EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA. La unidad de las últimas expresiones - TopicsExpress



          

EL ESPÍRITU Y LA IGLESIA. La unidad de las últimas expresiones del Símbolo. La afirmación central de la tercera parte del Símbolo reza así, según el texto griego original: .Creo en el Espíritu Santo.; falta, pues, el artículo al que nos ha acostumbrado la traducción. Esto es muy importante para conocer el sentido de lo que ahí se afirma; en efecto, de ahí se colige que este artículo en un principio no se concibió trinitaria, sino histórico-salvíficamente. En otros términos, la tercera parte del Símbolo no alude al Espíritu Santo como tercera persona de la Trinidad, sino al Espíritu Santo como don de Dios a la historia en la comunidad de los que creen en Cristo. Con esto, sin embargo, no se excluye la comprensión trinitaria del artículo. Ya vimos antes cómo todo el Credo nació en un contexto bautismal, cuando al bautizado se le preguntaba si creía en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Por su parte, esta triple pregunta remite a la fórmula atestiguada por Mateo (28,19); por eso la fórmula más antigua de nuestra confesión de fe con sus tres miembros nos ofrece una de las raíces más importantes de la imagen trinitaria de Dios, pero cuando la fórmula bautismal se amplió hasta llegar al texto actual del Credo, quedó un poco en la penumbra la estructura trinitaria. Ahora, como vimos antes, el centro era toda la historia de Jesús, desde su concepción hasta su vuelta, esto tuvo como consecuencia el que también la primera parte se comprendiese históricamente, ya que se refirió esencialmente a la historia de la creación y al tiempo precristiano. Todo esto hizo imprescindible una comprensión histórica de todo el texto: toda la tercera parte debía entenderse como continuación de la historia de Cristo en el don del Espíritu, es decir, como alusión al .tiempo final. entre la venida de Cristo y su retorno. Este desarrollo no eliminó la explicación trinitaria, como, por otra parte, tampoco las expresiones bautismales trataban de un Dios ahistórico, del más allá, sino de un Dios relacionado con nosotros. Por eso, un rasgo característico de los más antiguos estadios del pensar cristiano es la interferencia de la concepción histórico-salvífica y trinitaria. Después se olvidó todo esto en perjuicio de la cosa misma, hasta que se llegó a una división de la metafísica teológica, por una parte, y de la teología de la historia por la otra. En adelante ambas cosas serían completamente diferentes: o se estudia la teología ontológica o la antifilosófica teología de la historia de la salvación; pero así se olvida de forma trágica la unidad original del pensamiento cristiano. En su punto de partida este pensamiento no es ni puramente .histórico-salvífico. ni puramente .metafísico., sino que está condicionado por la unidad de la historia y del ser. Esta es una gran labor que incumbe también a la teología moderna, dividida nuevamente por este dilema 1. Pero dejemos estas observaciones generales para preguntarnos qué es lo que significa propiamente el texto de que disponemos actualmente. Como ya dijimos, no habla de la vida íntima de Dios, sino de .Dios hacia afuera., del Espíritu Santo como poder por el que el Señor glorificado sigue presente en la historia del mundo como principio de una nueva historia y de un mundo nuevo. Este rumbo nuevo que tomó la expresión dio lugar a otra consecuencia; el hecho de que aquí no se tratase del Espíritu como persona de la Trinidad, sino como poder de Dios en la historia inaugurada con la resurrección de Cristo, tuvo como consecuencia el que en la conciencia del creyente se interfiriesen la profesión de fe en el .Espíritu. y en la Iglesia. así se explicó prácticamente la interferencia antes mencionada entre la Trinidad y la historia de la salvación. Pero desgraciadamente poco después esta interferencia llegó a desaparecer; tanto la doctrina sobre la Iglesia como sobre el Espíritu Santo quedaron en la penumbra; la Iglesia ya no se concibió pneumática-carismáticamente, sino exclusivamente a partir de la encarnación y, en consecuencia, como cerrada terrenalmente y, por fin, se explicó partiendo de las categorías del poder del pensamiento profano. La doctrina sobre el Espíritu Santo quedó también sin contexto propio. Como no podía pasar una miserable existencia en la pura posibilidad de ser integrada, quedó absorbida por la general especulación trinitaria, y así perdió prácticamente su función respecto a la conciencia cristiana. El texto de nuestra profesión de fe nos ofrece aquí una gran tarea a realizar: El punto de partida de la doctrina de la Iglesia ha de ser la doctrina del Espíritu Santo y de sus dones, pero su meta estriba en una doctrina de la historia de Dios con los hombres, es decir, de la función de la historia de Cristo para la humanidad en cuanto tal. Así queda bien de manifiesto la dirección que debe seguir la cristología en su desarrollo: No puede considerarse como doctrina del enraizamiento de Dios en el mundo, que explica la Iglesia como algo intramundano partiendo de la humanidad de Jesús. Cristo sigue presente mediante el Espíritu Santo con su apertura, amplitud y libertad, que no excluye en modo alguno la forma institucional, pero que sí limita sus pretensiones y que no la equipara con las instrucciones mundanas. Las restantes afirmaciones de la tercera parte del Símbolo no pretenden ser sino ampliación de la profesión fundamental .creo en el Espíritu Santo.. Tal ampliación tiene lugar en un doble sentido; primero, en lo que se refiere a la comunión de los santos que originalmente no pertenecía al texto del Símbolo romano, pero que representa el patrimonio de la primitiva Iglesia; después, la afirmación