Redactó Nicolás Cruz Valdivieso (Pseudónimo Daniel Valdivieso) - TopicsExpress



          

Redactó Nicolás Cruz Valdivieso (Pseudónimo Daniel Valdivieso) para historiaycultura.cl "Los ojos de Carusso" Lo primero que llamó mi atención en el reciente viaje que hice a Cusco fue la belleza natural de los alrededores de la ciudad. Vistas desde la ventana del avión, las colinas bajas y verdes me parecieron docenas de jorobas que emergían desde el lomo de un enorme animal prehistórico. Los ríos, semejaban venas abiertas llevando sangre color café a cada rincón de la bestia. Quizás el sueño hacía volar mi mente al no haber dormido la noche anterior por miedo a perder el avión. Quizás todo se debía a los ojos de Jerry Carusso, que comenzaban a espiar a través de los míos. (Jerry Carusso, ex presidiario de cincuenta años, ex pandillero y ex funcionario de proyectos secretos del gobierno de Estados Unidos, emprende una huida hacia Latinoamérica, un continente del que poco y nada sabe, y llega a la ciudad del Cusco). Yo había estado en Cusco hacía trece años, pero había llegado por tierra y ya aclimatado. No me maravillé con la vista desde la altura, ni experimenté los estragos de la puna, que esta vez me liquidó apenas puse un pie en la ciudad. En esta segunda visita me propuse hacer un viaje distinto al primero. Sin amigos. Sin mujer. Sin cámara fotográfica. Más cerca de las montañas y más lejos de los bares. Con un cuaderno en la mano y una misión: cumplir por primera vez el anhelo de viajar al lugar de los hechos y sumergirme en el escenario donde se desarrollaría “Última estación”, el capítulo final de mi novela Expediente Carusso, en proceso de escritura. La opción de viajar sin cámara, una de las decisiones que tomé para emprender este viaje “distinto”, desconcertó a unos cuántos viajeros con los que me topé. “¿Viajas solo, amigo?”, “Si”, “¿Quieres que te tome una foto con tu cámara?”, me preguntaban “Gracias, pero no tengo cámara”, “¿No tienes cámara? ¿Y cómo te acordarás de lo que viste después?”, me decían incrédulos. “Tengo dos ojos y están registrando todo”. Conversaciones parecidas se dieron en Sacsayhuaman, Ollantaytambo y Pisac, aunque como todo diálogo al paso, ocultaban una mentira bajo su liviandad. Yo contaba con otro medio para conservar lo que me interesaba: el cuaderno y los tres lápices de tinta con que iba registrando lo que llamaba mi atención, o lo que llamaba la atención de Carusso. Ese cuaderno en mis manos eran los ojos de mi personaje, la posibilidad de entrar en su piel y habitarla durante el viaje. He dicho que lo primero que llamó mi atención fue la vista desde la ventana del avión. Lo segundo, fue lo rápido que me ofrecieron drogas una vez que me levanté de la siesta, tomé unos cuántos tés de hoja de coca y salí a recorrer la ciudad. Llevaba diez minutos sentado en la Plaza de Armas, mirando los cerros verdes y los cielos limpios que rodean la ciudad, la fuente, los niños y los perros que correteaban a su alrededor, cuando un muchacho se acercó con una carpeta en las manos y después de tentarme con pinturas de Machu Picchu y Cusco pasó a ofrecerme marihuana y cocaína “No, gracias”, le dije y después de mirarme un segundo siguió su camino. Al recorrer los callejones y calles que rodean la Plaza de Armas, volvieron a ofrecerme cocaína y marihuana dos o tres veces en las narices de la policía, lo que me sorprendió e intrigó. Ahí había algo cocinándose y ese algo ya había entrado en mis ojos, y a través de ellos, en los de Jerry Carusso. Trece años antes había caminado por las mismas calles: Procuradores, Ataúd y Purgatorio, y me habían ofrecido cocaína y marihuana, sólo que no había reparado especialmente en ello. Incluso era posible que a alguno de esos mismos artesanos-deallers le hubiéramos comprado marihuana con los amigos con que viajaba. Los miles de turistas que llegan a Cusco no sólo lo hacen por Macchu Pichu, pensé. Una obviedad que en ese momento me pareció una verdadera revelación. En esta ciudad tienen lugar los viajes más diferentes de forma simultánea, seguí pensando. La primera semana me obligué a pasarla íntegramente en Cusco y caminé la ciudad una y otra vez. Mañana, tarde y noche. Rápidamente identifiqué Altos de Cusco. Ubicado en la parte alta de la ciudad, justo después del conocido y turístico barrio de San Blas. Altos es el barrio al que llega Jerry Carusso huyendo de sus perseguidores. Reconstruí la ruta habitual de Carusso desde el barrio hasta el Mercado General de Cusco, y registré las impresiones que los mercados callejeros producen en el norteamericano, más