El colega desconocido Franscisco Ayala (España) Maduro en años, - TopicsExpress



          

El colega desconocido Franscisco Ayala (España) Maduro en años, grueso de carnes y avezado a los sabores capitosos de la fama literaria, ducho en el arte de componer las dignas actitudes apropiadas a su prestigio creciente, «joven maestro» todavía -pese a sus canas, quizás algo precoces-, pero ya infaliblemente destinado a cosechar todas las glorias, laureles y galardones con que la sociedad suele premiar el mérito acreditado en el ejercicio de las letras (pues él, que desde los comienzos mismos de su carrera había sido saludado como exponente genuino de la nueva generación, pronto vio a su nombre rebasar las fronteras del país para convertirse en uno de los más brillantes del Parnaso americano, y ahora, desde hacía más de un decenio, paladeaba la frecuente satisfacción, no por repetida menos intensa, de leerlo impreso en la tapa de hermosas ediciones, junto a palabras extranjeras, que traducían los títulos de sus libros); en fin, cuando ya su personalidad de escritor estaba hecha y su firma consagrada, le sobrevino a Pepe Orozco una experiencia que durante cierto lapso -semanas, y aun meses- amenazó perturbar la feliz, ordenada y fecunda prosecución de su obra, haciéndole vacilar desagradablemente en su seguridad sobre lo bien fundado de aquella tan envidiable posición suya en la vida literaria. Quizás con este modo de expresarme estoy dando una idea desmesurada del verdadero alcance de la anécdota. Si he dicho que «le sobrevino» -y hubiera podido también decir: «le asaltó»-, es por el carácter inesperado, extravagante, de la ocurrencia, no por su gravedad; gravedad, no tenía ninguna; no tuvo tan siquiera la menor importancia, ni, por supuesto, efectos ulteriores. Fue más bien un suceso trivial, de sesgo resueltamente cómico, cuyas proyecciones todos nosotros nos divertimos en exagerar durante una temporada... Y paso ya a relatarla sin otro preámbulo, tal como me aconteció presenciar los hechos. Tuvieron éstos lugar -o comienzo, para ser exactos- durante una fiesta de Embajada, donde nos hallábamos un día Pepe y yo, y otros amigos, conversando en grupo aparte, pues la verdad es que a casi nadie conocíamos entre los demás invitados y aún no se había llegado a ese punto en que, gracias no sólo tal vez a la familiaridad adquirida con el ambiente, sino al estímulo de alguna bebida oportuna, se renuncia al fin, sin que nadie sepa por qué, a la excesiva, tímida y suspicaz reserva; aguardábamos, digo, todavía ese raro momento, cuando el joven agregado cultural, que visiblemente se desvivía por cumplir su misión, se nos acercó acompañando a un señor de aspecto agradable, un hombre en la primera parte de la cuarentena, y, después de habérnoslo presentado, lo abandonó con cierta precipitación entre nosotros, que, por nuestra parte, habíamos tenido que suspender a su llegada una charla no demasiado interesante ni íntima, pero inapropiada desde luego para un extraño. Cayó, pues, el recién venido en un pozo de silencio, cuyo embarazo buscábamos todos cómo superar. Pero fue él mismo quien tuvo la habilidad y la soltura de hacerlo, dirigiéndose a Orozco, que seguía parado en el centro del grupo. -Perdón, señor; me parece haber oído -le dijo- que su nombre es José Orozco... Y como él asintiera con un pequeño y satisfecho movimiento de cabeza, le preguntó en seguida: -¿No será usted quizás hermano del comandante Orozco? Para desencanto suyo, Orozco respondió que no; pero el interpelante, incrédulo, defraudado y, al parecer, no demasiado dispuesto a resignarse, insistió con desanimada voz, más como quien comprueba y deduce, que como quien pregunta: -Entonces, ¿no es usted hijo del general Orozco? Hace el bastante tiempo que soy amigo de Pepe para que pudiera engañarme sobre el efecto que tales majaderías le habían de producir. Todavía sonriente, respondió, sin embargo, al desconocido: -Mi padre era abogado... Y el desconocido, a su vez, atrapado ya en un diálogo para el que había pensado disponer de referencias, asideros y apoyaturas abundantes, que ahora, de pronto, le fallaban, conjeturó por decir