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o primero que vio cuando despertó fue que el cielo tenía un extraño color naranja, lo que le sorprendió bastante. Recordaba una vez, de niño, en que una fuerte calima procedente de África había teñido con ese tono el aire circundante, dejándolo así varias horas hasta que el polvo en suspensión se posó y cubrió todo lo que encontró debajo: casas, coches, aceras, farolas... Así que quizás eso era lo que había sucedido, una fuerte calima había llegado, con la misma densidad y opacidad que la que recordaba de su infancia, años atrás. Se incorporó de la cama y vio que las sábanas estaban empapadas en sudor; fue entonces cuando cayó en la cuenta del inmenso calor que hacía, sofocante en grado extremo. Se llevó las manos a la cara y acudió al baño para refrescarse un poco. La temperatura era tan alta que pensó que le estaba atontando; poniendo las manos en forma de cuenco se echó agua fresca por el pelo y el rostro. Una vez se hubo vestido, buscó la puerta de salida a la calle. Cuando la traspasó, la impresión que se llevó fue tan fuerte que tuvo que realizar un auténtico esfuerzo para no desmayarse. Ante él, desnuda y desplegada como un dosel, se encontraba una pradera de tierra rojiza, bajo un cielo naranja, con piedras de diversos tamaños diseminadas aquí y allá, sin rastro de casa o edificación alguna, tan solo un vacío total sobre el que soplaba a sus anchas el viento. Entonces la voz, surgida de algún punto imposible de identificar, se dirigió a él, con la resonancia catedralicia de quien habla desde el púlpito. —¿Seguro que estás preparado para salir ya, Diego? En situaciones como esa, uno no sabe qué responder, y menos cuando no puedes ver a quien se dirige a ti. —De acuerdo, estás desorientado, eso es lo que imaginábamos. Supongo que tendré que informarte de todo otra vez. Me imagino que irás recordando, poco a poco. Te llamas Diego Vázquez, y eres el primer astronauta de la ESA con destino a Marte. Como me imagino que te irá viniendo a la memoria, no eres el primero en lograr esta proeza, antes que tú llegó al planeta rojo la exploración americana y después un equipo mixto de dos cosmonautas rusos y dos taikonautas chinos. Lo que sí tiene de especial tu misión es que eres el primero en llegar a la órbita marciana solo. Espero que esta información no te cause una especial impresión, Diego. Al fin y al cabo, recuerda que estás entrenado específicamente para esto. Diego Vázquez escuchaba lo que le decían con los ojos entrecerrados, como intentando abrirse paso por entre la neblina de su memoria, buscando pistas, indicios que le recordasen su origen, mas no conseguía encontrar ninguna. En su cabeza solo sentía cansancio, producto sin duda del intenso calor reinante. —Bien, tras los nueve meses de viaje, por fin estás en Marte. Trataré de responder tus preguntas, una a una, por desgracia no puedes comunicarte con el control de la misión, así que intentaré descubrir lo que estás pensando. Yo te veo y te hablo, pero ninguna de esas cosas es posible realizarla a la inversa. Esto le sorprendió a Diego. ¿Por qué no podía comunicar con el control de la misión? Sus ocultos conocimientos de astronáutica parecieron aflorar a la superficie. ¿Es que acaso no le habían proporcionado un equipo de comunicación para dirigirse a la Tierra? ¿Qué clase de locura o caos organizativo dejaría a un astronauta solo en un planeta sin poder comunicarse? ¿O es que acaso se encontraba en la cara oculta de Marte? Sin embargo, a diferencia de la Luna respecto a la Tierra, Marte tenía un periodo de rotación similar al terrestre y un año un poco más largo, en algún momento tendría que poderse contactar con la Tierra; pero la voz decía que no era posible. Estos pensamientos hicieron que la cabeza comenzara a dolerle y acentuaron la sudoración en la espalda. Las gotas resbalaban por su piel una tras otra como si se tirasen desde lo alto de un tobogán. Mientras, la voz proseguía. —No necesitas traje espacial, como puedes ver. Ante ti tienes la superficie marciana y todo el oxígeno que necesitas lo producen unas bacterias modificadas genéticamente que se adhieren a tu piel y se alimentan de células muertas de la epidermis. Por otra parte, como habrás visto cuando te has levantado, el interior de la nave recrea tu