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LA CARIDAD EN LAS PRIMERAS COMUNIDADES... Muchas veces, cuando en nuestras reuniones o celebraciones cristianas nos planteamos como tema de reflexión la caridad, acudimos con frecuencia al tópico de vida fraternal de las primeras comunidades cristianas que encontramos en los sumarios del Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,42-47; 4,32-35), y ponemos la vida de aquellos cristianos como punto de referencia para lo que tiene que ser la práctica del amor entre los cristianos de hoy día. La verdad es que esos sumarios se escribieron, de una manera idealizada, para que sirvieran de paradigma a los creyentes, pero desgajados de la situación real de aquella comunidad, y del análisis histórico de su forma concreta de realización, más que puntos de referencia, pueden convertirse en signo de frustración para los cristianos de hoy día, que no somos capaces de vivir ese sueño idealizado del amor, como pensamos que fueron capaces aquellos creyentes. De todas formas esos sumarios ni son el único ejemplo que tenemos en el NT de vivencia de la caridad, ni la comunidad de Jerusalén es la única comunidad que nos pueda servir de modelo. Siempre existe el riesgo de idealizar demasiado el estilo de vida de las primeras comunidades, como si el fervor de los comienzos garantizase un funcionamiento perfecto, sin el menor traspiés, sin el más imperceptible sobresalto, sin el más modesto roce en la “máquina” que Cristo puso en movimiento. Es más, debería preocuparnos si todo hubiese sido un camino de rosas, si todo hubiese transcurrido con normalidad, si no detectáramos la más mínima fisura, dificultad o incidente, porque entonces no tendríamos modelos válidos en la Palabra de Dios, para nuestras humildes comunidades que caminan, puede que con ilusión, pero con muchos tropiezos en el seguimiento de Jesucristo, único modelo perfecto de amor. Por eso pretendo en esta reflexión ayudar a acercarnos a un mundo, que a primera vista nos parece muy conocido, como es el mundo del NT, pero que no siempre su simple lectura o escucha, puede dar por supuesta la vida de unos creyentes que queda en la profundidad de esos escritos. Desde una visión histórica puede detectarse cómo, al hilo de la pluma de los redactores, iba aflorando todo un cúmulo de vivencias, de esperanzas, de dudas, de luchas, de inquietudes, de desilusiones, de problemas muy reales y concretos que vivían y padecían los cristianos de aquellas comunidades de las que surgieron estos escritos. Situaciones que pueden ser para nosotros modelo o paradigma, si somos capaces de detectar, tras la letra, el espíritu que movió a aquellos redactores para dar respuesta a las situaciones vivenciales de sus comunidades, porque estos textos se escribieron para la vida, la de entonces y la de hoy. Refiriéndome en concreto al tema de la caridad o el amor en el seno de aquellas comunidades, no fue una experiencia vivida fácilmente, sino una muy dura realidad tanto por las vicisitudes internas de las mismas comunidades, como por el espinoso esfuerzo de querer amar a aquellos que desde fuera creaban grandes conflictos, cuando no también persecuciones. Para comprender y entender toda la trayectoria caritativa en aquellos primeros grupos de discípulos del siglo I de nuestra era cristiana, tenemos que remontarnos, aunque sea brevemente a la herencia recibida, en cuanto a las enseñanzas sobre el amor de los antepasados en la fe. Así nos encontramos con que el amor a Dios y a los hombres se había revelado ya en el AT, también desde la vida, a través de una sucesión de hechos: iniciativa divina y repulsa del hombre; sufrimiento por amores desairados y esfuerzos de superación dolorosa por estar al nivel del amor de Dios y de su gracia. Con la encarnación del Hijo el amor divino se expresa en un hecho único, cuya naturaleza misma transforma los datos de la situación: Jesús viene a vivir como Dios y como hombre el drama del amor de Dios para con los hombres y la respuesta de estos al amor. Ahora ese drama se desarrolla a través de su persona: en su misma persona el hombre puede amar a Dios y sentirse amado y perdonado por él. También en el AT el mandamiento de amar a Dios se completa con ese otro mandamiento “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Esta palabra prójimo que traduce con bastante exactitud el término griego “plesíon”, corresponde, sin