algo: -En tal caso, probablemente usted también será abogado... Nos miramos unos a otros, los amigos, con asombro y escándalo, con estupefacción. ¿Era posible que el nombre de José Orozco nada le dijera a aquel sujeto? O, quizás, la turbación, el desconcierto... Pero ya Pepe, con divertida bonhomía, acudía a informarle: -No, señor, no; yo soy escritor. Y aquí vino lo bueno: en seguida vimos que el rostro desconocido se iluminaba de nuevo, y hasta empezaban a rebrillar sus ojos oscuros tras de los severos vidrios de sus lentes. -¿Escritor? -exclamaba con alborozo, para declarar luego-: ¡Formidable! También yo soy escritor. La cara de Orozco, en la que habían estado latiendo casi imperceptiblemente algunos tendones, se redondeó con esto, jocunda, en una expresión de maliciosa sorpresa; los ojos se le perdían en ella, ahora, como dos pequeñas heridas frescas. Cualquiera podía advertir, yo advertía con leve alarma, la tentación de risa retozándole en el cuerpo. Acudí, intervine, dije: -¡Caramba! Aquí, por lo que se ve, todos somos escritores. ¡Qué suerte! Y usted, señor mío, ¿qué es lo que escribe? ¿Tiene algo publicado? Lo inesperado, de nuevo: me respondió que sí, que varios libros: prosa y verso. Su sencilla declaración provocó un silencio. Pero yo volví a la carga: -¿Me permite, señor (y perdone), que le pregunte su nombre? No pude oírlo bien cuando nos presentaron... -Con el mayor gusto -me contesta; e inclinándose un poco-: Alberto Stéfani, para servirle... ¿Así que también usted escribe? -me preguntó ahora a mí. Otra vez cambiamos, el grupo de amigos, una mirada entre nosotros. No sabíamos cómo tomar aquello. Por lo pronto, el nombre de semejante autor, Alberto Stéfani (y autor, tan luego, de varios libros: prosa y verso), nos resultaba en absoluto nuevo. Y, en seguida, el hombre va y me pregunta -¡a mí, que cotidianamente hago gemir las prensas!- si yo también escribo... Parecía broma, y sólo en broma podía tomarse. Lo tomamos, en efecto, a chirigota, dejando que nuestras ojeadas chispeantes de mal disimulada burla estallaran en comentarios jocosos y risas tan pronto como el pintoresco sujeto nos liberó de su presencia y volvimos a hallarnos solos. Precisamente era Pepe Orozco quien más parecía solazarse con el caso cuando, poco rato después, apartados en un saloncito, casi un rincón, ante cuya entrada evolucionaban los invitados a la fiesta, ya numerosos en exceso, nosotros nos entreteníamos en dar ochenta mil vueltas al curioso escritor desconocido, que, por un lado, y en justa reciprocidad a nuestra ignorancia, tan cabalmente había demostrado ignorar, no ya nuestras modestas pero sin duda notorias actividades literarias, sino hasta uno de los nombres más de cuenta, hoy por hoy, en las letras del país y del mundo, como es el de José Orozco, principal blanco, en la ocasión, de nuestras bromas cordiales, que él mismo se complacía en provocar y fomentar sin cansancio. A esto se reduce la anécdota. Como bien se advierte, una mera curiosidad amena, un episodio pintoresco, y nada más... Pronto se me hubiera olvidado, a mí como a los demás, si, días más tarde, cuando volví a encontrarme con Pepe, no saliera a colación de nuevo el tema, suscitado por no sé qué alusión fugaz. Me contó Pepe entonces cómo, habiéndose tropezado aquella misma tarde en el portal de la Embajada con el joven agregado cultural, que también se retiraba de la fiesta, aprovechó la oportunidad para sonsacarle discretamente acerca del inverosímil personaje y cómo había sido invitado. «¡Qué interesante me ha resultado -le había dicho- conocer a ese escritor, ese señor Stéfani que usted tuvo la bondad de presentarme! ¡A veces los escritores nos movemos en ambientes tan distintos...!» El attaché se había ruborizado hasta la raíz de su rubio pelo, explicando con premura que, a su entender, el señor Stéfani había sido invitado por sugestión informal del Ministerio de Educación, al que tal vez se habían pedido algunos nombres, pues -sonrió- las representaciones diplomáticas siempre tienen que considerar... Esta explicación, demasiado prolija, hizo sospechar a mi amigo que no habían faltado discusiones en la Embajada