casa hasta el más mínimo detalle. Esto se hizo así para tu comodidad. Por supuesto, si precisaras utilizar la sala de máquinas o entrar en los barracones de almacenamiento, verías las auténticas estructuras de la nave espacial. No creo, sin embargo, que sea necesario. Tu verdadera misión consiste en explorar la superficie marciana, la recogida de muestras, el análisis del suelo. Para ello dispones de abundante material en el interior de la nave. Nos enviarás los datos lo más pronto que puedas. Cuando te autoricemos te pasaremos las coordenadas del punto de encuentro con tus compañeros norteamericanos, rusos y chinos. Creo que está bastante claro, ¿no? Así que ya sabes, lo primero la obligación y después el ocio. Cuando estés listo, Marte te aguarda. La voz calló y el silencio más absoluto vino a reemplazarla. Diego volvió sobre sus pasos, entrando de nuevo en la nave para buscar los equipos necesarios para la exploración. Su cabeza era un torbellino en plena efervescencia. Por un lado, comenzaba a recordar conceptos de astronáutica, detalles sobre los viajes espaciales, sobre Marte, sobre su misión, pero parecía haber olvidado todo lo referente a su vida personal, por más que buscaba y rebuscaba, excepto el recuerdo de la calima, ninguna imagen de su infancia, de sus padres, de sus amigos o estudios, ninguna anécdota se le venía a la mente, y lo peor: cuando sondeaba sus recuerdos en busca de estos jirones de memoria, la cabeza le apretaba como si sus parietales fueran dos placas tectónicas inmensas aplastándose la una con la otra. Dentro de la nave, descubrió que casi todo el instrumental que necesitaba se encontraba en el salón de su casa. Tomó una perforadora portátil, con una broca de aleación de acero y titanio que giraba a miles de revoluciones por minuto, pocas piedras podrían aguantarla. Una sonda de posicionamiento y un analizador químico completaron los pertrechos. Fue al garaje y montó en un pequeño jeep. Había allí multitud de vehículos, no solo terrestres, sino también aéreos, e incluso un par de ellos, con largos y estilizados patines, parecían concebidos para desplazamientos acuáticos. El garaje ya no era como el de su casa, y las inmensas paredes blancas, refulgentes y pulidas hasta el femtómetro, curvándose a medida que ascendían, recordaban a un gigantesco huevo de dinosaurio. A una orden dada a través del mando del jeep, una ranura naranja se abrió entre las enormes paredes y el paisaje marciano apareció en toda su soledad ante él como si alguien hubiese descorrido unas blancas cortinas. Una vez se hubo alejado de la nave lo suficiente, consultó la sonda de posicionamiento. Se encontraba en una formación geológica marciana denominada Hellas Planitia, el punto más bajo del planeta, casi a seis mil metros de profundidad en su cuenca central. Diego recordó que las teorías decían que fue probablemente originado por el impacto de un meteorito, hace millones de años en el pasado, en la época en que el Sistema Solar se encontraba aún en la misma fragua de la creación. Ahora que se fijaba bien, casi todo era arena, fina y ligera, que se escurría entre sus manos, y tan solo muy de vez en cuando se veían pequeñas piedras dispersas, que nunca criatura alguna había movido o tocado. Se percibía que el lugar del aterrizaje fue prácticamente en la parte central del cráter, pues el terreno picaba hacia arriba muy poco a poco, y de hecho no se alcanzaban a ver los bordes, a varios kilómetros por encima de su cabeza, pues estaban envueltos en el velo sucio de la atmósfera marciana de dióxido de carbono y polvo en suspensión. Mirando hacia atrás, Diego contempló su nave espacial, que parecía desde la distancia un champiñón achaparrado, desentonando de manera notable con el ambiente. Detuvo el vehículo y comenzó a picar una roca grande con la perforadora. Un humo ambarino le nubló parcialmente la visión y se puso las gafas, sin duda la consistencia de la piedra era bastante recia, tal vez estuviese constituida por silicatos, al igual que la mayoría de rocas de la Tierra. El ruido de la broca rotando pareció herir el sepulcral silencio de aquel mundo dormido, y Diego se sentía como un vándalo que hubiese entrado a hurtadillas en un museo para taladrar una escultura o pintarrajear un cuadro. Las primeras vetas de minerales quedaron