♥ [iminent typed]AMOR REDENTOR[/typed]. ♥ Claudia lo miró - TopicsExpress



          

♥ [iminent typed]AMOR REDENTOR[/typed]. ♥ Claudia lo miró asombrada. Parecía molesta y Sara deseó que le dijera a Mario que se marchara. —Eso fue muy cruel —dijo, mirando a Sara—. Él no lo dijo de verdad, preciosa. Te estaba haciendo una broma. No creas lo que te dice. —Mejor que lo creas, niña. No estaba bromeando. —Mario atrajo a Claudia hacia él—. ¿Cruel? Cruel es que me rechaces cuando sabes que lo único que quiero es estar contigo. Ella lo empujó. Él volvió a aferrarla y ella lo esquivó, pero hasta Sara podía darse cuenta de que había hecho un mínimo esfuerzo. ¿Cómo podía permitir Claudia que ese hombre se le acercara? —Te conozco, Claudia. —Mario mostraba una media sonrisa y le brillaban los ojos—. ¿Para qué hiciste semejante viaje hasta Los Cuatro Vientos? ¿Solamente para volver a ver el mar? —Lo llevo en la sangre tanto como tú. Mario la atrapó y le dio un beso. Claudia luchó, intentando alejarlo, pero él la sostenía con fuerza. Cuando ella se relajó, volvió a provocarla diciéndole: —Llevas más que eso en las venas. —Mario, no. Ella está mirando… —¿Y qué? Él volvió a besarla y esta vez ella forcejeó con él. Sara permaneció sentada, helada de miedo. Quizá las mataría a las dos. —¡No! —dijo Claudia enfurecida—. Vete de aquí. No puedo hacerlo. Se supone que tengo que cuidarla. Él soltó una carcajada. —No sabía que te importaban tanto tus obligaciones. —La soltó, pero a Sara le pareció que Claudia no se alegraba por eso. Parecía que se iba a poner a llorar. Mario sonrió y se volvió hacia Sara—. Ven, chiquilla. —¿Qué estás haciendo, Mario? —preguntó Claudia cuando Sara se escabulló para huir de él. —Sacándola del medio. No le pasará nada si se queda un rato sentada en el corredor. Y no digas que no. Te conozco demasiado bien. Además, estará justo al otro lado de la puerta. Nadie la molestará. —Mario arrastró una manta y una almohada de la cama y le hizo una seña a Sara—. No me obligues a que vaya a buscarte. Sara no se atrevió a desobedecer. Siguió a Mario hasta el pasillo, mirando cómo él arrojaba la frazada y la almohada al oscuro corredor. Algo grande corrió por el vestíbulo y se escondió en las sombras. Ella lo miró con los ojos muy abiertos. —Siéntate ahí mismo y no te muevas. Si no te quedas tranquila, te buscaré y te llevaré al mar y te convertiré en comida para los cangrejos, ¿lo entiendes? La boca de Sara estaba seca y no pudo hacer que le saliera ninguna palabra. Sólo asintió con la cabeza. Claudia salió hacia la puerta. —Mario, no puedo dejarla aquí afuera. Vi una rata. —Es demasiado pequeña para que las ratas la molesten. Estará bien. —Le palmeó la mejilla—. ¿Verdad? Te quedarás aquí afuera hasta que Claudia venga a buscarte. No te muevas de este lugar hasta que ella te busque. —S-s-sí, señor —tartamudeó la niña, con la voz ahogada en su garganta. —¿Lo ves? —Él se irguió y, dándose la vuelta hacia Claudia, la empujó a la habitación, cerrando firmemente la puerta detrás de ellos. Sara escuchó que Mario hablaba y Claudia lanzaba risitas. Después escuchó otros ruidos y tuvo miedo. Ella quería huir de los ruidos que hacían, pero se acordó de lo que Mario le había dicho que le haría si se movía de ahí. Muerta de miedo, se tapó la cabeza con la manta sucia y se apretó las orejas con las manos. De pronto, el silencio se hizo pesado. Sara miró furtivamente a lo largo del pasillo. Sintió que unos ojos la observaban. ¿Y si la rata volvía? El corazón le latía como un tambor; todo el cuerpo se movía a su ritmo. Escuchó unos rasguños y encogió las piernas fuertemente contra su cuerpo, observando en la oscuridad, aterrorizada por lo que se escondía allí. La puerta hizo un chasquido al abrirse y ella dio un salto. Mario salió. Ella se apretujó, esperando que no la viera. No lo hizo. Se había olvidado de que ella existía. Ni siquiera la miró al caminar por el pasillo y bajar las escaleras. Ahora Claudia vendría a