en torno a la lista de invitados, y le había puesto en deseos de averiguar más sobre la personalidad del colega desconocido, como en nuestras chanzas le motejáramos. No me dijo por el momento Orozco, pero me lo confesó más tarde, que había cuidado de procurarse sin tardanza un par de libros, publicados, en efecto, bajo la firma de Alberto Stéfani. -Y ¿cómo son? -le interrogué con vehemencia. -Puedes imaginártelo -rió él. Y su risa expresaba, concentrado, todo el sinsentido, la espesa vulgaridad, el sentimentalismo huero, la nonada que, después, cuando en su casa pude hojear los dos volúmenes que, sin decir palabra, me puso entre las manos, montó hasta mis narices desde sus páginas en nauseabunda tufarada. Volvimos a hablar del caso en esta y otras ocasiones. Yo aventuré el siguiente sofisma: que nosotros debimos de parecerle al hombre tan absurdos como él nos había parecido a nosotros. «No hay duda -razoné- de que él se toma a sí mismo muy en serio como escritor; él había publicado sus libros, como nosotros los nuestros; y nosotros, sin embargo, no teníamos mayor noticia de su persona y obra que la que él tenía de las nuestras. ¿Entonces? ¿Por qué creemos...?» Pepe concedió a este mi juicio pirrónico más peso del que yo le atribuía, pues abundó, corroborándolo: -Y, además, la Embajada lo había invitado en su calidad de escritor, igual que a nosotros. Estaba algo preocupado, de eso pude darme cuenta; pero sólo más tarde supe hasta qué punto; sólo cuando, pasado el tiempo y disipada aquella nube de perplejidades, él mismo me relató un día la pequeña odisea de sus tanteos, aprensiones y erráticas dudas. Por suerte, no había tardado mucho en recuperar la seguridad de que no cualquier brazo es capaz de tender el arco del gran arte, y pudo contármelo todo con su habitual humor risueño. Consistía ese todo, simplemente, en el descubrimiento y exploración de un mundo literario subterráneo o clandestino, por cuyos vericuetos se había dejado ir mi pobre amigo durante algunas semanas, corriendo de hallazgo en hallazgo, de sorpresa en sorpresa, y pasando tramujos de los que ahora se reía con muy buena gana. Ya la presentación de Stéfani, el «colega desconocido», le había permitido entrever ese mundo cuya existencia él ni sospechaba (ninguno la sospechábamos), y que, pasada aquella primera impresión amusée que habíamos recibido todos, comenzaría a concretarse ante sus ojos y crecer con pujanza alarmante, como esas conjuraciones que sólo cuando, por fin, se han puesto en movimiento, muestran la magnitud imponente de la amenaza incubada a la sombra durante quién sabe el tiempo. Llegó, en efecto, a temer Pepe Orozco por instantes que el mundo secreto de la conjuración literaria prevalecería sobre el orden legítimo de las letras y conseguiría abolirlo, disolverlo, anularlo. Para hablar sin metáforas: llegó a sospechar que este orden legítimo, ese conjunto de relaciones, jerarquías, valoraciones, juicios, etc., al que él y nosotros todos pertenecíamos y al que denominábamos como cosa obvia «el mundo de las letras», pudiera ser en verdad el clandestino y subterráneo; y, más que clandestino, quizás un mundo deleznable, nimio, inexistente, ilusorio, espantosamente fantasmal -aunque ¡sí, también clandestino!-, pues, de hecho, nuestras relaciones, jerarquías, valoraciones, juicios, etc., permanecían ignorados fuera del breve ámbito de nuestras coteries, mientras que todo un grande y compacto público respaldaba y seguía con entusiasmo, en el ancho mundo, la producción de esos otros escritores que, si nosotros desconocíamos, era más por desprecio que por verdadera ignorancia. Pues ¿cómo nosotros, escritores, gente que tiene por oficio escrutar en torno suyo; cómo, si no, hubiéramos sido lo bastante ciegos para no reparar en una realidad que alentaba delante de nuestras narices y que, lejos de ocultarse ni de disimularse (razón por la cual, dicho sea entre paréntesis, resulta inadecuado calificarla de «conjuración»), procuraba manifestarse, ostentarse, evidenciarse, llamar la atención por todos los medios, asomarse y gritar en todas partes? Así, por un monstruoso error de perspectiva, por una increíble