Conocí a Manolo Escobar una noche, hace pocos años. Bueno, - TopicsExpress



          

Conocí a Manolo Escobar una noche, hace pocos años. Bueno, aclarémoslo. A Manolo Escobar de oírle cantar o de verlo en el cine lo conocía desde la infancia. Incluso me atrevería a decir que la primera película que vi de él fue Los guerrilleros donde cantaba el Porrompompero, se glosaba la guerra de la independencia y se incurría en errores garrafales como el de que hablara de Bailén en una canción nada más comenzar el conflicto bélico. Manolo Escobar era una referencia casi omnipresente. Un tendero llamado Pablo que vivía cerca de mis padres le profesaba unos celos morunos porque a su mujer le encantaba e incluso había pretendido colocar una foto del cantante en casa. Pablo se había opuesto y lo justificaba ante los parroquianos diciendo: “Es que yo soy muy celoso, soy muy celoso”. Desde luego, eran otros tiempos… Por añadidura, mi hermano Gustavo sentía verdadera pasión por Manolo Escobar. Supe de la existencia de una canción que hablaba de unos toros y una minifalda porque mi hermano, con apenas tres o cuatro años, vino de la plaza cantándolo y así siguió durante semanas. Recuerdo que a mi lo que decía mi hermano me causaba una cierta perplejidad porque no paraba de repetir “no me gusta que a los toros les pongan la minifalda” y yo no terminaba de entender por qué los cornúpetas iban a llevar tan singular prenda a la sazón muy discutida. Luego ya supe que, con dudosa gramática, lo que advertía Manolo Escobar era “no me gusta a los toros te pongas la minifalda”. Pero, volviendo al punto de inicio, aunque Manolo Escobar sonaba a todas horas en una barriada como la mía rebosante de emigrantes andaluces, yo tardé en conocerlo décadas. A la sazón, dirigía todavía La Linterna en COPE y estaba de salida con el programa. Lo de las salidas tenía su aquel porque lo mismo se desarrollaban de manera magnífica – por ejemplo, a Murcia o a Valencia – que te demostraban que en la cadena de los obispos había mucha gente, demasiada, que iría mucho a misa, pero a los que Dios no había llamado por el camino de la comunicación. Eso sin contar con que te preparaban un listado de personas a las que había que invitar y que lo mismo eran los encargados de sacar adelante el desastroso aeropuerto de Ciudad Real – una de las entrevistas en las que creo que deje bien claro que se puede ser honrado como comunicador le guste a quien le guste – o no aparecían con lo que te habían un roto en la emisión que tenías que cubrir improvisando. De esto último podría mencionar varios episodios, pero, como no quiero que hoy también me acusen de anticlerical, silenciaré nombres. Con el paso del tiempo, se aprende y yo comprendí que aunque me encasquetaran algunos personajes dudosos también podía intentar que citaran a gente de interés. Así, al enterarme en la comida previa al programa de que Manolo Escobar vivía cerca de donde estábamos, insistí en que se alterara el orden establecido de entrevistas para incluirlo. Aceptó encantado la invitación realizada tan sólo con un par de horas de adelanto alegando que me escuchaba habitualmente y que era un gran admirador mío. No puedo asegurar si era verdad o simplemente se trató de una cortesía. De lo que no me cabe la menor duda es de la reacción cercana al delirio que provocó al salir al escenario de aquel teatro abarrotado desde donde se emitía La Linterna. Para recibirle, había yo dispuesto que sonaran las notas de esa canción que reza aquello de “que vivan los cuatro puntos cardinales de mi patria, que vivan los cuatro juntos” y “porque en España lo que sobra es hidalguía”. La letra se puede discutir y más con los que tiempo corren, pero no en el caso del popular cantante. Manolo Escobar nunca olvidó que había sido un emigrante o, como él decía, “un desertor del ara´o”. Trasplantado desde su Almería natal a Cataluña, supo lo que era vivir varias familias en un domicilio minúsculo, tener la cabra en el balcón para asegurarse