buscarla. Claudia la sacaría de este oscuro pasillo. Los minutos pasaron; luego una hora y otra. Claudia no vino a buscarla. Sara esperó enroscada en la manta y apretándose contra la pared, como había esperado a Mamá ese día que Alejandro había venido a verla. A Claudia le dolía la cabeza cuando se despertó con la luz del sol dándole en el rostro. Había bebido demasiada cerveza la noche anterior y sentía la lengua hinchada. Extendió la mano, pero Mario se había ido. Así era él. No iba a preocuparse por eso ahora. Después de lo de esa noche, no podía negar que la amaba. Necesitaba un café. Se levantó, se lavó la cara y se vistió. Cuando abrió la puerta, vio a la niña encogida en el frío corredor, sus ojos azules con grandes ojeras oscuras. —¡Ay! —exclamó Claudia débilmente. Había olvidado por completo su responsabilidad. El miedo y la culpa la asaltaron. ¿Qué pasaría si Marisol descubría que ella había dejado a su hija en un pasillo frío durante toda una noche? Levantó a Sara y la llevó dentro de la habitación. Tenía sus manitas frías como el hielo y estaba muy pálida. —No se lo cuentes a tu mamá —le dijo llorosa—. Será tu culpa si ella me despide. —Se enojó por estar en una situación tan precaria, que su puesto dependiera del silencio de una niña—. ¿Por qué no viniste anoche a la cama, como se suponía que tenías que hacer? Mario te dijo que volvieras aquí cuando se fuera. —No, no lo hizo. Él dijo que no me moviera hasta que tú vinieras a buscarme —suspiró Sara, empezando a llorar ante el enojo de Claudia. —¡No mientas! ¡Yo lo escuché! ¡No fue eso lo que dijo! Sara lloró más aún, confundida y asustada. —Lo siento, Claudia. Lo siento. Perdóname. —Los ojos de la niñita estaban agrandados y enrojecidos—. Por favor, no se lo digas a Mario. No dejes que me saque del medio o que me dé como alimento para los cangrejos, como me dijo. —¡Cállate! Deja de llorar —le dijo Claudia, calmándola—. Llorar no mejorará las cosas. ¿Alguna vez le ha servido de algo a tu mamá? —Llena de remordimientos, tomó a Sara y la abrazó—. No se lo contaremos a nadie. Será un secreto entre nosotras dos. Mario no volvió a Los Cuatro Vientos y esa noche Claudia se emborrachó. Acostó temprano a Sara y regresó al bar, esperando que él volviera más tarde. Pero no lo hizo. Ella se quedó un poco más, divirtiéndose con otros hombres y fingiendo que no le importaba. Luego se llevó una botella de ron a su cuarto. Sara estaba sentada en la cama, completamente despierta y con los ojos bien abiertos. Claudia quería conversar, quería desahogar el mal humor que tenía por culpa de Mario. Lo odiaba porque había vuelto a romperle el corazón. Le había permitido que lo hiciera demasiadas veces en el pasado. ¿Cuándo aprendería a decirle que no? ¿Por qué había vuelto aquí? Debería haber sabido qué iba a suceder; lo mismo que sucedía siempre. —Voy a decirte la pura verdad, pequeña. Escúchame bien. —Bebió un largo sorbo y se tragó sus lágrimas y su miseria, dando rienda suelta a la amargura y al enojo—. Lo único que quieren los hombres es usarte. Cuando les das tu corazón, lo hacen pedazos. —Bebió un poco más y siguió hablando con dificultad—. No les importa nada. Mira a tu elegante papá. ¿Acaso le importa tu madre? No. Sara se escondió debajo de las mantas y se tapó los oídos. —Así que la princesita no quiere escuchar la triste verdad. En fin, peor para ella. Furiosa, Claudia le quitó las mantas a tirones. Cuando Sara se alejó gateando, Claudia le sujetó las piernas y la arrastró nuevamente hacia la cama. —¡Siéntate y escúchame! —reprendió a la niña, sacudiéndola. Sara apretó los ojos para mantenerlos cerrados y apartó la cara—. ¡Mírame! —Claudia estaba furiosa y no se quedaría satisfecha hasta que la obedeciera—. Sara la miró con los ojos desorbitados de miedo. Temblaba violentamente. Claudia la soltó. —Tu mamá me dijo que te cuidara bien. Pues te cuidaré bien. Voy a decirte toda la verdad. Y tú escucharás y aprenderás. —La soltó y Sara se sentó muy