aberración, nosotros estaríamos viviendo en sótanos y cloacas, mientras despreciábamos desde ahí la ciudad del aire libre y de la luz, poblada por gentes que nos parecían inferiores. O, para usar de una comparación menos sucia, éramos las sombras o reflejos que, cabeza abajo, repiten con temblores tenues dentro del agua, la imagen de quienes andan pisando con paso firme la tierra. Antes de nada, había reparado Orozco en el hecho de que el Ministerio propusiera a la Embajada el nombre de Stéfani como el de un escritor representativo al que debía invitarse para una recepción de aquel género. Se preguntaba qué otros nombres igualmente insospechados podía haber recomendado el Ministerio, qué otros «colegas desconocidos» estarían presentes en la fiesta sin que a nadie le hubiera dado la ocurrencia de ponerlos en contacto con nuestro grupo. Con una sonrisa, consideró lo incalculables que resultan las opiniones y preferencias literarias de los políticos, y cómo a veces la circunstancia de ser, por ejemplo, cuñado o primo o contertulio de la mujer del ministro, de un director general acaso, basta para que tal poeta chirle o tal periodista adocenado y oscuro ocupe alguna posición administrativa influyente y, por supuesto, bien rentada, gane un concurso oficial o aparezca en una fiesta de Embajada representando, tan orondo, a la intelectualidad del país, cosas todas ellas sin verdadera trascendencia, y acerca de las cuales, ¿quién va a engañarse, sino los tontos, que, por lo demás, tanto abundan? La literatura, el arte, no son, por supuesto, materias en que el Estado y sus funcionarios tengan competencia. Y sólo, como es sabido, la espontaneidad de la vida social permite, con su libre juego, que se compulsen y se discriminen y se asienten los valores. Pero esta reflexión sensata perdió pronto su virtud tranquilizadora sobre el ánimo de Orozco cuando, días más tarde, inquirió, como de pasada, en la librería de Santos, por entre cuyos mostradores y estanterías solía darse alguna vuelta, si acaso tenían los libros de Alberto Stéfani, y el propio Santos López, tras haber observado un momento por encima de sus gafas la cara impasible del ilustre escritor, sonrió extrañamente complacido de su interés y se apresuró a traerle cuatro volúmenes de título y formato diferentes, ofreciéndose a buscarle también, si lo deseaba, El barrio maldito y Corazón de seda, que estaban agotados desde hacía meses, pero de los cuales quizás él pudiera conseguirle algún ejemplar, aunque no fuese de la última edición. «Pues ¿tanto se venden estos libros?», había preguntado Orozco. Y el librero Santos, usando de circunloquios para no herirle con el contraste implícito (aunque inculto, el viejo no dejaba de tener su gramática parda; era un gallego astuto), le hizo saber que los libros de Stéfani, «mediocres como son a juicio de los entendidos, aunque algún mérito han de tener», dijo, se tiraban en copiosas ediciones que eran necesario repetir una vez y otra... De aquellos cuatro eligió dos Pepe, los mismos que yo pude hojear en su casa. Y ante prueba tal del favor público, tuvo que modificar el contexto de su reflexión consoladora, descalificando ahora también al vulgo, a la multitud pedestre y analfabeta, cuyo gusto no puede ser sino detestable, después de haber descalificado, como antes lo hiciera, a políticos y funcionarios. Por el estilo de Stéfani serían, eran sin duda, legión los escritores populacheros que sabían convertir en moneda contante y sonante su cháchara idiota, sus gracias de tercera mano o sus lloriqueos grotescos. ¿Merecería eso acaso el nombre de literatura? ¿Podía llamarse literatura a los novelones de la radio, a los monólogos y diálogos de tabladillo, a las letras para canciones, tangos y boleros, a los reportajes truculentos, a...? Porque en tal caso... Pero, aun así, y por mucho que el argumento pareciera imbatible, a Orozco le había hecho perder aplomo el nuevo aspecto de las cosas. Suprimido el reconocimiento oficial, y con muy buen acuerdo, suprimido el apoyo y aplauso popular, con no menor razón (y ¿no eran ambas, por ventura, cosas idénticas en una democracia como la nuestra?), ¿cuál