocurriría alguna situación agradable. Tal vez una intuición. -¡De qué te ríes! –lo reprendió sin que escucharan los demás- Inmediatamente brotaron sus lágrimas. Te extraño –murmuró Rowena, sin llegar al llanto, tratando de que los demás no vieran sus lágrimas, de que no la tomaran por loca; pero ella lo sentía, sabía que estaba allí. Rubén salió a caminar por la playa, seguía tentado. Luego de unos minutos se le fue la risa y siguió caminando tranquilo por la orilla del agua, tanto caminó, que casi llega a Santa Clara. Al regresar, a mitad de camino, había visto a una mujer que venía caminando en sentido contrario, y era tarde para andar en la playa, porque cuando se cruzaron, los dos solos en aquel páramo, ya el sol se había ocultado y asomaba la luna, casi de noche. Y habían tenido una conversación que ahora Rubén, caminando solo en la noche y en la playa, casi llegando a Punta Iglesia desde el norte, analizaba. -¿Quién es el hombre de traje gris que se va de espaldas? –le había preguntado Rubén, unos metros antes de cruzarse. Ella había seguido caminando sin prestarle atención, pero luego, a no más de cinco metros, dio una vuelta completa girando sobre todo su cuerpo, lo miró como estudiándolo y regresó hasta él con pasos cortos. Rubén se había quedado parado cuando hizo la pregunta, esperando. No era la primera vez que se le presentaban imágenes y ahora acababa de ver al marido de esta hermosa mujer. En la figura que se le presentó, Carlos estaba vestido de traje gris y se alejaba de espaldas. -Es mi novio. Acaba de dejarme –respondió Griselda. Aunque, ahora que lo pienso, no estaba de traje, como usted dice, sino de remera y bermudas. Me llamó la atención ese detalle, que se fue de espaldas, caminando de espaldas ¡Qué raro! -Rubén, mucho gusto. -Griselda –había contestado ella, pensativa. -¡Ah! De bermudas –Rubén también estaba intrigado porque lo había visto de traje– ¿A qué se dedica él? ¿Trabaja en un banco?, por el traje digo, si estaba de bermudas como usted dice, algo no coincide. -¡No, no! No en un banco, no. Es abogado. Se saludaron y continuaron, cada cual caminando, pensativos. Griselda hacia el norte. Rubén siguió, como venía, en dirección a la Bristol. Al otro día, en la playa, ella pasó a su lado caminando con esos pasos cortos ya conocidos y lo miró seductora. Él estaba con las señoras y sus maridos, que jugaban al truco y esas cosas de carpa. Justo en ese momento, el marido nuevo de Rowena se acercó, como para besarla, acariciarla o algo y ella lo rechazó violentamente. Rubén sabía, se había ido dando cuenta con el correr del tiempo, aunque en un principio no lo había notado o no quería notarlo, que cuando Rowena sentía su presencia se ponía así, loca. Entonces, para no perturbar, se fue, siguiendo los pasos de su amiga del día anterior y esta vez no lo dejaría con la intriga. -¿Usted ve? –muy formal, de usted, le preguntó Griselda cuando lo vio a su lado. Comenzó el diálogo de esa manera, sin saludar ni nada, directamente al meollo, al ojo, al asunto que le intrigaba. Rubén, de todos modos, la saludó y ella le correspondió con una sonrisa. -No, ver, no veo –le contestó él- pero luego aclaró: Aunque, a veces, se me presentan imágenes, como las de tu marido, por ejemplo. -Mi novio. Nunca nos casamos. –aclaró Griselda, seria. Se miraron a los ojos, fue la primera vez que se vieron bien, un buen rato, un minuto quizá. Luego, dejaron de mirarse y siguieron caminando. A los pocos pasos se tomaron de la mano, ella sonrió y se acercó hasta sentir la piel, entonces caminaron pegados, una hora, o un poco más. Él la veía muy hermosa, o al menos le pareció, supuso, porque Rubén no distingue bien la parte de afuera de las personas, la belleza exterior, si son atractivas, o qué atributos hace más o menos bellas a las mujeres, si el parecido a las estatuas griegas, a las diosas, al estereotipo occidental. Él percibe mejor asuntos invisibles para otros. Y allí ingresa en él Rowena, su amor, con quien se comunica en estos asuntos para preguntarle lo que necesite saber, si Griselda es linda, por ejemplo. Pero en este caso, Rowena no podría ayudarlo, porque este asunto estaba un paso más allá de su límite. Rowena sigue su vida normal con sus amigas, los maridos de ellas, el suyo, su perrito Homero lanudo que lo adora a Rubén más que a nadie, sus pastafrolas, la playa, el amor, Rowena todo, su contacto, tú. -Mi novio se fue de espaldas porque no me quiere. En verdad nunca quiso a nadie más que a sí mismo, no tiene escrúpulos, es un desalmado, una mala persona, no quería a mis padres –le explicaba Griselda mientras caminaban juntos sintiéndose la piel. -No tendrías que haberte casado con él –le contestó Rubén. -Yo me quería ir de mi mamá, quería tener mi casa, tener hijos y me casé por ese motivo. Igualmente, en un principio no me di cuenta de su egoísmo, pasaron