quieta—. Claudia fulminó a la niñita con la mirada; se dejó caer en la silla junto a la ventana y bebió otro trago de ron. Señaló con el índice, tratando de mantener la mano firme. —A tu elegante papá no le importa nadie y aún menos tú. Y de tu madre, lo único que le importa es lo que ella está dispuesta a darle. Y ella le da todo. Él aparece cuando le da la gana, la usa y luego se va en su caballo a su elegante casa en la ciudad, con su esposa aristocrática y sus hijos bien educados. ¿Y tu madre? Ella vive esperando la próxima vez que volverá a verlo. Observó que Sara retrocedía lentamente hasta quedar fuertemente adherida a la pared descascarada, como si eso pudiera protegerla. Nada podía proteger a una mujer de la fría dureza de los hechos. Claudia se rió tristemente y sacudió la cabeza. —Es tan dulce y estúpida… Lo espera y se arroja a besarle los pies cada vez que él vuelve. ¿Sabes por qué estuvo alejado durante tanto tiempo? Por tu culpa. No puede soportar la imagen de su propia descendencia. Tu mamá llora y suplica, ¿y de qué le ha servido? Tarde o temprano, él se va a cansar de ella y la va a tirar a la basura. Y a ti junto con ella. Es lo único de lo que puedes estar segura. Ahora Sara estaba llorando y secándose las lágrimas de sus mejillas. —Nadie se preocupa por nadie en este mundo —dijo Claudia, sintiéndose más triste y huraña a cada instante—. Todos usamos a los otros de una u otra manera. Para sentirnos bien, para sentirnos mal. Para no sentir nada. Los más afortunados saben hacerlo bien. Como Mario. Como tu papá rico. El resto sólo conseguimos lo que podemos. A Claudia le costaba pensar con claridad. Quería seguir hablando, pero los párpados le pesaban tanto que no podía mantenerlos abiertos. Se hundió un poco más en su silla y apoyó el mentón en su pecho. Lo único que necesitaba era descansar un minuto. Nada más. Así todo estaría mejor… Sara observó cómo Claudia seguía hablando entre dientes, hundiéndose más y más en la silla, hasta que se quedó dormida. Durmió ruidosamente, babeando de costado con la boca abierta. Sara se sentó en la cama arrugada, temiendo y preguntándose si Claudia tenía razón. En lo profundo de su ser, algo le dijo que sí la tenía. Si ella le hubiera importado a su padre, ¿habría deseado que muriera? Si le importara a su madre, ¿la habría enviado tan lejos? La pura verdad. ¿Cuál era la pura verdad? Se fueron a la mañana siguiente. Sara ni siquiera le dio un vistazo al mar. Cuando llegaron a casa, Mamá fingió que todo estaba bien, pero Sara sabía que había ocurrido algo terriblemente malo. Había cajas por todas partes y Mamá estaba empaquetando sus cosas. —Iremos a visitar a tu abuela y a tu abuelo —le dijo Mamá en un tono vivaz, pero su mirada se veía apagada y muerta—. No te conocen. Mamá le dijo a Claudia que lamentaba tener que despedirla y ella le respondió que no había problema. A fin de cuentas, había decidido casarse con Roberto, el carnicero. Mamá le dijo que esperaba que fuera muy feliz y Claudia se marchó. Sara se despertó a mitad de la noche. Mamá no estaba en la cama, pero podía escucharla. Siguió el sonido de la voz afligida de su madre y llegó hasta el salón. La ventana estaba abierta y se acercó a mirar. ¿Qué estaba haciendo Mamá afuera a medianoche? La luz de la luna flotaba sobre el jardín florido y Sara vio a su madre arrodillada, vestida con su delgado camisón blanco. Estaba arrancando todas las flores. Un puñado tras otro, tiraba de las plantas y las arrojaba en todas direcciones, llorando y hablando sola. Levantó un cuchilloy volvió a caer de rodillas, junto a sus amados rosales. Los cortó a todos de raíz, hasta el último. Se echó hacia atrás y sollozó, meciéndose hacia delante y hacia atrás, una y otra vez, con el cuchillo todavía en la mano. Sara se encogió sobre el suelo, escondida en la oscuridad del salón, cubriéndose la cabeza con las manos. Al día siguiente, viajaron en una diligencia y pasaron la noche en una posada. Mamá hablaba muy poco