sería el terreno propio de las bellas letras, cuál su base de operaciones y cuáles sus efectos? ¿No se reducirían, en suma, a un mero juego, bastante pueril, en el que se entretenía un grupo de desocupados, ilusos o tontos hasta el grado de terminar por tomárselo en serio? Las largas tiradas de la literatura «stefanesca» o «stefanil», frente a los escasos miles de ejemplares cuya venta él, José Orozco, un autor de tan firme reputación, consideraba como éxito satisfactorio, adquirieron a los ojos de mi amigo el valor de un símbolo, símbolo amargo donde se cifraba el poder social bien cotizable logrado por periodistas sensacionales, el dinero ganado a montones por libretistas de cine y de radio y, sobre todo, lo que más importa: la influencia que sobre la mente y la conciencia de las multitudes ejercían tantos y tantos escritores chapuceros como, aun produciendo obras de muy baja calidad, y precisamente por ello, atinaban a engranar con la majadería común. Le daba vueltas a la cuestión y, aparte de todo, se asombraba Pepe de no haber concedido jamás ni la mínima atención a ese mundo o submundo literario, cuya presencia -bien se percataba ahora- era abundante y ubicua; no comprendía cómo pudo haberse movido hasta entonces sin reparar en él, cuando ahora se lo tropezaba a cada paso... Es claro que nosotros mismos somos, ¡ay!, los autores de nuestra propia experiencia, los novelistas y dramaturgos de nuestra vida, y que hay culpa o mérito en que le suceda a uno lo que le sucede. Pepe Orozco, seguro de sí, soberbio en su triunfo, de pronto, en este momento, en esta precisa coyuntura, a saber por qué, cuando se asomaba ya a los paisajes apacibles de la madurez, desencadenó una serie de preocupaciones que por instantes lo llegaron a embargar y turbar seriamente; y eso, a partir de una anécdota risible. De modo que, si antes había hecho caso omiso de todo el dilatado imperio de la necedad, donde triunfaba y se expandía, lozano, lo que él juzgaba nulo, en cambio, durante estas semanas rosas, cuyas tribulaciones me contó cuando ya todo había pasado y otra vez se sentía asegurado, tranquilo y riente, durante esa cruel temporada, en cambio, se había dedicado a explorar los sectores y rincones del azorante imperio con preocupado interés. Y decir interés es poco decir: inquietud, terror a ratos, y siempre pasmo, fueron los sentimientos que lo habían poseído, y con tanta más violencia cuanto más chata era la necedad, más clamorosa la inepcia, más irremisible la nonada que veía prevalecer, concitar aplausos y prestar autoridad a los increíbles escritores del otro campo de las letras al que ya no se atrevía siquiera a clasificar de clandestino ni fraudulento, sino sencillamente de «otro». Las grandes ediciones y correspondientes ganancias de Alberto Stéfani -«el filósofo del corazón», según la gente le llamaba; y no había tardado mucho en averiguar Orozco por el mismo librero Santos, mediante un empeñado torneo de reticencias, que, en su género, no era único Stéfani, ni tan siquiera el más favorecido del público-, el éxito, en fin, de esta laya de escritores, con ser sorprendente e indignante, aunque a la postre muy explicable -pues bastaba con reflexionar un momento sobre ello-, ese éxito de librería constituía tan sólo un aspecto, y no demasiado saliente, de las actividades que se desenvuelven en el otro campo de las letras. Ahí estaban todavía los folletos, que Pepe había visto siempre (sin verlos) en los quioscos, y sobre cuyas tapas lustrosas lucían retratos de individuos policromados, relamidos y pretenciosos, caras cretinísimas de personajes que, sin duda alguna, eran mandarines de aquel imperio, famosos cual pueden serlo, dentro de sus fronteras, escritores lituanos o sirios de los que no tiene uno la menor noticia; ahí estaban las revistas ilustradas, las revistas cómicas, las revistas deportivas y hasta los mismos diarios de la tarde, con sus colaboradores permanentes, cuya firma llegaba a multitudes incalculables y era apreciada por ellas; ahí estaban esos poetas, dialoguistas, autores de sketches, que hacen vibrar diariamente el aire con sus emisiones radiales, suscitando las carcajadas