acostumbrado a la sangre y la miseria provenientes de la violencia entre pandillas, que a la colorida podredumbre humana y animal de esos mercados que le parecen arrancados de la edad media. Por momentos, los ojos de Carusso y los míos se volvieron los mismos. Lo que me sorprendía, sorprendía también a Carusso. Lo que llamaba la atención de Carusso, captaba instantáneamente la mía. Nuestras preguntas frente a lo que veíamos eran básicamente las mismas. Pero no me dejaba engañar. La naturaleza de Carusso era radicalmente distinta a la mía, y sólo teníamos en común el ser extranjeros en esas tierras. Veníamos de realidades distintas, yo de un mundo de paz, él de un mundo de violencia. Si a mis ojos las iglesias destacaban por lo majestuoso de su construcción, a los de Carusso resultaban atractivas por el parecido que tenían con castillos y fortalezas guerreras. Si yo miraba el barrio de San Blas cómo un barrio encantado compuesto por cientos de angostísimos callejones de piedra, Carusso lo veía como un barrio maldito, repleto de trampas mortales para un pistolero solitario que tuviera que enfrentar a un enemigo superior en número y poder de fuego. Mientras yo veía una muestra del espíritu orgulloso del peruano en las laderas de dos cerros que tienen grabado el escudo de la ciudad y “Viva el Perú”, Carusso recordaba las grandes tetas tatuadas de una antigua amante. El relato de un guía turístico de Sacsayhuaman me ayudó a entender cómo mi personaje veía la realidad circundante: “Los guerreros españoles que venían de siglos de guerra con los moros interpretaron todas las ciudadelas incas como fortalezas guerreras. Era natural, miraban todo a través de la lógica de la guerra” Lo mismo sucedía con Carusso, que venía de la guerra interminable de las pandillas que desde hace treinta años estaban asesinándose en las calles de L.A, California. Jerry Carusso veía la realidad a través del prisma de la guerra. El plan de viaje original me falló por completo. La idea era dedicarle una semana a Expediente Carusso, y otra a mí, pero mi personaje no me permitió dejarlo relegado a la ciudad de Cusco. El ex presidiario y pandillero me obligó a viajar junto a él, y por supuesto, a hacerlo a su manera. La ruta que me había trazado era sencilla pero dura. Iría desde Cusco a Pisac por la carretera que une la ciudad al pueblo. 36 kilómetros a pie para mi, 23 millas para mi compañero de viaje. Partí a las seis de la mañana, y desde la Plaza de Cusco subí por la empinada calle Suecia hasta el mirador de la iglesia San Cristóbal. Seguí camino arriba y a la altura de la entrada a Sacsayhuaman tomé la Carretera Circunvalación en dirección a Pisac. Apenas pasé la curva, el sol se cubrió de nubes y estalló la lluvia. Durante las siguientes cuatro horas llovió a cántaros, y la tierra de los lados del camino se convirtió en barro. Cubierto con una capa caminé escuchando el sonido de la lluvia repiquetear contra la capucha de la capa, con que cubría además mi mochila. A la altura de Tambomachay le pregunté a un viejo que bajaba en bicicleta si creía que la lluvia se detendría. El viejo me miró, miró al cielo y me dijo “No creo. Esta es lluvia hembra” “¿Y cómo es eso?”, le pregunté. “Jode todo el día” dijo, y siguió su camino. Seguí caminando bajo la lluvia, hundido en mis pensamientos. Caminé mirando las grandes montañas y peñones que rodeaban el cada vez más angosto camino y vi a unos niños jugando con cadáveres de cuyis al lado de una picantería una vez que el cielo abrió sobre nuestras cabezas. Sonreían mientras me los enseñaban, y los hacían bailar en el aire como si fueran muñecos. Al caer la noche seguí caminando. Numerosas animitas se levantaban a los lados del camino, y los camiones que pasaban a gran velocidad me dejaron claro cómo había muerto esa gente. Me refugié en una construcción de adobe abandonada, busqué leña en los alrededores y encendí un pequeño fuego sobre el suelo de tierra. Comí un par de sándwiches que había llevado desde Cusco y me eché a dormir. Horas después, desperté con un ruido de voces y gritos a la distancia y antes de entender lo que pasaba vi el reflejo del fuego pasando por la pared de la construcción. Me asomé con cautela al agujero de la ventana, y observé en el predio vecino a un grupo de hombres, mujeres y niños que rodeaban una estructura alta hecha de maderos delgados, iluminados por la luz de las antorchas. Con ellos estaba una banda de músicos premunidos de un bombo y grandes instrumentos de viento, que conversaban y tomaban cerveza alegremente. Salí de la construcción, caminé unos metros y