La tibieza El evangelio que acabamos de escuchar nos presenta - TopicsExpress



          

La tibieza El evangelio que acabamos de escuchar nos presenta a Jesucristo como queriendo invadir el mundo de los hombres con el fuego que trae de lo alto. Enseña San Ambrosio que el Redentor nos exhorta aquí a "desear poseer a Dios", ya que el fuego es Dios mismo que se entrega a los hombres en la exuberancia de su amor infinito. Dios es fuego consumidor y devorador, nos enseña la Escritura. Fuego divino de verdad absoluta, sagrada doctrina que purifica las inteligencias de los que creen, con la fuerza del Espíritu Santo, y las ilumina para que puedan penetrar siempre más en el misterio de Dios. Fuego capaz de comunicar a los corazones los mismos incendios de amor en que la Trinidad vive desde siempre y para siempre, haciendo que los hombres ardan en deseos de una vida santa. Fuego purificador de la misericordia divina que consume con la fuerza sobrenatural del perdón las escorias del pecado en el alma. No pongamos obstáculo a la voracidad enamorada de Jesucristo: "Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Abramos las puertas del alma al amor divino que quiere brindarnos su luz y su santidad para asociarnos a la vida trinitaria, ya que la vida misma de Dios es el amor, como dice San Juan. Pero hoy el Salvador se refiere también a un bautismo. El bautismo evoca un baño regenerador, una limpieza total, de pies a cabeza. El bautismo del que acá nos habla Cristo, y cuya realización anhela, no es sino el bautismo de la Cruz, el bautismo en su sangre. El amor infinito de Dios quiere derramarse sobre el mundo, al modo de un bautismo universal, alcanzando a todos los hombres a través de la Encamación y de la Pasión del Hijo de Dios. El ansia redentora del Señor es tal que en su "impaciencia" por consumar nuestra salvación anhela desde ya los dolores de la cruz. El que dijo que no hay amor más grande que dar la vida por sus amigos, dirige hoy una mirada, a la vez anhelante y angustiosa, al bautismo del Calvario, que inundará el mundo entero con la sangre divina, soberanamente redentora. Aquel que no conoció el pecado y está por encima de todo dolor o sufrimiento, ha querido entristecerse por nosotros y por nuestras desgracias, ha querido sepultar nuestras miserias con el manto santificador de su dolor victimal. El fuego del cielo y la sangre de Cristo nos impelen hoy a sacudir la tentación de la tibieza. No hay lugar para ella en el fuego que consume y en la sangre que se derrama toda entera. La entrega debe ser total, como lo es también la purificación: ¿Seremos capaces de arrastrarnos en la mediocridad cuando el Señor se nos brinda en amor irrestricto? ¿Seremos capaces de dejarnos vencer por el egoísmo cuando Jesús no reservó nada para sí en el bautismo del Gólgota, entregándose hasta la última gota de sangre? ¿Seremos capaces de instalarnos en la comodidad y en el hedonismo mientras contemplamos los dolores atroces de la Pasión? Qué bien entendemos la repulsa de Jesús por los tibios cuando lo recordamos en los tormentos acerbísimos de su muerte, y cuánto nos impulsan a quemar nuestra vida, sin ahorrarnos nada, por la gloria de Dios. La tibieza obra en el alma al modo de un cáncer, tanto más peligrosa cuanto que, como aquella enfermedad, muchas veces va obrando subterráneamente sus efectos devastadores. Sin que lo advirtamos, la vida espiritual comienza un proceso de resquebrajamiento y destrucción, porque no tenemos solicitud y celo por las cosas de Dios. El temor al sacrificio, a la entrega, a lo que Dios nos pide, paraliza las fuerzas espirituales y va hipotecando el camino de la perfección. El Señor quiere que nuestra alma arda vigorosamente al contacto de la "llama de amor viva" de su amor, y nosotros preferimos quedarnos en la tibieza, que sólo sirve para ablandar el espíritu, mereciendo la terrible condena dirigida al ángel de la Iglesia de Laodicea: "porque eres tibio te vomitaré de mi boca". La tibieza se muestra a través de síntomas que aparecen de a poco, como la gota de agua que cayendo incesantemente va minando el muro más sólido hasta que se derrumba Comencemos a preocuparnos cuando nos damos cuenta de que huimos fácilmente de las cosas espirituales y buscamos disminuir las exigencias de la verdadera devoción. Cuando soslayamos el trabajo necesario para la gloria de Dios, ahogando todo impulso de generosidad apostólica. Pero por sobre todo debemos inquietamos verdaderamente cuando el pecado venial nos deja indiferentes, ya que la neutralidad frente a estas faltas es el verdadero termómetro de la tibieza. Si