embargo, imperfectamente al término hebreo “rea´”, que se traduce con frecuencia como hermano, aunque no siempre. Etimológicamente expresa la idea de asociarse a alguien, de entrar en su compañía. El prójimo es alguien que no pertenece a la casa paterna, sino aquel con quien pueden crearse vínculos, ya sea de forma pasajera, ya duradera, en virtud de la amistad. Que a esa relación se le llame amor, no se dice muy explícitamente y con frecuencia en el AT, pero cuando se habla del amor hacia el extranjero, el mandamiento se funda en el deber de obrar como actúa Yahvé: “Yahvé ama al extranjero, lo alimenta y lo viste; amad también vosotros a los extranjeros, porque extranjeros fuisteis en Egipto” (Dt 10,18). Toda la tradición profética y sapiencial va en este mismo sentido: no se puede agradar a Dios sin respetar a los hombres, sobre todo a los más débiles. Sólo después de la experiencia del destierro se manifiesta cierta tendencia a interpretar como prójimo sólo al israelita y al prosélito circunciso. En la última época veterotestamentaria el judaísmo profundiza en la naturaleza del amor fraterno, y en el amor al prójimo se incluye el amor al adversario judío o al enemigo gentil: “Ama a las criaturas y condúcelas a la ley”, decía el gran rabino Hilel y, en otra ocasión, añade: “Lo mismo que el Santo, bendito sea, viste a los que están desnudos, consuela a los afligidos, entierra a los muertos..., así tú también viste a los que están desnudos, visita a los enfermos...”. También en los escritos de la comunidad Yihad de Qumrân encontramos textos en ese sentido: “Pues todos estarán en una comunidad de verdad, de humildad buena, de amor misericordioso, de pensamiento justo” (1QS II,24); “La justicia y el derecho, el amor misericordioso, la conducta modesta en todos sus caminos” (1QS V,4) “Justicia y amor misericordioso con los oprimidos” (1QS X,26). A pesar de esas enseñanzas es bastante probable que los judíos tuviesen mucha dificultad en incluir a los paganos en la categoría de prójimo, y, por tanto, no serían objeto obligatorio de su caridad, lo que se ve reforzado por el hecho de que no sólo eran tratados hostilmente por los gentiles (hostilidad de la que tenían una larga historia que mantenían fresca en su memoria –ayer y hoy-, como se manifiesta en el libro de Daniel), sino que ellos mismos, los judíos palestinos, trataban del mismo modo a los gentiles, cuya compañía rechazaban; y, en la diáspora, se mantenían como comunidades semi-autónomas dentro de la ciudad, como lo atestiguan los escritos de la época. Tal vez esa sea la razón de que los evangelios insistan tanto en el perdón, en no mirar las faltas de los otros y en no juzgar ni condenar al prójimo. Podríamos decir que por un lado iba el pensamiento teológico, que fue un buen caldo de cultivo para que pudiesen enraizar ahí las enseñanzas de Jesucristo, pero por otro iba la vida ordinaria de la gente, que nunca llegó a aceptar que ese mandamiento de amor al prójimo le obligase a amar a los enemigos acérrimos de Israel y a los increyentes. Las enseñanzas de Jesús empalman directamente con la teología profética y sapiencial que unía el amor a Dios y al prójimo. Él fusionó en uno sólo ambos mandamientos, no sólo desde su palabra: “Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas” (Mt 22,40), y desde su vida, entendiendo por prójimo a los proscritos de la Ley: publicanos, pecadores y gentiles, sino además desde el mismo misterio de su persona: siendo Dios y hombre no sólo en él están fundidas divinidad y humanidad, sino también el doble amor: desde ahora los creyentes amaran a Dios y al hombre en Jesús y ese amor se hará ya indisoluble. Ya será imposible amar a Dios dejando a un lado a los semejantes. El amor unidireccional en sentido vertical hacia la divinidad, será un amor falseado, porque la divinidad se ha encarnado en la humanidad y es en ella donde Dios quiere ser amado. Amando al prójimo el creyente cristiano ama a Dios y sin esa mediación el amor es mentiroso (1Jn 4,20). Jesús bebió de las fuentes teológicas y de la tradición de su pueblo y recogió de ellas lo mejor que tenían, como los dichos judeo-tradicionales sobre el amor a los enemigos: “Yo os digo, amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os ponen trampas” (Mt 5,44); sobre la no violencia; “al que te golpee en una mejilla, ofrécele la otra y al que te quite el manto no le niegues la túnica; al