del perdón de los pecados. Ambas expresiones son formas concretas de hablar del Espíritu Santo; representaciones del modo como el Espíritu Santo obra en la historia. Tienen también un inmediato significado sacramental, que hoy día nos es prácticamente desconocido. La comunión de los santos alude en primer lugar a la comunión eucarística; el cuerpo del Señor se une en una Iglesia a la comunidad esparcida por todo el mundo; consiguientemente, la palabra sanctorum (de los santos) no se refiere a las personas, sino a los santos, a lo santo que Dios concede a la Iglesia en su celebración eucarística como auténtico lazo de unidad. La Iglesia, pues, no ha de definirse por sus oficios y por su organización, sino por su culto litúrgico como participación en el banquete en torno al resucitado que la congrega y la une en todo lugar. Pronto se empezó a pensar en las personas unidas y santificadas por el don uno y santo de Dios. Pronto se pensó en la Iglesia no simplemente como unidad de la mesa eucarística, sino como comunidad de los que son uno a raíz del banquete eucarístico. De ahí se pasó a incluir en el concepto de Iglesia una dimensión cósmica. La comunidad de los santos, de la que aquí se habla, supera los límites de la muerte; reúne y une a quienes recibieron el Espíritu y su poder único y vivificante. La remisión de los pecados alude a otro sacramento fundamental, al bautismo; pero muy pronto se pensó en el sacramento de la penitencia. Al principio el bautismo fue el gran sacramento de la reconciliación, el momento del cambio transformador, pero poco a poco la dolorosa experiencia enseñó que el cristiano bautizado también necesita que se le perdonen los pecados; por eso adquirió gran importancia la reconciliación realizada por el sacramento de la penitencia, sobre todo cuando el bautismo se había administrado al principio de la vida y dejaba así de ser expresión de la conversión activa. También sobrevivía la idea de que el hombre se hace cristiano no por el nacimiento, sino por el renacimiento: el ser cristiano tiene lugar cuando el hombre cambia su existencia, cuando olvida la tranquilidad propia del estar ahí y .se convierte.. En ese sentido el bautismo es como el comienzo de una conversión que ha de realizarse a lo largo de la vida, como el signo fundamental de la existencia cristiana que nos recuerda la frase .la remisión de los pecados.. Si el ser cristiano no se considera como un casual agrupamiento, sino como cambio hacia lo más propio del hombre, la profesión de fe, superando el círculo de los bautizados, afirma que el hombre no vuelve en sí si se entrega simplemente a sus inclinaciones naturales. Para ser verdadero hombre hay que hacer frente a las inclinaciones naturales, hay que convertirse; las aguas de la naturaleza no suben espontáneamente hacia arriba. Resumamos lo dicho. En nuestra profesión de fe la Iglesia se comprende desde el Espíritu Santo como su lugar eficiente en el mundo. Se la considera concretamente desde dos puntos: desde el bautismo (penitencia) y desde la eucaristía. Este punto de partida sacramental lleva consigo una comprensión teocéntrica de la Iglesia: lo importante no es la agrupación de hombres que es la Iglesia, sino el don de Dios que transforma al hombre en un ser nuevo que él mismo no puede darse, en una nueva comunidad que él no puede sino recibir como don. Sin embargo, esta imagen teocéntrica de la Iglesia es muy humana y real, porque siempre gira en torno a la conversión y a la purificación, porque ambas las comprende como proceso indefinido intrahistórico y porque descubre el contexto humano del sentido del sacramento e Iglesia. Por eso la comprensión .material. (partiendo del don de Dios) trae consigo el elemento personal: el nuevo ser de la reconciliación conduce a la coexistencia con todos los que viven de la reconciliación; ésta forma la comunidad, y la comunión con el Señor en la Eucaristía lleva necesariamente la comunión con los convertidos que comen el mismo e idéntico pan, que forman un .único cuerpo. (1 Cor 10,17), un .único hombre nuevo. (cf. Ef 2,15). Las palabras conclusivas del Símbolo, la profesión de fe en la .resurrección de la carne. y en la .vida eterna., son también ampliación de la fe en el Espíritu Santo y en su poder transformador; presentan su última eficacia, ya que la resurrección en la que todo desemboca nace necesariamente de la fe en la transformación de la historia iniciada con la resurrección de Cristo. Con este acontecimiento, como dijimos antes, se supera el límite del bios, es decir, de la muerte, y se abre una nueva dimensión: El espíritu, el amor que es más fuerte que la muerte, trasciende lo biológico. Quedan así destruidos fundamentalmente los límites de la muerte, y se abre un futuro decisivo para el hombre y para el mundo. Esta convicción en la que se unen la fe en Cristo y la profesión en el poder del Espíritu Santo, la aplican expresivamente las últimas palabras del Símbolo a nuestro futuro, al futuro de todos los hombres. La orientación a la omega de la historia del mundo en la que se realiza todo, se deduce con necesidad interna de la fe en el Dios que en la cruz quiso convertirse en la omega de mundo, en su última letra. Así ha convertido a la omega en su punto, de modo que un día el amor será definitivamente más fuerte que la muerte, y de la complexión del bios por el amor nacerá el conjunto, la persona y la unidad definitivas que proceden del amor. Porque Dios mismo se ha hecho la última criatura, la última letra del alfabeto de la historia, la última letra se ha convertido en su letra y así la historia ha llegado a la victoria definitiva: la cruz es realmente la redención del mundo.
Posted on: Fri, 13 Sep 2013 09:36:50 +0000

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