advertimos en nuestro interior alguno de estos síntomas letales reaccionemos vigorosamente, acerquémonos al que trajo fuego a la tierra, y dejemos que esa divina combustión consuma las escorias de nuestra alma y la encienda en la verdadera caridad. El hecho de que Jesucristo haya venido a traer el fuego purificador y a derramar la sangre de su bautismo, implica inevitablemente una tremenda lucha con los elementos contrarios. La sangre y el fuego han sido siempre signos de guerra. "¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, os digo que he venido a traer la división". La redención pondrá en juego las afecciones más delicadas, como lo son el amor humano de los padres y de los hijos. No es que el Señor quiera la división. Por el contrario, nadie anhela más que Él la unión de los hombres, "que todos sean uno", que se forme "un solo rebaño". Sin embargo, lo que aquí pretende es anunciar una consecuencia necesaria del designio salvador. El amor de Dios es inamovible, pero la adhesión o rechazo que despierta en los hombres producirá inevitablemente la separación, más todavía, el antagonismo perpetuo entre el bien y el mal. No temamos, pues, la división si ella es consecuencia de nuestra fidelidad a la verdad y a la gracia, ya que el mismo Salvador nos lo anuncia como un efecto ineludible. La división a que el Señor se refiere no es una instancia pasiva, como si cada cual ocupara un lugar distante, o viviera dándole la espalda al otro. Trátase de una división agónica, militante: "el padre contra el hijo", "el hijo contra el padre", "la hija contra la madre..." Esta lucha, repetimos, no es querida por el amor de Jesucristo, sino que proviene de la malicia de Satanás y sus secuaces. "No es del propósito de Cristo este combate, sino de sus enemigos", explica San Juan Crisóstomo, pero es necesario para el triunfo de la verdad y del bien, que sufren la oposición del mal y de las pasiones desordenadas, sus aliados. Como enseña San Jerónimo, "un combate beneficioso debía poner fin a una mala paz". Lamentablemente existe en la Iglesia una corriente poderosa, en medios y en prestigio, que alimenta permanentemente la quimera pacifista, contra la enseñanza clara del Santo Evangelio. Olvidan que el magisterio eclesiástico, escuchando las palabras de Jesucristo: "Os doy mi paz... no como la del mundo", distingue entre una verdadera y una falsa paz, no escatimando exhortaciones a combatir a Satanás y a sus cómplices terrenos. Juan Pablo II nos dice, haciéndose eco de la enseñanza secular de la tradición: "Ser cristiano debe decir vigilar, como vigila el soldado en la guardia..., y cuidar con gran celo". Y más claramente aún: "La lucha es con frecuencia una necesidad moral, un deber. Manifiesta la fuerza del carácter, puede hacer florecer un heroísmo auténtico. «La vida del hombre sobre la tierra es un combate», dice el libro de Job; el hombre tiene que enfrentarse con el mal y luchar por el bien todos los días. El verdadero bien moral no es fácil, hay que conquistarlo sin cesar, en uno mismo, en los demás, en la vida social e internacional". La división que hoy anuncia Jesucristo nos debe impulsar al combate incansable por la verdad y el bien, hasta que toda la vida de los hombres, individual y social, pueda ser presentada al Padre como una ofrenda aceptable. Mientras este ideal no se encuentre realizado, será preciso que rechacemos la tentación de la cobardía y del cansancio, y luchemos denodadamente en pos del ideal cristiano. Lejos de nosotros esa actitud pacata, ese catolicismo de sacristía que sólo concibe la vida cristiana como un asunto personal e íntimo con Dios. Sin duda que de la intimidad con el Señor saldrá el corazón pletórico de caridad, pero es necesario que ese impulso generoso se prolongue al exterior y refluya en la misma organización económica y política. Como acabamos de escuchar, el Papa nos exhorta a esta confesión plena del Evangelio, sin recortes ni timideces liberales, ya que no es el disimulo ni la "mesura" de la falsa prudencia lo que nos enseña hoy Aquel que dijo que quiere incendiar el mundo con el fuego que ha traído del cielo. Continuamos ahora el Santo Sacrificio de la Misa, que actualiza el bautismo de sangre del Calvario. Pidámosle a Jesucristo que, por la virtud de su purísima sangre, encienda nuestros corazones y nuestra vida toda en el fuego de su amor, al tiempo que nos comunique su fortaleza para que podamos sobrellevar sin desaliento el buen combate al que nos convoca el evangelio de este domingo.
Posted on: Sat, 17 Aug 2013 05:03:39 +0000

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