o arrancando lágrimas y suspiros de infinita gente, los pergeñadores de novelas que apasionan y absorben y son el principal alimento para la fantasía de una inmensa cantidad de seres humanos, pendientes de aquellos destinos con los cuales -inconsistentes, fútiles y falsos- se identifican sin embargo... Recurso frívolo, irrisorio de veras, resultaba, ante la fuerza de esa realidad, el de meter la cabeza bajo el ala; con mayor brutalidad se le venía a uno encima ahora, inesperadamente. Y lo cierto es que todos estos hechos, claros, simples, concluyentes, hacían trastabillar a Orozco, que con tan seguro paso recorriera hasta entonces las etapas de su carrera de homme de lettres. Justamente por aquellos días de su más grave vacilación vino a caer una de esas enojosas celebraciones familiares a las que no siempre conseguía sustraerse Pepe, obligado, por condescendencia hacia su esposa, a pagar de vez en cuando el tributo de su presencia en reuniones que, a fecha fija, trivializaban la piedad doméstica con alguna pacata orgía de sandwiches y cocacola, más excepcional copa de jerez para el tío Rodrigo, director de una sucursal del Banco Inmobiliario, para la viuda del ingeniero Orduña, para el propio Orozco y apenas un par más de parientes distinguidos, los mismos que solían retirarse, no sin general resistencia, a la hora en que los muchachos aprontaban la radio o la gramola para bailar en el patio. Esta vez, cuando la señora de Álvarez Soto le preguntó a Orozco si continuaba trabajando en Correos y Telégrafos y Álvarez Soto se apresuró a informarla, antes que él mismo respondiera, de que Pepe no trabajaba en Correos y Telégrafos, sino en la redacción de El Correo, cuya empresa era, en verdad, tan importante como un Ministerio, mi amigo recordó que igual equívoco había dado lugar el año anterior a un diálogo en iguales términos, casi con las mismas palabras, entre el matrimonio Álvarez Soto con él «de cuerpo presente»; mas, en lugar de crisparse ante lo ridículo de la situación y aplicarles en su fuero interno el dicterio de imbéciles, extensible a toda aquella honorable reunión, y a sí propio por haber accedido a participar en ella, sintió ahora una especie de raro sobresalto y le echó a la señora de Álvarez Soto, que lo contemplaba con benévola aprobación desde sus gafas de miope, una mirada en la que no hubiera sido difícil discernir un matiz de timidez. Así me lo confesó hablando de sí como si se tratara de otra persona. Y tampoco había aprovechado ese día el momento de organizarse el bailoteo en el patio para escabullirse, según hicieron los demás personajes solemnes de la familia, sino que, al contrario, fue y se instaló en un rincón, junto a una maceta, con gran sorpresa de su mujer, que no dejaba de espiarlo. Y allí, medio oculto, emperezado, hundido en reflexiones vagas acerca del sentido que tuviera, si alguno tenía, el esfuerzo contenido en su obra de artista, convino, al final de una empeñada discusión consigo mismo, en que quizás había vivido un enorme engaño, engaño colectivo, sin duda; compartido con otros de su calaña, pero definitivo engaño, y que todos sus pretendidos valores se reducían a trampas y pretextos en una lucha de vanidades sobre la mísera base de ingresos análogos a los que, sin tantas penas, péñolas ni penachos, obtiene cualquier modesto oficinista en empleos oficiales o del comercio privado. El propio periódico donde trabajaba, ¿no era, acaso, una empresa comercial? ¿Qué tanto tenía que ver su obra literaria con lo que esa empresa le pedía y exigía de él a cambio de su sueldo? A los ojos -también miopes- del gerente, ¿era él, por ventura, algo más que un empleado, colocado ahí como pudiera haberlo estado en Correos y Telégrafos? Eso, y nada más. Y como eso tomaban también el periodismo casi todos sus compañeros de redacción: como un empleo, aspirando a utilizarlo de trampolín para saltar al escalafón del Estado, a la política; de modo que ante ellos él, con sus libros y demás, aparecía (y sobre este punto sí que nunca se fraguó ilusiones, aunque, por supuesto, los había desdeñado siempre), aparecía haciendo la figura de un tonto engreído y