que te pide, dale y al que te quite algo, no se lo reclames” (Lc 6,29); y la regla de oro: “Como queréis que os traten los hombres, tratadlos vosotros a ellos” (Lc 6,31), donde Jesús expresa en positivo una vieja sentencia de su pueblo que siempre se había mencionado en negativo: “No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan”, como aparece en el libro de Tobías (4,15), en las máximas de Hilel y en los escritos de Filón. En la mente de muchos cristianos de las comunidades de las que surgieron los escritos neotestamentarios posiblemente quedaron grabados muchos de estos logia del Maestro y otras frases que, aunque no recogían la ipsissima vox (la voz auténtica), sí que estaba en ellas la ipsissima intentio (la auténtica intención) de Jesús, como hicieron las comunidades joánicas con el último mandamiento del Señor: “Esto os mando, que os améis unos a otros, como yo os he amado” (Jn 13,34). Dichos de Jesús como el que el autor de los Hechos pone en labios de Pablo cuando en Mileto se despide de los presbíteros de Éfeso. “recordando el dicho del Señor Jesús: más vale dar que recibir” (Hch 20,35), expresado de manera parecida en un agrapha canónico extraevangélico: “recordar las palabras del Señor: mayor felicidad hay en dar que en recibir”; o aquel otro que S. Jerónimo, en su exégesis de la carta a los Efesios, dice haber encontrado en el Evangelio de los Hebreos: “y sólo entonces debéis estar contentos :cuando miréis a vuestros hermanos con caridad”. Fueron aquellas comunidades las que conservaron como un rico tesoro innumerables dichos de Jesús y los interpretaron y los hicieron vida según la realidad que a cada comunidad le tocó vivir en aquellas experiencias originarias del cristianismo. Pero en lo que sí se dio unanimidad de interpretación, fue en en la fusión en uno solo del doble mandamiento del amor, vivido radicalmente por aquel Maestro que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo” (Hch 10,38), y que sería en adelante el distintivo por el que los de fuera podrían conocer a los discípulos: “En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13,34). 1. LA VIVENCIA DEL AMOR EN LAS PRIMERAS COMUNIDADES. El sentimiento del amor se puede convertir en caridad concreta y en justicia ante las situaciones que vivimos los seres humanos. Aquellos primeros cristianos tampoco pudieron escapar a situaciones específicas de conflictos internos y de los problemas que les acarreó el hecho de vivir en un mundo judío o pagano que les era hostil. Por un lado sabían que Jesús había desbordado las fronteras de su pueblo creando un nuevo pueblo, no adscrito a raza ni entorno geográfico alguno, sino un nuevo pueblo sencillamente humano. La novedad del Maestro consistió en una nueva forma de entender la figura del prójimo y amarlo. Descubrir que existe el otro, sabiendo que es distinto de nosotros y deseando para él lo mismo que deseamos para nosotros. La novedad estaba en afirmar que no se puede aislar la propia vida de la vida de los otros, sino que se vive en una comunidad y, para el bien de esa comunidad, el creyente debe ajustar su praxis. Se vive en un mundo que necesita del Reino, y, por tanto, hay que sembrar de forma activa bendiciones, donde sólo hasta entonces reinaba la maldición y la muerte. Y esa siembra puede incluso exigir la sangre derramada, como la de Jesús,. Por eso el polo de referencia será la forma de amar del Maestro: “dar la vida por los demás” (Jn 15,14). En aquellas comunidades las dificultades para hacer efectiva esa siembra de amor surgió de la propia vida intracomunitaria, de la realidad social que se detectaba en ellas. A lo largo de la historia de la exégesis ha habido cierta polarización sobre esta cuestión. Desde los que afirmaban rotundamente que los antiguos cristianos pertenecían a la clase social más baja, a los que, yéndose al otro extremo, defendían una alta posición social entre los primeros cristianos. Actualmente se está dando lo que un autor, Holmberg, en su obra Historia social del cristianismo primitivo, ha llamado el nuevo consenso que puede resumirse de este modo: hay que descartar la idea romántica de un cristianismo primitivo parecido al concepto de proletariado de la primera mitad de nuestro siglo XX. Es más que posible que el cristianismo del primer siglo estuviese difundido en diversos estratos sociales. En ningún momento y en ningún lugar fue la iglesia cristiana de