algunos meses, casi un año. -El matrimonio burgués, ya sabemos que se forma más por conveniencia que por amor. -¿Y el alma? -le preguntó Griselda. El alma se forma desde el Yo, y el Yo desde el Superego, que es el responsable de la formación de la conciencia moral, de los ideales y del juicio. Nos dicen que debemos buscar el Yo en nuestro interior, pero no encontraremos nada adentro nuestro si antes no lo hemos formado desde afuera, desde el entorno, desde otras personas, desde alguien considerado importante para uno. De todos modos, Ello, Yo, Superego, Tú, Ego, Mua, solamente son palabras. Pero el amor ¡Estoy seguro que evolucionamos desde el amor! -¿Voy a tener hijos? –le preguntó Griselda. No le había entendido absolutamente nada ¿De qué está hablando este tipo? Pensó que podía preguntarle cosas y no dejaría pasar esta oportunidad para preguntar ¿Qué sería? ¿Profesor, filósofo, escritor, monje, peluquero? los peluqueros saben mucho de infinidad de cosas; pero enseguida anuló la opción peluquero porque Rubén no daba el perfil con su cuerpo atlético y su dicción perfecta. Y Rubén, que no veía nada en ese preciso momento, pensó: está triste, la dejó el marido... -Sí, dos hijos, vas a tener dos hijos –le mintió descaradamente. En el acto se arrepintió de su traición, pero lo dejó así. Además ella le había mentido con que no se había casado, que sí, que no. -¿A qué te dedicas? si puede saberse –preguntó Griselda. -Soy vidente. Aunque ahora estoy retirado. Al otro día, estaba muy intrigado, además no podía con su conciencia y salió a buscarla por la playa para decirle la verdad sobre los hijos, que le había mentido, que no había visto nada y que él también quería saber. Cuando la encontró, ella lo sorprendió con otro tema. -Anoche me llamó mi marido –le dijo no bien lo vio- ¡Qué hago! ¿Qué te parece? Rubén venía por el dilema de los hijos, por lo que, en un primer momento, el cambio de tema lo descolocó, pero enseguida se repuso, quería enmendar su mentira del día anterior, aunque era una mentira sin maldad, él le había dicho que sí tendría hijos, sin haber recibido imágenes, sin pensar y con el único fin de hacerla sentir mejor. Pero ahora se tomaría el asunto en serio y le daría la respuesta correcta. -Me permites tu mano derecha. -¿Lees las manos también? –preguntó Griselda, curiosa, impaciente. -Sí, amor, te leeré las manos –le contestó. -Ella le extendió la mano ante sus ojos, feliz por la palabra amor, que le había dicho Rubén. Le gustaba aquel tipo. Y en sus manos estaban perfectamente marcados, con mucha claridad, dos líneas en el preciso lugar que debían estar, una más gruesa y otra más fina y profunda, paralelas. ¡Dos hijos! Un varón y una nena. Rubén no quiso hacer nuevos comentarios porque lo que había visto, ya se lo había dicho el día anterior. Aun así, estaba confuso el tema de los hijos. Se lo indicaban sus manos, pero algo le decía que no, que no ocurriría, una contradicción entre lo que marcaba la quiromancia y lo que él presentía. ¿Podemos entonces cambiar nuestro destino marcado en las líneas milenarias de nuestras manos? Un accidente de tránsito, por ejemplo, parece que puede cambiar nuestro destino, forzarlo hacia otra dirección. Inmediatamente le pidió otra vez la mano derecha y examinó meticulosamente la línea de la vida. Rodeaba perfectamente el pulgar, estaba marcada con fuerza hasta la muñeca. Supuestamente viviría más de setenta años. Si Griselda le hubiera consultado cuando él estaba en actividad en el departamento de la calle Tacuarí, seguramente le hubiera dicho que tendría una larga vida y muy buena salud hasta la vejez, y también le hubiera asegurado lo de los hijos. Pero ahora se sentía frustrado; toda su carrera de vidente estaba siendo cuestionada. Platicaron de distintos temas, de amor, de subjetividades abstractas, perogrulladas, se rieron. Ella tendría unos 26 años, más o menos, y él aparentaba 34, 35. Ella lo invitó a su casa, habían estado todo el día en la playa, Rubén se había olvidado por completo de Rowena, el sol se estaba ocultando casi. Cuando llegaron a la casa ya era de noche. -¿Cómo está tu papá? –le preguntó no bien pisó el umbral, imágenes otra vez. -Mal, muy mal, en coma –le contestó Griselda y agregó sorprendida ¿Cómo sabías? -No, no sabía nada del accidente, solamente se me presentan imágenes sueltas. -¡Sí, terrible! La casa estaba tranquila, fresca, charlaron un rato, se tomaron de las manos, se besaron. Cuando él se iba, ya era de madrugada, tarde, casi de día, aunque aun la luna desde el cielo alumbraba llena, plateada en la noche sin nubes, estaban todas las estrellas. La sombras de los pinos contrataban en la calle arbolada. Las olas golpeaban suave sobre la playa y se sentía un murmullo claro entre el aroma del mar.
Posted on: Tue, 09 Jul 2013 00:14:41 +0000

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