presuntuoso, personaje menor al que se fingía respetar, y nada más. «En aquellos minutos -me declaró Pepe, serio de pronto- comprendí que iba a tocar fondo; y hasta había una fea especie de placer en sentirse tan sin remedio perdido.» Dudaba si esa imagen del ilustre escritor José Orozco no sería, después de todo, exacta, y él, en el fondo, un pobre diablo, y su vida entera una pura majadería. Hundido, emboscado tras de la palmera doméstica, se dirigía tales preguntas acerbas cuando he aquí que, por si fuera poco, una nueva aparición del otro mundo literario irrumpe sorpresiva y gloriosamente, triunfalmente, en el patio, para borrarlo y desvanecerlo a él, laminarlo, dejarlo reducido, en fin, a una mera sombra que se repliega contra la pared, que se encoge y arrincona ante el brillo de nueva luminaria. Traje a rayas, bien peinada la cabeza, y un derroche de simpatía como para que la gente se hiciera lenguas, el recién llegado era -con perdón sea dicho- el tipo cabal del pendejo; pero, si se trataba de confrontar corporeidades para obtener una conclusión sobre lo fantasmagórico y lo real, quién hubiera podido negarle consistencia a sujeto que así se mueve, gesticula, salta, grita, ríe y zascandilea entre la gente joven, más dinámico que todos ellos, dejando con la boca abierta a tantas encantadoras mujeres que se saben de memoria sus letras sentimentales, cuyos delicados acentos han competido con distinta fortuna por reproducir en las inflexiones de su voz, y que ahora no dan crédito a sus ojos viendo el espectáculo asombroso de su ídolo, estrella inaccesible, fabulosa, inmensamente lejana, aquí, en este patio, flaquito él, amenísimo y perfumado, alternando con todo el mundo en actitud tan sencilla que, cual rasgo de bondad inmensa, hacía brotar las lágrimas... No, ni siquiera se le ocurría a José Orozco la idea de medir su figura de escritor, demasiado cuestionable, compuesta de rasgos sutiles, de matices casi inaprehensibles, con la efectividad clamorosa de este que, sin embargo, no podía dejar de calificar in mente de «pendejo», sin que hubiera en la palabra, por lo demás, resentimiento alguno. Por suerte, nadie se acordó en la algazara de presentárselo al tío Pepe Orozco; y cuando una señora, que ni siquiera era de la casa, intentó reparar, desalada, la falta, mi amigo la detuvo con delicada energía por la muñeca, rogándole que se abstuviera, pues se le había hecho demasiado tarde ya en medio de aquella reunión deliciosa e iba a escaparse, saliendo con su mujer, a hurtadillas si fuera posible, para no interrumpir la general animación. Pocas más peripecias y detalles me contó Pepe de su descenso a los infiernos literarios, donde, quizás por haberse aventurado sin guía, estuvo a punto de sucumbir. Cuando menos, se había extraviado por momentos en su excursión al suburbio de las letras, que ahora relataba con tono regocijado, como quien se complace en ofrecer la versión cómica de una enfermedad ya superada, cuyas alternativas sólo después pudo comprobarse que no merecían tanta preocupación. Crisis de la enfermedad había sido, precisamente, este último episodio del pendejo traído y llevado por la patulea de necios; ahí se había producido el punto álgido, y la depresión más próxima al colapso: pero también databa de ahí la reacción saludable. Cualquiera sabe qué factores imponderables, oscuramente fisiológicos, qué vuelta de la vida contribuiría a todo ello. Lo cierto es que el pobre Pepe no había podido pegar ojo aquella noche y, en el desamparo de su vigilia, tuvo que asomarse una vez y otra, con pavor creciente, al abismo de una vida ratee, manquee, frustrada, entregándose a la rabiosa y vejada desesperación de quien descubre haber sido víctima de un timo -y la situación que así suele describirse está mal descrita, no corresponde a ella ni la forma pasiva del verbo ni la palabra víctima, pues el timado sucumbe a su propia mala fe, y en eso está lo vejatorio, lo desesperante, y la rabia, que es, ante todo, rabia contra sí mismo-. Se había afanado por entregar una hermosa juventud, energía, talento, pujanza, oro de ley en suma, para obtener a cambio un paquete de amarillentos recortes de