pronto a la vista y fue colocando las pequeñas piedras y los grumos de arcilla en la bandeja del analizador, que separaría los componentes uno a uno y presentaría las lecturas espectrográficas. La elección del lugar sin duda no había sido casualidad, si aquello era una cuenca producida por un meteorito podría obtenerse información muy reveladora, no solo de las características geológicas de Marte, sino también del propio meteorito que impactó contra el planeta en la época en que el Sistema Solar se estaba formando, cuando rocas de diversos tamaños cruzaban incesantes los cielos de todos los mundos; los datos podrían arrojar luz sobre los mismos orígenes del Sistema Solar. Esta perspectiva alegró bastante a Diego, que sentía que el científico que llevaba dentro se veía espoleado por la curiosidad y la importancia de lo que estaba haciendo; sin embargo, pensamientos de esa clase le recordaron también el hueco que había en su cabeza sobre él, sobre su vida personal anterior, y como no deseaba que le volviera a atacar la jaqueca propia de cuando intentaba ahondar en su pasado, alejó de sí todas estas ideas y se centró en su trabajo. Mientras el analizador mostraba las proporciones químicas de iridio, sin duda del meteorito, de carbono, hierro y níquel, Diego recogió muestras del arenoso suelo, guardándolas en bolsitas de plástico. Cuando terminó, comenzó a enviar a la Tierra los datos del analizador, sorprendiéndose de cómo fluía de su cabeza, de manera natural, lo que había que hacer, como si conociese todos los entresijos del aparato. No tenía idea alguna del momento en que aprendió a manejarlo, tanto pudiera ser que lo estudió en una academia como que este conocimiento le hubiera llegado desde una vida anterior a la suya. Después de esto se montó en el vehículo y volvió a la nave espacial, observando cómo la noche comenzaba a descender sobre Marte, unas inquietantes sombras, sin duda alguna procedentes del borde del cráter, se cernían rodeándolo poco a poco, con su aserrada simetría. Un miedo primitivo se apoderó unos segundos de él: mejor sería regresar a la nave, y cuanto antes. En la cómoda y tranquila seguridad del interior, mientras afuera la noche marciana conjuraba monstruos, Diego cenaba pollo al ajillo y ensalada gracias a la avanzada tecnología de conserva de alimentos y la cocina automática. Puso el televisor y se enganchó un rato con una comedia amorosa de enredos, insustancial, sin duda programada por el control de la misión con claras intenciones de matar un poco el tiempo antes de irse a la cama. Cuando se iba a acostar, la voz se dirigió de nuevo a él, sobresaltándolo tanto que hizo que derramara un vaso de agua. —Hola de nuevo, Diego, disculpa si te he asustado. —Hola, y no os preocupéis, que no ha sido nada —dijo Diego mirando el estropicio del suelo, consciente de que no lo oían. —Me dirijo de nuevo a ti para informarte, una vez hemos comprobado que has cumplido con la primera parte de la misión, del lugar donde se encuentra la base conjunta de los norteamericanos, los chinos y los rusos. Aunque te parezca sorprendente, el emplazamiento está situado en el polo sur marciano y allí deberás dirigirte mañana a primera hora. Ellos te informarán de las características exactas de tus objetivos a partir de ahora. Te paso las coordenadas y te recomiendo, dado que tienes que desplazarte varios miles de kilómetros, que utilices los transportes de movimiento individual, están preparados para rescates y avanzan a gran velocidad, no hace falta que desplaces de Hellas Planitia la nave madre. Aquí van las coordenadas: ochenta y cinco grados quince minutos latitud sur, veinticuatro grados doce minutos longitud oeste. Saludos y hasta un futuro cercano. Con esa enigmática despedida, la voz se apagó, y Diego, un tanto inquieto, aunque sin ser capaz de identificar la causa (creyó que sería por el viaje de mañana), recogió el vaso roto y los restos de la cena y fue a acostarse. * * * Al día siguiente, una vez realizados los preparativos del viaje, Diego acudió al garaje y seleccionó una especie de planeador de curiosa forma aerodinámica, pero que contaba en su vientre con un poderoso motor iónico que le haría recorrer grandes distancias en muy poco tiempo. En la tranquilidad de su cabina, Diego se desplazaba en su extraña máquina