esta época un movimiento localizado primariamente en el estrato más bajo de la sociedad, puesto que, ya desde los comienzos, atrajo a personas de los diferentes estratos sociales que se daban en aquella cultura mediterránea del siglo I. La primitiva comunidad cristiana de Jerusalén parece haber estado integrada por, al menos, dos grupos diferentes, el de los galileos marginados y sin trabajo, desgajados de sus familias y de su contexto social, sin medios económicos fijos, y los judíos helenistas ricos y cultos que se habían establecido en Jerusalén. También en las comunidades paulinas se daban diversos estratos, relacionándose, -aunque no siempre, como en la comunidad de Corinto-, unos con otros por el mutuo apoyo y la colaboración. De todas formas cada comunidad cristiana de aquella época hay que situarla en el entorno social en que radicaba. En la caso de las comunidades predominantemente helenistas, su entorno social era la urbe, mientras las comunidades judeo-cristianas palestinenses, sobre todo después de la destrucción de Jerusalén en el año 70, se desenvolvieron en un entorno rural, por donde se dispersó un pueblo judío deshecho y derrotado. Las comunidades de la primera carta de Pedro hay que situarlas en un área más atrasada en las regiones interiores de Asia Menor. Unas y otras, sea cual sea la situación social interna y externa, sufrieron los embites de un entorno hostil, representado por ese doble enemigo simbolizado en el libro del Apocalipsis como la sinagoga de Satanás (Ap 2,9) y la bestia (Ap 13,1ss), es decir por un judaísmo que no podía aceptar las propuestas heréticas de aquella secta surgida en su seno y un imperio, permisivo en un principio con los cristianos, cuando aún se identificaban con los judíos, a los que la lex iudaica amparaba en su expresiones religiosas, pero adverso cuando el cristianismo es mayoritariamente étnico, y no acatan la imposición del culto al emperador. La ruptura definitiva con el judaísmo se produjo tras la guerra judía y la destrucción de Jerusalén, cuando la asamblea rabínica de Yamnia decretó las bases para el judaísmo de la diáspora y la excomunión de la sinagoga de los minim, es decir, de los grupos herejes entre los que estaban los cristianos y la comunidad del Bautista. En ese doble campo de batalla aquellos cristianos tuvieron que interpretar el sentido jesuológico del amor; un amor que se hacía, con frecuencia difícil, desde las mismas desavenencias que se manifestaban en el seno de las comunidades, como refleja la primera carta a los Corintios, la carta a los Gálatas, o el conflicto entre la comunidades judeocristiana y helenista en Jerusalén que retrata el capítulo 6 de los Hechos: Un amor a los enemigos, hacía los judíos, de cuya raíz había surgido el cristianismo, y hacia los convecinos paganos que, con frecuencia, presentaban denuncias ante los tribunales romanos, por la negativa de los cristianos a someterse a la religión oficial del imperio, como se vislumbra en las iglesias del Apocalipsis o en los datos históricos que nos ofrecen Plinio el Jóven en su décima epístola a Trajano, Tácito en sus Anales, o Suetonio en su Vida de los Césares. Sin embargo, había algo en común entre judíos y cristianos frente al mundo pagano respecto a la concreción del amor: su actitud y trato hacia los pobres. Para ambos grupos de creyentes justicia era sinónimo de misericordia, como la misericordia de Dios con los hombres, es decir, el amor entrañable, nacido de las entrañas maternales de Dios. Para el mundo pagano la justicia se definía por “dar a cada uno lo que le corresponde”, entendida como un trato entre personas socio-económicamente iguales y se expresaba por actos benéficos hechos a la patria o a la ciudad, y como ayuda personalizada que se orientaba a parientes, amigos, autoridades, pero que no tenía presente al pobre. La misericordia hacia el pobre no tenía cabida en el horizonte conceptual y afectivo de aquel mundo. Para judíos y cristianos la religión desempeñaba un papel fundamental en cuanto al trato que daban a los pobres, empezando por prestarles atención. Para los paganos grecorromanos no era así, la religión era esencialmente personalista y utilitaria. Judíos y cristianos, motivados por la retribución de la vida eterna, que se jugaban no sólo por su fe, sino también por su comportamiento ético-social, miraban y atendían a los pobres, unos como obra de misericordia y otros además como una acción realizada en el mismo Jesús, que había dicho que lo que hicieran con los más pobres, con él mismo lo hacían. Para los paganos grecorromanos, como para los saduceos contemporáneos de Jesús, la retribución se recibía en la vida terrena, bien con los bienes materiales que Dios concedía, según los saduceos, bien con la respuesta agradecida de aquellos a quienes se les hacían los favores, según la mentalidad pagana; por eso para ellos los pobres no contaban, puesto que nada podían devolver. 