la leche o curarse una tuberculosis con ventosas porque Franco todavía no había creado la seguridad social. También conoció de primera mano unos inolvidables concursos radiofónicos en los que, con la excusa de imitar a Rafael Farina o a Manolo Caracol, se daba a conocer. Nunca renegó de aquellos orígenes. De hecho, afincado en un Benidorm que encontraba, a la vez, cálido y tranquilo, y donde no terminaba de retirarse, seguía manifestando un recuerdo cariñoso hacia aquellos años duros de los comienzos. A pocas, muy pocas personas, he conocido que fueran más sencillas, menos engreídas y más conmovedoramente realistas a la hora de enjuiciarse. Jamás tuve ocasión de contemplar que culpara a nadie de sus errores e incluso, cuando en cierta ocasión le pregunté por una fábrica de pantalones que no funcionó de acuerdo a sus expectativas, se limitó a decirme sonriendo que aquella experiencia demostraba la sabiduría del dicho que afirma “zapatero a tus zapatos”. Sus mismas películas – que siguen consiguiendo envidiables picos de audiencia cada vez que vuelven a pasarse por la televisión – las enjuiciaba diciendo que un tercio merecía la pena verlas “por la música y la historia”, otro tercio “sólo por la música” y otro tercio “ni por la música”. Yo, hace un par de años, compré un paquete donde venía su cine más o menos completo y lo fui revisando al tiempo que escribía por las mañanas – es sabido que mientras redacto mis libros suelo ver una película – y la verdad es que mi juicio resultó menos riguroso que el del propio Escobar. En ese recuerdo honrado y cabal de lo que había sido y de lo que era se encontraba, sin duda, la base de la simpatía especial que siempre manifestó hacia la emigración tanto si se trataba, como la suya propia, de la interior o de la encaminada al extranjero. Vez tras vez, se dirigió a Alemania y a otros puntos de esa Unión Europea a la que ahora pertenecemos para entonar sus canciones ante aquellos españoles que habían dejado el terruño con una maleta de cartón y enviaban marcos o francos a España equilibrando una famélica balanza de pagos. Porque no nos engañemos: el milagro español no se debió a la especial sabiduría de Franco sino a que las mujeres apenas tenían presencia en el mercado de trabajo y, por lo tanto, el desempleo era reducido y a que dos millones de compatriotas estaban en el extranjero y, en vez de quedarse allí, soñaban con volver y no dejaban de girar divisas a España. Manolo sabía que les traía un pedazo de la patria envuelto en las notas del Porrompompero o del carro que, como me aclaró a pregunta mía, acabó apareciendo aunque “sin atalajes”. Aquel éxito, envuelto en aplausos y lágrimas, no lo atribuía a sus méritos personales. Recuerdo que, en una ocasión, me dijo que estaba convencido de que si aquella gente se entusiasmaba al escucharlo no era tanto porque poseyera cualidades especiales ya que había no pocos – y daba nombres - que cantaban igual o mejor. La razón, a su juicio, era que, seguramente, aquellos emigrantes pensaban que si él, un humilde andaluz trasplantado al norte de España, había llegado tan alto también sus hijos tenían oportunidad de hacerlo. Simplemente, se identificaban con él. Manolo daba así muestras de una agudeza que siempre me maravilló por lo extraordinaria y porque no contaba con las muletas de una educación académica. Sin pasar por una facultad de psicología, había captado perfectamente un principio elemental en el triunfo ante las masas: la empatía que éstas sienten hacia aquel sobre el que enfocan su admiración. Manolo era como ellos y, a la vez, demostraba que se podía ser mejor y además, cantando, tocaba una cuerda muy especial en millones de corazones. En este caso, por añadidura, se trataba de una persona verdaderamente excepcional a la que, como decía el pasodoble Mujeres y vino, que añado a continuación, sobraba hidalguía. youtube/watch?v=OTm2ZE3prks
Posted on: Thu, 24 Oct 2013 17:34:26 +0000

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