y Sara mantenía su muñeca fuertemente presionada contra su pecho. Había una sola cama en la habitación y Sara durmió feliz en los brazos de su madre. Cuando se despertó por la mañana, Mamá estaba sentada junto a la ventana, haciendo correr entre sus dedos las cuentas del rosario mientras rezaba. Sara escuchaba, sin entender, mientras su madre repetía las mismas frases una y otra vez. —Perdóname, Jesús. Es mi culpa. Mea culpa, mea culpa… Viajaron todo el día en otro carruaje y llegaron a un pueblo. Mamá estaba tensa y pálida. Le cepilló el cabello a Sara y le enderezó el sombrero. La tomó de la mano y caminaron largo rato hasta que llegaron a una calle arbolada. Mamá llegó a una cerca blanca y se detuvo en la puerta. —Por favor, Señor, por favor, haz que me perdonen —susurró—. Por favor, Dios. Sara miró la casa que tenía ante ella. No era mucho más grande que la cabaña, pero tenía un bonito porche y macetas con flores en los alféizares de las ventanas. Había visillos en todas ellas. A Sara le gustó mucho. Al llegar a la puerta, Mamá respiró profundamente y golpeó. Una mujer abrió. Era pequeña, canosa y llevaba un vestido cubierto por un delantal. Miró una y otra vez a Mamá y los ojos se le llenaron de lágrimas. —Ay, ay —decía—. Ay… —He vuelto, Madre —dijo Mamá—. Por favor, déjame volver a casa. —No es tan fácil. Tú sabes que no es tan fácil. —No tengo otro lugar adonde ir. La señora miró a Sara. —No tengo que preguntarte si es tu hija —dijo, con una sonrisa triste—. Es hermosa. —Por favor, Madre. La señora abrió la puerta y las dejó entrar a una pequeña habitación llena de libros. —Espera aquí, hablaré con tu padre —dijo, y se fue. Mamá se paseó, retorciéndose las manos. Hizo una pausa por un momento y cerró los ojos; sus labios se movían. La señora regresó con el rostro blanco y endurecido, y las mejillas húmedas—. No —le dijo. Una palabra. Eso fue todo. No. Mamá dio un paso hacia la puerta y la señora la detuvo. —Él solamente dirá cosas que te lastimarán más. —¿Más? ¿Cómo podría lastimarme más, Madre? —Marisol, por favor, no… —Le suplicaré. Me arrodillaré. Le diré que tenía razón. Sí, él tenía razón. —No resultará. Dijo que para él, su hija está muerta. Mamá se adelantó igual. —¡No estoy muerta! —La señora hizo un gesto para que Sara se quedara en la sala. Caminó apresuradamente detrás de Mamá, cerrando la puerta tras de sí. Sara esperó, escuchando las voces distantes. Luego de un rato, Mamá regresó. Tenía el rostro pálido, pero ya no lloraba. —Vámonos, querida —le dijo en un tono apagado—. Nos vamos. —Marisol —dijo la señora—. Ay, Marisol… —Puso algo en su mano—. Es todo lo que tengo. Mamá no dijo nada. Una voz masculina llegó desde otra habitación; era una voz enojada, exigente. —Tengo que irme —agregó la señora. Mamá asintió y se dio media vuelta. Al llegar al final de la calle arbolada, Marisol abrió la mano y miró el dinero que su madre había puesto en ella. Emitió una risa suave y entrecortada. Después de un momento, tomó a Sara de la mano y siguió caminando, con las lágrimas corriendo por sus mejillas. Mamá vendió su anillo de rubí y sus perlas. Ella y Sara vivieron en una posada hasta que el dinero se terminó. Mamá vendió su cajita de música y durante un tiempo vivieron bastante cómodas en una pensión barata. Por último, le pidió a Sara que le devolviera su cisne de cristal y con el dinero que consiguieron por él vivieron un largo tiempo en un hotel venido a menos, hasta que Mamá encontró una choza cercana a los muelles de Nueva York. Finalmente, Sara conoció el mar. En él flotaba la basura, pero de todas maneras le gustó mucho. A veces, bajaba y se sentaba en el muelle; le gustaba el olor de la sal y ver los barcos que llegaban repletos de cargamento. Le agradaba el sonido del agua chocando suavemente contra las columnas del muelle y el de las gaviotas que sobrevolaban la costa. En los muelles había hombres toscos y marineros que venían de todo el mundo. Algunos visitaban su casa y Mamá le