periódicos, que no otra cosa era su fama, sin valor ni curso en el ancho mundo... Mas, como digo, a la mañana misma se iniciaba la reacción saludable, y, según acontece con las infecciones muy intensas, también la reacción fue vigorosa. Mientras tomaba el desayuno, comenzó a sentir que su mal humor se disipaba ante los rayos de sol tempranero que entraba por el balcón del comedor; y lo que en su ánimo hacía el efecto curativo de rayos solares era el pensamiento (nada nuevo, por cierto, ni original, pero al que en días anteriores nunca quiso abrirle los postigos del espíritu) de que, en arte, el valor se mide, no por la popularidad, sino por la calidad intrínseca de las obras, cuyos quilates no pueden establecerse a través de compulsaciones democráticas, antes bien, por el acuerdo de los mejores a lo largo del tiempo; de donde resulta que el recurso de apelación contra los contemporáneos al juicio de la posteridad, mejor que una revisión en segunda instancia supone introducir la prueba de la duración, que acredita aliento de eternidad... Pepe Orozco me lo explicaba, y yo asentía; yo asentía con enfática superconvicción. Me alegraba tanto volver a hallarlo sereno, firme, con el humor restaurado y aquella admirable seguridad de sí mismo que le había permitido cumplir una obra imperturbablemente hermosa... Ahora, ya en el plano de los comentarios y generalidades al que, poco a poco, nos habíamos deslizado, desarrollaba Pepe una serie de teorías, más o menos convincentes, acerca de la escasa o ninguna significación de los trofeos literarios -él, que había recogido algunos de los mejores-. Y yo, para probarle mi confianza en que su aplomo era de nuevo invulnerable, en que sus cuitas pertenecían a un pasado definitivo, me puse a presentarle objeciones; le observé: -Así será, sin duda; pero, entonces, dime, ¿por qué tú, como yo y todos los demás, te empeñas en publicar, te regocijas de ser leído, te irritas ante la incomprensión, y el aplauso te conforta? Yo quería mostrarle con esto que estaba convencido de su restablecimiento y creía poder tratarle sin miramientos ni contemplaciones, como cuando a un convaleciente se le habla con rudeza y se le desconsidera expresamente para infundirle confianza en la realidad de su curación. Y, aparte de eso, soy persona que se muere por analizar y discutir, o, como algunos afirman, por llevarle la contraria al lucero del alba. El lucero del alba me contestó en este caso: -Todo ello pertenece al orden de los epifenómenos de la vida literaria; si lo prefieres, te concedo que sean debilidades humanas. Pero no afecta para nada a la creación misma. -Pues me vas a perdonar -argüí todavía-, pero no lograrás persuadirme, ni me persuadirán padres descalzos, de que es un mero accidente de la actividad literaria el publicar lo que se escribe; más bien me parece que ahí se esconde el sentido de esa actividad. Sería insensato, reconócelo, escribir algo que nadie hubiera de leer. Hasta el náufrago que tira su botella al mar dirige el mensaje a alguien, y con tanto mayor apremio cuando considera que probablemente ese alguien, el destinatario ansiado, no existe. ¿Acaso te imaginas a un último superviviente sobre la tierra escribiendo un libro? -Lo escribiría para Dios -sonrió Pepe Orozco. -¿Tú escribes para divertir los ocios de Dios, Pepe? Yo, no; yo escribo para que me lean hombres de carne y hueso, falibles y perecederos. Además -agregué, cambiando el tono de vehemente a burlesco-, además, mira, no creo yo, como creía, cuitado, el emperador Carlos V, que el español sea el idioma para hablar con Dios. ¿Quién sabe, incluso, si Dios no será analfabeto, y sólo capaz de leer en los corazones? -Bueno, esa doctrina no deja de ser arriesgada: nadie puede decir que nuestro Stéfani, el colega desconocido, no tenga mejor corazón que tú y yo... En cuanto a ti -bromeó Pepe-, será entonces que escribes por amor de Dios para que te lean sus criaturas. Para los hombres, sí; pero por amor de Dios: un acto de caridad que practicas sin tregua y sin fatiga. © Francisco Ayala (España)
Posted on: Thu, 01 Aug 2013 01:21:04 +0000

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