voladora sobre las naranjas arenas de Marte, pronto dejó atrás Hellas Planitia, surcando los grises y translúcidos cielos en dirección al polo sur. Diego se había preguntado qué tipo de base habrían construido las anteriores misiones, y cuando llegó a su destino, le sorprendió profundamente encontrarse una cúpula blanca, cerrada sobre sí misma como un capullo de flor de almendro, inasible desde la distancia y desde la cercanía. Redujo la velocidad planeando leve por el aire, se encontraba a escasos cien metros cuando una puerta inmensa se abrió y le dejó entrar. Detuvo la nave en una sala de aspecto caótico, con cajas apiladas aquí y allá y plásticos de envolver arrugados por todos los rincones. Descendió del vehículo y caminó sobre una superficie metálica que hacía que sus pasos reverberasen por todo el recinto, fue entonces cuando vio un grupo de hombres y mujeres en el otro extremo de la sala, mirándolo con curiosidad. Uno de ellos, un astronauta de pelo rubio ralo se adelantó varios pasos y dijo con voz potente teñida de un fuerte acento de americano del sur. —Bienvenido, amigo. Soy Paul Thomas, el capitán de la exploración americana. Diego se acercó y le estrechó la mano. —Diego Vázquez, de la ESA, un placer. Thomas le pasó un musculado brazo por el hombro y señaló al resto de sus acompañantes. —Te presento al equipo: Kai Din y Jong Sei, Iván Mirov y Yevguenia Soltsin y mi compatriota Sarah Fowler. Aquí como ves somos una pequeña delegación de las naciones unidas, jaja... —tras una risa que a Diego le sonó forzada, su tono adquirió un punto más serio—: Nos entendemos a la perfección, y espero que tú también hables nuestro mismo idioma. Mientras contemplaba a sus futuros compañeros, unos más sonrientes que otros, Diego se preguntó qué había querido decir Thomas con aquella última frase. Cada vez le molestaba más las extrañas indirectas que el control de la misión o ahora un colega de trabajo le lanzaban. Esto, unido a su imposibilidad de recordar nada que no fueran los detalles más técnicos de la misión, aumentaba su inquietud por momentos. Thomas volvió a hablar, recomendando descanso a Diego, y él y Sarah Fowler le llevaron a su habitación, un ovalado cubículo de gran tamaño, tan bien equipado que alguien podría vivir ahí dentro sin salir durante días. Diego guardó sus pocas pertenencias y se recostó en la mullida cama unos segundos. Para su sorpresa se le estaban cerrando los ojos de cansancio cuando una voz que provenía de ningún lugar y de todos rompió el silencio del cuarto. Esta vez era sin embargo Thomas quien les hablaba. —Señores, cuando deseen pueden pasar a cenar. Hoy tenemos un menú espacial, jeje, en honor de nuestro recién llegado. Cuando llegó Diego, solo faltaban los dos taikonautas chinos, que no tardaron en aparecer por la puerta, una vez dentro saludaron a los presentes y todos se sentaron en torno a una mesa redonda blanca. Tanto blanco ya aburría, pensaba Diego. Los platos no fueron nada del otro mundo, pero Thomas los presentaba hablando de ellos como si de sus propios hijos se tratase, y todos los reunidos alabaron por cortesía la sutil cocina del norteamericano. La conversación fue bastante insustancial durante la cena, pero hubo un cambio brusco una vez terminaron de comer, mientras unos pequeños androides retiraban los platos. Sarah Fowler le preguntó a Diego a bocajarro. —Dime, Diego, ¿no has notado nada extraño desde que llegaste a Marte? Diego sintió que todos lo miraban, traspasándolo. —¿A qué te refieres exactamente, Sarah? Ella jugueteó un momento con los rizos de su pelo castaño. —No sé, tus impresiones, tus sensaciones. Al fin y al cabo estás en otro mundo. No has salido a dar un paseo y comprar el periódico. A Diego le molestó la burla de Fowler. Tuvo la intuición de que le estaba preguntando, de una forma bastante tangencial, sobre sus recuerdos, y no sabía si debía hablar sobre ello. ¿Sería una prueba? ¿Pero de qué tipo, de confianza, de salud mental? Paseó su vista por los presentes: los taikonautas lo miraba tan quietos que se diría que no respiraban; Mirov estaba reclinado en la silla con los ojos entornados, pero dirigidos a él; su compañera rusa observaba a Diego con aire de conmiseración; Paul Thomas, en cambio, estaba más serio de lo que lo había visto desde que lo conocía, la