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ES DE GONZALO BONADEO Y ME GUSTO PARA COMPARTIRLO... Cada vez que paso por un lugar emblemático, pienso en quiénes pisaron la misma mata de pasto que hoy me toca pisar a mí. Me gusta que eso me pase, aunque a veces sienta que la nostalgia me hace perder un poco más del tiempo que debería. Más en este caso: se trata de un lugar que para mí es el sinónimo de dos personas inconmensurables. Las dos amaron al rugby más que a ningún otro deporte. De uno de ellos, el más lejano y a la vez el más imponente, solía decirse que era poco afecto a la higiene: por eso firmaba como Chang-Chou (léase Chancho) sus columnas en la revista Tackle. Unos decían que era wing forward, otros medio scrum, y uno, el más confiable, que era centro. Varios de sus compañeros aseguran que jugando al rugby no se perfilaba como un líder. Y que en aquellos días no insinuó ni por asomo “esas ideas raras que lo llevaron a andar haciendo revoluciones”. Debe haber muchas cosas escritas sobre el destino circular. Cincuenta años después volví poco menos que a mi lugar de origen. El Atalaya Polo Club dejó de tener caballos para que se jugara al rugby hacia fines de los 40. Supongo que para el desagrado de mi abuelo Aníbal, que fue su primer vicepresidente. El rugby desapareció un puñado de décadas después. Casi siempre tuvo tenis y desde hace tiempo sus torneos internos de fútbol son un clásico de la zona. Podés sacar pecho diciendo que ganaste un torneo en Atalaya. La pileta es la de siempre. Esa en la que mis viejos me metieron cuando tenía poquitos días, en un seguramente bochornoso verano de 1963. Aquel hombre de la foto que yo creo se exhibe con orgullo y hasta con la intencionalidad de que su imagen y su nombre sobresalgan respecto de la veintena que lo acompaña, terminó en Atalaya una carrera de rugbier acotada por una familia que se negaba a aceptar que el asma lo liquidara a la salida de una montonera. Por eso huyó del SIC a Yporá. Y luego a Atalaya. Era un buen escondite. Hoy, GPS incluido, no es fácil llegar a esa zona de Boulogne. A fines de los 40 la única certeza era que no te perderías entre las calles que aún no existían. Hace menos de un año me mudé a una casa a la que sólo una ligustrina separa del club. Y todos los días lo miro con la añoranza de alguien que vivió allí más historias de las que realmente viví. En realidad, vivo las de otras gentes que pasaron cientos de fines de semana en el que, de algún modo, considero mi club; y se bañaron miles de veces en la que, definitivamente, considero mi pileta. Desde entonces, no hay día que no me asome a la ventana de mi oficina y al costado del córner más lejano e imagine a un Diego Bonadeo de nueve años sentadito al borde del touch esperando que el Che Guevara se acerque a pedirle el Asmopul. Y tengo mi rato de llorar. Cómo no abstraerme un momento, entonces, de la agenda miserable si tengo a mano un recuerdo que no viví pero exhibo orgulloso cada vez que puedo. Cómo no irme de viaje de la mano de una historia seguramente real protagonizada por mi viejo y por un argentino al que el mundo considera mito. A esos millones de seres humanos que darían lo que no tienen por conocerlo, les digo que yo, al Che, lo veo cada vez que quiero. Embarrado. Tackleando fuerte y mal. Como corresponde al único inside con orejeras de la historia
Posted on: Fri, 26 Jul 2013 00:22:11 +0000

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