pedía a Sara que esperara afuera hasta que se hubieran ido. Nunca se quedaban demasiado tiempo. A veces, le pellizcaban la mejilla y le decían que volverían cuando ella fuera un poco más grande. Algunos decían que ella era más bonita que Mamá, pero Sara sabía que eso no era verdad. No le agradaban. Mamá se reía cuando venían y actuaba como si estuviera feliz de verlos. Pero cuando se marchaban, lloraba y bebía whisky hasta que se quedaba dormida en la cama desarreglada que había junto a la ventana. A sus siete años, Sara se preguntaba si, en parte, Claudia no había tenido razón acerca de la pura verdad. Entonces, vino a vivir con ellas el tío Ramón y las cosas mejoraron. Ya no venían tantos hombres de visita, aunque sí lo hacían cuando al tío Ramón no le quedaban monedas que tintinearan en sus bolsillos. Era grande y aburrido; Mamá lo trataba con cariño. Dormían juntos en la cama al lado de la ventana y Sara tenía un colchón en el suelo. —No es brillante —decía Mamá—, pero tiene un buen corazón y trata de mantenernos. Son tiempos difíciles, querida, y a veces no puede. Él necesita que Mamá lo ayude. Otras veces, lo único que él quería era sentarse afuera, emborracharse y cantar canciones sobre mujeres. Cuando llovía, Ramón se iba calle abajo a la taberna para estar con sus amigos. Mamá bebía y se quedaba dormida. Para matar el tiempo, Sara buscaba latas y las lavaba hasta que brillaban como la plata. Las colocaba debajo de las goteras del techo. Luego se sentaba en el silencio de la choza mientras la lluvia caía con fuerza y escuchaba la música que producían las gotas al saltar dentro de las latas. Claudia también había tenido razón acerca del llanto. Llorar no hacía bien. Mamá lloraba de tal manera que Sara quería poder taparse los oídos y jamás volver a escucharla. Y todo el llanto de Mamá no cambiaba nada. Cuando los otros niños se burlaban de Sara e insultaban a su madre, la niña los miraba sin abrir la boca. Lo que comentaban era verdad; no se podía discutir. Cuando sentía que las lágrimas le venían, tan calientes que pensaba que iban a quemarla, Sara se las tragaba cada vez más adentro, hasta que se convirtieron en una pequeña piedra en su pecho. Aprendió a mirar de frente a los que la atormentaban, con una sonrisa de fría arrogancia y desdén. Aprendió a aparentar que nada de lo que ellos dijeran podía tocarla. Y a veces se convencía de que era así. Un invierno, cuando Sara tenía ocho años, Mamá se enfermó. No quiso que la viera un médico; decía que lo único que necesitaba era descansar. Pero seguía empeorando y su respiración era más forzada. —Cuida a mi niñita, Ramón —le pidió Mamá. Y sonrió como acostumbraba a hacerlo hacía mucho tiempo. Murió por la mañana, con el primer rayo de sol en su rostro y las cuentas del rosario en sus blancas manos. Ramón lloró violentamente, pero Sara no tenía lágrimas. Dentro de ella, la pesadez parecía demasiado grande para poder soportarla. Cuando Ramón salió por un rato de la choza, Sara se acostó en la cama con su madre y la rodeó con sus brazos. Mamá estaba fría y tiesa; Sara quería darle calor. Sentía los ojos arenosos y calientes. Los cerró y gimió una y otra vez. —Despierta, Mamá, despierta. Por favor, despierta. —Al darse cuenta de que no lo hacía, Sara no pudo contener las lágrimas—. Quiero irme contigo; llévame a mí también. Dios, por favor, quiero ir con mi mamá. Lloró hasta quedar exhausta y se despertó cuando Ramón la levantó de la cama. Había unos hombres con él. Sara vio que tenían la intención de llevarse a Mamá y les gritó que la dejaran en paz. Ramón la abrazó con fuerza, casi ahogándola con el olor de su apestosa camisa, mientras los demás comenzaban a envolver a Mamá con una sábana. Sara se quedó callada al ver lo que hacían. Ramón la dejó en libertad y ella se sentó en el duro suelo y no se movió. Los hombres hablaban como si ella no estuviera ahí. Tal vez ya no lo estaba. Tal vez ella era diferente, como decía Mamá. —Apuesto a que Marisol