gravedad extrema no le iba bien a su cara de humorista nato. Todos, en suma, estaban pendientes de Diego, mientras él se debatía en su interior sobre si hablar o no. Finalmente, como tirándose a la piscina, dijo. —No recuerdo nada de mi pasado. No sé quién soy. Parece que en mi cabeza hay una enciclopedia, pero nada de mi vida personal. Los presentes guardaron un incómodo silencio y Diego vio cómo Yevguenia Soltsin asentía muy levemente. Fue Thomas, quien parecía ser el maestro de ceremonias, el que se puso de pie y dijo. —A todos nos sucede lo mismo. —Nos hemos preguntado muchas veces el por qué —empezó Sarah Fowler, que tomaba el testigo de su compatriota—. Creímos al principio que sería un efecto del vuelo espacial, tan largo y en estado de criogenia, pero los aparatos no registraron ninguna anomalía durante el viaje. Se pensó en algún campo de Marte que afectase a nuestra memoria de forma selectiva, algo bastante retorcido, sin duda —Diego notó cómo Thomas suspiraba levemente—, pero tampoco era el caso. Los análisis realizados, trabajando todos juntos, determinaron que nuestras memorias fueron borradas antes de salir de la Tierra. Diego se quedó mudo. Boqueó un par de veces y consiguió decir. —Entonces, alguien de la misión... —Exacto —le interrumpió Sarah— el control de la misión lo hizo. —¿Y nunca le contasteis que no recordabais nada? —Nosotros, imagino que igual que tú, solo escuchamos al control, no le podemos hablar. Él nos ve pero no nos oye. Él puede hablarnos pero nosotros no podemos responder. —Intuyo —dijo Diego, midiendo cada palabra— que habéis decidido algo ya respecto a esta cuestión, ¿no es cierto? Esta vez fue Ivan Mirov quien habló, incorporándose en su silla. —Así es, y queríamos comentarlo contigo, para ver qué te parece —su voz tenía una agradable cualidad musical, una entonación de tenor—. Hemos decidido romper todo vínculo con los que nos hicieron esto. Hemos decidido romper con la Tierra. —¡ ¿Qué?! —exclamó Diego—. ¿Os habéis vuelto locos? ¿Creéis que es posible que siete personas puedan sobrevivir sin medios en un planeta desértico a cien millones de kilómetros del resto de la humanidad? Y además, control de misión, nos observa. Incluso esta conversación les llegará en minutos. —Tranquilo, Diego —dijo Sarah—, he desarrollado un sistema de bloqueo. Esta cocina es una especie de jaula de Faraday, no podemos ser espiados. —Y respecto a si nos hemos vuelto locos —añadió Thomas—, créeme que no. Nuestro plan es perfectamente lógico. Déjame que te lo detalle. Retorciéndose las manos con fuerza, Diego se acomodó en la silla, buscando una postura que le ayudase a disminuir la tensión que recorría su cuerpo de arriba a abajo como una descarga. —Es posible formar una colonia humana con los siete que somos. Si lo que te preocupa es la variabilidad genética, te aseguro que se puede lograr mediante técnicas de modificación que aplicaríamos una vez la mujer estuviera embarazada. Ya no estamos en el siglo XIX, y esto no es el motín de la Bounty, jeje... Al oír estas palabras Diego tuvo la sensación de que todo iba muy deprisa, o quizá fuese él, que se movía, hablaba y razonaba como si estuviese en mitad de arenas movedizas. Captando su azoramiento, Fowler se explicó. —Puede parecer duro, pero será necesario asegurar la variabilidad genética si queremos que la colonia prospere. Deberán nacer un varón y una mujer, como mínimo, para que los hijos que tengan sean modificados genéticamente y dejen de ser hermanos cuando procreen entre ellos. Yevguenia y yo sabemos que tendremos que quedarnos embarazadas; no entraba en nuestros planes, es algo que nos asusta y no podemos decir que nos atraiga la idea, pero la lógica se impone. Diego estaba horrorizado. Allí había varios astronautas, reputados y prestigiosos hombres de ciencia, excelentes ingenieros, laureados comandantes militares, con probables familia en la Tierra, aunque ahora no las recordasen, y todos ellos dispuestos a jugar a ser dioses con la ingeniería genética y a rebelarse contra su propio mundo, su propia especie, su propia identidad. No podía dar crédito al espectáculo que sucedía ante sus ojos. —Es duro de aceptar, lo sé —dijo por primera vez Yevguenia, mientras le acercaba una mano que rozó suavemente su antebrazo—. A mí me costó mucho, me pasé una tarde paseando