me senté afuera para mirar mejor. De pronto la gente se alejó del armatoste y quedó sólo un hombre que fue encendiendo los fuegos artificiales pegados a la estructura y dio comienzo al espectáculo. Todos miraban con atención y aplaudían los fuegos, que salían disparados hacia el cielo, mientras la orquesta tocaba con entusiasmo. El clímax de la ofrenda culminó con cuatro ruedas girando en llamas mientras los fuegos de colores estallaban a gran altura. Al finalizar la pirotecnia la música se detuvo, y todos bebieron mientras los niños se perseguían con los restos de las ruedas aún encendidos tratando de quemarse. Ya había visto ofrendas en la ciudad, con los carros de fuego y la música ofrendada a la Virgen por los agricultores frente a las iglesias, pero no había tenido la suerte de verlo en el campo. Sin duda esa sería una escena de la novela, pensé. Carusso mirando desde la oscuridad la estructura de fuego y la fiesta en torno a ella. En ese momento, mirando la fiesta y la banda que volvía a tocar, la gente que bailaba, hombres con mujeres, mujeres con mujeres, niños con mujeres, agradecí el no haber pedido prestada una cámara fotográfica para viajar con ella. No habría estado ahí para ver lo que estaba viendo. No podría haberme arriesgado a que me la robaran en las caminatas nocturnas por los barrios que los trabajadores de la hospedería me recomendaban no visitar de noche. Al amanecer volví al camino, y a las doce del día ya estaba en Pisac. Recorrí la ciudadela construida sobre la montaña, observando la gran vista del valle, que los vigías del pasado debieron dominar totalmente desde la altura, y las terrazas escalonadas que los incas convirtieron en suelo cultivable. Mirando los innumerables agujeros en la montaña frente a la ciudadela oí las palabras de un guía turístico “Esa montaña a mis espaldas es el mayor cementerio pre colombino que existe. En cada uno de sus más de cinco mil agujeros hay un cuerpo enterrado en posición fetal, la posición del descanso. En esa montaña eran también colgados desde los pelos los ciudadanos descubiertos practicando el crimen de la poligamia. Eran ahorcados y sus cuerpos eran colgados de los cabellos hasta que se pudrían, para recordarles a los ciudadanos que la poligamia era un crimen, y para que sus almas insepultas no tuvieran descanso” ¡Así deberían ser las colinas de L.A!, pensó Carusso, llenas de muertos y de cuerpos colgando desde los pelos. ¡Todos los pecadores a la montaña! Yo lo dejaba pensar a través de mi cerebro, y ver a través de mis ojos. Por la madrugada tomamos una micro desde Ollantaytambo a Tambomachay, donde vimos a un arriero y una arriera cruzando el cerro sobre el que se erigen las ruinas, llevando un rebaño de llamas, burros, ovejas y vacas con la ayuda de tres perros guías. En Puka Pukara, fortaleza enclavada en lo alto de un gran peñón, apreciamos el dominio que se tiene del valle aledaño desde la altura. Una visibilidad perfecta, que permitía ver con días de antelación el avance de ejércitos enemigos. En Qenqo caminamos por pasajes subterráneos, mirando extrañados las escaleras ciegas cavadas en las enormes rocas, los asientos y pequeños pies incrustados en la piedra, cómo si la roca hubiera perdido durante un instante su estado sólido y esos objetos hubieran impreso para siempre sus formas en ellas. A las cuatro de la tarde llegamos por segunda a vez a visitar Sacsayhuaman. Caminamos por el pastizal central de la ciudadela mirando los impresionantes muros, pensando que todo eso no podía haber sido hecho por hombres. Simplemente no lo creíamos, ni Carusso ni yo. Podríamos haber tenido a diez especialistas explicándonos cuál fue el método utilizado por los incas para acarrear esas rocas de más de ocho metros y medio de altura, levantarlas y construir los muros sin pegamento alguno, y aun así no lo creeríamos. Somos tipos testarudos. No creíamos ni creemos que eso tenga explicación, como tampoco que la tengan los pequeños pies perfectos cavados en las enormes rocas. Al llegar de vuelta a Cusco y derrumbarme sobre la cama soñé que aún caminaba bajo la lluvia, mirando las montañas y peñones que encajonaban el camino angosto de tierra por el que había transitado días antes. En el sueño tenía la certeza de que esos caminos eran eternos. Que tanto Carusso como yo caminábamos por un sueño que tenía millones de años, y que estaría millones de años después que nosotros hubiéramos muerto. Era la certeza de Carusso. Y en el sueño, era también mi certeza.
Posted on: Wed, 10 Jul 2013 04:26:50 +0000

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