2. EL AMOR HECHO CARIDAD EN LAS DIVERSAS SITUACIONES DE LAS PRIMERAS COMUNIDADES CRISTIANAS. En este segundo apartado voy a intentar esbozar las situaciones que vivieron algunas de aquellas comunidades cuya experiencia se ve reflejada en los escritos del NT y cómo desde esas situaciones intentaron poner en practica la caridad concretada en hechos. 3.1. La comunidad de Q. Pienso que para gran parte del auditorio, si no todos, es conocida la hipótesis -hoy día admitida por la gran mayoría de los exegetas- de la existencia de una fuente original escrita, anterior a la redacción de los evangelios, que contenía, ante todo, dichos de Jesús, a la que se le ha denominado la fuente Q. Esta fuente fue conocida y de ella se sirvieron sobre todo los redactores de los evangelios de Mateo y Lucas. Hoy día también se admite mayoritariamente que esta fuente sufrió un proceso de redacción que va desde una concepción meramente jesuológica a una concepción cristológica de Jesús, como después veremos. Un proceso redaccional que puede situarse entre los años 40 al 70 d.C. Tal vez en esa misma época podría situarse la redacción original de uno de los escritos más importantes de la biblioteca gnóstica de Nag Hammadi, descubierto en el año 1945. Me refiero al evangelio copto de Tomás, que es también, a su vez, una colección de logia de Jesús. Pero la redacción que ha llegado hasta nosotros está impregnada de contenido gnóstico. Obviamos esta segunda fuente ya que las vicisitudes que sufrió este escrito nos hace muy difícil entrever cual fue la situación originaria que vivió la comunidad creyente de la que surgió. Pero de las comunidades galileas de donde nació el escrito de Q, si que podemos hacer un pequeño relato. En una primera etapa, que refleja su primera redacción, esta comunidad vivió al margen de los acontecimientos claves de Jerusalén y de la comunidad de la “iglesia oficial” que nació de la Pascua. La concepción sobre Jesús que se deja entrever es la de un profeta, predicador sapiencial itinerante, cuyas enseñanzas y radicalismo de vida ofrecían un camino nuevo de vivencia de la pobreza y rechazo de los bienes materiales, motivados por la entrega de la vida al servicio del anuncio del Reino. Muchos de los seguidores de Jesús, continuaron en Galilea, después de los acontecimientos de Jerusalén e hicieron de su vida una dedicación a trasmitir esas enseñanzas, viviendo, como su Maestro, la pobreza absoluta, que se manifestaba en la carencia de bienes y de domicilio fijo, sin ningún tipo de las pequeñas seguridades de las que aún podían disfrutar los pobres campesinos galileos. Vagabundos de la Palabra que dependían de la hospitalidad de aquellos que quisieran recibirlos para escuchar su mensaje. Este estilo de vida no era desconocido en esta época en las regiones palestinas, ya que los predicadores de la filosofía cínica habían extendido sus redes misioneras por todo el imperio. Los cínicos practicaba la autarkeia, es decir, el esfuerzo por llegar a un grado de autosuficiencia para no necesitar de nada ni de nadie, despreciando y ridiculizando el convencionalismo de la época, viviendo en armonía con la naturaleza, y practicando la itinerancia para extender su filosofía. Defendían que la verdadera riqueza no era la material, sino la libertad de toda atadura y esclavitud, como podía ser la dependencia económica. Esta filosofía llegó a ser algo así como la ideología del proletariado que exhortaba a vivir, despreocupados del posible bienestar material como propugnaba su gran maestro Diógenes Laercio (S.IV a.C.). Su itinerancia les exigía vivir de la mendicidad, pues los que quieran asemejarse a los dioses, que no necesitan nada, deben necesitar poco para vivir. Por este afán el cínico estaba dispuesto a dejar mujer e hijos y desligarse de todo lazo familiar. Por supuesto que por una motivación bastante distinta, presentando la nueva oferta de