intentando asimilarlo y comprenderlo. Al final reconocí que no quería volver a tratar con los que nos hicieron esto a nuestras mentes. —Sí —dijo Mirov, y sus ojos llameaban como los de un tigre en la noche—, ellos nos lo robaron todo. Nos lo quitaron todo. Tengo un vacío en mi interior que quiere ser llenado. Mi intuición me dice que alguien me espera allá abajo, quizá una mujer y unos niños que juegan en un jardín, seguro que mis padres, ¡pero no recuerdo quién, no puedo saberlo! Nos han tratado como autómatas... ¡o aún peor! Nuestra humanidad no les importó nada, nos la arrebataron. Pues bien, ¡que se queden con ella! ¡Nosotros construiremos otra aquí, en nuestro nuevo mundo! —¡Sí! —Gritó con entusiasmo Thomas—. ¡Esto será una nueva emancipación! ¡Repetiremos el cuatro de julio de mil setecientos setenta y seis! Diego comprendía la postura de sus compañeros en su aspecto más impetuoso, pero se resistía a aceptarla. Un nudo invisible le ligaba a su mundo de origen, un cordón umbilical que se no podía romper. —¿No habéis pensado —dijo intentando ser conciliador—, que quizá en la misión de regreso, una vez hayamos llegado de nuevo a la Tierra, nos restablezcan la memoria? Los demás se miraron. Diego comprendió que estaba actuando tontamente. Aquellos hombres y mujeres si por algo destacaban era por su inteligencia, resultaba evidente que habrían considerado cada cara y cada arista del problema. Sarah se puso en pie y los demás la imitaron. Solo Diego permanecía ahora sentado, ¿hablando quizá un idioma distinto al de sus compañeros? —No habrá viaje de vuelta, Diego —dijo Thomas con tono glacial—. A esta base llegó un comunicado del control de la misión. Somos la avanzadilla. Nosotros iniciaremos la terraformación de Marte, luego vendrán los demás y lo colonizarán, o quizá lo utilicen como recreo o destino de vacaciones, da igual. En cualquier caso, dejaron claro que aquí vamos a permanecer, que no había retorno posible. Dadle el papel. Llegó también por escrito. Kai Din entregó el documento y Diego lo leyó mientras sentía que el suelo que pisaba se volvía de pronto blando, una sustancia pastosa y pegajosa. Agradeció estar sentado. —Hemos sido juguetes en sus manos. ¿Te convences ahora, Diego? —dijo Sarah Fowler. Diego no respondió. Miraba al papel, sin mirarlo. Asintió con una inclinación tan leve que si no fuera porque todos estaban encima de él, mirándolo, hubiera pasado inadvertida. —Déjame que te cuente mi plan —dijo Thomas, retomando su hilo anterior—. Mañana desconectaremos con la Tierra. Podemos hacerlo. No sé qué pensarán, tal vez que hemos muerto. Las órdenes del amanecer llegarán y después aislaremos todo el recinto, de tal modo que ellos no reciban el acuse de recibo de sus transmisiones. Se acabó el Gran Hermano, ampliaremos lo que hemos hecho para esta sala a todo el edificio. Por supuesto, desde los satélites en órbita nos tendrán bien vigilados, pero no hay problema, verán la cúpula, pero nada más. Como te digo, pensarán que hemos muerto. Las órdenes de la mañana muy probablemente traigan alguna salida al exterior, como será el último mensaje que sabrán que hemos recibido, me imagino que creerán que ha habido un accidente en la expedición. »Posiblemente en el futuro envíen una misión de rescate, o para investigar qué nos sucedió y tal vez relevarnos. No importa, estaremos lejos. Nuestro plan es abandonar la cúpula e instalarnos en otro sitio, quizá incluso en el subsuelo, lejos de las miradas inquisidoras de los cuervos de ahí arriba. Disponemos de la tecnología para hacerlo y del tiempo necesario. »Y ahora dinos, ¿hablas nuestro idioma, Diego? Diego asintió, la vista perdida. Thomas le pasó la mano por el hombro, paternal. —De acuerdo, entonces —dijo el fornido norteamericano—. Yo me retiro, mañana será un gran día. El resto de los astronautas siguieron los pasos de Thomas. En la habitación quedaron solo Yevguenia y él. La rusa se le acercó. Él seguía con la vista perdida, como si buscase una clave en el infinito. Yevguenia cogió una silla y se sentó inclinándose hacia él. Los cabellos inusitadamente largos, de otra época, color amarillo suave como la brisa del amanecer en un trigal, acariciaban en su bamboleo las piernas de Diego con la suavidad de un roce prohibido. El perfume de la astronauta también le