POLVO Y CENIZAS CARLOS RIVERA Todo pasa y sucede como en la balada de las nieves de antaño de Francois Villón, como en los ríos de nuestro Jorge Manrique. Cada día se muestra la proposición psicosomática de nuestra existencia como la de una marioneta regida según un patrón de movimientos coactivo y casual. Pienso, no obstante, que hay algo de divino en la máquina humana : es el espíritu, la conciencia, o como queramos llamarlo, expresándose en una conducta biológica, en un cuerpo mortal y capaz de contraer enfermedades. En esta consideración se reflejan, desde Aristóteles, veinte siglos del pensamiento europeo basándose en la crucial pregunta de cómo hechos inmateriales como el amar, el sentir o el pensar, exentos de limitaciones tempo-espaciales, envuelven a la totalidad del cuerpo humano en una teoría materialista : sólo somos activaciones cerebrales de circuitos eléctricos, tan simples como el “hardware” de un ordenador. Y, sin embargo, por muy escépticos que nos consideremos, no podemos dejar de entender que hay algo de divino en el comportamiento de esa máquina humana que conduce a la fé, para algunos, y a la poesía o el agnosticismo, para otros. Lo cual nos pone en manos de la filosofía : hay un espíritu, alma o lo que sea, como inquilino principal, que puede ser perturbado por los procesos bioquímicos, ya que el tal inquilino es capaz de expresar tristeza, angustia, depresión, lágrimas, risa, insomnio y taquicardia. El historiador francés Philippe Ariés escribió un libro sobre la actitud hacia la muerte en cuatro siglos de civilización occidental, sosteniendo que lo que pensamos sobre el final de la vida siempre está ligado a la conciencia que tenemos sobre nosotros mismos. En la sociedad actual esa actitud no es la misma que pueda reflejar un cuadro del medievalista Froixart, el misterioso breviario del maestro de Rohan o un poema optimista de John Donne. Hoy sabemos que el cielo está físicamente vacío, incluso el Papa siente dudas sobre su existencia. La relatividad del tiempo y del espacio nos han enseñado que sólo somos minúsculas partículas del polvo cósmico. Así lo expresa “El azar y la necesidad” de Jacques Monod, premio Nobel de Medicina e idealista desesperanzado. Todo es cuestión de fé o de poesía ante la evidencia de nuestra caducidad. Lo que nos infunde verdadero temor, excepto para los muy creyentes, no es el tribunal divino retratado en las iglesias románicas exigiéndonos la rendición de cuentas sino el tribunal de nuestra propia conciencia o la inexorable perspectiva de la nada como único destino, como nos ocurre a los que no tenemos esa envidiable fe, aunque les haya sido administrada por la medicina de la tradición y no del entendimiento crítico. Entendemos el final de la vida como la simple aplicación arbitraria de una ley biológica, la de nacer, vivir y morir. El resto, como digo, sólo es cuestión de fé o de poesía como fórmulas de encubrimiento. Lo que importa, en estos tiempos, es la calidad de vida presente, no la calidad de vida sobrenatural. Ante un cielo no sólo física sino emocionalmente vacío deseamos un rápido final por infarto de miocardio después de una existencia verdaderamente llena de contenido, tener un fin sin temor y ningún temor sin fin . Aunque, en el fondo, pese a nuestro laicismo de conciencia, todos soñemos terminar como John Donne, después de un breve sueño, en el viaje perfecto. John Donne era poeta y preparó ese viaje de forma puntual, antipoéticamente. Voltaire era un relativista y ante la perspectiva de una chamusquina tuvo un final católico (se le atribuye la frase impotente "¡Venciste, galileo!"). Puede explicarse la conducta de Voltaire, si bien nadie, en su sano juicio, tendría hoy la de John Donne. Aunque es obvio que todo depende de las circunstancias del final de la vida. No suele haber ateos en un avión envuelto en llamas, pero la avería de sus motores en pleno vuelo es una dudosa fuente de fé.
Posted on: Fri, 09 Aug 2013 16:33:53 +0000
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