un Reino que Dios había iniciado a través de Jesús, el estilo de vida de los predicadores de Q era bastante similar al de los cínicos, como reflejan los dichos de Jesús que encontramos en este escrito: dichos sobre la ruptura familiar: “deja que los muertos entierren a sus muertos” (Q 9,60); sobre la vida sin seguridades: “el Hijo del Hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Q 9,58):; sobre la armonía con la naturaleza y abandono en la providencia: “no andéis angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo... Observad a los pájaros: no siembran ni cosechan, no tienen graneros ni despensas y Dios los sustenta... Observad cómo crecen los lirios del campo, sin trabajar ni hilar y os digo que ni Salomón, con todo su fasto se vistió como uno de ellos” (Q 12,22-34); sobre el desprendimiento de los bienes: “donde está vuestro tesoro, allí está vuestro corazón” (Q12,34); sobre la misión y el sustento: “Quedaos en la casa en que entréis, comiendo y bebiendo lo que os pongan, pues el obrero tiene derecho a su jornal “ (Q 10,7); desprecio de los bienes: “no podéis estar al servicio de Dios y del dinero” (Q 16,13). Lógicamente ese radicalismo de vida encontró en seguida el rechazo de las propias familias de los miembros de esta comunidad. Se habían convertido en seguidores de un judío marginal y habían roto las estructuras básicas del judaísmo: familia y religión. Rechazados por sus familias, como también lo había sido su Maestro, que fue considerado por sus allegados como loco e hijo rebelde (Mc 3,21); repudiados y, a veces, incluso, llevados ante los tribunales como rebeldes: (“Un hermano entregará a su hermano a la muerte, un padre a su hijo; se levantarán hijos contra padres y les darán muerte y todos os odiarán por mi nombre”, Mc 13,19), encontraban en el amor caritativo de los miembros de la comunidad, los hermanos y hermanas, la madre y una cierta seguridad de vida: “Os aseguro que nadie que haya dejado casa o mujer o hermanos o parientes o hijos por el Reino de Dios, dejará de recibir mucho más en esta vida y en la vida futura” (Q 18,29-30). Así el recuerdo de los dichos de Jesús se hizo para ellos realidad visible en el amor de la comunidad y la caridad fue para ellos la virtud que suplía las carencias afectivas y de seguridad humana que había supuesto su ruptura familiar. Pero también encontraron el rechazo de los dirigentes religiosos. Gran parte de las diatribas de Jesús con los fariseos, en su etapa galilea, reflejan este hecho histórico vivido por estas comunidades de Q. Por no ser fieles cumplidores del descanso sabático, por no observar con minuciosidad las leyes de pureza ritual respecto a los alimentos y a las relaciones sociales, por admitir en la comunidad a pecadores y recaudadores, proscritos de la Ley, por no cumplir los deberes religiosos para con la familia, eran llevados ante los tribunales: “Cuando os conduzcan a las sinagogas, jefes o autoridades, no os preocupéis de cómo os defenderéis o qué diréis, el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que hay que decir” (Q 12,11-12). Pero aún en estos enfrentamientos no podían olvidar aquellos dichos del Señor sobre el amor a los enemigos, sobre el perdón, sobre la oración por aquellos que les perseguían y sobre la respuesta no violenta, recogidos en el sermón de la montaña (Q 6,27-37). En esta etapa de persecución es cuando la comunidad de Q, afianza su esperanza, recordando los dichos del Señor sobre la venida del Reino en plenitud, sobre la venida del Hijo del Hombre y el juicio definitivo a “esta generación” que, rechazando a los misioneros de la comunidad está rechazando al mismo Jesús. Posiblemente en una tercera fase, esta comunidad entró en contacto con la “gran Iglesia” que se había ido extendiendo desde Jerusalén, a la que muchos de ellos se integraron aceptando la fe en Jesús, como Hijo de Dios, como Cristo Resucitado y no sólo como seguidores de un profeta-maestro de sabiduría. Al unirse a la Iglesia del Resucitado trajeron consigo sus escritos y sus tradiciones y así han podido llegar hasta nosotros. Otros miembros de la comunidad prefirieron seguir al margen de la Iglesia y continuaron como una secta pseudocristiana que terminó por diluirse entre otras sectas palestienenses de este tipo, como los ebionitas o los nazarenos. 3.2.
Posted on: Mon, 26 Aug 2013 20:22:58 +0000

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