llegaba, era sutil y era potente a la vez. Quizá fuese la combinación de todos estos factores lo que hizo que Diego abandonase su ensimismamiento. —¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó a su compañera. —No, di mejor qué puedo hacer yo por ti —respondió Yevguenia, sonriéndole. Diego se obligó a corresponder a la sonrisa, pero temió que lo que estuviera haciendo fuese una mueca grotesca. —Comprendo lo que estás pasando —siguió Yevguenia—. Creo que lo comprendo mejor que cualquiera de mis compañeros. Como te conté, para mí fue muy difícil de aceptar, pero ahora entiendo, ahora por fin comprendo. ¿Qué podemos hacer? ¿Doblar las rodillas ante quienes nos han mutilado? Tenemos la oportunidad de construir un futuro, de empezar de nuevo, de librarnos del lastre de los pecados del pasado. Si cumplimos con lo que nos dicen habremos cedido a la humillación, seremos justo los robots de carne que ellos esperaban que fuéramos. ¿No te quema esto la sangre? —Sí que me molesta —reconoció Diego—. Es solo que siento que en el fondo, no puedo hacerlo. No puedo rebelarme. No puedo ser un traidor a mi especie. —Y no lo serás, no vas a enfrentarte con los seres humanos, tan solo vas a desaparecer. No es una traición. —Sí, supongo que tienes razón en lo que dices. Y desde luego que ser tratado como hemos sido tratados es algo que uno puede tolerar. —Exactamente. Diego miraba ahora a Yevguenia. La contemplación de la joven le infundía una extraña calma. Se sentía a gusto con ella. Eclipsaba la soledad que había sentido desde que aterrizó en Marte. Los ojos de la rusa brillaban de entusiasmo y no se apartaban del rostro de Diego. —¿No te emociona —preguntó Yevguenia, casi susurrando— la idea de empezar otra vez? —Entonces cogió la mano de Diego y la estrechó entre las suyas—. Seremos los nuevos Adán y Eva. Sarah y yo tenemos que quedarnos embarazadas, pero podemos elegir. Se había hablado de que uno de los padres fuera un taikonauta, para mayor variabilidad genética natural, pero el otro puesto está vacante. Sarah no está interesada en ninguno de los hombres, me lo ha dicho. Si yo te escojo a ti, ocuparías esa vacante. Es decir... si eso es lo que quieres. Diego, en un gesto que le sorprendió incluso a él mismo, apoyó un instante la cabeza en el hombro de Yevguenia, cerrando los ojos. —Claro —respondió, y una lágrima bailó en su pupila, como una estrella solitaria en un cielo de invierno. Yevguenia le acarició la cabeza, introduciendo su mano entre el pelo de él, formando estáticas olas. Diego se sentía en una especie de paraíso. Sí, quizá fuera que Marte era el cielo, todos habían muerto y ahora se disponían a disfrutar de la vida futura. Por desgracia, la sombra de los graves acontecimientos sucedidos y por suceder se cernía sobre su instante de dicha como un castillo ante un acantilado; tenía además la propiedad de recordarle lo fugaz que era todo cuanto constituye el tejido del presente, sea éste bueno o malo. Yevguenia apoyó su mejilla en el cabello de Diego. Los dos parecieron fundirse como dos sombras en el agua, y ni uno ni otro añadieron nada más. Sobraban las palabras. En momentos como ese, existe una comunicación entre dos personas que es más que verbal y más que gestual, es como si todas las barreras del mundo físico hubiesen sido derribadas y las almas entrasen en contacto, volando juntas por un universo inmaterial. Diego y Yevguenia, solos en aquel mundo naranja, dos criaturas sin pasado y con un futuro incierto, bajo un caparazón de acero, bajo sus propios caparazones de piel y huesos, habían podido dar un paso más allá, largar velas y alejarse de la constante costa, rumbo a aguas desconocidas. Habían trascendido su propia humanidad y tocaban con un brazo estirado la morada del cielo. Sin embargo la sombra del castillo era alargada, y Diego fue el primero en incorporarse, rasgando la estructura de lo que habían creado entre los dos. Yevguenia lo miró, su piel blanca, pura, sus ojos anchos. Se levantó y se alisó el traje. —Te veo mañana, entonces —le dijo a Diego. —Hasta mañana. Y se marchó. Diego se quedó solo en la blanca cocina, sentado ante la blanca mesa, con un fregadero limpio y ordenado, alguna sartén en la placa, los armarios herméticos, un androide de recogida hecho un guiñapo sobre sí mismo en una esquina. Entonces