fue realmente bonita alguna vez —dijo uno, mientras empezaba a coser el sudario que cubría el rostro de Mamá. —Lo mejor para ella es estar muerta —dijo Ramón, volviendo a llorar—. Al menos ahora no es infeliz. Es libre. Libre, pensó Sara. Libre de mí. Si yo no hubiera nacido, Mamá viviría en una linda cabaña en el campo, con flores por todas partes, y sería feliz. Estaría viva. —Esperen un momento —dijo uno de los hombres, y tomó el rosario de los dedos de Mamá y lo dejó caer en la falda de Sara—. Apuesto a que ella hubiera querido que tú lo tuvieras, encanto. —Terminó de dar las puntadas mientras Sara hacía correr las cuentas con sus dedos fríos y miró a la nada. Todos se fueron, Mamá con ellos. Sara se sentó un largo rato en soledad, preguntándose si Ramón cumpliría su promesa de cuidarla. Cuando llegó la noche y él no regresó, bajó a los muelles y tiró el rosario a la barcaza de la basura. —¿Para qué sirves tú? —le gritó al cielo. No llegó respuesta. Recordó que Mamá había ido a la capilla grande para hablar con el hombre de negro. Él habló por largo tiempo y Mamá lo escuchó con la cabeza inclinada mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. Mamá nunca volvió allí, pero a veces pasaba las cuentas del rosario con sus dedos delgados mientras la lluvia caía contra la ventana. —¿Para qué sirves? —volvió a gritar Sara—. ¡Dime! Un marinero, al pasar, la miró de forma extraña. Ramón no volvió durante los dos días siguientes y cuando lo hizo, estaba tan borracho que no la recordaba. Ella se sentó de piernas cruzadas con la espalda hacia el fuego, contemplándolo. Estaba sensiblero; las lágrimas le caían por las mejillas barbudas. Cada vez que levantaba por el cuello la botella casi vacía, ella observaba cómo se le movía la nuez de Adán. Después de un rato, se desplomó y comenzó a roncar; el resto del whisky se escurrió por las grietas del suelo. Sara lo cubrió con la frazada y se sentó junto a él. —No pasa nada, Ramón. Yo te cuidaré ahora. Ella no podía hacerlo como Mamá, pero encontraría la manera. La lluvia martilleaba contra la ventana. Colocó las latas y se aisló de todo excepto del sonido de las gotas cayendo en ellas, produciendo música en el cuarto frío y desolado. Estaba contenta, se dijo a sí misma, realmente contenta. Nadie vendría a llamar a la puerta, ya no los molestarían más. A la mañana siguiente, atormentado por la culpa, Ramón volvió a llorar. —Tengo que cumplir la promesa que le hice a Marisol; de otro modo, no descansará en paz. —Mantuvo la cabeza entre sus manos y la miró fijamente con los ojos tristes inyectados en sangre—. ¿Qué voy a hacer contigo, niña? Necesito un trago. —Buscó en las repisas y lo único que encontró fue una lata de judías. La abrió y se comió la mitad, dejándole a ella la otra parte—. Saldré un rato a pensar las cosas. Tengo que hablar con unos amigos. Tal vez puedan ayudarnos. Sara se acostó en la cama y presionó la almohada de Mamá contra su rostro, consolándose con el perfume persistente de su madre. Esperó que Ramón regresara. Con el paso de las horas, empezó a temblar y sintió un profundo temor. Hacía frío; estaba nevando. Encendió el fuego y se comió las judías. Tiritando de frío, arrastró una de las frazadas de la cama y se envolvió con ella. Se sentó tan cerca de la chimenea como pudo. El sol estaba cayendo y el silencio era como de muerte. Todo empezó a detenerse gradualmente dentro de ella y pensó que si cerraba los ojos y se relajaba, podría dejar de respirar y morirse. Intentó concentrarse en eso, pero escuchó la voz de un hombre hablando con entusiasmo. Era Ramón. —Te gustará, lo juro. Es una buena niña. Se parece a Marisol. Es bonita. Realmente linda. E inteligente. Se tranquilizó cuando él abrió la puerta. No estaba borracho; tan sólo un poco pasado de copas. Le brillaban los ojos de alegría. Había vuelto a sonreír por primera vez en semanas.
Posted on: Sat, 05 Oct 2013 08:34:31 +0000

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