volvió la preocupación, la duda: ¿hacía lo correcto? A medida que la distancia temporal del instante que pasó junto a Yevguenia se agrandaba, una sensación de inquietud se iba apoderando de él, desplazando con un soplido las aguas tranquilas que ella amansó. Sí, aquello no podía estar bien, era como pagar justos por pecadores, romper con los lazos humanos de todos por culpa de unos pocos. No podía hacerlo. Quizá fuese en su vida anterior un hombre sin escrúpulos, quizá incluso accedió a que le borraran la memoria, él y todos los que ahora se quejaban, ¿quién les aseguraba que no se vendieron por el poder, por la fama, por la gloria imperecedera y ahora, renacidos, repudiaban lo que ellos mismos se habían hecho en su anterior reencarnación? Pudiera ser. Sin memoria, el pasado ya no eran hechos esculpidos en piedra, sino que se fundía con el futuro en un océano de posibilidades. Pero no importaba, fuese quien fuese en su vida anterior, lo que contaba era quién era ahora, en quién se había convertido en los últimos días. Es posible que no fuese una verdadera conversión, a lo mejor no habían podido borrar sus convicciones íntimas más profundas; o en una explicación más mundana, el sentido de la ética que le habían dado se les había vuelto contra ellos. En realidad, nada importaba. Todo se podía simplificar a un único punto: no podía y no quería abandonar a la humanidad. Y no lo haría. Había tomado su decisión. Con la parsimonia de los grandes actos, de las gestas heroicas, se levantó de la mesa por primera vez desde que se sentó a cenar aquella tarde. Fue a los hangares, donde su nave aún reposaba tal y como la había dejado. No creía que los otros se opusieran con fuerza física, pero en cualquier caso, para evitar una posible lucha, saldría ahora mismo, bajo el abrigo de la noche. O puede que hubiese otra razón, claro. No enfrentarse a ella, evitar en primera persona el dolor mutuo que sin duda se infligirán. Cuando estuvo dentro de su vehículo, las puertas de la cúpula se abrieron, silenciosas. Diego temió por un momento que saltase alguna alarma, pero no pasó nada. Ante él la noche marciana se desplegaba en todo su misterio. Conectó los motores iónicos que apenas zumbaron y salió disparado hacia las tinieblas de aquel mundo. No iba a estropear el plan de sus compañeros. Esperaría a que fuese bien entrado el día de mañana, a estar bien lejos de la cúpula, para emitir un aviso de socorro a la Tierra. Se anunciaría como el único superviviente. Regresaría a su nave y esperaría la partida de rescate. Durante un momento Diego detuvo la marcha y miró hacia detrás. La blanca cúpula había sido ya engullida por la noche marciana y la atmósfera relucía con extrañas estrellas y con dos manchas de luz irregulares, Phobos y Deimos, lunas de Marte. El silencio y la quietud del paisaje tenían la consistencia de la niebla en un sueño. Diego se imaginó a Yevguenia, estaría durmiendo en su cama, arropada por cálidas sábanas. ¿O quizá estuviese despierta? ¿Quizá se hubiese levantado al baño, en camisón, andando por los fríos y sucios pasillos metálicos, y al pasar frente a la habitación de Diego y mirar por el ojo de buey no le habría visto, y luego hubiese ido a la cocina, esta vez corriendo, y no le vería allí tampoco, y entonces con un peso oprimiéndole el pecho correría por toda la base, arriba y abajo, hasta que llegase al hangar, y allí lo descubriese todo, y entonces se dejaría caer al suelo, sin importarle si estaba frío o no, sucio o no, y lloraría, con lágrimas exquisitas, pues estaban creadas y moldeadas en su propio interior. Y Diego desearía poder estar junto a ella y besarle las lágrimas y sorber ese agüilla dulcemente salada, y decirle que no se preocupase, que todo había sido un susto, que allí estaba él, con ella, los dos, siempre. Pero no sería así. No le sorbería el agüilla de las lágrimas, ni le diría que no se preocupara, ni que todo había sido un susto; pues él no estaría allí, con ella no estaría allí, ni en ningún lugar, los dos, nunca. Él no era como ellos. Tenía el recuerdo de África y la calima, de las casas, coches, aceras y farolas cubiertos de polvo anaranjado, y era el hilo del que tiraría para volver a encontrarse a sí mismo.
Posted on: Sat, 24 Aug 2013 19:47:40 +0000

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